28

El cuarto día de luna creciente del tercer mes del año del Mono, se recibió noticia en la capital de la llegada de la gran embajada china. Dos barcos aguardaban autorización para entrar en la desembocadura del Menam. Ninguna embajada, ni siquiera la del emperador del Celeste Imperio, podía acceder a la capital antes de la fecha señalada para la audiencia real, ni permanecer en la capital después de celebrada la audiencia de despedida.

Sólo el Pra Klang y un puñado de mandarines de primer orden sabían que el Rey probablemente concedería a esta embajada una audiencia antes de lo previsto, haciéndola aguardar un mínimo de tiempo para satisfacer el orgullo del gobernante de Siam, pues aunque Siam ejerciera su dominio sobre los príncipes vasallos de los estados circundantes, no podía arriesgarse a ofender al mayor reino de la Tierra. Uno de los primeros deberes de cualquier monarca siamés al ascender al trono era enviar una embajada a la corte imperial de China. Aunque Siam no estaba en modo alguno subordinado al coloso del norte, era preciso mostrarle respeto y admiración. Así pues, aunque las embajadas de menor importancia tuvieran que aguardar cierto tiempo en la desembocadura del Menam, según el capricho del gran monarca siamés, a los chinos se les dispensaría una pronta y grandiosa recepción.

A las pocas horas, las espléndidas barcazas oficiales se dirigieron a la desembocadura del río para recibir a los barcos de la embajada y escoltarlos hasta Ayudhya.

Centenares de relucientes barcazas, con la proa en forma de gañidas, dragones o caballos marinos, transportaron más de un centenar de mandarines hasta el lugar de la cita. A ambos lados de cada mandarín reposaban sus armas de honor: espadas, cimitarras y cerbatanas.

A ojos de una persona no versada en estas cuestiones, la procesión de barcazas podía parecer una suntuosa excursión de multitud de embarcaciones de formas y tamaños diversos, pero para el experto cada una de ellas reflejaba una historia distinta. Si estaban totalmente recubiertas de oro o sólo medio doradas y medio pintadas, si estaban propulsadas por cincuenta u ochenta remeros, si su trono central estaba rematado en forma de pirámide o no, hasta qué altura se elevaba la plataforma del trono, si la tripulación iba más o menos ricamente ataviada, si los remos estaban completamente dorados o sólo en parte, todos esos pormenores reflejaban el rango y el número preciso de marcas de dignidad del mandarín que ocupaba el trono de la barcaza.

Lo más revelador era la proximidad de cada embarcación a la barcaza real, la cual ocupaba el centro de la comitiva. La barcaza real enviada por Su Majestad el Rey era más alta e imponente que el resto, su elevada proa estaba rematada en forma de cabeza de serpiente naga, el elevado trono piramidal era de oro puro y el casco había sido recubierto de oro hasta la línea de flotación.

El trono de oro, que descansaba sobre una elevada plataforma y que estaba protegido del sol por unos parasoles dorados instalados en cada esquina de la barcaza, se hallaba vacío pues estaba reservado al único objeto digno de ocupar el lugar de Su Majestad: la carta del emperador de China. La misiva, escrita en una lámina de oro, constituía la palabra real del mismo emperador, un objeto de mayor reverencia que su embajador, quien, en un barco menos espléndido dotado de un trono menos fastuoso, no representaba sino su mensajero. En el barco real, cuatro mandarines siameses de primer rango permanecían postrados frente a cada esquina de la plataforma, en deferencia a la carta.

Desde el junco chino que encabezaba el cortejo situado en la desembocadura del río, la carta había sido reverentemente trasladada en una bandeja de oro hasta el trono de la barcaza real siamesa. Los honorables mandarines a quienes se les había asignado tan noble misión no se habían atrevido a tocar directamente la misiva del emperador sino que la habían transportado, postrados y sosteniéndola en alto, sobre una larga pala dorada.

El populacho ocupaba ambas orillas del gran Menam Chao Phraya, decenas de miles de personas postradas con el rostro hundido en el fango, rindiendo tributo a la misiva imperial mientras ésta se deslizaba por las aguas sobre su trono dorado, en su barcaza dorada, propulsada por ciento veinte remeros vestidos de escarlata que no cesaban de entonar cánticos. Era como si el propio Rey navegara a bordo de la misma. A medida que la comitiva avanzaba, los ocupantes de las veinte mil canoas que invadían la ribera se postraron también de bruces.

Al llegar a Ayudhya, la delegación china desembarcó para dirigirse en procesión hasta el palacio. La carta fue depositada sobre un trono dorado piramidal instalado en el carro real, en tanto que el embajador fue transportado en una silla de manos a hombros de unos porteadores.

El cortejo estaba encabezado por unos guardias que lanzaban guisantes con sus cerbatanas para despejar el camino.

Los mandarines del reino, ataviados con sus mejores galas y acompañados por su séquito de esclavos, precedían al embajador hacia la sala de audiencias real.

Unos guardias armados y unos elefantes elegantemente enjaezados flanqueaban el camino hasta las puertas del palacio. En el primer patio había un millar de hombres armados y sentados en el suelo, y frente a ellos tres docenas de elefantes luciendo unos arneses de color bermellón, dispuestos en fila de un extremo al otro del patio. En el segundo patio había cinco docenas de moros con pobladas barbas, montados a caballo y sosteniendo sus lanzas en la mano derecha. Alrededor del tercer patio había sesenta elefantes de guerra con arneses dorados y unos caballos con jaeces adornados con diamantes, mientras que doscientos guardias de elite de Su Majestad, los Brazos Rojos, se hallaban sentados en el suelo, sosteniendo sus espadas doradas con ambas manos.

En el cuarto y último patio, cuyo suelo estaba cubierto con magníficas alfombras persas y al que tan sólo el embajador y su séquito tuvieron acceso, todos los mandarines de tercero, cuarto y quinto orden permanecían postrados en el suelo; a pocos metros de ellos yacían los de segundo orden. Todos los mandarines lucían un sombrero cónico cuyo número de anillos y adornos indicaba su rango, y cada uno de ellos sostenía una cajita de nueces de betel cuyo tamaño señalaba la posición que éste ocupaba en la jerarquía de los mandarines.

Más allá del último patio se veía una escalinata junto a la que había dos elefantes totalmente cubiertos de oro y dos caballos que lucían unos jaeces adornados con diamantes, perlas y rubíes.

Al llegar al pie de la escalinata, el embajador, seguido de su intérprete, se postró de rodillas y apoyó las manos en la cabeza en señal de respeto al Rey mientras aguardaba que le condujeran ante éste. Al cabo de unos minutos el gran maestro de ceremonias anunció que Su Majestad estaba dispuesto a recibirlo. El embajador se arremangó su túnica negra y dorada y subió de rodillas la escalinata hasta llegar a la sala de audiencias artesonada. Una vez allí, fue presentado a los altos dignatarios del país, príncipes, ministros y mandarines de primer orden, en total sesenta hombres, quienes aguardaban en profundo silencio la llegada del Rey. Permanecían postrados en unas hileras formadas por seis hombres a izquierda y derecha de un balcón que se alzaba sobre la sala y en el que aparecería Su Majestad.

El embajador avanzó a rastras y se detuvo ante una mesa en la que se hallaba la carta del emperador, junto a un inmenso recipiente de oro que contenía los numerosos regalos que había traído para Su Majestad el rey de Siam.

Precedido por el sonido de trompetas y címbalos, el Señor de la Vida apareció en el balcón, a unos tres metros sobre el suelo de la sala de audiencias. Nadie, ni siquiera el embajador, podía alzar la cabeza para contemplar su rostro.

A ambos lados del Rey había ocho parasoles de oro que ascendían escalonadamente hacia el techo. Simultáneamente, los mandarines que yacían postrados se incorporaron de rodillas e inclinaron la cabeza tres veces, apoyando la frente en el suelo. Acto seguido el ayudante del Barcalon leyó una traducción siamesa de la carta del emperador, que había sido preparada de antemano, mientras Su Majestad y la corte escuchaba atentamente y en silencio.

La carta hacía referencia al gran afecto que sentía el emperador hacia su primo que reinaba en el sur, advirtiéndole de las ambiciones y la pérfida influencia de extraños que pretendían ejercer su dominio sobre ambos reinos. El emperador reiteraba su apoyo a su estimado primo y le conminaba a resistir frente a la adversidad. El emperador rogaba también a Su Majestad de Siam que le enviara unos emisarios con noticias sobre los últimos acontecimientos acaecidos en su país.

Tras la lectura de la carta, Su Majestad ordenó que ésta fuera guardada en los archivos reales y se dirigió al Barcalon, preguntando cortésmente por la salud del emperador y diversos miembros de su familia. El Barcalon transmitió la pregunta del Rey al intérprete, quien a su vez la transmitió al embajador. Varias preguntas y respuestas circularon por el mismo conducto, evitando de este modo que Su Majestad tuviera que dirigirse a alguien de rango tan inferior como un intérprete.

Tras el largo y protocolario intercambio de preguntas y respuestas, Su Majestad regaló al embajador una cajita de oro de nueces de betel y una chaqueta de brocado de la mejor calidad, para demostrar la importancia del país que representaba. Luego, precedido de nuevo por el sonido de trompetas y címbalos, el Rey se retiró y los mandarines congregados en la sala de audiencias, situados de cara al balcón en el que había aparecido Su Majestad, retrocedieron de rodillas y se dispersaron.

Los invitados se hallaban sentados con las piernas cruzadas ante unas mesitas bajas, cada una de las cuales estaba adornada con un jarrón de flores. Phaulkon buscó con la mirada a Mestre Phanik, quien le había enviado un mensaje rogándole que, a ser posible, se sentara junto a él en el banquete. Gracias a Dios que los siameses utilizaban el sistema de sakdina y rangos, pensó Phaulkon mientras atravesaba todo el patio, con el cuerpo inclinado hacia delante, hasta donde se encontraba sentado Mestre Phanik junto a unos convidados de origen extranjero. De otra forma habría sido poco menos que imposible sentar a dos mil personas en el lugar que correspondía a cada una de ellas. Por fortuna, gracias a aquel sistema jerárquico, todos los comensales sabían el lugar que debían ocupar.

No estaban presentes ni Su Majestad ni la princesa Yotatep, la princesa reina, el primero porque los reyes no asistían a funciones públicas donde les resultaría difícil comer en una posición elevada y no menos difícil a los convidados comer postrados en el suelo, y la segunda porque las reinas no aparecían en público. Chao Fa Apai Tot presidía el banquete. Tenía un tic en el ojo izquierdo y su rostro se contraía en una grotesca mueca cada vez que sonreía. A su derecha estaba sentado el embajador, con una guirnalda de flores mali alrededor del cuello, y a su izquierda el Pra Klang, ataviado con sus mejores ropajes. Junto a ellos se hallaban sentados diversos príncipes reales de los estados vasallos, Camboya, Laos, Chiengmai, Kedah y otros muchos, algunos de los cuales se habían colocado voluntariamente bajo la protección del Rey y otros habían sido capturados en combate y obligados a trasladarse a Ayudhya, donde gozaban —en el exilio— de los privilegios de su rango real.

Cada príncipe portaba sus propias tazas de oro y plata, regalo del Rey, las cuales denotaban la exaltada posición de su dueño y estaban colocadas ante éste. Junto a ellos se hallaban los mandarines de los cinco grados en orden descendiente, los primeros sentados en unas mesas cerca de los príncipes reales y los de quinto orden más alejados.

Phaulkon vio a Mestre Phanik, que en aquel momento le estaba mirando, sentado junto a su sobrina Maria, que iba ataviada con un kimono japonés de un alegre color celeste, con el pelo recogido en un moño en el que llevaba clavadas unas flores. Estaba preciosa. Pese a las evidentes diferencias en la vestimenta, la joven le recordó de nuevo a Diana cazadora, la estatua favorita de su infancia. Aparte de la multitud de sirvientas, Maria era una de las pocas mujeres que asistían al banquete, todas ellas de origen extranjero.

El primer plato de un menú compuesto por dieciséis especialidades, sopa de nido de golondrina, un manjar muy apreciado por los chinos, fue servido en todas las mesas por unas esclavas con el torso desnudo, el lustroso cabello untado de aceite y la piel perfumada para la ocasión. En total había quinientas esclavas para atender a los comensales.

—Una elección muy apropiada, amigo mío —dijo Mestre Phanik, contemplando satisfecho la sopa mientras saludaba a Phaulkon—. Exportamos gran cantidad de nidos de golondrina a China, pero los chinos no suelen tener ocasión de saborear el producto fresco en su país de origen. Le felicito. ¿Cómo está, amigo mío? Siéntese y tómese un respiro en sus obligaciones. Oh, sí —continuó Phanik parloteando efusivamente—, ya he oído la noticia. Así que le han puesto a cargo de todo el departamento, ¿eh? A Mohammed Rashid no le ha hecho ninguna gracia, se lo aseguro.

Phaulkon se inclinó ante Maria.

—Estás radiante, querida.

La joven sonrió con frialdad.

—Nos tiene abandonados, tío Constant —respondió Maria con tono de reproche.

—Vamos, querida, no te metas con el tío Constant. ¿Crees que ha preparado todo esto en un momento? —preguntó Mestre Phanik señalando con la mano la inmensa sala de banquetes.

No se equivocaba. Phaulkon había pasado muchos días en compañía de Sri para localizar los productos más frescos y a los precios más razonables, mandando traer desde muchas poblaciones vecinas las especialidades por las que tenían fama. Pese a no haber reparado en gastos a la hora de adquirir productos de la mejor calidad, la factura enviada al Tesoro era sensiblemente más reducida que las de otros banquetes que se habían celebrado con anterioridad.

Su golpe maestro, según pensaba Phaulkon, había sido conseguir la colaboración del padre Le Morin, su amigo jesuita, quien sentía pasión por Dios y por la cocina y era un excelente chef; Phaulkon había obtenido para él, en calidad de sacerdote, una autorización especial para entrar en la cocina del palacio, a la que ni siquiera Phaulkon había tenido acceso. Le Morin había supervisado el asado, al estilo parisino, de cinco mil perdigones procedentes de la provincia de Pitsanuloke, y Phaulkon confiaba en que esta exquisitez, aunque seguramente no sería del agrado de todos los comensales, añadiría un toque exótico al banquete y dejaría a los visitantes chinos impresionados por el ambiente cosmopolita de la corte siamesa. Por otra parte, Phaulkon sabía que el Barcalon deseaba que los moros no advirtieran un esfuerzo concertado para privarlos de sus papeles tradicionales, y esperaba que los manjares típicamente farangs contribuyeran a justificar el nombramiento de Phaulkon.

—Tiene razón, Mestre Phanik —dijo Phaulkon mientras las esclavas depositaban ante cada comensal un pequeño cuenco dorado con dos huevos de codornices—. He pensado mucho en ustedes pero regresaba a casa tan agotado después del trabajo en el ministerio que a veces mis sirvientas tenían que desnudarme mientras dormía.

Pero hubieras podido hacernos al menos una visita, pensó Maria con amargura, deseosa de echarle en cara el asunto de aquella mujer llamada Sunida. De no haber estado presente su tío, sin duda lo habría hecho.

Phaulkon observó la expresión ceñuda de la joven y se preguntó de nuevo por qué estaba enojada.

—No le haga caso, Constant. Maria es muy joven y cree que el mundo entero gira alrededor de ella. —Mestre Phanik se inclinó por detrás de su sobrina y murmuró confidencialmente al oído de Phaulkon—: ¿Ha observado la ausencia de Chao Fa Noi? He oído decir que fue azotado casi hasta la muerte por el general Petraja y que no saben si logrará sobrevivir. Entre usted y yo, siempre sospeché que el general aspiraba a ocupar el trono. ¿Se acuerda de él? Se lo presenté en mi casa. A fin de cuentas, si los dos príncipes son eliminados y la princesa reina no tiene un hijo heredero, ¿quién ascenderá al trono? Al parecer la princesa Yotatep, quien al principio exigió la pena de muerte para el joven príncipe, se muestra ahora inconsolable ante la idea de que pueda morir.

Era la primera vez que Phaulkon oía decir que el general Petraja aspiraba a ceñir la corona, pero el padre Le Morin ya le había puesto al corriente de los rumores sobre la princesa Yotatep que circulaban por las cocinas de palacio. Al parecer, la princesa llevaba tres días sin probar bocado; las bandejas de comida que le enviaban a sus habitaciones regresaban a las cocinas reales intactas. Los cocineros ya no sabían qué preparar.

—Bien, dado que el banquete concluirá pronto y que al parecer será un éxito rotundo, ¿podemos confiar en verlo más a menudo, tío Constant? —preguntó Maria, volviéndose hacia Phaulkon.

—Sólo si prometes dejar de llamarme tío. Me hace sentir viejo.

—Pero es lo que es, tío. Por lo menos me dobla la edad.

—Basta, querida —terció Mestre Phanik, mirando a su sobrina con expresión de reproche—. No sé qué mosca le ha picado —añadió, tratando de disculparse ante Phaulkon.

Las esclavas les sirvieron té chino en unas delicadas tazas azules y blancas, y Phaulkon aceptó una copa de resplandeciente vino tinto.

—Ya es una mujer, Doutor —dijo Phaulkon—, con su propio criterio.

Él también estaba asombrado ante la inesperada agresividad de Maria. Parecía muy enfadada. Quizá fuera cierto que se estaba haciendo viejo, aunque no lo notaba. Las perspectivas no podían ser más halagüeñas. Burnaby y White habían partido hacia Mergui cargados con una mercancía de primera calidad. El éxito de la expedición a Persia podía catapultarlo a la fama. Contaba con impaciencia los días que faltaban para que regresaran sus amigos. Le preocupaba también la seguridad de Sunida, y confiaba en su inminente regreso. Pensó que tal vez presentara un aspecto cansado. Con todo, era extraño que Maria se comportara tan bruscamente con él. Phaulkon interrumpió sus reflexiones al ver a Aarnout Faa, el director residente de la Verenigde Oostindische Compagnie, la VOC, sentado en el otro extremo del patio. Al notar que éste le miraba, Phaulkon se inclinó cortésmente. El holandés correspondió a su saludo inclinando brevemente la cabeza.

—Discúlpenme —dijo Phaulkon—. Enseguida vuelvo.

—¿Le aburre nuestra compañía, tío Constant? —preguntó Maria.

—En absoluto, querida. Me ausento unos minutos para gozar aún más de ella a mi regreso.

Phaulkon se inclinó ante Faa y preguntó educadamente por el estado de Van Risling.

—Está mejor, heer Phaulkon. El médico le arregló los dos huesos que se había roto y poco a poco está aprendiendo a caminar de nuevo con un bastón. Le comentaré que ha tenido la amabilidad de interesarse por su salud —añadió Faa, no sin cierto sarcasmo.

—Se lo agradezco —respondió Phaulkon.

—Debo felicitarle por la organización de este banquete. Lo ha hecho de forma magistral. Es usted un hombre con muchas facultades, heer Phaulkon. Es una lástima que no todas vayan dirigidas hacia los objetivos adecuados —observó Faa, sonriendo amablemente mientras se servía otra porción de rodaballo, perfumado a la albahaca.

—Al igual que muchos de sus planes con respecto a Siam, heer Faa.

El director residente hizo caso omiso de la pulla.

—¿Qué tal va su trabajo en el ministerio? Supongo que se dedicará a espiar para los ingleses.

—Por supuesto, heer Faa. Y al mismo tiempo trato de descubrir una valiosa información sobre los moros. Por lo visto, existen unas sorprendentes similitudes entre sus métodos operativos y los suyos.

—¿Ah, sí? Qué curioso.

—Lamentablemente la información es confidencial, mijn heer, pero se halla contenida en los informes que he enviado a Madrás.

—Sin duda esos informes serán interpretados como lo que son, un intento de restar importancia a nuestras acusaciones referentes a su conducta, heer Phaulkon —replicó el jefe de la VOC con una sonrisa.

—Olvida que la Compañía Inglesa de las Indias no se inclina precisamente a favor de ustedes, heer Faa.

—Pero usted juzga el caso desde el punto de vista de los factores menos veteranos destacados en Siam, heer Phaulkon. No subestime el criterio de sus directores en Madrás.

—No lo hago, heer Faa, no tema. —Con un poco de suerte y éxito en la expedición persa, pensó Phaulkon, ya no tendré que responder ante esos directores. Y entonces, mijn heer, tendrás que enfrentarte a mí como siamés, un antagonista implacable perteneciente a este país que nos alberga—. Pero si me dispensa, debo regresar a mi mesa. Como siempre, heer Faa, ha sido un placer conversar con usted.

Los dos hombres se inclinaron cortésmente.

—Mi tío me ha regañado por el comportamiento que he tenido con usted, Constant —dijo Maria cuando Phaulkon se sentó de nuevo a la mesa—. ¿Debo pedirle perdón?

—Ya lo has hecho, has de dejar de llamarme tío. A partir de este momento dejaré de considerarte una niña.

—Me alegro. Nadie me toma por una niña.

—De hecho, desde la última que le vi, Constant, dos caballeros me han pedido la mano de Maria —se quejó su tío—. Es pavoroso, porque realmente es una niña.

—Como ve, Constant, ahora que he logrado convencerlo a usted, mi tío es el único que me sigue considerando una niña.

—Es lógico, querida. Siempre serás su sobrinita, aunque cumplas cien años. Tu tío siempre te mirará como si fueras una niña.

—¿Y usted? —preguntó Maria coquetamente.

—Yo no me atrevería —respondió Phaulkon en tono socarrón.

—Pues estaría muy equivocado —dijo Maria.

Era difícil adivinar por su tono de voz si hablaba en broma o en serio. Mestre Phanik, sin embargo, parecía visiblemente turbado.

—Pero dígame, Constant —dijo Maria, volviéndose y mirándole a los ojos—. ¿Cómo está Sunida?

Phaulkon se quedó estupefacto.

—¿Sunida? —repitió, tratando de aparentar que no reconocía aquel nombre.

Aunque una vocecita en su interior advertía a Maria que se detuviera, un diablillo la animaba a seguir adelante. No podía dar marcha atrás.

—Vamos, Constant, me refiero a Sunida, la hermosa mujer del sur —insistió Maria, acercándose más a él—. La que han enviado de palacio para espiarlo.

Phaulkon se quedó mudo.

Maria observó con satisfacción el efecto que sus palabras le habían producido. Qué mensaje tan hábil había enviado Yupin, tanto más cuanto que tenía que resultar ininteligible al guardia. «El hombre por el que me preguntas es un ave de presa en tu idioma», decía la nota. Maria no había tardado en descifrar su significado: buitres, águilas, halcones. ¡Phaulkon! De modo que su adorado Constant era el hombre a quien Sunida debía espiar. Yupin había cumplido su palabra de informar a Maria, un gesto que la honraba. Pero cuando el mensajero le pidió veneno para eliminar las ratas de la celda de Yupin, Maria se quedó asombrada. ¿La celda de Yupin? ¿Qué nueva locura había hecho la hermosa y famosa concubina para caer en desgracia? Sabedora de las estrictas normas del palacio y del severo castigo que se imponía a quienes las transgredían, Maria intuyó que la petición de matarratas por parte de Yupin era un ardid para suicidarse. La joven se había negado en redondo a acceder a su petición. Como cristiana, no podía aprobar el suicidio por muy desesperada que estuviera Yupin. El guardia, visiblemente nervioso, se había tranquilizado un poco al ver que Maria se quitaba el crucifijo que llevaba alrededor del cuello y se lo entregaba para que la prisionera rogara a Jesús que le infundiera ánimos para resistir aquella dura prueba.

Las reflexiones de Maria se vieron interrumpidas por Phaulkon, quien por fin había recobrado la voz.

—¿A qué te refieres, Maria? —preguntó. Su voz sonaba curiosamente hueca.

Maria meneó la cabeza, como si estuviera tratando con un niño díscolo.

—Qué fácil es seducir a un hombre. La hermosa Sunida, profundamente enamorada de su Constant, se apresura a satisfacer todos sus caprichos —contestó burlonamente—. Y al mismo tiempo a informar a palacio de cada movimiento de su amado.

Phaulkon estaba conmocionado. El estruendo que invadía la sala de banquetes llegaba vagamente a sus oídos, y las figuras que había a su alrededor aparecían desdibujadas. ¿Era cierto lo que acababa de decir Maria? No sin grandes esfuerzos, el griego logró recobrar la compostura. Pero antes de que se le ocurriera una respuesta, Mestre Phanik intercedió por él.

—No sé de qué estás hablando, Maria, pero esta noche tu conducta es inexcusable. Me siento avergonzado de ti. Haz el favor de explicarte y pedirle disculpas a Constant inmediatamente.

—No tengo inconveniente en disculparme, tío, pero tan sólo pienso en el bienestar de Constant. El palacio ha colocado una espía en su casa y por lo visto él no lo sabía. Por supuesto, el palacio ha obrado de forma muy inteligente —añadió Maria, para mitigar la humillación de Phaulkon—. La mujer se llama Sunida y ha sido instruida en el arte del amor nada menos que por Yupin, cuyas hazañas en nuestro barrio portugués son legendarias.

Mestre Phanik miró a su sobrina lleno de asombro. Se disponía a decir algo a Phaulkon pero se detuvo al observar la expresión de su rostro.

—¿Dónde conseguiste esta fantástica información? —preguntó a Maria—. Exijo saberlo ahora mismo.

Maria dudó unos instantes, temiendo haberse extralimitado.

—¿Me permites que te lo explique más tarde? —rogó a su tío—. Mi principal preocupación en estos momentos es salvaguardar los intereses de Constant. Es evidente que corre peligro.

Phaulkon estaba pálido y había descartado todo intento de disimular su estado de ánimo. El súbito murmullo de los comensales cuando aparecieron varias docenas de sirvientas portando unas humeantes bandejas con perdices artísticamente decoradas, con sus coloridos plumajes dispuestos a su alrededor, le distrajo momentáneamente de sus reflexiones. Varias cabezas se volvieron hacia Phaulkon en señal de admiración.

Phaulkon apenas se percató de lo que sucedía en su entorno. No cesaba de darle vueltas a cada detalle de su encuentro fortuito con Sunida en el mercado. A la luz de las asombrosas revelaciones de Maria, no resultaba difícil considerar que no se trataba de una coincidencia sino de un acto deliberado. Cualquiera que conociera los movimientos de Phaulkon, especialmente alguien encargado de seguirlo, no habría tenido la menor dificultad en enterarse de que frecuentaba el mercado y de que Sri era amiga suya. Presumiblemente, Sri habría sido designada para transmitir los mensajes de Sunida. El mercado era el lugar idóneo para que la persona elegida por las autoridades de palacio se encontrara «casualmente» con él. Phaulkon se preguntó cómo había sido tan idiota de no sospechar nada. ¿Tan cegado estaba por la emoción de ver a Sunida de nuevo? ¿O tan celoso quizá del supuesto mandarín, que probablemente ni siquiera existía? Phaulkon sintió un profundo dolor al saberse engañado, el dolor del orgullo herido. ¿Acaso el amor que Sunida había jurado que sentía por él no era sino mentira? Phaulkon notó un vacío en el estómago. Repasó cada detalle de la historia sobre el importante mandarín. En aquellos momentos le había parecido absolutamente verosímil. ¿Pero cómo se había enterado Maria de aquel asunto?

Maria y Mestre Phanik charlaban en voz baja, absortos en su conversación. Quizás habían decidido dejar a Phaulkon a solas con sus pensamientos. El griego oyó vagamente que Mestre Phanik exclamaba:

—¿Que la mujer que vino a nuestra casa era la célebre Yupin? Meu Deus.

Los manjares que Phaulkon había ayudado a preparar para el banquete continuaban intactos ante él sobre una espléndida colección de bandejas de oro, platos de porcelana y recipientes de plata.

Poco a poco fue cambiando su estado de ánimo. El natural optimismo que siempre le había ayudado a superar los malos tragos afloró de nuevo para desterrar la tristeza que en aquellos momentos le embargaba. Phaulkon recordó los instantes de vacilación del gobernador cuando él le rogó que permitiera a Sunida acompañarle a Ayudhya. ¿Se le había ocurrido entonces a Su Excelencia la idea de utilizar a Sunida para espiarlo? ¿Acaso en alguno de los despachos que el gobernador había enviado a Barcalon se decía que Sunida sería la espía perfecta para introducirse en casa de Phaulkon si, tal como sin duda habría recomendado el gobernador, le ofrecían un trabajo en el ministerio? Si al Barcalon le había satisfecho el plan, se habría apresurado a trasladarlo a palacio para que fuera aprobado por Su Majestad. Con la connivencia de palacio, Sunida habría sido enviada a Ayudhya para ser adiestrada. ¿Y qué más lógico que utilizar como tutora a Yupin, una de las mujeres de palacio con más experiencia en asunto de farangs?Phaulkon había oído hablar de Yupin a su amigo el capitán Alvarez. Era el paradigma de mujer seductora, perfectamente versada en las artes del amor. Phaulkon recordó que en cierta ocasión Alvarez le había contado que Yupin solía impartir sus conocimientos a las novicias más voluptuosas del palacio a cambio de sus favores.

Phaulkon trató de ponerse en lugar de Sunida, una joven provinciana inopinadamente elegida para servir a la corte en Ayudhya, tal vez al mismo Señor de la Vida, cuyos títulos divinos se inculcaban a cada siamés desde su nacimiento: Aquel que guía a las lluvias de la Tierra y hace que las aguas crezcan y fluyan, cuya gloriosa fama es conocida en el mundo entero y cuya dignidad no tiene rival; un rey semejante a un Dios, que resplandece como el sol al mediodía; un rey tan justo como Dios y tan poderoso que puede acoger al universo entero bajo su protección; un rey que tiene sometidos, desde el amanecer hasta el orto, a todos los emperadores, príncipes y soberanos del mundo. Y quienes obtengan su favor alcanzarán el mayor de los honores...

Qué honor para una joven bailarina de Ligor. ¿Cómo iba a dudar ni un instante en cumplir con la misión que le habían encomendado? Por lo demás, ello no excluía que lo amara. ¿Pero cómo diantres se había enterado Maria?

Unas anguilas sobre un lecho de castañas acuáticas acompañadas por una salsa de ajo, langostinos fritos servidos en cáscaras de coco, sesos de mono estofados y tallos de flor de loto hervidos habían aparecido y desaparecido sin entrometerse en las reflexiones de Phaulkon. Cuando apareció el magnífico surtido de frutas, en su rostro se dibujaba una inconfundible sonrisa que poco a poco fue dando paso a una expresión de gozo. A Phaulkon se le acababa de ocurrir la posibilidad, mejor dicho, las infinitas posibilidades, de transmitir determinada información al palacio a través de la ingenua Sunida.

Sunida se instaló cómodamente sobre los cojines del barco y dejó que el lento y rítmico movimiento de los remos la calmara. Regresaba a Ayudhya y a su querido Phaulkon, satisfecha y orgullosa de lo que había conseguido en Mergui, tanto para ella como para el hombre al que amaba.

Sus pensamientos se centraron de nuevo en el siniestro sacerdote que la había acompañado desde la iglesia, y el temor que había sentido cuando de pronto el hombre se había colocado ante ella, interceptándole el paso.

—Charlemos un rato, hija mía —le había dicho, conduciéndola a un pequeño claro detrás del que se alzaban unas boscosas laderas.

Sunida le había seguido tímidamente, volviéndose de vez en cuando para mirar hacia atrás a medida que avanzaban. Se encontraban sobre la pendiente, a poca distancia del puerto. Ya no se distinguía la pequeña iglesia, situada más arriba, y aunque podía verse la multitud que invadía el puerto, probablemente no podían oírles. La vista sobre el mar era impresionante, y desde aquel elevado punto las relucientes aguas parecían más bien un plácido lago. Sólo las islitas que tachonaban el horizonte indicaban la presencia de infinitos mares.

—¿De qué desea hablar, padre? —había preguntado Sunida, observando cierto nerviosismo en el sacerdote.

—El capitán al que quieres ver no está aquí —había respondido Luang Aziz—. Ha ido a Ayudhya y no regresará hasta dentro de unos días. Es mejor que me des el recado a mí. Conmigo estará en buenas manos.

Sunida se quedó sorprendida. ¿Por qué no le había informado antes sobre la ausencia del capitán farang, delante del otro sacerdote? ¿Por qué se había ofrecido a acompañarla? La joven miró temerosa a su alrededor. ¿Y por qué había elegido aquel lugar solitario para hablar con ella? Aquel sacerdote parecía ansioso por hacerse con la carta.

—Le agradezco su ofrecimiento, padre, pero tengo órdenes estrictas de entregar la carta personalmente.

Los ojos del sacerdote dejaron entrever cierta irritación. Sunida notó que el hombre hacía esfuerzos por controlarse.

—¿Y de quién han partido esas órdenes, hija mía?

—No puedo revelarlo, padre. ¿Pero me permite preguntarle por qué le interesa tanto esta cuestión?

Los negros ojos del sacerdote mostraron de nuevo una expresión de enojo.

—El gobernador de esta provincia me ha pedido que determine el contenido del barco con cuyo capitán deseas hablar. A veces los sacerdotes nos vemos en la obligación de servir a la nación, pues, precisamente por nuestra condición de sacerdotes podemos hacer indagaciones sin levantar sospechas. Por eso es importante para mí conocer el contenido de esa carta —concluyó el cura, alargando la mano.

Sunida retrocedió un paso.

—Acabo de decirle, padre, que mi misión es confidencial. Bajemos al puerto, se lo ruego. Usted se ofreció para acompañarme y ayudarme a entregar la carta al capitán. Puesto que no está, se la dejaré al oficial encargado del barco.

El sacerdote avanzó hacia ella con ademán impaciente. Tres costados del claro estaban limitados por unas empinadas laderas cubiertas de matorrales y árboles, que ofrecían escasas posibilidades de escapar. El sacerdote estaba situado entre Sunida y el sendero que conducía al puerto. No había un alma a la vista. Si Sunida se ponía a gritar, era posible que la oyera el sacerdote farang que estaba en la capilla, pero también era posible que estuviera implicado en aquel turbio asunto.

—Mi misión me ha sido encomendada desde uno de los niveles más altos del Estado —afirmó Sunida con tono solemne, confiando en impresionar al sacerdote—, y me veré en la obligación de informar sobre cualquier intento de frustrar mi labor.

El sacerdote la miró enfurecido.

—¡Dame esa carta! —dijo, dirigiéndose hacia ella y abandonando todo intento de mostrarse cortés.

Sunida retrocedió hasta el borde del claro.

El sacerdote se detuvo ante ella, observándola con una expresión fría y cruel. Sunida vio con asombro que alzaba la mano para golpearla. ¡Un sacerdote!

—De acuerdo —dijo ella, protegiéndose el rostro con el brazo—. Tome la carta.

Abrió su bolsita y sacó una hoja arrugada de papel de arroz. El sacerdote se la arrebató con brusquedad y la leyó apresuradamente.

—¡Maldita sea! —exclamó entre dientes. Estaba escrita en una lengua farang. Sunida supuso que no entendía lo que decía.

—Haga el favor de devolvérmela —rogó Sunida al sacerdote.

—No, ya te he dicho que se la entregaré al capitán del barco yo mismo. Será mejor que regreses. Tengo asuntos urgentes que atender.

Sunida no se movió. El sacerdote señaló el camino que conducía al puerto.

—Te he dicho que te vayas —insistió—. Regresa a Ayudhya.

El cura alzó la mano de nuevo. Sunida echó a andar despacio, volviéndose de vez en cuando para mirarlo. Cuando se disponía a enfilar el camino que llevaba al puerto vio a don Francisco dirigiéndose apresuradamente hacia ella. Pero el segundo sacerdote le interceptó el paso y, agarrándolo bruscamente del brazo, lo condujo a rastras hasta la pequeña capilla situada sobre la colina. A Sunida le pareció muy extraño aquel comportamiento e imaginó que el sacerdote tan grosero necesitaba que don Francisco le tradujera la carta.

Sunida echó a andar por el serpenteante camino hacia el puerto, apartando aquel desagradable episodio de su mente. Entregaría la carta auténtica a quien estuviera a cargo del barco. Si el capitán se encontraba ausente se la daría al primer oficial, tal como le había ordenado Phaulkon a través de Sri.

Sunida se sentía muy satisfecha de su actuación. Los diversos papeles que había representado durante su carrera de bailarina le habían resultado muy útiles en aquella ocasión, pues le habían permitido fingir temor. Cuántas veces había representado el papel de Sita, perseguida a través del bosque por el malvado rey. No obstante, tenía que reconocer que se había asustado cuando el sacerdote levantó la mano para golpearla.

Sunida se sentía orgullosa de que la idea de las dos cartas se le hubiera ocurrido a ella. Recordó el momento en que, postrada y temblorosa en la sala de audiencias real, había escuchado al jesuita traducir al siamés la carta de Phaulkon para que Su Majestad el Rey y Su Excelencia el Pra Klang entendieran lo que decía. El corazón le palpitaba con violencia. Temía que la carta de su amado al capitán inglés en Mergui contuviera un mensaje que lo incriminara, un mensaje perjudicial para los intereses de Siam. Pero la traducción no había revelado nada negativo. Sunida había suspirado aliviada al comprobar que Phaulkon se limitaba a rogar en su carta al capitán inglés que permaneciera unos días en Mergui para permitirle ultimar los detalles de la expedición a Persia.

Había sonado entonces la voz grave y profunda del Señor de la Vida desde su elevada posición, advirtiendo que era preciso tomar las debidas precauciones para evitar que la carta cayera en manos extrañas. Tras pedir perdón por su atrevimiento, Sunida había sugerido llevar una segunda carta, falsa, por si se veía obligada a entregarla en caso de emergencia. Ante su sorpresa y satisfacción, el Señor de la Vida y el Pra Klang habían aprobado con entusiasmo la idea y le habían pedido que se retirara mientras redactaban una segunda carta. Cuando Sunida entró de nuevo en la sala de audiencias, el intérprete jesuita había terminado de escribirla en inglés.

Su Excelencia el Pra Klang había advertido a Sunida que si en algún momento se veía acosada por alguien que quisiera arrebatarle la carta, le entregara la segunda, pero sólo después de oponer una feroz resistencia. En la segunda carta, según le explicó, también supuestamente escrita por Phaulkon al capitán inglés, aquél le explicaba que había tratado de adquirir unas mercancías del Tesoro siamés para exportarlas a Persia, pero el Pra Klang había rechazado su petición y sólo había accedido a vender las mercancías a la Compañía Inglesa de las Indias a condición de que fueran exportadas a Madrás. La carta hacía hincapié en que Su Majestad estaba en deuda con los moros por su largo y leal servicio a la Corona y que se negaba a colaborar con los ingleses en su campaña para desacreditarlos. Esta era la carta que Sunida había entregado al grosero sacerdote. ¿Pero qué significaba todo aquello?

Sunida se dio cuenta de que empezaba a disfrutar con su nuevo papel, y sintió una inmensa satisfacción al recordar las palabras del Señor de la Vida al Pra Klang cuando ella sugirió la idea de la segunda carta.

—¡Qué afortunados somos de contar con una mensajera tan hábil! No sólo es encantadora y hermosa sino inteligente. Será mejor que ese farang llamado Forcon se comporte con prudencia.

Sunida rogó a Buda para que Phaulkon trabajara única y exclusivamente para mayor gloria de Siam, pues su dicha sería entonces completa.