10

Pieter, el joven empleado de Van Risling, el intérprete euroasiático que había sido enviado el día anterior al palacio del gobernador para entregar a éste el mensaje, atravesó el largo y austero pasillo del inmenso edificio de ladrillos que albergaba la agencia comercial del imperio holandés en Ligor, y llamó a la puerta del despacho de su jefe. Estaba visiblemente excitado. No ocurría todos los días que el gobernador de la provincia, el Pu Samrec Rajakara Meuang, poseedor de diez mil marcas de dignidad, les hiciera una visita. La madre de Pieter, una siamesa de la aldea de Ban Seri, cerca de Ligor, le había inculcado desde pequeño un gran respeto por la jerarquía de las autoridades y funcionarios, y le parecía increíble que fuera a formar parte del comité de recepción y a postrarse a los pies de Su Excelencia. El día anterior, cuando por primera vez fue enviado al palacio debido a la indisposición de Hassan, el intérprete malayo, se sintió profundamente impresionado. El joven había tratado de superar su temor irrumpiendo en la mansión del gobernador y comportándose con arrogancia, como había visto hacer a su jefe, pero sentía una opresión en la boca del estómago, como si se hubiera tragado un plátano entero sin masticarlo. Le asombraba y asustaba que su patrón, heer Joop, mostrara tan abiertamente su desdén por los siameses, incluso por el poderoso gobernador, y Pieter se preguntaba si su propio padre, un comerciante itinerante holandés que había muerto siendo él un niño, se habría comportado también de aquel modo. Pieter no creía que fuera posible pues nunca había visto a nadie comportarse como heer Joop. Lo cierto era que los modales de su jefe dejaban mucho que desear. Incluso los farangs ingleses se comportaban con más dignidad. Pero también era cierto que heer Joop le pagaba un buen dinero que le permitía mantener a su madre viuda, con la cual vivía. Pieter pensó que no dejaba de tener ciertas ventajas pecuniarias ser el único que hablaba holandés en Ligor, aunque sabía que no lo hablaba perfectamente.

El joven Pieter suspiró. Hubiera preferido ser como todos los demás en lugar de medio farang. Se sentía totalmente siamés, y los siameses poseían mayor dignidad que los farangs. Sabía muy poco sobre las costumbres de los holandeses, aparte de las de su rudo jefe y el amable médico —ya difunto— que le había enseñado el idioma.

—¡Pasa! —La brusca voz de su jefe interrumpió sus reflexiones.

De un tiempo a esta parte, heer Joop se había mostrado muy hosco e irritable, en concreto desde el torneo de boxeo en el que el farang inglés peleó como un tigre y demostró su gran valor. Desde el día anterior, cuando se enteraron en la factoría del gran honor que Su Excelencia había conferido al farang, el humor de su patrón había empeorado. ¡Nada menos que la Orden del Elefante Blanco, tercera clase! Heer Joop había estallado. Pieter había espiado por el ojo de la cerradura y le había visto pasear arriba y abajo por su despacho, contemplando con mirada ausente los mapas que colgaban en la pared, blasfemando y mascullando entre dientes.

Pieter abrió la maciza puerta de madera del despacho de su patrón —una puerta provista de un solo panel que se abría hacia fuera, a diferencia de otras puertas— y entró.

—¿Qué quieres, Pieter?

—Discúlpeme, señor, pero Su Excelencia el gobernador está de camino. Ha venido un esclavo para anunciar su inminente llegada.

Una sonrisa iluminó el rostro de Van Risling, que se inclinó hacia delante, apoyando su corpulento torso en el escritorio de madera mientras sus dedos tamborileaban sobre la reluciente superficie.

—Bien, encárgate de que Su Excelencia sea recibido con todos los honores y comunícame su llegada en cuanto aparezca.

El holandés estaba encantado con la visita del gobernador a su factoría pues demostraba el interés del mandarín por conocer el contenido de la carta de Ayudhya. No habría sido lo mismo de haber tenido que acudir él a visitar a Su Excelencia en el palacio, pensó Van Risling.

—Perfectamente, señor —respondió Pieter, disimulando su estupor. No era propio de su patrón demostrar tanto respeto.

—¿Has comprobado si han barrido el vestíbulo? —inquirió el holandés. Su Excelencia debía atravesarlo.

—Sí, señor. Todos los empleados están alineados a ambos lados del vestíbulo, postrados en el suelo, esperando la llegada de Su Excelencia.

—Muy bien. Tráeme mi casaca de brocado blanca, la que utilizo para las ceremonias —ordenó Van Risling.

En aquel momento sonaron unos trompetazos, y Pieter se inclinó y salió precipitadamente de la estancia.

—Apresúrate —le ordenó Van Risling a sus espaldas.

A los pocos minutos reapareció Pieter con la casaca que lucían los altos dignatarios en Siam en las ceremonias oficiales, una prenda desprovista de cuello, con las mangas abullonadas y el borde rematado en oro. Su Excelencia el gobernador entró majestuosamente en el edificio de ladrillos de Ligor, y los pasmados empleados ocultaron el rostro en el suelo.

Cuando el gobernador apareció en la puerta, el factor holandés sacó apresuradamente los brazos por las mangas y se puso en pie detrás de su escritorio, dándose aires de importancia y sonriendo con amabilidad. Luego le hizo una profunda reverencia, más profunda, pensó Pieter, que las que veía hacer a su patrón.

—¡El sillón, Pieter! —le ordenó Van Risling, enderezándose.

Pieter se levantó del suelo y acercó un sillón de rota al gobernador.

—Los cojines, Pieter. Trae más cojines, estúpido. Sabes que a Su Excelencia le gusta estar sentado más alto que los demás.

A Su Excelencia no le gustaba sentarse en esos incómodos artilugios que utilizaban los farangs. Eran unos objetos muy poco prácticos. Uno no podía sentarse con las piernas cruzadas al estilo oriental porque los dichosos brazos del sillón lo impedían. Uno estaba obligado a adoptar una postura ridícula, con las piernas colgando por delante, cuando el asiento era tan alto que los pies ni siquiera alcanzaban el suelo. Claro que los farangs, que tenían unas piernas exageradamente largas, conseguían plantar los pies en el suelo, pero a pesar de todo ofrecían un aspecto ridículo.

Su Excelencia se sentó de mala gana en el sillón mientras el sirviente que portaba su cajita de betel y el Palat se postraban en el suelo, a ambos lados. Media docena de esclavos permanecían acuclillados a una respetuosa distancia, detrás de su amo. El sirviente que portaba la espada del gobernador no estaba presente, señal de que Su Excelencia consideraba informal la visita.

—Bienvenido a nuestra humilde factoría, Excelencia —dijo Van Risling con insólita modestia—. ¿Puedo ofrecerle un refresco?

El joven Pieter tradujo las palabras del holandés, satisfecho de que por una vez se respetara el protocolo. Hasta la fecha siempre había pensado que su jefe no tenía la más remota idea de cómo comportarse en ocasiones como aquélla.

—De momento no, gracias, señor Lidrim. —El mandarín observó al holandés, preguntándose por qué estaba tan nervioso—. Tengo muchos asuntos que atender, y sólo la urgencia de su mensaje me obligó a suspender esos compromisos. Me temo que mi visita será breve.

—Por supuesto, Excelencia, lo comprendo y le agradezco que me haya hecho el honor de venir a verme. Le expondré el asunto sin rodeos. —Van Risling se inclinó hacia delante con aire confidencial—. Excelencia, tengo el deber de informaros que pese a sus reiteradas negativas, uno de los miembros de la Compañía inglesa habla el siamés fluidamente. —Van Risling se detuvo unos momentos—. Y sabemos de quién se trata. Me duele verme obligado a revelar la traición de ese individuo cuando he contemplado con mis propios ojos la cortesía que Vuestra Excelencia le ha dispensado. Pero es mejor que conozcáis la verdad antes de que sea demasiado tarde.

El gobernador frunció los labios.

—¿De veras? ¿Y qué pruebas tiene usted para respaldar esa acusación, señor Lidrim?

El holandés abrió el cajón de su escritorio y sacó una carta. El sobre ostentaba el sello oficial de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales y estaba fechada en Ayudhya el 4 de diciembre de 1679. Hacía dieciséis días. El texto estaba escrito en holandés.

—Pieter —dijo Van Risling, volviéndose hacia su joven ayudante—, ¿quieres hacer el favor de traducirle esta carta a Su Excelencia?

Pieter alargó una mano temblorosa y cogió la carta. Postrado sobre las rodillas y los codos, empezó a leer la traducción que había preparado durante buena parte de la noche anterior.

Estimado Van Risling:

Con respecto a mi despacho urgente sobre las actividades clandestinas de la Compañía Inglesa de las Indias, le comunico que he llevado a cabo unas extensas indagaciones y puedo confirmar sin ninguna duda que uno de sus factores habla perfectamente el siamés. Se trata de un joven llamado Thomas Ivatt, que se hace pasar por un nuevo empleado de la Compañía. Es un experto lingüista cuyos profundos conocimientos del siamés han sido corroborados por varias fuentes: dos jesuitas franceses, tres comerciantes portugueses, el personal de su casa y una destacada autoridad del ministerio de Comercio, Nai Prasert, con quien heer Ivatt ha mantenido tratos.

Imagino que deseará pasar esta información a Su Excelencia el gobernador de Ligor, quien sin duda hará uso de su proverbial sabiduría y tomará las medidas apropiadas. Supongo que heer Ivatt negará todo conocimiento de la lengua, pero estoy seguro de que Su Excelencia, en quien confío plenamente, hallará el medio de obligarlo a confesar la verdad.

Sabemos sin ningún género de dudas que el junco Loto Real transportaba unos cañones de contrabando por la costa de Siam, y estamos convencidos de que esas armas iban destinadas a los rebeldes de Pattani.

Nos satisface haber descubierto esa traición a tiempo y haber sido útiles a nuestro viejo amigo y aliado, Siam, con el que hemos mantenido siempre una relación muy especial.

Así pues, heer Van Risling, le ordenamos que adopte las medidas oportunas en cuanto reciba esta información y le autorizamos a mostrar esta carta, que ostenta nuestro sello oficial, a Su Excelencia el gobernador, cuya reputación confirma que es un hombre digno y capaz.

Pieter alzó la vista y añadió:

—La carta está firmada Aarnout Faa, factor principal de la Honorable Compañía Holandesa de las Indias Orientales en Ayudhya.

Durante la lectura de la carta, el gobernador había mostrado una expresión seria.

—¿Y esta carta acaba de llegar? ¿La ha recibido en respuesta a una carta suya, señor Lidrim?

—No, Excelencia —respondió el holandés, evitando hábilmente caer en la trampa—. El informe que envié a raíz del naufragio no puede haber llegado todavía a Ayudhya.

—¿Me permite ver esa carta, señor Lidrim?

—Desde luego, Excelencia —contestó Van Risling—. Me he tomado la libertad de incluir una traducción al siamés en el reverso de la misma, el texto que ha leído Pieter. —El holandés se inclinó respetuosamente y entregó la carta al mandarín.

—Muy amable por su parte, señor Lidrim. —El gobernador leyó la carta por encima y se la quedó mirando unos instantes—. Sí, reconozco el sello de su honorable Compañía. Me gustaría llevarme este documento como prueba, señor Lidrim, naturalmente con su permiso.

El holandés sonrió satisfecho.

—Por supuesto, Excelencia. —El hecho de que mencionara la palabra «prueba» era muy prometedor—. Y si puedo prestaros alguna ayuda, no dude en hacérmelo saber, Excelencia.

—Lo haré, señor Lidrim. Entretanto, ¿tendría la bondad de enviarme a su intérprete esta tarde al palacio?

—Con mucho gusto, Excelencia —se apresuró a responder Van Risling.

—Muy bien. Ahora debo marcharme. Ha sido una visita muy interesante, señor Lidrim. Muchas gracias.

—Su Excelencia es muy amable. Soy yo quien da las gracias a Su Excelencia por haber interrumpido sus numerosos compromisos para acudir aquí.

El gobernador se levantó y, desde su posición supina, el joven Pieter contempló asombrado la escena mientras heer Joop, tras hacer una obsequiosa reverencia, acompañaba al gobernador hasta la puerta.

Cuando unos momentos más tarde el holandés regresó a su escritorio, en su rostro se dibujaba una expresión de profunda satisfacción, como si acabara de ganar una importante victoria. El joven Ivatt sucumbiría más fácilmente a los interrogatorios que aquel diablo de Phaulkon. Van Risling consiguió sacudirse por fin la tensión y la ansiedad que le habían atormentado durante los últimos días, las cuales se desprendieron de él con la celeridad del mango maduro al caer del árbol.

Phaulkon permaneció acostado mientras mil interrogantes se agolpaban en su mente. Justo cuando parecía que el peligro había desaparecido, Van Risling había regresado para atormentarlo. ¿Qué sabía realmente aquel condenado holandés? ¿Y si estuviera mintiendo? ¿Qué nuevos datos habían salido a la luz? ¿Era posible que el holandés, al ver el rumbo que tomaban las cosas y presintiendo la inminente liberación de Phaulkon, hubiera hecho un último intento para impedir que éste se le escapara de entre las manos? Una cosa estaba clara. Fuera cual fuese la información recibida de Ayudhya, no podía ser la respuesta a una carta enviada por Van Risling con posterioridad al naufragio. No había tiempo material para que la respuesta hubiera llegado a Ligor.

Phaulkon sabía que el gobernador no podía demorar por más tiempo la partida del elefante blanco. Ni siquiera un día más. El principesco animal debía ser enviado a Su Majestad inmediatamente después de su captura. La comitiva partiría de Ligor al amanecer, y Phaulkon tenía que formar parte de ella.

Sunida había entrado dos veces en la habitación para cerciorarse de que Phaulkon estaba bien, antes de salir sigilosamente mientras el griego fingía dormir.

Phaulkon quería dar la impresión de que estaba tranquilo y relajado, en lugar de despierto y nervioso, pues tenía la seguridad de que Sunida informaría al gobernador sobre su estado. Deseaba preguntar a la joven si Su Excelencia había visitado la factoría holandesa, pero era difícil expresarlo con el lenguaje de los signos. Por otra parte, temía que la pregunta levantara las sospechas del gobernador, quien se extrañaría de que Phaulkon estuviera enterado de la visita.

Una de las veces que entró en la habitación Sunida se había arrodillado junto a Phaulkon y le había acariciado suavemente las sienes para facilitarle el sueño. Él le había oído musitar:

—Sentiré un gran dolor en el corazón cuando te marches de aquí, mi apuesto farang. ¿Volveré a verte alguna vez?

Él había deseado hacerle el amor como se lo había hecho el día anterior, pero siguió fingiendo que dormía. La tristeza que reflejaba la voz de la joven le había emocionado, y en aquel momento maldijo su decisión de no expresarse en siamés. Deseaba decirle muchas cosas. Le asombró comprobar que sus deseos de llegar a Ayudhya quedaban mitigados por la tristeza que le producía abandonar a la joven. ¿No podía llevarla consigo? Pero ni siquiera sabía si era libre de acompañarlo. ¿Qué diría el gobernador? Phaulkon se dio cuenta de que sabía muy pocas cosas sobre la joven.

Alzó la cabeza de los cojines sobre los que reposaba y miró la ventana, que estaba abierta. La puerta también se hallaba abierta, sin duda de acuerdo con las instrucciones del doctor de que era preciso restituir el equilibrio del aire en el cuerpo del paciente. Junto a su lecho yacía un abanico de bambú dispuesto para ser utilizado en cuanto él se despertara. Por el ángulo del sol, Phaulkon dedujo que era el atardecer. Una noche más y partiría para Ayudhya, temporalmente a salvo. Esa noche Ivatt se disponía a ofrecer una exhibición de acrobacia como despedida para mantener entretenido al gobernador.

Phaulkon acarició la condecoración que pendía de su cuello. ¿Le facilitaría esa recompensa una entrevista con los potentados de Ayudhya? ¿Sería ésta su presentación al Barcalon? De golpe se le ocurrió una idea que le dejó anonadado. ¿Cómo iba a hablar en siamés con el Barcalon después de negar que conocía esa lengua? En todo caso, era una pregunta retórica. Después de haber recibido Phaulkon una distinción tan importante de manos de Su Excelencia, el poderoso Barcalon ordenaría a sus espías que hicieran algunas averiguaciones sobre él y no tardaría en descubrir que hablaba el siamés. Phaulkon tendría que pensar en una buena explicación que justificara su conducta.

La atractiva silueta de Sunida vestida con un vaporoso panung azul apareció de nuevo en la puerta. Al comprobar que Phaulkon estaba despierto sonrió complacida y se sentó junto a él, recogiendo airosamente los pliegues de su panung.

La joven sacó una carta del bolsillo y se la mostró con una ligera sonrisa. Luego extendió los brazos y trazó con las manos una barba imaginaria en las mejillas, inflando los carrillos. No era difícil reconocer la corpulenta figura de Van Risling. ¡Una carta del holandés dirigida a Sunida! Phaulkon cogió la carta y mientras fingía descifrar la firma la leyó rápidamente. El griego no se inmutó mientras leía la invitación que hacía el holandés a Sunida para que se convirtiera en su consorte y fuera a vivir con él en la factoría holandesa. La carta estaba escrita en siamés, presumiblemente por el intérprete, y firmada por Van Risling.

Phaulkon señaló el tosco garabato que representaba la rúbrica del holandés y dijo con una carcajada:

—¡El señor Lidrim!

Sunida asintió con la cabeza y trató de explicarle con signos que Van Risling le había pedido que se convirtiera en su esposa menor. Luego hizo una mueca para demostrar la repugnancia que le inspiraba el holandés y sacudió la cabeza categóricamente.

Phaulkon se echó a reír pero en el fondo estaba indignado. Sintió el deseo de poseerla y llevársela de allí. Phaulkon hizo un gesto tratando de darle a entender que se refería a ella, pues en Siam no era correcto señalar a una persona, y luego se indicó a sí mismo y preguntó:

—¿Tú y yo, Ayudhya?

La joven lo observó unos instantes en silencio, como si tratara de descifrar el significado de sus palabras, y luego repitió:

—¿Nai leh dichan? ¿Pai Ayudhya?

Phaulkon asintió y Sunida respondió con una sonrisa radiante:

—¡Pai!¡Pai duey! ¡Sí, iré contigo!

Impulsivamente Phaulkon extendió los brazos hacia ella pero el movimiento le provocó dolor y al ver que esbozaba una mueca Sunida se apresuró a obligarle a bajar los brazos. Luego lo miró embelesada y le aplicó un dedo sobre los labios para indicarle que guardara silencio.

—Ja mee okat —dijo Sunida suavemente. Tendremos muchas oportunidades—. ¡Pai, pai Ayudhya! —repitió alegremente.

Phaulkon sonrió y en aquel preciso momento entró un criado para anunciar al Palat.

El ayudante del gobernador inclinó brevemente la cabeza y se volvió hacia Sunida.

—Su Excelencia desea ver al farang inmediatamente —dijo.

Había algo en el tono del Palat que a Phaulkon le hizo estremecerse.

Phaulkon se postró ante el gobernador. Qué extraño que no estuviera presente ningún intérprete, pensó. El mandarín lo saludó cortésmente y luego se volvió hacia el Palat.

—¡Kling!

—Acato tus órdenes, poderoso señor.

—Kling, hemos recibido una noticia sorprendente. La factoría holandesa me ha proporcionado pruebas irrefutables de que uno de los farangs, concretamente el más bajo, habla nuestra lengua perfectamente. —El mandarín sacó una carta doblada de su bolsa de algodón y la agitó sobre el cuerpo supino del Palat—. ¿No te choca que lo mantuviera tan en secreto? Parece como si el farang tuviera algo importante que esconder. Tu misión, Kling, es averiguar exactamente lo que esconde.

El Palat sonrió ante la perspectiva de prestar un servicio a su amo, sobre todo en una forma que él dominaba como pocos.

—Acato tus órdenes, poderoso señor.

—Para empezar, ve en busca del farang bajo y enciérralo en la mazmorra. —El gobernador se detuvo e hizo una mueca de desagrado—. Asegúrate de cerrar bien la puerta. Ya sabes lo que me disgustan esos sonidos.

—Acato tus órdenes, poderoso señor.

—Dirígete al farang en siamés y si se niega a responder, córtale la lengua en castigo a su insolencia. Si lo que quiere es silencio, nos aseguraremos de que no vuelva a pronunciar una palabra en ningún idioma. Luego tráeme su lengua para que se la enseñe a su amigo. —El gobernador señaló a Phaulkon—. Quizás el señor Forcon pueda arrojar un poco de luz sobre la situación y explicarnos el motivo de que su amigo tratara de engañarnos. Retírate, Kling. Y envía al intérprete para que yo pueda conversar con el señor Forcon.

—Acato tus órdenes, poderoso señor —contestó el Palat mientras salía de la estancia arrastrándose hacia atrás.

El gobernador se volvió hacia Phaulkon y sonrió afablemente. Phaulkon hizo un esfuerzo por devolverle la sonrisa. Estaba tan nervioso que sentía náuseas. ¡Pobre Thomas! No podía permitir que le hicieran eso. El hombrecillo era inocente. ¿Pero cómo iba a impedirlo sin delatarse él mismo? Phaulkon se sentía perdido, sin saber qué hacer. Ni siquiera los estúpidos holandeses eran capaces de llegar a la conclusión de que no era Ivatt quien hablaba siamés. En Ayudhya debían de saber que Ivatt acababa de llegar a Siam, aunque el gobernador no estuviera al corriente de ese dato. Era evidente que se trataba de una trampa tendida por Van Risling. Pero si el gobernador le creía, Ivatt se hallaba en un grave problema.

El intérprete euroasiático entró a rastras en la habitación y se situó junto al mandarín.

—Le he mandado llamar para saber cómo van sus heridas, señor Forcon —dijo el gobernador a través del intérprete, sonriendo con amabilidad—. ¿Cree que estará lo bastante restablecido para partir mañana?

—Creo que sí, Excelencia. Todavía me queda una noche de descanso, que trataré de aprovechar al máximo. Lamento perderme la función que el señor Ivatt, nuestro joven colega, ha preparado para Vuestra Excelencia. En estos momentos los niños del palacio están con él, observando cómo practica sus ejercicios acrobáticos. Los he visto al cruzar el patio. No le dejan ni a sol ni a sombra.

—Sin duda será un espectáculo delicioso, señor Forcon. Estaré encantado de presenciarlo. —El mandarín hizo una pausa—. A propósito, señor Forcon, la factoría holandesa ha recibido unas noticias sorprendentes de Ayudhya. —El gobernador observó fijamente a Phaulkon unos momentos antes de continuar—. Por lo visto un miembro de la Compañía Inglesa de las Indias habla nuestro idioma con absoluta fluidez. —Su Excelencia agitó la carta en el aire.

Phaulkon tragó saliva e intentó responder en un tono desenfadado:

—¿De veras, Excelencia? Ojalá fuera cierto. Lamentablemente, los farangs holandeses están dispuestos a todo con tal de arrojar sospechas sobre nosotros, sus rivales. Sin duda se trata de otra historia que han inventado para incriminarnos. ¿Me permitís examinar la carta Excelencia?

Phaulkon prestó atención al intérprete y le asombró la honestidad de la traducción. El joven euroasiático aún no se había dejado corromper por la política de los holandeses.

—No veo ningún motivo que lo impida, señor Forcon. En nuestro país el acusado siempre tiene el derecho a defenderse. —El mandarín sonrió amigablemente mientras un esclavo le pasaba la carta a Phaulkon.

De pronto se oyó un grito procedente de los sótanos de palacio y un tremendo portazo. El mandarín frunció los labios en un gesto de disgusto.

—Snit —ordenó—, ve y cierra bien todas las puertas para que no trasciendan esos sonidos.

—Acato tus órdenes, poderoso señor —respondió el esclavo llamado Snit, retrocediendo de espaldas y desapareciendo apresuradamente.

Phaulkon notó unas gotas de sudor en la frente. El corazón le latía con violencia. No tenía más remedio que confesar la verdad. No podía permitir que le hicieran esa atrocidad a Thomas. Echó una ojeada a la carta, y cuando ya se disponía a confesar vio de pronto algo en el papel que le llamó la atención. Algo que le resultó familiar y que al mismo tiempo le chocó. De golpe comprendió de qué se trataba.

—¡Sunida! ¡Traedme a Sunida! —exclamó Phaulkon en holandés—. Excelencia, todo esto es mentira, puedo demostrarlo.

Su voz denotaba tal indignación que el gobernador quedó impresionado. Thomas, Thomas, rogó Phaulkon mentalmente, dame unos minutos más. Necesito un poco de tiempo. Resiste, Thomas, te lo ruego. El gobernador ordenó a un esclavo que fuera en busca de Sunida.

Phaulkon examinó de nuevo la carta. Eres un hijo de perra, Van Risling. Como Ivatt haya sufrido el menor daño, te despedazaré.

—Excelencia —dijo Phaulkon, esforzándose en conservar la calma—, me ha parecido oír un grito. ¿Hay algún enfermo en palacio?

—Yo también lo he oído —replicó el gobernador—. He enviado a Snit a investigar. No tardará en volver. ¿Pero decía usted, señor Forcon? Ah, sí, que las acusaciones de los holandeses eran infundadas, ¿no es eso?

—En efecto, Excelencia. Sé que en Siam jamás condenarían a un inocente sin pruebas. —Phaulkon observó fijamente al gobernador—. Esta carta no fue enviada desde Ayudhya, Excelencia, sino que fue escrita en Ligor por el propio factor holandés, heer Van Risling.

—¿Ah, sí? ¿Y qué le hace suponer eso, señor Forcon? —inquirió intrigado el mandarín.

—Se lo demostraré enseguida, Excelencia.

¿Dónde diablos estaba Sunida? ¿Por qué tardaba tanto en aparecer? ¿Y por qué no ordenaba el gobernador que liberaran a Ivatt, o cuando menos que suspendieran el tormento? El corazón de Phaulkon latía violentamente. Sintió deseos de gritarle al mandarín en siamés, pero en aquel momento apareció Sunida, que se postró respetuosamente en el umbral de la habitación.

El mandarín se volvió hacia ella.

—El señor Forcon ha solicitado tu presencia, Sunida. Al parecer tiene algo que decirte.

Sunida miró asustada a Phaulkon y esbozó una tímida sonrisa. ¿Acaso se disponía el farang a pedir permiso a Su Excelencia para llevarla a Ayudhya?, se preguntó la joven, excitada ante aquella perspectiva.

—Sunida —empezó a decir Phaulkon a través del intérprete—, hace un rato me enseñaste una carta. ¿La llevas encima?

Phaulkon hizo grandes esfuerzos por no perder la calma, mientras su corazón latía tan aceleradamente que parecía como si fuera a estallarle en el pecho.

—¿Se refiere a la carta del farang holandés? —preguntó la joven, sorprendida.

—Sí, sí —se apresuró a contestar Phaulkon—. ¿Me permites verla?

Sunida no salía de su asombro pues le había mostrado la carta confidencialmente y no esperaba que se la pidiera en aquel momento. No obstante, al observar la expresión del rostro de Phaulkon, sacó la carta de su bolsa de algodón y se la entregó.

Phaulkon echó una ojeada a la carta. Luego se acercó arrastrándose al gobernador, tratando de disimular el dolor que sentía en el codo.

—Con su permiso, Excelencia —dijo, extendiendo ambas cartas en el suelo delante del gobernador.

Aunque la firma en la supuesta carta de Ayudhya decía «Aarnout Faa» y el de la carta dirigida a Sunida decía «Joop van Risling», ambas rúbricas habían sido escritas por la misma persona. La tinta y la pluma eran idénticas, y el garabato de la firma también. Incluso el gobernador, que no sabía leer el holandés, se dio cuenta de que la carta no la había escrito Aarnout Faa, el jefe de la Compañía Holandesa de las Indias en Ayudhya.

El gobernador asintió con la cabeza. Parecía aliviado de haber comprobado que el farang inglés era inocente.

—Muy convincente, señor Forcon. Todo parece indicar que el farang holandés le ha acusado falsamente. Le aseguro que recibirá su merecido. Ah, pero aquí viene Kling. —El gobernador se volvió hacia su ayudante, que se había postrado en el suelo.

—¿Has interrogado al prisionero, Kling?

—Sí, poderoso señor.

—¿Dónde se encuentra ahora?

—En su habitación, poderoso señor. Le he metido un pequeño coco en la boca para detener la hemorragia.

—Bien, eso es todo. —El mandarín se volvió hacia el intérprete y dijo—: Comunica a tu patrón que no tardará en recibir noticias mías. Le deseo que descanse, señor Forcon.

Phaulkon estaba tan trastornado por lo que le había ocurrido a Ivatt que no reparó en la expresión de tristeza que reflejaba el rostro de Sunida. Oh, Thomas, Thomas, ¿qué te he hecho? ¿Cómo he podido ser la causa de tu sufrimiento? Jamás me perdonaré. Furioso y desesperado, Phaulkon aceptó el brazo de Sunida y se alejó tan rápidamente como le permitían sus heridas. Debía hallar cuanto antes al pobre Ivatt. Cuando Sunida intentó que caminara más despacio, Phaulkon la miró enojado y ella bajó los ojos para ocultar una lágrima silenciosa.

El ruido de risas infantiles fue creciendo a medida que Phaulkon, con el cuerpo totalmente dolorido, se acercó al patio que rodeaba la casa de Ivatt. De pronto se detuvo y contempló pasmado la escena que se desarrollaba ante sus ojos.

Ivatt se hallaba boca abajo, sosteniéndose sobre la cabeza, rodeado de niños que no cesaban de reír y gritar mientras intentaban columpiarse sobre las plantas de sus pies. Al ver a Phaulkon, los niños bajaron al suelo e Ivatt dio un salto mortal y aterrizó de pie.

Phaulkon lo miró como si no diera crédito a lo que veían sus ojos.

—¿Estás impresionado por la calidad de mis ejercicios, eh, Constant? Richard y yo nos acercamos a verte hace unos minutos, pero habías salido. ¿No deberías estar descansando?

—Pero Thomas, tu lengua...

—¿Qué le pasa a mi lengua? ¿Crees que debería pintármela de azul para la función?

Tras maldecir al tramposo mandarín, Phaulkon soltó una sarta de palabrotas. Luego sepultó la cara en el hombro de Sunida y rompió a llorar.