17
En la habitación hacía calor. Cuando Yupin alzó la tapa de madera de la tinaja decorada con unos dragones, la luz que penetraba por la ventana arrancó unos reflejos a la superficie del agua. En contraste con el sofocante calor, ésta ofrecía un aspecto más que apetecible. Yupin se inclinó, cogió agua con un cuenco de plata y roció generosamente su cuerpo desnudo, sintiéndolo revivir al contacto con el refrescante líquido. Después de dedicar diez minutos a lavarse, se aplicó aceite perfumado en la piel y cuando hubo terminado se sintió purificada, absuelta de las tribulaciones del día anterior.
Por el rabillo del ojo observó a Sunida, de pie junto al arcón lacado al fondo de la habitación, que evitaba púdicamente mirar hacia el rincón de la estancia reservado a la higiene corporal.
—Ven, pequeño ratón, ahora te toca a ti. Debes aprender a lavar a un hombre. A los hombres les encanta que les mimen y cubran de atenciones.
Cubierta con su panung, Sunida avanzó tímidamente y se detuvo junto a la tinaja, preguntándose si Yupin se retiraría para que pudiera desnudarse a solas. Lo que preocupaba a Sunida no era mostrar sus pechos desnudos, puesto que era normal llevarlos descubiertos, sino mostrar sus partes secretas, que siempre debían permanecer ocultas debajo del panung, incluso al lavarse. A menos, claro está, que una estuviera a solas. El pudor de una joven residía en sus partes inferiores.
—Quítate el panung, pequeño ratón. No seas vergonzosa. Debemos experimentar muchas cosas juntas. —Yupin sonrió. Un leve estremecimiento le recorrió el cuerpo cuando Sunida empezó a desatarse dócilmente el panung.
Sunida se desnudó tímidamente, sin apartar la vista de Yupin, como confiando en que su maestra cambiara de opinión y la dejara a solas. Pero Yupin siguió observándola tranquilamente, hasta que el panung se deslizó al suelo y Sunida quedó desnuda ante ella, con la cabeza gacha.
—Debes aprender a utilizar la timidez sólo como un arma, pequeño ratón. En los momentos de intimidad, al hombre le gusta que la mujer se muestre desinhibida. Ya aprenderás a vivir sin tu panung.
Los ojos de Yupin se clavaron en la joven, deleitándose con su belleza. Tenía la piel del color de la miel, sin el menor defecto, y las curvas marcadamente esculpidas de su cintura y sus pechos, como las de una estatua jemer, armonizaban a la perfección con sus piernas largas y sensuales y el suave vello que cubría su divino jardín. Era la esencia misma de la feminidad, perfecta y seductora.
Yupin se excitó al pensar en los próximos días, durante los cuales ella controlaría la situación. Había dejado que Sunida descansara la primera noche después de su largo viaje, dado que ella misma necesitaba recobrarse de las emociones del día anterior. Pero ahora comenzaría a instruir a Sunida, que ocupaba una pequeña habitación contigua a la suya, y a la que había mandado llamar poco después del amanecer. Más tarde, a medida que progresaran las clases, pensó Yupin regocijándose, no necesitaría mandarla llamar, pues Sunida compartiría sus aposentos a fin de prepararse para el farang a quien estaba destinada.
Su pupila se metió en el pequeño cubículo que servía de bañera y empezó a rociarse con agua. Al cabo de un rato Sunida se acostumbró a la insistente mirada de Yupin y, ya más relajada, dejó que acudieran a su mente diversos pensamientos e imágenes. Pensó de nuevo en su suerte y percibió la voz divina que todavía resonaba en sus oídos. ¡Pensar que el mismo Señor de la Vida le había dirigido la palabra! Qué cosas tan extrañas y emocionantes le habían ocurrido desde que aquel hombre maravilloso, procedente de otro mundo, había entrado brevemente en su vida. Sunida se preguntó si volvería a verlo. Pensó en el momento en que su tío la había mandado llamar, casi inmediatamente después de que hubiera partido su amado, en el viaje secreto y bajo escolta que había emprendido a Ayudhya, y en el pánico que había sentido mientras yacía postrada en el suelo durante la audiencia real. Esta maestra también le infundía cierto temor. Todo resultaba aterrador y al mismo tiempo excitante.
¿A quién estaba destinada a servir? ¿Era posible que ella, una humilde bailarina, fuera requerida para servir a su nación? ¿Y por qué tan lejos de su hogar? Pero se dijo que ella no era quién para cuestionar las órdenes que le había dado Su Majestad.
Durante un rato siguió gozando del refrescante baño y luego, tímidamente, cogió el frasco de aceite perfumado que yacía en un estante. Aspiró el dulce aroma a jazmín. Se disponía a untarse la piel de aceite como había visto hacer a su maestra, cuando una mano le arrebató el frasco.
Unos segundos después dos manos comenzaron a untarle el aceite, con un suave y pausado movimiento circular, en la nuca, los hombros, la espalda y la cintura. Aunque Sunida notó la presencia de su maestra a sus espaldas, su cuerpo no la rozó en ningún momento; tan sólo la tocó con las yemas de los dedos. Sunida se concentró en el poder que emanaban sus manos, estremeciéndose mientras éstas le acariciaban las nalgas y la parte posterior de los muslos. Tras llegar a los tobillos, las manos de su maestra se deslizaron lentamente por su cuerpo en sentido inverso. Esta vez Sunida sintió el aliento de Yupin sobre su piel, un ligerísimo soplo de aire cálido que trepaba por su cuerpo, produciéndole una intensa excitación sexual.
De improviso el cuerpo de Yupin se fundió con el suyo y Sunida sintió los hinchados pezones de su maestra en su espalda. Yupin la abrazó entonces y empezó a acariciarle los pechos sensualmente.
Turbada, Sunida notó que sus pezones también se ponían turgentes, pero al cabo de unos instantes su maestra retiró las manos y se apartó de la joven. Sunida la oyó salir de la habitación y cerrar la puerta tras ella. La joven se sintió curiosamente abandonada..., y triste. En aquellos momentos no deseaba estar sola. Pensó en su amante, ansiosa de yacer con él. ¡Ojalá estuviera a su lado!
Con una sensación de desánimo que no era habitual en ella, Sunida cogió una toalla del estante y empezó a secarse. Luego, resistiendo la tentación de cubrirse de nuevo con el panung, se tumbó desnuda sobre el delgado lecho formado por unas esteras de junco y pensó en su maestra. ¿Por qué se había marchado tan bruscamente, sin decir una palabra? ¿Adónde había ido?
El Señor de la Vida le había dicho que no debía avergonzarse de que la instruyera una mujer, asegurándole que Yupin era una excelente maestra. Sunida pensó que ciertamente sus caricias eran suaves y delicadas. Resultaba difícil obedecer las órdenes de Su Majestad al pie de la letra sin sentirse avergonzada, especialmente al darse cuenta de que no quería que su maestra dejara de acariciarla. Sunida trató de desechar esos pensamientos. Echó una mirada a su alrededor, impresionada por la decoración de la estancia: la hermosa arca construida en los talleres de Ayudhya, los exóticos tapices birmanos, el biombo de seda japonés. La alcoba de su maestra era casi tan grande como la antesala del gobernador de Ligor. En cuanto a la sala de audiencias de Su Majestad. Sunida se estremeció al recordarla. Jamás había imaginado que existiera nada tan bello, sobre todo después de contemplar las torres doradas de Ayudhya. Sin embargo, mientras había permanecido con el rostro sepultado en la mullida alfombra, sin apenas atreverse a alzar la vista, Sunida había distinguido vagamente las hermosas paredes revestidas de paneles lacados en oro y rojo y los numerosos parasoles dorados. Era una sala de incomparable belleza.
La puerta se abrió súbitamente y Sunida se cubrió con las manos.
Su maestra apareció cargada con numerosos tarros de ungüentos y líquidos. En una mano sostenía tres palos cortos de bambú, cuyos extremos estaban rematados por unas plumas de diversas formas y tamaños. Sunida se echó a temblar, preguntándose si formarían parte del adiestramiento.
Yupin la miró sonriendo.
—No te muevas, pequeño ratón. Quiero que estés relajada. Quizá todo esto te resulte extraño, pero prometo no hacerte el menor daño. Todo lo contrario...
Sunida sonrió tímidamente y guardó silencio.
Yupin se arrodilló junto a ella, vestida tan sólo con el panung.
—¿Has yacido con un hombre, pequeño ratón?
Sunida vaciló unos instantes antes de responder.
—Sí, honorable maestra.
Yupin esperó a que continuara, pero Sunida permaneció callada.
—¿Sólo uno, pequeño ratón?
La joven dudó de nuevo antes de contestar.
—Con dos, honorable maestra.
Yupin apoyó la mano en el vientre de Sunida.
—¿Quién fue el primero que penetró en tu divino jardín? —inquirió, deslizando la mano y acariciando suavemente con las uñas el vello púbico de Sunida.
La joven se puso tensa.
—Fue... el Palat, honorable maestra. El brazo derecho del gobernador.
—¿Y te produjo placer yacer con él, pequeño ratón?
Sunida negó con la cabeza.
—No yací con él por voluntad propia, honorable maestra.
—¿Cuántas veces penetró en tu divino pasadizo?
—Sólo unas pocas, honorable maestra. Se cansó de mí en cuanto comprobó que no lograba vencer mi reticencia.
—Comprendo —dijo Yupin afablemente—. ¿Has conocido alguna vez el deseo sexual, hija mía?
Sunida permaneció callada.
—Sí, honorable maestra —respondió por fin, observando recatadamente sus pies.
—¿Con el segundo hombre?
Sunida asintió con la cabeza.
—Sólo con él, honorable maestra.
—¿Y sentiste lo mismo que ahora, pequeño ratón?
Tres suaves plumas comenzaron a acariciar a Sunida en distintos puntos de su cuerpo, provocándole unas oleadas simultáneas de placer. Yupin sostenía los tres palos en una mano, manipulándolos hábilmente como si fueran unas marionetas suspendidas de un hilo, mientras deslizaba la otra mano por el interior de los muslos de Sunida, obligándole a separar las piernas. Instintivamente, el cuerpo de la muchacha se puso tenso de nuevo.
—Debes aprender a relajarte, pequeño ratón. Estas inhibiciones sólo servirán para empañar tu goce y el de tu compañero.
Sunida se relajó, momento que Yupin aprovechó para introducirle dos canicas en su divino pasadizo.
—Contrae los músculos rítmicamente mientras te hablo, pequeño ratón. Al principio no sentirás gran cosa, pero después... Háblame del segundo hombre. ¿Quién era?
Sunida dudó unos instantes. Sintió las manos de su maestra aplicándole un líquido alrededor de los pechos y en los pezones, que le produjo un leve escozor, mientras las plumas seguían acariciándola y procurándole un placer que contrastaba con el escozor. Aquellas sensaciones alternativas de calor y frío resultaban deliciosas. Sunida trató de concentrarse en la pregunta de Yupin.
—Era... un farang, honorable maestra.
Durante unos instantes las plumas cesaron de acariciarla, y Sunida sólo sintió el calor que le producía el líquido que Yupin le había aplicado en los pezones.
—¿Un farang, pequeño ratón?
—Sí, honorable maestra. Bailé ante él en el palacio del gobernador y luego... —Sunida se detuvo.
—Si prefieres, cuéntamelo en otra ocasión —dijo Yupin, reservando el mejor bocado para más tarde.
Yupin estaba asombrada. No había imaginado que tuvieran tantas cosas de que hablar. ¡Un farang! ¿Dónde había conocido aquella joven a un farang? ¡Y pensar que estaba destinada a servir a otro extranjero! La vida estaba llena de sorpresas.
—Colócate boca abajo, pequeño ratón. Y recuerda que debes relajarte.
Las plumas comenzaron a deslizarse por la espalda de Sunida, haciéndole unas deliciosas cosquillas en el cuello y en las orejas, e introduciéndose entre sus nalgas simultáneamente. A medida que su cuerpo se contraía y relajaba sucesivamente, las canicas empezaron a surtir efecto. Sunida emitió un gemido y los expertos dedos de Yupin recorrieron las curvas del cuerpo más sensual que había conocido jamás, aparte del suyo propio.
—Debes saber que el cuerpo de un hombre y el de una mujer reaccionan de forma idéntica al dolor y al placer, pequeño ratón.
Sunida empezó a mover la cabeza agitadamente de un lado a otro. Al alzar la vista comprobó consternada que su maestra utilizaba las plumas para acariciarse ella misma. Sunida trató de incorporarse, pero Yupin la obligó suavemente a tumbarse de nuevo mientras le murmuraba al oído unas palabras para tranquilizarla. Luego notó que ésta le separaba de nuevo las piernas y le untaba un bálsamo alrededor de su divino jardín. Notó también el cosquilleo que le producían las plumas en sus partes más sensibles, y a medida que éstas exploraban y se introducían en la región más íntima de su cuerpo, Sunida sintió deseos de gritar de placer.
De improviso su maestra se tendió a su lado y Sunida percibió su cálido aliento y notó sus pezones duros e hinchados que se oprimían contra ella.
—Ahora, pequeño ratón, veamos cuánto has aprendido. Imagina que soy farang del que me has hablado.
—Sí, honorable maestra.
Sunida cerró los ojos y pensó en Phaulkon. Fue una experiencia maravillosa.