20

Hacía poco que había amanecido. Cuando Phaulkon entró en la concurrida plaza del mercado, con sus pintorescos parasoles protegiendo a la gente y los productos del implacable sol, se sintió tremendamente decidido. Por fin empuñaba el timón de su vida, era el capitán de su navío, y sólo él sabía el rumbo que debía tomar. De él dependía liberar a sus amigos retenidos en Ligor, trabajar con ahínco y sin desmayo para ganarse las simpatías del Barcalon. El tiempo apremiaba. Faltaban cincuenta y un días para que arribara el barco de Sam, pero con suerte y perseverancia quizá lograra sus objetivos.

Las mujeres se afanaban en montar los puestos en el mercado, y Phaulkon sonrió complacido mientras se abría paso a través del bullicio y el trajín de la gente. Nunca dejaba de sentirse cautivado por las campesinas de Siam. Sus rostros risueños y su aire satisfecho hacían que uno se sintiera dichoso de estar vivo. Sus movimientos eran airosos y elegantes y exhalaban una serenidad que no poseían las campesinas europeas. Incluso las más pobres sonreían constantemente y aceptaban su suerte con orgullo y dignidad. Quizás ello se debiera al clima templado y a la abundancia de fruta, pescado y arroz, lo cual hacía que las campesinas siamesas estuvieran mejor alimentadas que las de las zonas rurales en Occidente.

El mercado exhibía todo tipo de productos, innumerables variedades de frutas y hortalizas, pequeñas aves muy apreciadas por su carne suculenta, pescado seco, pescado fresco, arroz, pollos y huevos, y el aire estaba impregnado de los aromas de variedad de especias: pimienta, jengibre, canela, clavo, ajo y nuez moscada.

Phaulkon caminó a través de la multitud, observando a las vendedoras sentadas en cuclillas, con el pecho desnudo, fumando unos cigarrillos cortos y gruesos. Sus pechos, pequeños y bien torneados, guardaban una armonía perfecta con sus cuerpos esbeltos. Phaulkon sabía que la piel de las siamesas no se arrugaba hasta que alcanzaban la vejez, que les sobrevenía de golpe, como si no existiera una barrera entre el largo verano de la juventud y el súbito invierno del ocaso.

A Phaulkon le gustaba deambular por el mercado y estaba impaciente por visitar a Sri en su puesto. Sri, una mujer campechana y de carnes abundantes, siempre risueña y con una risa contagiosa, vendía frutas y verduras en el mercado por la mañana, y nada la satisfacía tanto como regatear con un cliente. A Phaulkon le fascinaba su aparentemente poco complicada existencia.

Sri estaba ocupaba asando saltamontes, otros insectos y castañas para ser consumidos de inmediato, y cociendo arroz en una cáscara de coco. Al alzar la cabeza y ver a Phaulkon sonrió de oreja a oreja, con la sonrisa abierta y alegre de los siameses. Era evidente que estaba encantada de verlo.

—Bienvenido sea, amo. ¿Pero dónde se había metido? El mercado parecía desierto sin su presencia. ¿Cómo ha podido abandonarnos durante tanto tiempo? Casi habíamos olvidado qué aspecto tiene un farang.

Phaulkon era uno de los pocos farangs que visitaba el mercado. La mujer lo miró sin dejar de sonreír, mostrando una recia dentadura teñida de bermellón debido a la costumbre de mascar continuamente nueces de betel.

—He estado de viaje, madre. ¿Qué otra cosa podía mantenerme alejado de ti? —Phaulkon utilizaba el término afectuoso de «madre» al dirigirse a una mujer mayor y muy estimada por él.

La mujer alzó sus gruesos brazos en el aire y exclamó:

—¿Acaso nuestra comida no es lo bastante sabrosa y nuestras mujeres lo suficientemente bonitas para satisfacer sus apetencias, obligándole a viajar a lugares remotos en busca de esos placeres? Está muy flaco. Parece desnutrido. Siéntese, amo, llénese el buche con un buen plato de comida y deje que Sri le devuelva la vida.

El mercado comenzó a llenarse de gente. No había un espectáculo comparable al que ofrecían Sri y el apuesto farang. Ambos representaban una función que se había convertido en un espectáculo tan popular y ameno como una función de títeres.

—Estupendo, madre, he venido aquí directamente del barco. ¿Llego a tiempo para que me salves?

Sri lo observó como si dudara.

—No estoy segura. Pero una cosa es indudable: me tendrá que comprar muchas cosas si quiere recobrar el buen aspecto que presentaba antes —dijo la mujer, señalando con un amplio gesto de la mano los productos que vendía.

—¿Entonces me recomiendas que coma tantos productos como pueda de los que tú vendes?

Sri se inclinó hacia delante y las vendedoras de los puestos vecinos estiraron el cuello para captar sus palabras.

—La experiencia me ha demostrado que los pacientes se recuperan más lentamente cuando comen productos de otros puestos del mercado, y algunos, según me han dicho —agregó la mujer bajando la voz—, jamás consiguen recuperarse.

Phaulkon adoptó una expresión preocupada.

—En tal caso resérvame todo lo que vendes.

—¿Durante cuántas semanas, amo? Tengo que colocar un cartel.

Todo el mundo sonreía las ocurrencias de la mujer.

—Durante un día, madre, o durante el tiempo que pueda pagar lo que me pides. Ya veremos.

—Tome una de éstas para empezar. Es gratis. —Sri le ofreció a Phaulkon una castaña asada sobre una bandeja formada por una hoja de plátano y suspiró satisfecha—. Me alegro de que haya vuelto, amo. Le echábamos de menos, aunque supongo que usted ni siquiera se habrá acordado de nosotras. Los hombres son todos iguales. ¿Qué me va a comprar esta mañana? Para usted, sólo lo mejor y a unos precios tan bajos que esta pobre campesina se va a arruinar —dijo la mujer, adoptando el aire de una mendiga.

—No he venido en busca de comida sino de favores —respondió Phaulkon sonriendo.

La mujer volvió a alzar los brazos en el aire.

—¡El señor Buda nos salve de estos insaciables farangs! Nuestra población femenina no está segura ni es lo suficientemente numerosa para mantenerlos a todos satisfechos. —Sri soltó una estentórea carcajada. El último comentario era una clara alusión a las esclavas de Phaulkon, que ella misma le había procurado. Había subido un poco el precio, por supuesto, y una parte del dinero había ido a parar a sus bolsillos, pero era lógico cobrar una pequeña comisión en una transacción de ese tipo, sobre todo porque las chicas eran honestas y trabajadoras.

Phaulkon también se echó a reír.

—No, no, madre, en ese aspecto estoy bien servido, gracias. He venido para aprovecharme de la enormidad de tus conocimientos —dijo el griego, extendiendo los brazos para indicar la amplitud de la sabiduría de Sri. Ésta lo miro con recelo.

—El amo se burla de mí. ¿Qué podría enseñar una humilde campesina como yo a una señor de tanta experiencia? Además, soy demasiado vieja para esas cosas —añadió Sri, lanzando otra risotada.

Las vendedoras de los puestos vecinos se unieron a sus risas, al igual que Phaulkon. Aquella mujer era más divertida que la mayoría de los europeos que él conocía. Sri había sido el ama de llaves de George White, quien antes de partir hacia Inglaterra le había instalado un puesto en el mercado. Había pedido a Phaulkon que fuera a verla de vez en cuando para comprobar cómo le iban las cosas, y lo que había comenzado como un simple gesto de cortesía se había convertido en una sólida amistad.

Sri tenía una memoria prodigiosa para datos y números, y ésa era la fuente de conocimientos a la que Phaulkon había venido a recurrir.

—Madre, supongamos que yo fuera un rico mandarín y tú una vendedora honesta, y supongamos que yo hubiera dado un banquete cada semana durante el último año y tú me hubieras cobrado un precio justo por cada artículo...

—¿Se refiere —le interrumpió la campesina— a que le hubiera cobrado los precios que le he cobrado hoy y que me han llevado a la ruina?

Phaulkon se echo a reír.

—Exacto, madre. Si me hubieras cobrado esos precios ruinosos, ¿a cuánto habrían ascendido por la compra de arroz, pescado, pollo, verduras, cerdo, frutas y especias? ¿Puedes calcular el coste de cada artículo durante el pasado año?

La mujer volvió a observar a Phaulkon con recelo.

—Podría hacerlo, amo, pero si es un truco para conseguir que le cobre los precios del año pasado por las mercancías que me ha comprado hoy...

—Te prometo que no, madre —replicó Phaulkon, riendo de buena gana—. Pero si me haces una lista precisa, semana a semana, recordando todas las subidas y bajadas del mercado, te estaré tan agradecido que lo que te compre esta semana dejaré que me lo cobres al precio del año que viene.

—Los astrólogos predicen una terrible pérdida de las cosechas el año que viene, amo, la cual afectará negativamente a los precios...

Phaulkon sonrió.

—Aceptaré una pérdida relativa de las cosechas, madre, si me tienes preparada la lista para mañana. Me corre mucha prisa.

—¡Las prisas, las prisas! Los farangs siempre andáis con prisas. —Sri observó a Phaulkon con sus grandes y risueños ojos, y al reparar en los mechones que asomaban por el cuello de su camisa, agregó—: Hasta su cabello crece deprisa. ¿Sabía que cada pelo de un siamés tarda toda una vida en crecer? Porque los siameses no tienen nunca prisa.

Las otras vendedoras se echaron a reír ante la ocurrencia de Sri.

Phaulkon se unió al coro de risas.

—Ah, ¿pero no preferirías poseer todo un bosque en lugar de un solo árbol? —preguntó, desabrochándose la camisa para mostrar el tupido vello de su pecho.

—No si dan esos frutos —replicó la mujer, haciendo un mohín. Sus vecinas rompieron a reír a carcajadas.

Cuando hubieron cesado las risas, Sri preguntó cautelosamente:

—¿Lo de la lista va en serio, amo?

—Nunca he hablado tan en serio, madre. Y no es necesario que cuentes a todo el mundo que te he pedido este pequeño favor. Prefiero que quede entre nosotros, y los puestos vecinos, por supuesto. ¿Entendido?

—Como el amo desee. Pero tendré que hacer la lista en mi cabeza, porque no sé escribir. Y quizá tenga que preguntar a otras compañeras los precios de ciertos productos que yo no vendo. Pero descuide, sé de quién puedo fiarme, amo.

—De acuerdo, siempre y cuando no les expliques el motivo.

—No conozco el motivo, amo, de modo que por ese lado tampoco tiene por qué preocuparse. Jamás adivinarán para quién hago esas indagaciones. Pasan tantos farangs por aquí haciendo las mismas preguntas todos los días...

Phaulkon se echó a reír.

—Deja que imaginen lo que quieran, pero no sueltes prenda.

—No aunque se mueran de curiosidad y tenga que asistir a su cremación —prometió Sri. Luego añadió, frunciendo el ceño—: Y aunque esta noche no pueda pegar ojo, mañana a esta hora tendrá preparada la lista.

Phaulkon alzó la vista hacia el sol.

—Regresaré mañana a esta misma hora, madre. Y gracias. En la próxima reencarnación serás recompensada por tus buenas obras.

—Merezco regresar como una princesa y casarme con un apuesto farang.

—Te buscaré uno —respondió Phaulkon—. Entretanto, toma esto.

Phaulkon sacó un paquetito de su bolsa y se lo entregó a la mujer. Era una cajita de pastelitos de canela, una golosina típica del sur que había traído especialmente para ella. Entusiasmada, Sri tuvo buen cuidado de que sus vecinas se percataran de aquel amable gesto. Cuando Phaulkon abandonaba el mercado oyó una voz que se quejaba de las circunstancias que habían permitido que un hombre tan galante naciera farang y al otro lado del océano.

Phaulkon estaba sentado en su nuevo puesto de trabajo. Casi no podía decirse que fuera un despacho pues se trataba de una estancia sin amueblar, con las paredes de madera, el suelo de tierra y un orificio que hacía las veces de ventana. Estaba alejada del núcleo de actividad del Ministerio de Comercio, prueba de lo confidencial de su misión. Phaulkon había solicitado una silla para sentarse y una mesa para escribir, y en deferencia a esas extrañas costumbres de los farangs, le habían facilitado una silla y una mesa que habían sacado de un viejo almacén donde iban a parar las reliquias que no utilizaban, en su mayoría regalos de los jesuitas. Los siameses se sentaban en el suelo para escribir.

Phaulkon había sido instalado en el departamento comercial del Tesoro, posiblemente debido a sus conocimientos de contabilidad, y le habían ordenado que hiciera el inventario de los bienes del Rey en los almacenes reales, además de examinar el montón de facturas de gastos de representación presentadas al Tesoro por los moros. Cada vez que una embajada importante visitaba Siam, Su Majestad, conforme a antiguas tradiciones, recibía a los visitantes con gran pompa, sin escatimar gastos. Y también según una antigua tradición, los moros eran los encargados de organizar los banquetes.

Espoleado por su infinita ambición y echando mano de su prodigiosa memoria para los detalles, Phaulkon se puso a trabajar con un celo digno del jesuita más entregado, volcándose en la tarea que le había sido asignada. Rechazó todas las invitaciones y se quedó a trabajar hasta bien entrada la noche para examinar las montañas de papeles, clasificando las facturas en orden cronológico y traduciendo las fechas musulmanas a las del calendario budista. Anotó los precios de todos los artículos que constaban en las facturas, contrastándolos primero entre sí, después con las fechas en las que habían sido adquiridos, y por último con los números que había almacenado en la memoria.

Era a últimos de su cuarta semana de trabajo. Había visitado el mercado en otras dos ocasiones, aunque se había dado cuenta de que le seguían. En ambas ocasiones un empleado del ministerio lo había seguido de cerca hasta el mercado, fingiendo curiosear entre las mercancías expuestas cerca del puesto de Sri. Por las noches lo seguían otros individuos hasta su casa, y por las mañanas, cuando se iba a trabajar, veía una figura oculta entre las sombras frente a su casa. Tenía la impresión de que quienes lo seguían no se molestaban en disimular, así que dedujo que los del ministerio querían que supiera que vigilaban todos sus movimientos.

Sri no lo había decepcionado. Tal como le había prometido, le proporcionó una detallada lista de precios de productos comestibles, y sus frecuentes fluctuaciones durante el año anterior. Armado de papel y pluma Phaulkon había pasado varias horas junto a Sri, anotando cada cantidad que le dictaba. Luego, después de trabajar, regresaba a casa y memorizaba la lista. Cuando llegara el momento de presentarse ante el Barcalon, éste quedaría impresionado al ver que Phaulkon recitaba las cantidades de memoria, sin consultar sus notas.

La lentitud con que transcurría el tiempo y el recuerdo de sus colegas retenidos en Ligor empezaba a ponerle nervioso. Faltaba poco más de un mes para que se reuniera con Sam White en Mergui. Dormía mal porque estaba obsesionado con las discrepancias que debían de yacer ocultas entre las facturas.

Phaulkon contempló el montón de papeles que había sobre su mesa. En veintisiete días había revisado inútilmente veintisiete pilas de facturas. Al parecer no existían serias discrepancias en las cantidades. Phaulkon desató el cordón que sujetaba el último grupo de facturas y, con más empeño que esperanza, empezó a revisarlo.

De golpe se fijó en algo que le llamó la atención y comenzó a repasar las cantidades de nuevo, confiando en que no se tratara de un simple error fruto de su cansancio. No, los números no cuadraban. Entonces observó una pequeña anotación en el margen de una factura. Apenas era legible pero lo bastante clara como para mostrar que estaba escrita en malayo en lugar de siamés. Aunque Phaulkon hablaba y escribía perfectamente el malayo, las marcas eran demasiado débiles para poder descifrarlas. La anotación aparecía prácticamente junto a los números que no cuadraban. Animado por el hallazgo y confiando en dar por fin con la solución, Phaulkon examinó el resto del montón y abrió otro. Al cabo de varias horas halló una nueva discrepancia, con unas anotaciones similares en el margen.

Phaulkon sintió una emoción como no había experimentado desde el día en que George le rodeó los hombros con un brazo y, señalando las aguas parduscas del canal de la Mancha, le había dicho: «La semana que viene, muchacho, zarpamos hacia Asia.»

La nueva discrepancia lo dejó perplejo. En principio la cantidad cobrada por una partida de mangos no parecía excesiva. A Phaulkon le gustaba mucho esa fruta y había preguntado numerosas veces su precio en el mercado. Pero luego se fijó en la fecha, 12 de diciembre. ¿Mangos en diciembre? Era una fruta estival que maduraba durante la época calurosa y, que él supiera, no había mangos en diciembre. De todos modos, Phaulkon decidió volver al día siguiente al mercado para consultar con Sri.

Tras el hallazgo inicial, todo resultó más sencillo, aunque laborioso. Seis días más tarde, después de haber trabajado casi un mes hasta bien entrada la noche, a la luz de las velas, Phaulkon había reunido el material suficiente para incriminar a los moros sin la más mínima duda. Había compilado meticulosamente las pruebas y estaba dispuesto a presentarlas al Barcalon —con quien solía reunirse dos veces por semana— la próxima vez que fuera convocado. Eso le daría tiempo suficiente para cerciorarse sobre el asunto de los mangos, pues no podía permitirse cometer el menor error en sus acusaciones.

Era cerca del mediodía y el sol caía a plomo. En el mercado, aunque las vendedoras estaban sentadas a la sombra de sus pintorescos parasoles, había tanta humedad en el ambiente que empapaba sus panungs y minaba sus energías. Sri dio gracias a Buda de que fuera ya la hora de recoger el género y regresar a casa a descansar, hasta el atardecer. Era mediados de febrero y cada día hacía un calor más asfixiante. Tendrían que soportar ese clima durante otros tres o cuatro meses hasta que llegaran las lluvias para aliviar la opresiva atmósfera y restituir el nivel del agua. Pero Sri pensó que existían ciertas compensaciones, pues dentro de poco la Tierra daría sus frutos más suculentos —los deliciosos mangostanes y rambustanes, los mangos y lychees del norte—, y las ventas en su pequeño puesto en el mercado se doblarían cada día.

Sri depositó en una cesta los productos que no había vendido, se despidió de sus vecinas con una sonrisa y se encaminó hacia el río. Al llegar allí desató su pequeña canoa y se sentó en la popa. Sujetando el canalete con ambas manos comenzó a remar, procurando no alejarse de la costa. Con suerte lograría vender algunos de los productos que le quedaban de camino a casa. Sri continuó remando lentamente a lo largo de la ribera, hacia la humilde casita en la que vivía, de estilo típicamente siamés y construida sobre unos pilares. A medida que la canoa se deslizaba por el río, la mujer proclamaba sus mercancías y abordaba todas las embarcaciones con las que se cruzaba en su camino.

Al doblar un recodo del río tras el que se distinguía su casa, Sri dejó de remar y se quedó perpleja. Su corazón empezó a latir aceleradamente. ¿Serán imaginaciones mías?, se preguntó. Durante las últimas tres o cuatro semanas, desde que el simpático farang fue a visitarla en el mercado, Sri había observado a unos extraños merodeando en torno a su puesto. Nunca le preguntaban el precio de nada y ninguna otra vendedora los había visto con anterioridad. En todo caso, no eran clientes habituales del mercado.

Sri contempló la extraña embarcación amarrada frente a su casa. A diferencia de las canoas de sus amigas, era una embarcación grande con una elevada proa en forma de cuello de cisne. No era el tipo de embarcación característico de la gente de aquella zona. En ella había dos hombres.

—¿Cuál es la casa de Sri, la vendedora del mercado? —preguntó uno de ellos.

Sri se quedó helada. ¡Conocían su nombre! Instintivamente comprendió que eran los mismos hombres que había visto merodear por el mercado. Sri se asustó.

No le gustaban las voces de aquellos individuos, y al acercarse a ellos tampoco le gustó la expresión de sus rostros. Tenían pinta de trabajar para el Gobierno. Sri no sentía simpatía por los funcionarios gubernamentales. Le entraron ganas de dar media vuelta y ocultarse en algún lugar hasta que hubieran desaparecido, pero con ello sólo lograría atraer su atención. Pensarían que era culpable de algún delito. Sri se devanó los sesos tratando de recordar alguna falta que hubiera cometido, pero no se le ocurrió ninguna. Hizo acopio de todo su valor y dirigió la pequeña canoa hacia uno de los pilares sobre los que descansaba su casa, donde solía amarrarla.

—¿Sus Excelencias buscan la casa de Sri, la vendedora? —preguntó alegremente, tratando de disimular su temor—. Pues aquí me tenéis, soy vuestra esclava.

Sri amarró la canoa al poste y saludó cortésmente a los hombres con una inclinación de cabeza.

—¿Acaso desean Sus Excelencias que les venda mis mercancías a un precio especial antes de que el mercado abra mañana? —preguntó con una risita nerviosa. Estaba convencida, por la solemne expresión de aquellos hombres y su gran aplomo, que realmente eran unos funcionarios del Gobierno. Incluso sus camisas blancas de muselina parecían fuera de lugar. Habrían ofrecido un aspecto más natural con las casacas rojas de los guardias de palacio. Sri se estremeció.

—Eso es exactamente de lo que queremos hablar contigo —respondió el individuo de aspecto más severo, mayor que su compañero. Tenía una verruga enorme en la punta de la nariz, que parecía una mosca bien alimentada aposentada permanentemente sobre ella. En otras circunstancias, Sri habría prorrumpido en carcajadas ante aquel defecto tan cómico. El otro hombre era más delgado y bajo, y tenía un aspecto tan insulso que Sri apenas se fijó en él.

—Si la pobreza de mi humilde hogar no os ofende, señores, os invito a pasar —dijo Sri.

Por el rabillo del ojo observó que sus vecinas fingían ocuparse de sus menesteres, como si no hubieran reparado en la presencia de aquellos extraños, pero todas habían dejado la puerta de sus casas abiertas y habían decidido ponerse a barrer los balcones que daban a la casa de Sri. En aquella humilde comunidad no era frecuente ver a unos hombres vestidos con finas camisas de muselina. Uno de ellos incluso calzaba chinelas de brocado.

—Hemos venido a negociar un pedido especial para un importante noble —dijo el individuo de aspecto severo, el que tenía la verruga en la nariz y lucía las chinelas, con voz lo suficientemente alta como para que lo oyera todo el barrio—. Por razones que no puedo revelar, nuestro patrono desea que su encargo permanezca en el anonimato.

Agachando la cabeza para pasar lo más inadvertida posible, Sri subió por la escalerilla que conducía desde el río hasta la entrada de su casa. Las paredes y la puerta eran de bambú entretejido. Las seis ventanas estaban abiertas, y cada postigo sostenido por un palo insertado en una ranura en el borde de las mismas. Al trasponer el umbral, Sri sintió vergüenza de la pobreza de su hogar: una tosca jofaina para lavarse, una estera de junco como lecho y un biombo de bambú para ocultar su modesta colecciónde panungs, todo ello en una sola habitación.

Tan pronto como entraron en la casa, el hombre mayor sacó un sello de oro de una bolsita e indicó a Sri con un gesto que permaneciera callada. Era un gesto innecesario pues Sri estaba muda de terror. Al reconocer el emblema real notó un escalofrío por la espalda. ¡Buda misericordioso! El sello venía a confirmar sus peores temores. ¡Aquellos hombres eran funcionarios de palacio!

Sri se postró espontáneamente a sus pies.

—Lo que voy a decirte es estrictamente confidencial —declaró en voz baja—, de modo que si alguna vez revelas a alguien esta conversación, aunque sólo sea una parte, serás castigada severamente por orden de Su Majestad.

Sri se preguntó por un instante si aquello no sería una simple pesadilla, pero al mencionar uno de ellos al Señor de la Vida observó de reojo que los dos hombres se postraban en el suelo. No era una pesadilla sino la realidad. ¿Pero cómo era posible que se cruzaran los caminos del Señor de la Vida y de una humilde vendedora? Esas cosas sólo ocurrían en las fábulas.

—¿Entendido? —La voz del individuo de aspecto insulso, interrumpió las reflexiones de Sri. Era una voz tímida, como de persona sorprendida de su propia voz.

—Señores, os aseguro que si alguna vez alguien averigua siquiera una parte de esta conversación, no será de mis labios.

—¿Conoces a un tal Constantine Phaulkon, un farang? —preguntó el primer funcionario, adoptando un tono más suave.

—Sí señor. De vez en cuando viene al mercado a comprar los productos que vendo.

—Y, según tengo entendido, hace un tiempo le procuraste unas esclavas.

Sri se echó a temblar, implorando la protección de Buda. ¿Acaso era un delito procurar esclavas a un farang?

—Bueno... —balbució Sri—, yo no le procuré exactamente...

—No te inquietes. No hay nada de malo en ello. Al contrario, deseamos que vuelvas a hacerlo.

El funcionario de más edad hizo un gesto a su compañero, quien sacó un paquetito del interior de su camisa y lo abrió en el suelo, delante de Sri. Era un precioso corte de batik, tejido en el sur, estampado en tonos verdes y marrones, más parecido a un sarong malayo que a un panung, y mucho más elegante que las prendas que solían vestir Sri o sus amigas.

—Un regalo del palacio —dijo el primer individuo—. Queremos que te lo pongas para acudir mañana al mercado. Si alguien te pregunta de dónde lo has sacado, di que te lo ha regalado una prima tuya que vive en el sur. Mañana irá a visitarte una joven al mercado. Te reconocerá por este sarong. Fingirá curiosear entre los productos que vendes. Debes entablar conversación con ella y suscitar su curiosidad, para retenerla. Debe parecer completamente natural. Tienes fama de ser una excelente conversadora, Sri, de modo que no te resultará difícil convencer a cualquier curioso de que tu encuentro con la muchacha ha sido puramente casual. —El funcionario hizo una pausa—. Como verás, hemos hecho algunas indagaciones sobre ti —agregó, sonriendo por primera vez—. Dicen que hasta eres capaz de vender una toga azafrán a un sacerdote cristiano.

Los dos hombres se echaron a reír, y Sri sonrió ante la ocurrencia. Le halagaba que le dijeran que poseía dotes de persuasión como para vender un hábito azafrán a un sacerdote farang. Animada por la amabilidad de los funcionarios, Sri recobró el valor y la serenidad, al tiempo que se despertaba en ella el deseo de sacar el máximo provecho de aquella insólita situación.

—¿Y cuántos días debo lucir este sarong de batik, señores? Si me ven vestir la misma prenda cada día, la gente empezará a preguntarse si me va bien el negocio.

El funcionario mayor soltó una carcajada.

—Veo que los que la conocen no exageran —dijo, volviéndose hacia su compañero. El individuo de aspecto insulto se apresuró a asentir con la cabeza.

Al cabo de unos instantes, el rostro del funcionario mayor recobró su acostumbrada seriedad.

—El farang llamado Phaulkon irá a visitarte al mercado durante los próximos días y se tropezará por azar con la joven de la que te he hablado. Queremos que le animes —suponiendo que fuera necesario— a que acoja a esa joven en su casa, de forma permanente. Por supuesto, debes hacerlo con disimulo, para que el farang no sospeche nada.

—¿Y si no se siente atraído por la muchacha? —inquirió Sri, arrugando el ceño—. Conozco bien a ese farang. No es fácil convencerlo para que haga algo que no desea.

—La joven ha sido elegida con gran esmero para evitar esa posibilidad. Déjalo de su cuenta. Además, el farang y ella ya se conocen.

—Si ya se conocen, ¿qué pinto yo en todo esto? —preguntó Sri desconcertada.

—Tú serás nuestro enlace.

—¿Vuestro qué? —inquirió Sri, que jamás había oído esa palabra.

—Nos pasarás toda la información que te proporcione la muchacha. De forma periódica. Os haréis amigas y ella irá a verte con frecuencia al mercado. Se llama Sunida. Nosotros vendremos a verte aquí, a tu casa, para que nos refieras lo que te haya contado.

¡Oh, señor Buda!, se lamentó Sri para sus adentros. De modo que ésa no sería la última vez que se encontrara con esos dos tipos. ¡Funcionarios de palacio, espías, concubinas! Qué rumbo tan inesperado había tomado su poco complicada existencia. Sri sintió un cosquilleo en la boca del estómago, como si intuyera que iba a sacar provecho de aquella situación. Sin embargo, le entristecía la idea de tener que informar sobre las actividades de su farang predilecto, que le recordaba mucho al señor George, su anterior patrono y una magnífica persona. El señor Constant era un hombre amable y bondadoso, por el que sentía gran aprecio. ¿En qué líos se habrá metido ese mentecato para que unos funcionarios de palacio quieran estar al tanto de todos sus movimientos?, se preguntó Sri.

El tono autoritario del funcionario de más edad irrumpió en sus pensamientos.

—Bajo ninguna circunstancia debe sospechar el farang del papel que representas tú o la muchacha. Ni siquiera ella sabe aún cómo se llama el hombre al que está destinada. Tampoco sabe que se trata de un farang. Si nos traicionas tendrás que atenerte a las consecuencias, y no olvides que has sido elegida por el mismo Señor de la Vida para esta importante misión. Huelga decir que se trata de un gran honor. —El funcionario se detuvo y adoptó un aire de importancia para recalcar sus palabras—. Pocas vendedoras del mercado, debo añadir, tienen la oportunidad de trabajar para mayor gloria de Siam.

Al oír aquellas palabras, Sri sepultó el rostro contra las tablas del suelo mientras otro escalofrío le recorría el cuerpo. Todos sus remordimientos se disiparon al instante. A fin de cuentas, pensó la mujer, no existe misión más noble en este mundo que servir al Señor de la Vida, el descendiente de los dioses.

Sunida se dirigió apresuradamente hacia el mercado, acompañada por un guardia de palacio vestido de paisano. ¡Ayudhya! Era la primera vez que Sunida abandonaba los dobles muros de piedra de palacio a plena luz del día. Había llegado una noche, hacía mucho tiempo. Desde entonces había transcurrido una vida entera. Sunida miró en derredor suyo, asombrada. ¡Qué extraño y maravilloso era todo cuanto veía! A la izquierda, junto a la orilla del río, distinguió unos edificios inmensos que albergaban a las quinientas barcazas reales, y a la derecha la gigantesca calzada elevada que permitía a la gente atravesar el río a pie, sin necesidad de barca. Sunida se dio la vuelta y contempló un convoy de camellos que avanzaba por el borde de un canal. Qué hermosas eran las avenidas bordeadas de árboles, los pintorescos puentes sobre los canales y las amplias plazas de la ciudad. Y qué exóticos resultaban sus habitantes: los tonquineses ataviados con largas túnicas, los nativos de Cochinchina, de tez clara, los orgullosos camboyanos, los macasares, tocados con turbantes, y las mujeres, altas y bien formadas, de los reinos vasallos septentrionales de Nanchao y Laos. Esas naciones ya no parecían tan remotas e inaccesibles. El guardia la reprendió ligeramente por atraer demasiado la atención. Sunida se volvió de nuevo de frente, observando maravillada, de reojo, la riqueza de colores que ofrecía el paisaje.

Vestía un precioso panung color turquesa con un chal del mismo color drapeado sobre sus pechos y hombros, y caminaba descalza, como todo el mundo. Llevaba el pelo cubierto de aceite perfumado, según la moda, recogido en un moño sobre la cabeza. Al igual que las bellezas septentrionales de Nanchao y Laos, Sunida era alta y esbelta, y las técnicas amatorias que le había impartido Yupin durante un mes le habían proporcionado una mayor conciencia de su físico. Caminaba balanceando las caderas, y sintió con una mezcla de orgullo y modestia que muchos transeúntes se volvían para admirarla.

Todo aquello le parecía emocionante y aterrador. Y ahora, desde el espantoso encuentro con Sorasak, su natural optimismo le inducía a pensar que lo peor ya había pasado y que no volvería a tener la misma pesadilla. Su honorable maestra le había asegurado que aunque aquel canalla había preguntado repetidamente por ella, Su Majestad había prohibido más encuentros entre ambos. Desde aquel día había unos eunucos apostados junto a la puerta de la habitación de Sunida, con órdenes estrictas de informar de inmediato a los pajes del palacio interior en caso de que Sorasak pretendiera irrumpir en ella. Lo peor ya ha pasado, se repitió Sunida. A partir de ahora todo sería distinto. La joven se preguntó por enésima vez quién sería el hombre al que estaba destinada, y si tendría la oportunidad de encontrarse de nuevo con Phaulkon. No lograba borrar de su mente el recuerdo del apuesto farang.

Según le había informado aquella mañana su maestra, dentro de una semana se encontraría con el hombre al que estaba destinada. ¡Otra semana de dudas y cavilaciones! En cualquier caso, Sunida sabía que debía servir a aquel hombre y tratar de conquistar su corazón, pues sólo así podría cumplir satisfactoriamente la misión que le había encomendado el Señor de la Vida. Desde luego, la situación le resultaría más llevadera si el hombre era joven y atractivo como su farang. Enojada consigo misma, Sunida desechó esos pensamientos.—Daba igual el aspecto que tuviera el desconocido. Su deber era espiarlo, y no había que darle más vueltas al asunto.

Sunida y su escolta doblaron una esquina y llegaron a una amplia avenida bordeada de árboles, pavimentada con ladrillos y flanqueada a ambos lados por numerosos comercios. Docenas de artesanos, tallistas, plateros, ebanistas, broncistas, albañiles, doradores, joyeros y pintores se aplicaban diligentemente a su trabajo; Sunida jamás había visto un gentío como el que se hallaba congregado en torno a los comercios, examinando las mercancías, vociferando, regateando, discutiendo y rechazando lo que no era de su agrado.

El guardia señaló una arcada de ladrillo situada a la izquierda que daba acceso a la amplia plaza del mercado, y se despidió de Sunida, recordándole que debía regresar antes del anochecer. La vendedora con quien debía encontrarse tenía órdenes de acompañarla después hasta las puertas de palacio.

Sunida se encontró a solas por primera vez, zarandeada por la multitud que transitaba por las afueras del mercado, buscando a una mujer vestida con el sarong típico del sur, una desconocida que le daría más instrucciones respecto a la misión que debía cumplir. Sunida se detuvo junto al pequeño muro de ladrillo que circundaba la plaza del mercado, temerosa y sintiéndose terriblemente abandonada mientras observaba por encima del muro los rostros anónimos de la multitud que invadía el mercado. De golpe se sintió presa de la nostalgia y con deseos de echarse a llorar. Añoraba su pequeña habitación en casa y las horas que dedicaba a la práctica del baile, a sus buenas amigas y colegas, a su tío, incluso el viejo y conocido rostro del Palat. ¡Ojalá estuviera Phaulkon conmigo para guiarme!, pensó afligida.

De pronto evocó unos recuerdos vagos de su infancia y la sensación de abandono que había experimentado ante la inesperada partida de su madre. Aunque su tío la trataba con mayor afecto que antes y los cortesanos redoblaron sus atenciones hacia ella, Sunida tenía la odiosa sospecha de que se compadecían de ella. En cierta ocasión unos niños campesinos, al verla, se habían alejado murmurando: «Ésa es la sobrina del gobernador. Su madre se fugó de casa.» Sunida se había ocultado detrás de un árbol, donde había permanecido varias horas sollozando amargamente.

Sunida notó que los ojos se le llenaban de lágrimas al recordar aquel episodio doloroso y que la gente la miraba con curiosidad. Una bondadosa anciana se acercó a ella y le preguntó si se sentía bien. Sunida sonrió tímidamente, imaginando su atribulado aspecto, y procuró concentrarse en la tarea que debía cumplir. Se dirigió hacia la multitud, afanándose en borrar de su mente su otro mundo y centrarse en la realidad. Al cabo de unos minutos apareció ante ella una asombrosa variedad de productos —algunos de los cuales jamás había visto—, que consiguieron distraer sus pensamientos. Mientras deambulaba de un puesto a otro, contemplando fascinada la cantidad y diversidad de frutas y hortalizas, pescado y aves, especias y golosinas, se fijó en un pequeño grupo de gente que se había arremolinado en torno a uno de los puestos, frente al que se desarrolla una animada sesión de regateo. La vendedora, una mujer de mediana edad, regordeta y efusiva, que se expresaba como una veterana, atraía buena parte de la atención, pero la dienta, una diminuta criatura con cara de pájaro y voz chillona, no se dejaba amedrentar por la veterana. Sunida se acercó al grupo y escuchó con un gozo casi infantil la pintoresca discusión.

—No encontrarás una ganga como ésta en toda China —decía la veterana, sosteniendo un pepino maduro de notables proporciones.

—Probablemente me costaría menos viajar hasta China para comprar un pepino allí —replicó la mujer con su voz chillona.

—No al precio que está hoy en día el transporte —dijo la veterana.

El círculo de curiosos estalló en carcajadas.

—Si éste es tu último precio, será mejor que me vendas medio pepino, y procuraré ahorrar para comprar la otra mitad el año que viene.

—Como quieras, pero el año que viene la otra mitad seguramente valdrá el doble.

Sunida se unió al coro de risas cuando de pronto se fijó en el color del sarong que llevaba puesto la vendedora. Era marrón y verde, con un estampado característico del sur. Mientras buscaba la forma de darse a conocer a la vendedora, ésta se volvió hacia ella y dijo:

—Eh, usted, jovencita, que parece una persona razonable. ¿No cree que este pepino, que sólo cuesta un tical, es comparable a una ofrenda para el templo?

Las ofrendas para el templo eran gratuitas.

El grupo de curiosos se volvió para observar a Sunida.

Abochornada y confusa, Sunida empezó a balbucear.

—¿Lo veis? —exclamó Sri—, se ha quedado muda al comprobar el precio irrisorio del pepino.

La gente prorrumpió en carcajadas, mientras Sunida se ponía colorada como un tomate.

A los pocos minutos, y ante su asombro, la mujer con cara de pájaro consiguió un mejor precio del que esperaba. Sri había adivinado la identidad de Sunida y estaba impaciente por cortar aquella discusión.

Cuando la multitud se hubo dispersado, Sri hizo un gesto a Sunida para que se acercara.

—Ven aquí, hija. ¿Te he asustado? —Luego, bajando la voz, agregó—: Al principio no te reconocí. Te estaba esperando. Me llamo Sri. Pero puedes llamarme como te apetezca —dijo sonriendo.

—Gracias, Pi Sri.

—Lo sé todo sobre ti, así que puedes sincerarte conmigo, chiquilla. Haz ver que examinas mi género, pero con naturalidad. Se supone que no nos conocemos.

—¿Eres la dueña de este puesto? —preguntó Sunida, cogiendo unos suculentos rábanos.

—Así es. Me lo compró un farang.

Sunida se quedó pensativa.

—¿Tanto te quería?

Sri no se esperaba aquella pregunta tan directa.

—Sí, creo que sí —respondió riéndose—. Era tan viejo que me consideraba prácticamente una niña, lo cual resultaba muy halagador.

Sunida también se echó a reír.

—Eres muy divertida, Pi Sri. ¿Puedo sentarme junto a ti? Este gentío me produce jaqueca. ¿Y dónde está ahora tu farang? —inquirió, pensando en Phaulkon.

—Regresó a su país. Como todos. Toma, bebe un poco de té caliente. El mejor remedio para la jaqueca son cinco o seis tazas de té bien fuerte. Esto te hará sudar y te aliviará el dolor de cabeza.

—Gracias, Pi Sri —contestó Sunida, y al cabo de unos instantes preguntó llena de curiosidad—: ¿Conoces al hombre al que estoy destinada?

Sri carraspeó antes de responder.

—No, pero tengo entendido que se nos dará a conocer dentro de una semana —dijo, sonriendo con aire de complicidad—. Entretanto tú y yo debemos hacernos amigas, para poder manipularlo a nuestro antojo. Puedes venir a verme aquí siempre que quieras. —Sri bajó la voz y añadió—: El palacio lo ha autorizado.

—Lo sé. Me dijeron que acudiera a ti para que me dieras instrucciones —respondió Sunida.

Aunque la primera impresión que le había producido Sri la había asustado un poco, Sunida se sintió atraída por aquella mujer. Tenía un aire cálido y maternal que le recordaba a Prateep, la corpulenta y bondadosa ama de llaves del palacio del gobernador, la cual había acogido a Sunida bajo su protección y se había comportado con ella como una madre. Sunida la adoraba, sobre todo porque Prateep no podía reñirla con severidad, debido a su posición. El ama de llaves sólo informaba al tío de la niña cuando ésta cometía alguna grave travesura. El día en que murió Prateep fue el más triste en la vida de Sunida, que sólo contaba quince años. La joven confió en que aquella mujer, que sin duda formaba parte de los planes del Rey, se convirtiera en una buena amiga y confidente.

—Vendrás a visitarme aquí con frecuencia, para que la gente se acostumbre a vernos juntas. Debes venir para informarme de todo, y de paso comprarme los productos que necesites. Así no levantaremos sospechas. —Tras observar a Sunida unos momentos, Sri preguntó—: ¿Eres rica?

—No, Pi. No soy más que una bailarina.

—Qué lástima —respondió Sri, francamente decepcionada—. Confiaba en poder cobrarte más por lo que me compraras.

Sunida se echó a reír.

—Quizás el hombre al que estoy destinada sea rico y pueda comprarte muchas frutas y hortalizas. Pero si no sabes quién es ese hombre, ¿cómo lo reconoceré, Pi Sri?

—Lo conocerás aquí, en el mercado, dentro de una semana. Parecerá un encuentro casual. Sólo puedo decirte que es un mandarín muy importante —contestó Sri, cumpliendo las instrucciones que le habían dado.

—¿Un mandarín?

—Así es. Acudirá a verme aquí. Yo estaré informada con antelación y le estaré esperando.

—¿Y este mandarín está al corriente del plan?

—No sabe nada. Te conocerá aquí de forma casual, se sentirá cautivado por ti y te dirá que desea verte de nuevo. El resto depende de ti.

—¿Y si no le gusto? ¿Me culpará el palacio de ello? —inquirió Sunida.

—Por supuesto que le gustarás, chiquilla. No debes preocuparte.

Sri pensó que la muchacha era bellísima, tal como le habían informado, y por si fuera poco tenía un carácter afable y espontáneo. ¿Qué hombre se le podría resistir? En cuanto a Phaulkon, con sus insaciables apetitos, sería el último en rechazar semejante alhaja.

Sunida no parecía muy convencida.

—¿Debo informarte de todo lo que ese hombre me diga?

—En efecto, querida. Absolutamente de todo.

—Éste es el primer día que me encuentro fuera de Ayudhya —dijo Sunida, y agregó con un tono inesperadamente eufórico—: ¿Querrás enseñarme la ciudad, Pi Sri? Ardo en deseos de conocerla. Es muy aburrido pasear sola, y además me expongo a extraviarme.

Sri se disponía a explicarle que no podía permitirse el lujo de ausentarse de su puesto en el mercado, pero la expresión de Sunida la hizo cambiar de opinión. La joven parecía tan entusiasmada ante la perspectiva de visitar juntas la ciudad que Sri no se atrevió a rechazar su ofrecimiento.

—Te acompañaré encantada, querida —le respondió Sri, levantándose y pidiendo a regañadientes a una vecina que le vigilara el puesto.

Enfrascado en sus pensamientos y ajeno al bullicio que le rodeaba, Phaulkon se encaminó hacia el mercado. Poseía pruebas más que suficientes para acusar a los moros. Lo único que precisaba era la confirmación por parte de Sri de que era imposible hallar mangos en diciembre, ni siquiera importados.

Phaulkon se dirigió hacia el puesto de Sri y comprobó asombrado que estaba desierto. No era propio de Sri ausentarse de su parada, pues no estaba dispuesta a perder terreno ante la competencia.

Phaulkon se acercó a la vecina de Sri, una mujer muy amable llamada Maew, con una parte del rostro picado de viruela. Había tenido suerte de haber sobrevivido a aquella terrible enfermedad. Pocas víctimas de viruela conseguían salvar la vida. Phaulkon solía detenerse para charlar un rato con ella cuando iba a visitar a Sri.

—¿Dónde está Pi Sri? —preguntó a la vendedora.

—Se acaba de marchar, amo. Quería enseñarle la ciudad a una joven visitante, una muchacha muy guapa, por cierto.

Phaulkon sonrió, aunque lamentaba no haber dado con Sri. Vagamente, se preguntó qué diantres hacía Sri paseándose por la ciudad a aquellas horas con una guapa joven. Quizá fuera una pariente suya, la belleza de la familia, que se había presentado de improviso.

—Dime, Maew, ¿hay mangos en diciembre?

A Maew le sorprendió que el amo, un hombre tan inteligente, le hiciera aquella pregunta.

—¿En diciembre? Oh, no, amo. Los mangos maduran en la época calurosa. No antes de mayo.

Phaulkon le dio las gracias y retrocedió sobre sus pasos para dirigirse al ministerio. Al día siguiente se reuniría con el Barcalon para presentarle las pruebas. Debía acudir perfectamente preparado.