19
Sunida atravesó de puntillas los interminables corredores, con el corazón latiéndole aceleradamente. Aunque llevaba un mes residiendo en el Gran Palacio, todavía se sentía impresionada por sus muros artesonados, sus magníficas porcelanas y la legión de esclavos. Pese a que no había motivo para guardar silencio avanzaba de puntillas como una intrusa, como una visitante temporal que no pertenecía a aquel lugar. La joven caminaba con la cabeza agachada, consciente de su estatura y de que según las normas del palacio nadie podía permanecer erguido dentro de sus muros excepto al andar, incluso cuando el Señor de la Vida se hallaba ausente.
Aunque su maestra y las dos esclavas que le habían sido asignadas se habían mostrado muy amables con ella, Sunida añoraba poder bailar y comportarse libremente, sin las limitaciones y restricciones impuestas por el palacio. La novedad de la situación había dado paso a la melancolía, pues ella era una chica de campo, un espíritu libre que se sentía como si le hubieran cortado las alas. Pero Sunida decidió que volvería a volar, para ir en busca del hombre a quien amaba. Lo añoraba mucho y, lejos de olvidarlo, estaba junto a ella a todas horas, en forma de Yupin, durante las sesiones de instrucción y cuando hacía el amor con la concubina. Si Sunida había llegado a ser una cortesana tan hábil como aseguraba su maestra, en gran medida era gracias a él, pues era la imagen de su farang la que la guiaba y le daba ánimos para seguir adelante. Si un día lograba reunirse de nuevo con él, su amado sería el destinatario de la pericia que ella había adquirido en el arte de amar. Sunida sonrió. Y en cuanto hubiera yacido de nuevo con su amado, éste jamás la abandonaría.
Los violentos latidos de su corazón se intensificaron mientras doblaba a la izquierda y penetraba en un ala de palacio, siguiendo las instrucciones que le había dado Yupin. Jamás había puesto los pies allí y le aterrorizaba tener que cumplir la misión que le había sido encomendada. No había dejado de pensar en ello desde el día anterior, cuando le habían comunicado lo que debía hacer. Ahora había llegado el momento. De no tratarse de una orden del propio Señor de la Vida, Sunida se habría sentido tentada a desobedecer, pero tenía el deber de hacer lo que Su Majestad le ordenara.
Durante las últimas veinticuatro horas había tratado de hacer unas discretas averiguaciones, pero ello sólo había servido para que aumentara su temor. Nadie le había dicho una palabra amable sobre aquel hombre. ¿Por qué la habían destinado precisamente a él? ¿Acaso no había nadie más con quien poner a prueba su pericia? Por más que Sunida había rogado a Yupin que no la obligara a yacer con él, su maestra se había mostrado inflexible. Sólo podía resistirse en el caso de que él se comportara de forma brutal.
—Escucha, pequeño ratón, el Señor de la Vida, que siente un interés especial por ti, ha ordenado que te acuestes con ese hombre como una última prueba. Si logras pasarla, estarás más que preparada para tu verdadera misión.
Lo cierto era que Yupin estaba también atemorizada ante la prueba que le aguardaba a su pupila, aunque no podía reconocerlo abiertamente, para no aumentar la angustia de la joven. Yupin sabía que, en lo referente a Sorasak, el talante normalmente justo e imparcial del Rey tendía a ofuscarse. Su Majestad era un hombre tan justo y ecuánime en todos los órdenes de la vida que Yupin sólo podía atribuir su actitud hacia Sorasak a los remordimientos que sentía por no haberlo reconocido oficialmente. A fin de cuentas, era carne de su carne, su único hijo. Yupin estaba convencida de que si Sorasak se había convertido en un canalla y en un sádico ello se debía en parte a la rabia que le producía no ser aceptado por nadie. Según Yupin, nadie era intrínsecamente perverso. No existían motivos de carácter sentimental ni lazos familiares que la obligaran a justificar la conducta de Sorasak, puesto que no era su sobrino, pero aunque nunca había hablado del asunto con él, Yupin estaba segura de que Sorasak conocía la verdad sobre sus orígenes. ¿Cómo no iba a saberlo? Era un secreto a voces en palacio. Sorasak se aprovechaba de la tolerancia de Su Majestad hacia él para aterrorizar al harén del palacio, atrayendo a las jóvenes más ingenuas a su guarida y secuestrando a aquellas que se le resistían, sometiéndolas a las más terribles vejaciones. Las muchachas que regresaban gimoteando de aquella infame ala del palacio solían negarse a confesar lo ocurrido, pero sus heridas y contusiones eran prueba de lo que habían tenido que soportar. Su Majestad se mostraba indefectiblemente indignado ante tal comportamiento, pero sólo había castigado a Sorasak en una ocasión, mandando que le azotaran en la espalda con un bastón de rota. En la intimidad de sus apartamentos, Sorasak se entregaba a sus perversiones con absoluta impunidad, unas perversiones que habrían llevado a cualquier otro cortesano a ser juzgado y ejecutado.
Yupin nunca había yacido con Sorasak, no porque oficialmente fuera su tía, circunstancia que no habría impedido a éste intentar seducirla, sino porque Sorasak era demasiado listo para tener relaciones con las favoritas del Rey. Sólo acosaba a las jóvenes en las que el monarca apenas reparaba. A ojos de Su Majestad, las afrentas que esas víctimas anónimas padecían era una cuestión menos personal. En cierta ocasión, cuando Yupin, indignada al ver regresar a una joven con la ropa hecha jirones y cubierta de golpes y heridas, había informado del hecho a Su Majestad, éste había preguntado: «¿Cómo dices que se llama? ¿Hace tiempo que está en palacio?»
Como es lógico, Yupin maldecía la mala suerte que había hecho que Sorasak se fijara en Sunida. La chismosa Kai, en su afán por conseguir que Sorasak dejara de acosarla y se fijara en otra, estaba más que dispuesta a informarle sobre las jóvenes recién llegadas al harén del palacio. Hacía unos días que Kai le había comunicado la llegada de una chica procedente del sur, una chica que permanecía prácticamente oculta y que, según decían, era adiestrada por Yupin para satisfacer al propio Rey. Sorasak se había sentido intrigado y había ordenado a su paje que vigilara los movimientos de Sunida. Al averiguar que todos los días, a una determinada hora, ésta daba un paseo por los jardines con Yupin, Sorasak había permanecido oculto toda la noche en la copa de un árbol que daba a aquella parte del jardín, aguardando. Aunque sólo había logrado verla brevemente, su belleza le había decidido a poseerla. A partir de entonces Sorasak vivía obsesionado por el deseo de yacer con ella y, espoleado por el reto que ello representaba, había renunciado a sus tácticas habituales y había acudido directamente al Rey, pidiéndole reiteradamente que le permitiera pasar una sola noche con Sunida. Al principio Su Majestad se había negado rotundamente, pero había acabado cediendo cuando Sorasak le recordó que su cumpleaños estaba al caer y que Su Majestad siempre le concedía un favor especial en ese día. El cumpleaños de Sorasak, el penoso recordatorio del nacimiento de su único hijo, era una fecha muy sensible para el Rey. Así pues, el monarca había cedido a los insistentes ruegos de Sorasak, advirtiéndole sin embargo que no debía lastimar a la joven.
Yupin sabía todo eso cuando fue a suplicar al Rey que no obligara a Sunida a yacer con Sorasak. Sabía que Su Majestad despreciaba al joven tanto debido a su retorcido carácter, del que había hecho gala desde muy niño, como a los humildes orígenes de su madre. Yupin observó que Su Majestad dudaba respecto al asunto y estaba convencida de que se habría salido con la suya si Sorasak no hubiera utilizado hábilmente su cumpleaños para obligar al Rey a ceder. Su Majestad, que no deseaba revelar la verdadera razón de su aquiescencia, había dicho a Yupin que si Sunida conseguía pasar la prueba demostraría estar preparada para cumplir su auténtica misión. Si era capaz de complacer a Sorasak, sería capaz de complacer a cualquier hombre. Por otra parte, el Rey había asegurado a Yupin que Sorasak tenía órdenes de no causar el menor daño a Sunida.
Pero Yupin sabía hasta qué extremos se podía extralimitar Sorasak, impunemente, y las palabras del Rey no lograron tranquilizarla. No obstante, al hablar con Sunida había tratado de minimizar los peligros a los que ésta se exponía, al tiempo que la ponía en guardia.
—No tienes que pasar más de una noche con ese hombre, y lo único que has de hacer es complacerle. Y recuerda lo que te he dicho: no te resistas a él. Sólo se pone agresivo cuando alguien se niega a hacer lo que quiere. Utiliza todos los trucos que te he enseñado y se comportará como un bebé en tus brazos. Sé que no decepcionarás a tu maestra, pequeño ratón.
Pese a las palabras de ánimo de Yupin, Sunida estaba aterrorizada. Al fin y al cabo Sorasak era el sobrino de su maestra y era lógico que ésta estuviera predispuesta a su favor. La reputación de que gozaba Sorasak en palacio era tal que incluso las esclavas asignadas a él temían que un día fueran obligadas a formar parte de su harén. Se rumoreaba que era aficionado a practicar la sodomía y que debido a sus sádicas inclinaciones algunas de sus víctimas mostraban unas terribles cicatrices.
Los deseos de Sunida de poner en práctica todo cuanto había aprendido —las sesiones de prueba con esclavas, los masajes sensuales, las preparaciones culinarias, los arreglos florales— se habían desvanecido y tan sólo pensaba en los daños que su mente y cuerpo podían sufrir a manos de aquel salvaje.
Decían que Sorasak era fuerte como un toro y que tenía un cuerpo atlético y vigoroso debido al constante ejercicio. Sunida incluso había oído decir que a veces se iba subrepticiamente al campo, donde permanecía por espacio de varias semanas, para asistir a torneos de boxeo y saltar en ocasiones al cuadrilátero, de incógnito, para desafiar al vencedor. Sunida se preguntó si la golpearía hasta hacerle perder el conocimiento como a un contrincante en el ring, o si la dejaría marcada de por vida. De nuevo apareció ante ella la imagen de su maravilloso farang de Ligor. ¡Ojalá se tuviera que reunir con él en aquellos momentos! Con qué alegría se arrojaría en sus brazos y con qué entusiasmo pondría en práctica sus nuevos conocimientos. La joven se preguntó si algún día volvería a verlo.
Al penetrar en el ala del palacio que ocupaba Sorasak, Sunida se topó con varias esclavas que la miraron con curiosidad y, según creyó intuir, con compasión.
Muerta de miedo, se detuvo ante una puerta que ostentaba la insignia negra de un toro y llamó tímidamente.
Sorasak hizo un esfuerzo por controlarse. ¿Cómo era posible que su padre estuviera tan tranquilo? El fornido boxeador dotado de un cuello como el de un toro observó al general con los ojos entornados.
Se encontraban en los apartamentos del general Petraja, a pocos metros de los aposentos de Sorasak, situados en la misma ala del palacio. En contraste con la austera decoración de las habitaciones de Sorasak, las paredes estaban cubiertas de espadas y dagas adornadas con piedras preciosas y cuadros de elefantes de guerra en escenas bélicas, pintados por artistas de la corte. En el centro de una pared, en un marco de plata, colgaba un poema dedicado a las victorias del general, y las alacenas doradas en los distintos rincones de la habitación exhibían numerosas medallas y condecoraciones conquistadas en las campañas de Birmania y Camboya.
El esbelto general contempló impasible a su hijo adoptivo, devolviéndole la mirada con mal disimulada impaciencia. Al fin y al cabo, hoy era el cumpleaños del chico.
—¿Pero cómo acabará esto, padre? ¡Ahora tenemos a uno de esos farangs empleado en el Ministerio de Comercio! ¿Es que no hemos aprendido nada de la experiencia holandesa, de su bloqueo del Menam, de sus conquistas en el sur? —Al ver que su padre se limitaba a observarlo sin mover un músculo, Sorasak meneó la cabeza en señal de frustración—. No puedo creer que el Pra Klang haya permitido que los farangs hayan infiltrado a uno de sus espías en el ministerio. Es más, opino que no pudieron hacerlo sin la aprobación de Su Majestad...
Cuando él fuera rey, pensó Sorasak, jamás permitiría que ocurrieran tales cosas. Sorasak se había jurado que algún día sería rey, cuando su padre verdadero tuviera la decencia de reconocerlo como hijo legítimo y proclamar su derecho al trono. El joven estaba convencido de que eran los hermanos del Rey quienes forzaban a Su Majestad a mantener oculta su identidad, sus tíos falsos e hipócritas que temían perder sus derechos dinásticos. Sabían de sobra que no podían rivalizar con él, ni intelectualmente ni en cuanto a fuerza física. No sabían cazar ni boxear como él, ni mucho menos acabar con el invasor extranjero. ¡Mis tíos!, pensó Sorasak con desprecio. Uno era imbécil y borracho, y el otro un eunuco afeminado que se agarraba al panung de Yotatep con la esperanza de reforzar sus pretensiones al trono. No, cuando él fuera rey expulsaría a todos los farangs del país, y liberaría a Siam de una vez para siempre de su venenosa influencia y de sus intrigas.
—Naturalmente que se hizo con la aprobación de Su Majestad, hijo mío —confirmó el general—. Los farangs representan una amenaza porque científicamente están más avanzados que nosotros. Tienen unas costumbres repugnantes, no se lavan, beben licores que su organismo no tolera, se alimentan de los cadáveres de otros animales y no saben controlar sus emociones, como aprendimos nosotros hace mil años, pero no dejan de ser un peligro. Debemos evitar ese peligro aprendiendo de ellos lo que mejor conocen, ¿y qué mejor forma de conseguirlo que tener a uno de ellos entre nosotros y observar sus métodos?
—¿Pero por qué no se quedan en sus países? —inquirió Sorasak—. ¿Tan desagradable es la vida en ellos? ¿Acaso nos metemos nosotros en sus asuntos? ¿Acaso enviamos a nuestros monjes para convertir a sus gentes a la fe budista?
—No —contestó el general—, porque nosotros somos más tolerantes. Aceptamos que existen muchos caminos para llegar a Dios, mientras que ellos creen que sólo el suyo puede conducir a la salvación. No pueden compararse a nosotros en cuanto a inteligencia. Sólo nos aventajan en el terreno científico. Y es precisamente en ese ámbito donde debemos ponernos al día. Por ejemplo, en materia de armas de guerra.
—Exactamente —dijo Sorasak—. No tienes más que fijarte en la forma en que operan. Primero nos envían a sus repulsivos sacerdotes y comerciantes para que se infiltren en el país, y una vez que éstos hayan calculado la fuerza de nuestra nación advertirán a sus ejércitos que ha llegado el momento de actuar. Así es como los puercos holandeses lograron construir su imperio en el sur. ¿Es que no ves que pretenden aplastar Siam, padre?
Sorasak pensaba que el Rey cometía un tremendo error al recibir a aquellos sacerdotes y mostrarse tan tolerante con ellos. Habría sido mucho mejor cerrarles las puertas del país. Pero aún no era demasiado tarde. Su Majestad se hacía viejo y si él, Sorasak, el heredero legítimo, lograba ascender al trono, quizás estuviera a tiempo de efectuar los cambios oportunos.
—Puede que pretendan aplastar Siam, hijo, ¿pero quién dice que nosotros no estaremos preparados para derrotarlos?
Más preparados de lo que imaginas, muchacho, pensó el general. Él mismo había estado negociando en secreto con el príncipe Dai, el jefe macasar de la mejor fuerza de combate en Siam, el cual había perdido su nación a manos de los holandeses. Dos comerciantes españoles independientes acababan de partir hacia Bantam para adquirir unos cañones holandeses, presuntamente para reforzar las guarniciones españolas en las Filipinas. Tan pronto como los cañones llegaran clandestinamente a Siam, los españoles adiestrarían a sus mejores capitanes para que los utilizaran con eficacia. Entre los cañones y los intrépidos macasares, los holandeses iban a llevarse una buena sorpresa.
Pero el general no podía revelar esos detalles a Sorasak, ni siquiera en su veintiocho cumpleaños. Era demasiado impulsivo e imprevisible.
—¿Dices que estamos preparados, padre? ¿Cómo vamos a repeler su ataque? —preguntó Sorasak, sin apenas poder ocultar su desprecio—. ¿Con arcos y flechas contra sus cañones?
—Con más hombres y mayor arrojo, hijo mío —respondió el general procurando no perder la paciencia. A menudo Petraja había expresado en voz alta su deseo de renegar de aquel joven cuyos notorios desmanes lo colocaban en una desairada situación como padre y representaban un obstáculo para el propio Sorasak en sus aspiraciones al trono. Pero era un compromiso que el general había adquirido hacía muchos años ante el Rey, un compromiso irreversible.
Al observar la expresión del rostro del general, Sorasak interpretó sus pensamientos. ¿Una vez más se preguntó obsesivamente por qué se negaba Su Majestad a reconocerlo? ¿Porque su madre era una campesina? ¿Se acordaría al menos Su Majestad de que hoy era su cumpleaños? Sorasak tenía la impresión de que su aniversario era una fecha siniestra, demasiado infausta para ser recordada y mucho menos celebrada. De pronto se sintió presa de una profunda tristeza y soledad, y pensó en la multitud de niños que eran recibidos todos los años en palacio, enviados de todos los rincones de la nación por súbditos que adoraban al Rey y le confiaban sus hijos para que supervisara su educación. Lo único que debían hacer esos niños cuando se encontraban por primera vez con Su Majestad era sonreír, lo cual les reportaría el privilegio de pasar los primeros siete años de su vida en el palacio, bajo la benevolente mirada de las institutrices reales. Sólo si su primera reacción era arrugar el ceño o romper a llorar, eran devueltos a sus hogares. Los cumpleaños de los afortunados que habían sonreído al ver al Rey se celebraban en palacio con gran pompa, mientras que el cumpleaños del propio hijo del Rey era una fecha para ser enterrada y olvidada. Uno de esos niños había cautivado el corazón del monarca hasta tal punto que en lugar de enviarlo de regreso a su casa al cumplir los siete años, como a los demás, lo había retenido en palacio tratándolo como si fuera hijo suyo. El chico tenía ahora veintiún años. Sorasak apretó los puños al pensar en Pra Piya.
—Bien —dijo el general con tono amable—, ¿qué te gustaría que te regalara en este día tan especial?
Sorasak reflexionó unos instantes antes de responder. Lo que más le gustaría en esos momentos sería vengarse de esos odiosos sacerdotes farangs, esos intrigantes espías que, con el pretexto de su maldita religión, habían impedido que aquella bonita japonesa pasara a formar parte de su harén. Nadie se había atrevido nunca a contradecir sus deseos y Sorasak no estaba dispuesto a olvidar la ofensa. La japonesa tenía una exquisita tez blanca, muy distinta de aquellas mujeres circasianas de ojos verdes, altas y de fuerte complexión, que habían sido enviadas como regalo a Su Majestad por el sha de Persia. Sorasak las había visto en una ocasión y no había sentido el menor deseo de yacer con ellas, pese a la blancura de su piel. Aquella joven japonesa o portuguesa, por el contrario, tenía la estatura normal de una siamesa, con el encanto añadido de la piel blanca de las farangs, lo cual le daba un aspecto más que apetitoso.
—Padre, me gustaría que utilizaras tu influencia para que me enviaran como consorte aquella joven portuguesa de la que te hablé. Se llama Maria.
—¿Te refieres a la sobrina de Phanik, el comerciante?
—Sí, padre. Mis intenciones son serias.
—Creí que le habías escrito y que ella había rechazado tu proposición...
—Pero tal vez si tú... hablaras enérgicamente con su tío...
Petraja frunció el entrecejo.
—Son católicos, Sorasak, ésta es la razón por la que te ha rechazado. De no ser así, estoy seguro de que habría sido un honor para su familia aceptar tu ofrecimiento. —Y una terrible tragedia para la muchacha, pensó el general, recordando a la bonita y simpática joven que había conocido en la recepción ofrecida por Mestre Phanik.
—Pero si tú presionaras a su tío...
—No puedo obligar a nadie a casarse con alguien que no pertenece a su religión. Nuestro país siempre se ha mostrado tolerante respecto a las creencias religiosas de los demás.
La ira de Sorasak iba en aumento.
—Han sido esos sacerdotes fanáticos quienes han convencido a Maria de que no puede compartir un hombre con otras mujeres. Pero no tardaré en hacerle cambiar de opinión. Al fin y al cabo no es más que la sobrina de un comerciante, mientras que yo soy el hijo de... —Sorasak se detuvo unos segundos—, el hijo del héroe más condecorado del país. ¿Cómo se atreve a rechazarme? ¿Y por qué me preguntas qué deseo para mi cumpleaños si no estás dispuesto a concedérmelo, padre?
—Porque doy por supuesto que me pedirás algo razonable —replicó Petraja, reprimiendo su enojo.
—¿Razonable? —repitió Sorasak—. ¿Acaso no es razonable ofrecer a la sobrina de un comerciante un puesto en el palacio? Yo diría que es una oferta más que justa, muy superior a lo que merece una joven de su condición social. Debería sentirse honrada.
—Si no fuera católica, sin duda se sentiría honrada —respondió Petraja, que dudaba de poder seguir conservando la calma.
—Pero es mi cumpleaños —insistió Sorasak, alzando su profunda voz—, y si fueras realmente mi padre, procurarías que fuera feliz. —El joven miró al general con aire desafiante—. Pero lo cierto es que no eres mi padre, ¿verdad? ¿Crees que no lo sé?
Furioso, el general golpeó a Sorasak en el cuello.
—¡No vuelvas a hablarme en ese tono, ingrato!
Sorasak se llevó la mano al cuello. Su musculoso cuerpo temblaba de indignación. Luego dio media vuelta y salió de la estancia, maldiciendo la hipocresía de su padre mientras se dirigía por el pasillo hacia sus aposentos. ¿Cuántas veces había oído decir al general que si no les paraban los pies a aquellos repulsivos sacerdotes acabarían diciéndole a Su Majestad que no podía tener más de una esposa? Sorasak sabía que el general consideraba a los farangs una amenaza que debía ser eliminada. Incluso había confiado a Sorasak que entre los cortesanos del Rey había muchos que compartían ese criterio. ¿Por qué su presunto padre no expresaba abiertamente lo que pensaba? Sin duda sus opiniones tenían un gran peso. ¿A qué esperaba?
Sorasak flexionó los músculos; necesitaba ejercitar su cuerpo. En momentos como aquéllos nada le complacía tanto como marcharse al campo y entregarse a su deporte favorito, el boxeo. Por lo general, cuando ganaba el promotor del combate le pagaba dos ticals, sin sospechar su identidad. Sorasak decidió partir a la mañana siguiente, pero primero regresaría a sus habitaciones para comprobar si el Rey se había acordado de enviarle a la hermosa concubina como regalo de cumpleaños.
Tenso y enojado, Sorasak abrió la puerta de su aposento.
Sunida aguardaba en un rincón, con la respiración contenida y temblando de miedo. La austera decoración de la estancia consistía en una mesa baja de rota, situada en una esquina, y un lecho de esteras de junco en el suelo. Las paredes estaban desnudas. De un gancho en la puerta colgaban unas prendas largas de color pardo, como las que lucían los sacerdotes farangs. Sunida se preguntó si Sorasak sería cristiano. No había oído comentar ese particular en el palacio...
En una de las paredes había una pequeña ventana, pero estaba cerrada y el calor era sofocante. Había comenzado a anochecer y las dos velitas que ardían en un rincón apenas iluminaban las siniestras sombras que se proyectaban en la habitación. Sunida se estremeció, y en sus oídos resonaron los violentos latidos de su corazón. Deseaba que todo acabara cuanto antes.
La puerta se abrió de golpe y Sunida notó que el corazón le daba un vuelco. Sorasak se detuvo en el umbral, con los brazos cruzados sobre el pecho. La joven contempló atemorizada los abultados músculos de sus piernas y sus antebrazos, su cabeza grande y cuadrada y sus hombros poderosos. Al ver a Sunida, una malévola sonrisa se fue extendiendo lentamente por el rostro de Sorasak.
Sunida inclinó la cabeza, sonriendo con valentía.
—Así que tú eres la chica de Nakhon, ¿no? —preguntó Sorasak.
—Sí, señor.
Sorasak cerró la puerta y echó el cerrojo. Luego cogió el hábito de jesuita que colgaba en la puerta.
—Desnúdate y ponte esto —ordenó Sorasak a Sunida, entregándole la prenda.
Sunida la miró con aprensión, resistiéndose a ponerse un hábito religioso como los que lucían los sacerdotes farangs.
—¡Te he dicho que te la pongas! —dijo Sorasak con tono amenazador.
Sorasak observó a Sunida con curiosidad mientras ésta se quitaba el chal que cubría sus exquisitos pechos y luego se volvía hacia la pared para desatarse el panung.
—Vuélvete de cara a mí —le ordenó.
Sunida se volvió tímidamente y se apresuró a cubrirse con el hábito. Sorasak la contempló unos minutos con una sonrisa de admiración. Estaba perfecta con el largo hábito marrón. Sus largos y delicados dedos asomaban por las bocamangas, y la silueta de sus voluminosos pechos era claramente visible bajo los pliegues de la prenda.
—Suéltate el cabello y apriétate la cuerda.
Sunida se soltó el moño que llevaba en lo alto de la cabeza y dejó que su espesa y oscura melena le cayera sobre los hombros. Luego se apretó la cuerda que rodeaba su cintura, acentuando las prominentes curvas de su cuerpo.
Sorasak la contempló maravillado.
—A partir de este momento serás un sacerdote farang. —Sorasak se detuvo unos instantes—. He venido para que me bauticéis, padre. Debéis prepararme para recibir el bautismo.
En la frente de Sunida se formaron unas gotas de sudor, resultado del calor y el pánico que sentía. Tenía el vientre y los muslos empapados. Sunida miró a Sorasak y observó que por su torso se deslizaban unas gruesas gotas de sudor, mientras la oscilante luz de las velas arrojaba unas sombras sobre su risueño semblante. Sunida se preguntó por qué quería profanar a los sacerdotes farangs. Todo aquello le daba mala espina, pero estaba a merced de aquel hombre poderoso y decidió que lo mejor sería seguirle el juego.
—¿Deseas convertirte a la fe cristiana, hijo mío? —preguntó, sin saber cómo dirigir aquel rito y confiando en que los dioses delos farangs la perdonaran.
—Sí, padre. Mi hermano se convirtió el año pasado. ¿Deseáis que me quite la ropa para poder lavar mi cuerpo con agua bendita?
—Tiéndete en esta estera —respondió Sunida, señalando un lugar cercano a la puerta. Yupin le había aconsejado en cierta ocasión que era mejor situarse cerca de la puerta, por si tenía que salir precipitadamente.
Sorasak se quitó el panung y se tumbó boca arriba sobre la estera. Sunida tomó un paño, lo sumergió en la jofaina instalada en la zona reservada al baño y, con los movimientos largos y sensuales que le había enseñado Yupin, empezó a acariciar el cuerpo de Sorasak. Es preciso controlar a este bruto, se dijo, observando que tenía los ojos cerrados y que su lanza del amor se ponía erecta.
—Debéis de ser un sacerdote muy importante, padre —comentó Sorasak mientras Sunida seguía acariciándole.
A Sunida le chocó el odio que Sorasak debía de sentir hacia los sacerdotes farangs para burlarse de ellos de aquella forma. De nuevo pidió perdón a todos los dioses, tanto de los farangs como los suyos propios.
—He convertido a muchos, es cierto, hijo mío —respondió la joven.
Sorasak sonrió con malicia.
—Mi hermano me contó que vuestro libro sagrado se refiere al Cielo y a la Tierra, y que el deber del sacerdote es explicarnos lo que esto significa. ¿Querréis iniciarme, padre, después de haberme bautizado?
Sunida notó que Sorasak estaba muy excitado. Las venas de su cuello descomunal estaban tensas e hinchadas. ¿A qué clase de iniciación se refería?
—Por supuesto —contestó Sunida, tratando de dominar sus nervios.
—¿Dónde está el vino, padre? —inquirió Sorasak—. ¿No lo habéis traído?
Sunida dudó unos instantes.
—Estáis de suerte, padre, porque yo tengo un poco de vino. Allí, en el rincón —dijo Sorasak señalando una jarra sobre una mesita—. Id a por él.
Sunida se levantó, tropezando con los faldones del hábito, y cogió la jarra, arrugando la nariz al aspirar el potente olor que desprendía.
Sorasak se incorporó y bebió un trago.
—Mi hermano me explicó que esto es la sangre de Nuestro Señor. Vos también debéis beber, padre —dijo, pasando la jarra a Sunida.
Sunida se acercó la jarra a los labios, resuelta a no tragar ni una gota.
Ésta era la religión del hombre a quien amaba y no quería participar en aquella farsa blasfema.
—No habéis bebido —observó Sorasak con aire de reproche.
Sunida fingió inclinar la jarra. Por su barbilla se deslizaron unas gotas de vino.
Sorasak se enfureció.
—¿Qué clase de sacerdote eres? —gritó—. Dame ese hábito. Yo te enseñaré a no desobedecerme.
Sorasak se levantó, arrancó a Sunida el hábito que llevaba puesto y le ordenó que se arrodillara desnuda ante él. Luego se puso la prenda y juntó las manos como si rezara.
—Yo haré de sacerdote y tú me obedecerás —dijo, situándose de pie junto a ella—. Mírame.
—Sí, padre —respondió Sunida. Al alzar los ojos vio el destello de una hoja de acero en un estante detrás de Sorasak.
—¿Has hecho el amor con algún sacerdote, hija mía?
—No, padre.
—Pero estoy seguro de que siempre has deseado hacerlo —dijo Sorasak, sonriendo de gozo. Por su mejilla resbalaba un hilo de sudor—. Pues bien, ahora tendrás ocasión de satisfacer ese deseo, hija mía. Aunque son tantas las personas que desean hacer el amor con nosotros que no damos abasto.
—Aguardaré mi turno, padre.
Sorasak contempló con deleite el tenso y voluptuoso cuerpo de la joven, reluciente de sudor debido al asfixiante calor que reinaba en la estancia. Luego se arrodilló junto a ella.
—Recemos juntos —musitó con tono fervoroso—. Recemos para que tu sacerdote te viole.
Sunida calculó la distancia que la separaba del estante en la pared.
—Tomadme —balbució—. Hacedme el amor.
—¡Más fuerte! —bramó Sorasak—. ¡Y llámame padre!
—Violadme, padre —dijo Sunida alzando la voz—. Os lo ruego.
Antes de que pudiera moverse, Sorasak se precipitó hacia ella, colocó sus enormes manazas en su delicada cintura, la levantó en volandas y la transportó hasta el lecho. Sunida hizo una mueca de disgusto al sentir el áspero tacto de sus manos. Al observar su reacción, Sorasak se puso furioso y la arrojó violentamente sobre el lecho. Sunida se golpeó la cabeza contra el suelo y se quedó inmóvil, con los ojos cerrados.
—¡Maldita sea! —exclamó Sorasak, arrodillándose junto a ella y sobándole los pechos con saña. Le propinó un par de bofetones, pero Sunida no reaccionó—. ¡Y maldito seas tú también, Majestad! —masculló Sorasak—. Siempre te llevas a las mejores mujeres mientras que a mí, tú único hijo, me concedes una sola noche con una concubina semiinconsciente. Espero que te mueras pronto, Majestad, para que yo pueda asumir el puesto que me corresponde. Entonces conseguiré todo cuanto desee. Pero entretanto, tu pequeña concubina será mía, aunque haya perdido el conocimiento.
Sunida permaneció inmóvil, escuchando horrorizada la retahíla de blasfemias que soltaba Sorasak. ¿Cómo se atrevía a referirse en aquel tono al Señor de la Vida? Luego sintió que la invadía una sensación de asco y rabia al notar el fétido aliento de Sorasak sobre su piel y sus manos explorando su cuerpo. La cabeza le daba vueltas debido al impacto, pero el golpe no había sido lo suficientemente violento como para dejar sin sentido a una bailarina fuerte y ágil como ella. Sorasak se montó sobre ella, aprisionándola entre sus poderosos muslos, y le pellizcó los pezones para comprobar si había perdido realmente el conocimiento, pero Sunida apretó los dientes y fingió que seguía desmayada.
—Maldita sea —soltó de nuevo Sorasak—. Quiero que recuerdes esta noche. Voy a chamuscarte los pezones para que cuando te despiertes tengas un recuerdo de la noche que vas a pasar conmigo, perra.
Sorasak se levantó para coger una de las velas que ardían en un rincón de la habitación.
Sunida aprovechó el momento en que Sorasak estaba vuelto de espaldas para levantarse de un salto y tratar de coger el cuchillo que reposaba en el estante. Pero Sorasak la oyó y se volvió rápidamente, sosteniendo la vela en la mano. Sunida desistió de su empeño y echó a correr hacia la puerta, arremangándose el panung para no tropezar. Durante unos segundos observó el rostro de Sorasak, desencajado por la ira. Éste arrojó la vela al suelo y se precipitó tras ella.
—¡Perra! —gritó enfurecido.
Sorasak intentó detener a Sunida asiéndola de un pie, pero sólo consiguió agarrar un extremo del panung. Sunida se deshizo rápidamente de él, alcanzó la puerta, la abrió y salió corriendo desnuda.
Echó a correr alocadamente por el pasillo mientras todas las puertas se abrían y las atónitas esclavas, atraídas por las voces de Sorasak, se cubrían el rostro al verla pasar. Sorasak se detuvo unos segundos al alcanzar la puerta, sin decidirse a seguirla, pero finalmente su desnudez y su orgullo herido le obligaron a reprimirse. Juró vengarse y cerró furioso de un portazo.
Sunida no se detuvo hasta llegar a los aposentos de Yupin, donde se desplomó, desnuda y agotada, en brazos de su maestra.
—Honorable maestra —dijo entre jadeos—, no dejes que ese hombre se me acerque. No quiero pasar por otra prueba como ésta.