16

Por segundo día consecutivo, Yupin presentó su pase a los sorprendidos guardias y salió cojeando del palacio. Para más seguridad, dejó caer unas cuantas coris en la palma de la mano del capitán y observó su sonrisa. Siempre era conveniente tener amigos.

A medida que se iba alejando del palacio, su cojera se fue haciendo menos evidente, y al cabo de unos minutos atravesó con paso firme el arco que daba acceso al barrio portugués. Su mente estaba llena de pensamientos lascivos sobre Pedro Alvarez, y su cuerpo anhelaba estrecharlo entre sus brazos y abandonarse a sus brutales caricias. El musculoso oficial portugués era su compañero sexual ideal.

Los latidos de su corazón se aceleraron al recordar el encuentro del día anterior. Apenas habían intercambiado unas frases de saludo cuando Alvarez la arrastró hasta su dormitorio y ella, tan impaciente como él, le arrancó la guerrera y sepultó sus labios en el espeso vello que le cubría el pecho. Los farangs parecían simios, y por Buda que olían también a simio, por más que trataran de disimularlo con sus perfumes. Pero cuanto más acre era el olor corporal, más excitación sentía. Yupin había acariciado y aspirado febrilmente el aroma del atlético cuerpo de su capitán hasta que, incapaz de resistirlo más, agarró su inmensa lanza de amor y la introdujo en su vagina, tratando de reprimir un grito ante el inevitable dolor que sentía. El capitán Alvarez poseía un miembro que parecía de caballo, y siempre le dolía cuando la penetraba. Yupin había sentido como si le rajaran el cuerpo en dos, hasta el extremo de no saber qué sensación era más exquisita, si el placer o el dolor.

Mientras caminaba balanceando las caderas a través de las callejuelas adoquinadas del barrio portugués, pasando frente a las curiosas casas encaladas, que no estaban construidas sobre pilares, Yupin observó complacida que todos los transeúntes se volvían para mirarla: unos lacayos genoveses de piel aceitunada y rasgos europeos, unos soldados portugueses ataviados con vistosos uniformes, e incluso unas mestizas, delgadas como palillos, que sostenían unos recipientes de barro en la cabeza. Todos se quedaban contemplándola, quizás por su belleza, o tal vez porque su ardiente amante, aunque le aseguraba lo contrario, se jactaba de haber conquistado a la concubina real, pese a que si los descubrían correría la misma suerte que ella. En cualquier caso, a Yupin le gustaba atraer la atención de la gente, a pesar del riesgo que corría. Durante unos instantes pensó en las terribles consecuencias que padecería si llegaba a descubrirse su aventura, pero enseguida las desechó de su mente. Los momentos de éxtasis que compartía con su rudo amante eran excepcionales e inolvidables, ¿y qué sentido tenía la vida sin un hombre que satisfaciera sus apetencias?

Yupin dobló una esquina y se dirigió hacia la estrecha hilera de casas donde vivía su amante. De pronto se detuvo en seco, paralizada de terror. ¿Era verdad lo que veían sus ojos? Yupin pestañeó repetidas veces, pero la imagen no se desvaneció. Ante la puerta de la casa de su capitán había dos hombres, ataviados con el uniforme rojo de la guardia de palacio, charlando animadamente con el sirviente del capitán Alvarez. Por fin consiguió reaccionar, retrocediendo sobre sus pasos y caminando con la mayor naturalidad para no levantar sospechas. Luego, tras doblar la esquina de un callejón, echó a correr como alma que lleva el diablo, sin reparar en el dolor que le producía la pierna y sin saber hacia dónde se dirigía. Al cabo de un rato, consciente de que los transeúntes la miraban con curiosidad y que estaba llamando la atención, redujo el paso y enfiló una amplia avenida, donde estaba segura de que nadie se fijaría en ella.

La avenida estaba bordeada de árboles, y a ambos lados de la misma se alzaban unas espaciosas mansiones de ladrillo con unos jardines circundados por verjas de bambú. Se trataba de un barrio residencial, donde vivía gente acaudalada. Una de las casas, distinta de las demás, estaba construida al estilo siamés, pero era de madera y estaba cubierta por un aparatoso techado curvo compuesto por tejas de color naranja. Yupin dedujo que sus ocupantes debían de hablar siamés.

Desesperada, subió los peldaños de madera, tiró del cordel de la campana y aguardó impaciente a que abrieran la puerta, deseosa de refugiarse entre sus paredes. Cuando un criado abrió la puerta, Yupin preguntó por la señora de la casa. Respiraba fatigosamente y tenía el rostro y el cuello empapados en sudor. El criado la miró con recelo. Tenía la tez muy oscura y unas facciones típicamente hindúes.

—¿Mi señora la espera? —preguntó el criado en un siamés con fuerte acento extranjero.

—Se lo ruego, dígale que debo verla. Es muy urgente. Soy cristiana —mintió Yupin. No era descabellado suponer que una dama que residía en pleno barrio portugués fuera cristiana.

El criado dudó unos instantes.

—Espere aquí —dijo, cerrándole la puerta en las narices.

Yupin permaneció en la calle, mirando inquieta en todas direcciones, y apretándose contra el portal para pasar inadvertida. Estaba desesperada, no sabía qué hacer. Era evidente que la estaban buscando. Posiblemente alguien la habría visto el día anterior. Yupin se estremeció al imaginar lo que harían con ella cuando la atraparan.

En aquel momento a Yupin se le antojó increíble que su deseo de hacer el amor con el capitán hubiera eclipsado su temor a ser descubierta, tanto más cuanto que conocía perfectamente las consecuencias que arrastraba.

Yupin retrocedió instintivamente cuando la puerta se abrió de nuevo. Luego oyó una voz que decía amablemente:

—Pase y siéntese. Parece muy angustiada. ¿Puedo ayudarla?

Yupin entró apresuradamente, mirando a su salvadora. Era una mujer muy joven, de unos dieciséis o diecisiete años. No parecía portuguesa ni siamesa, aunque iba vestida al estilo siamés y hablaba perfectamente la lengua. En cualquier caso era muy bonita y tenía el aspecto de ser una joven decidida y segura de sí misma.

Yupin comprendió que su única esperanza era conseguir que el médico holandés acudiera a esta casa. Era demasiado arriesgado salir a la calle sola, y únicamente él podía escoltarla de regreso a palacio. Yupin había utilizado sus servicios en dos ocasiones anteriores, justo antes de que su amante partiera hacia Pattani, y sabía que era un hombre al que se le podía sobornar. Confiaba en que la ayudara de nuevo. Yupin siguió a la joven hasta una antesala y tomó asiento en el sillón que le ofreció.

—Está sofocada, Pi. Descanse un rato —dijo la señora de la casa—. ¿Qué se ha hecho en la rodilla?

—Tuve un accidente, señora. Me caí sobre una piedra afilada.

—Debería ir al médico.

—Lo haré, señora. No se preocupe.

—Voy a pedir que traigan unos refrescos.

—Gracias, señora.

Yupin se alegró de que la joven la llamara Pi, hermana mayor. Era una señal de respeto. Imaginó que presentaba un aspecto lamentable. Tenía la blusa blanca empapada de sudor y pegada a la piel, acentuando la curva de sus pechos, y los extremos de su panung se habían desatado.

Yupin se levantó para ajustarse el panung. Luego se arregló el chal como pudo y sonrió a la joven cuando ésta regresó después de haber ido a pedir los refrescos.

—¿Quiere que le consiga ropas limpias? —preguntó su anfitriona—. Tengo algunas que quizá le vayan bien.

—Es muy amable de su parte. Muchas gracias por su ofrecimiento. Fuera hace mucho calor —explicó Yupin. Necesitaba tiempo para pensar y el rato que la joven estuviera ausente en busca de la ropa le proporcionaría un respiro.

—Por supuesto, Pi. Regresaré dentro de unos momentos.

Yupin siguió a la joven con la mirada cuando ésta abandonó la habitación. Se movía airosamente y tenía una forma de caminar que la concubina real habría definido como muy seductora. Yupin se preguntó qué clase de mezcla sería la joven. Gracias a sus rasgos exóticos y a la exquisita palidez de su piel se habría convertido en una de las concubinas favoritas de cualquier harén.

Yupin se preguntó qué clase de actitud debería adoptar con la joven. ¿De halago? ¿De arrepentimiento, que tanto complacía a los cristianos?

Un sirviente entró con los refrescos, té y unos pastelitos portugueses llamados kanom, muy apreciados por los siameses, al igual que las especias picantes que aquéllos habían introducido antiguamente y que se habían convertido en un elemento habitual de la cocina siamesa. Aunque Yupin apenas tenía apetito, lo mejor era intentar complacer a su anfitriona.

La joven regresó con una blusa limpia y un panung. Yupin le dio las gracias y se quitó su blusa empapada mostrando sus hermosos pechos. Ante su asombro, la muchacha bajó púdicamente la mirada. Es encantadora, pensó Yupin. Sin duda tenía la mentalidad de una farang. Sólo los farangs se avergonzaban de los pechos de una mujer. La turbación de la joven la excitó y cuando ésta señaló un biombo situado en un extremo de la estancia, como si temiera que Yupin se quitara el panung delante de ella, la concubina sonrió. ¡Qué delicia seducir a aquella inocente muchacha!

—Puede cambiarse allí, Pi —se apresuró a decir la joven.

—Gracias, señora —respondió Yupin.

Al atravesar la habitación se fijó en un crucifijo de madera que colgaba en la pared del fondo, y al verlo decidió la actitud que adoptaría con la muchacha.

Le hablaría confidencialmente, confesando sus pecados con un aire solemne de arrepentimiento e invocando su silencio sobre el asunto, tal como su amante le había explicado que hacían los cristianos cuando se confesaban con sus sacerdotes.

Yupin sonrió al ocultarse detrás del biombo, vistiéndose con el panung y la blusa que le había dado la joven, la cual se abrochó hasta el cuello. Se sentía incómoda vestida de aquel modo, con los pechos aprisionados dentro de la blusa, y estuvo tentada de quitársela. Pero debía intentar congraciarse con la joven cristiana si quería que accediera a que el doctor Daniel acudiera a su casa.

—¿Qué más puedo hacer por usted? —preguntó su anfitriona cuando Yupin volvió a sentarse en el sillón situado frente a ella.

Yupin dudó unos instantes antes de responder.

—Veo que es usted una buena cristiana, señora. He cometido un terrible pecado. No sé si Dios querrá perdonarme.

—No hay nada que el Todopoderoso no perdone a los arrepentidos —contestó la joven con auténtico convencimiento.

—Pero aunque Dios me perdone, señora, dudo de que lo haga el verdugo de palacio. —Yupin bajó los ojos y rompió a sollozar suavemente.

La joven se levantó de su asiento y apoyó una mano en el hombro de Yupin para consolarla.

—¿Trabaja en el palacio?

—Sí, señora. —Era el momento de lanzarse—. ¿Puedo confesarme a usted confidencialmente?

—Eso depende de lo que vaya a decirme.

No era la respuesta que esperaba Yupin. No obstante, era demasiado tarde para modificar su estrategia.

—Amo a un capitán portugués y me he escapado de palacio para reunirme con él. Los guardias de palacio me están buscando. Mi suerte está en sus manos, señora. —Yupin miró desconsolada a la joven.

—¿Qué cargo ocupa en palacio? —preguntó ésta.

Yupin hizo una breve pausa antes de responder.

—Soy una de las concubinas de Su Majestad —dijo, agachando la cabeza para demostrar que reconocía la gravedad de su delito.

La muchacha parecía incómoda.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—Yupin, señora.

La joven la contempló con curiosidad.

—Yo me llamo Maria de Guimar.

A Maria le sonaba el nombre de la mujer. Hacía un tiempo habían empezado a circular por el barrio portugués rumores de aquel escandaloso asunto. Su nombre había estado en labios de todo el mundo. Luego, de golpe, los rumores habían cesado. Se suponía que la mujer había sido ejecutada. Pero por lo visto había resucitado y se encontraba allí, en su sala de estar. Qué interesante, pensó Maria. El asunto contrastaba con el piadoso tedio del convento y demostraba, una vez más, la diferencia que existía entre las comunidades siamesa y portuguesa. Era evidente que Su Majestad no estaba al tanto de la conducta de su célebre concubina. Pero ¿y si la descubrían en su casa? Maria se inquietó al pensar en las consecuencias que ello acarrearía. Yupin tenía suerte de que Phanik estuviera ausente, pues de lo contrario la habría enviado de regreso a palacio escoltada por unos guardias sin más contemplaciones. Una voz advirtió a Maria que ella debía hacer lo mismo.

—¿No sería mejor que regresara al palacio antes de que descubran que está aquí? —preguntó Maria, confiando en que la mujer rechazara su propuesta. ¿Cuándo volvería a presentarse una oportunidad tan emocionante como aquélla?

—Eso quisiera yo, señora, pero es demasiado arriesgado. Los guardias me andan buscando. Los he visto hace un momento.

—¿Dónde?

—Junto a la casa del capitán Alvarez.

—¿Está segura de que no la han visto entrar aquí?

—Segurísima, señora.

—Entonces será mejor que se quede un rato. Quiero que me hable sobre la vida en palacio. ¿Cuánto hace que es concubina del Rey?

—Desde los catorce años, señora.

—¿Y cuándo empezó a verse con ese capitán?

—Lo conocí hace casi un año, señora, pero sólo lo he visto media docena de veces. Es muy difícil salir de palacio.

—Yo tenía entendido que las concubinas reales jamás abandonaban sus muros.

—Así es, oficialmente —respondió Yupin con una sonrisa—. Pero algunas conseguimos salir algunas veces. —Luego, recordando su estrategia, Yupin asumió una expresión cariacontecida y agregó—: Pero prometo no volver a verlo, señora. Deseo enmendarme. ¿Querría dar a esta pecadora otra oportunidad? —preguntó Yupin, mirándola con aire implorante.

Maria sonrió. ¿A quién trataba de engañar aquella mujer? Tenía tantos deseos de enmendarse como Maria de ingresar en un convento.

—Quizá lo haga, Pi, si está dispuesta a contarme todo cuanto deseo saber.

—No le ocultaré ningún secreto, señora.

—Muy bien. Para empezar, deseo que me cuente todo lo que sepa sobre Luang Sorasak. ¿Quién es? ¿Es un hombre apuesto?

Yupin dudó unos instantes.

—Es... mi sobrino, señora. Pero me temo que no puede decirse que sea un hombre apuesto. —Yupin decidió silenciar otros detalles. No era el momento de sacar a colación su naturaleza perversa y vengativa, su desmedida ambición de poder y sus clandestinos combates de boxeo en el campo.

Maria miró asombrada a Yupin.

—¿Entonces es usted pariente del general Petraja?

La cosa se ponía cada vez más interesante.

—Es mi hermano, señora.

Dos mío, pensó Maria. Si los compositores de canciones del barrio portugués se enteraran de aquella historia tendrían una fuente inagotable de inspiración. Y pensar que se habían dedicado a componer unos versos sobre una simple concubina de palacio. ¡Esto sí que era una noticia extraordinaria! Maria se preguntó si su tío estaría al corriente.

—Pero dígame, Pi —dijo, volviéndose hacia Yupin—, ¿dónde vive Luang Sorasak?

—Reside en un ala del palacio, señora.

—¿En el palacio?

Maria ignoraba aquel detalle. Y pensar que, al igual que Yupin, podía haber acabado encerrada con el resto de las concubinas, sin poder ver el mundo exterior, maquinando la forma de salir para encontrarse con su amante portugués. Por supuesto, jamás habría aceptado la proposición de Sorasak. No era de extrañar que su tío se indignara ante la osadía de aquél.

—¡El palacio! —repitió Maria—. ¿Pero cómo es que vive allí?

Yupin vaciló antes de responder.

Era una traición divulgar los secretos de palacio, pero la muchacha parecía dispuesta a ayudarla, y si gozaba tanto con esas revelaciones como parecía, tal vez accediera a devolverle el favor mandando llamar al doctor Daniel.

—Oficialmente Luang Sorasak es mi sobrino, señora. Pero lo cierto es que es hijo del propio Señor de la Vida, nacido de una mujer del norte que yació con Su Majestad durante las campañas birmanas. Debido a sus orígenes humildes no pudo ser reconocida como madre del pequeño, de modo que éste fue confiado a mi madre, quien lo crió como si fuera su hijo. Espero que comprenda, señora, que esto que le cuento debe quedar estrictamente entre nosotras. Si supieran que le he revelado este secreto me ejecutarían.

Maria palmoteo entusiasmada, como había visto hacer a menudo a su tío.

—Puede estar segura de que no se lo revelaré a nadie, Pi —respondió, sonriendo de gozo. Qué tarde tan interesante. Casi la compensaba de aquellas monótonas jornadas en el convento. Maria confió en que su tío no regresara antes de lo previsto y le estropeara la diversión.

—Pero dígame, Pi, ¿cómo vive en palacio? ¿En qué ocupa su tiempo? —Maria imaginaba que todo el mundo llevaba una vida más interesante y atractiva que la suya, incluso aquellas pobres mujeres que vivían prisioneras en palacio.

Yupin reflexionó unos instantes. ¿Debía revelar la misión que le había encomendado el Rey de adiestrar a Sunida? No, era mejor que no lo hiciera. A fin de cuentas había jurado no revelar la tarea que le había sido asignada, aunque si se lo contaba a aquella joven la predispondría más a su favor.

Maria notó que la mujer dudaba.

—Cuénteme alguna otra cosa y le doy mi palabra de que la ayudaré. Pero tiene que ser una información interesante.

Yupin decidió arriesgarse.

—Si le revelo lo que desea, ¿accederá a avisar al doctor Daniel?

—¿El médico holandés?

—Sí. Está autorizado a curar mi herida y tengo un pase de palacio para ir a verlo. Sería peligroso que abandonara esta casa sin él. —Yupin miró por la ventana—. Pronto anochecerá.

—Muy bien, Pi. Haré lo que me pide. Pero debe decir al médico que se perdió y que llamó a mi puerta para que le indicara el camino. El doctor Daniel es un amigo de la familia y se preguntará qué hace usted aquí. Ahora mismo voy a enviar un mensajero a su consulta. Por fortuna, el barrio holandés no queda lejos de aquí.

—Gracias, señora —respondió Yupin, agradecida de corazón—. Le debo un gran favor. Le concederé lo que me pida.

Mientras Maria daba las oportunas instrucciones a un sirviente postrado a sus pies, Yupin pensó de nuevo en si debía revelar su misión de adiestrar a Sunida. Por otra parte, dudaba de que fuera capaz de improvisar otra historia tan interesante como aquélla y que satisficiera a la joven. Si evitaba citar nombres no se arriesgaría demasiado, y en todo caso era un pequeño precio a cambio de no caer en manos de los guardias de palacio.

—Bueno, Pi —prosiguió Maria en cuanto el sirviente hubo salido de la estancia—, ¿qué oscura intriga va a revelarme?

Yupin observó a Maria atentamente. Intuía que la muchacha era de fiar, aunque sentía la curiosidad propia de la juventud.

—He sido designada para adiestrar a una joven en las artes de la seducción.

—¿De veras? —inquirió Maria, intrigada—. ¿Y cómo piensa hacerlo?

Yupin la miró con recelo.

—Ah, señora, esas cosas no pueden explicarse con palabras. Deben practicarse. Quizás en otra ocasión me permita...

Maria la interrumpió bruscamente.

—¡Deseo saberlo todo! ¿Quién es esa joven a la que debe instruir? ¿Es hermosa? ¿De dónde procede? —Maria siempre había sospechado que la vida en un harén era más emocionante que la suya.

—Jamás la he visto, señora. Aún no ha llegado. Pero sé que procede del sur y he oído decir que es extraordinariamente bella. —Yupin casi soltó una exclamación de gozo al pensar en aquella hermosa y provinciana neófita.

—¿Está destinada al harén de Su Majestad?

—No, señora, está destinada a un farang. Para espiarle. Es un caso muy curioso.

Había miles de. farangs de diversas nacionalidades en Ayudhya, así que Yupin no tenía la sensación de haber revelado un gran secreto.

—¿Un farang? Qué extraño. Me pregunto quién será. —Maria dedujo que debía de ser un personaje importante si el palacio quería que aquella joven le espiara—. Hace un rato ha prometido concederme el favor que le pida.

—Así es, señora —contestó Yupin.

—Bueno, pues deseo conocer el nombre de ese farang. ¿Podría averiguarlo?

—Haré lo que pueda, señora.

—¿Cómo se llama esa joven a quien debe instruir?

Yupin dudó de nuevo. Se estaba arriesgando demasiado.

—Lo ignoro, señora.

—¿Cómo es posible?

—Aún no la conozco.

—¿Ha oído hablar de algunos farangs en el palacio?

—Oí al Señor de la Vida referir a mi hermano, el general Petraja, que era un farang que había sido condecorado por el gobernador de... una de las provincias del sur, según creo.

—¿Nakhon Si Thammarat? —preguntó Maria, tratando de reprimir su creciente excitación. Su tío le había comentado el gran honor que ese gobernador había conferido a Constant.

—¡Eso es! —exclamó Yupin—. Sí, creo que se trata de él. ¿Cómo lo sabe?

Maria pasó por alto la pregunta.

—¿Y qué dijo de él el Señor de la Vida?

—Sólo oí algunos fragmentos de la conversación, señora —respondió Yupin—. Su Majestad parecía muy intrigado. Le oí decir que daría orden al Barcalon de que se entrevistara con ese farang.

—¿Promete mantenerme informada?Ese farang es amigo de la familia y nos interesa todo cuanto le concierne.

—Por supuesto, señora. Puesto que está interesada en el asunto, procuraré informarme de todos los detalles.

De pronto sonó la campana de la puerta y Maria y Yupin se levantaron apresuradamente. Sin duda se trataba del doctor Daniel. El médico no había perdido tiempo en acudir. Unos instantes después se abrió la puerta y apareció Mestre Phanik, sombrero en mano.

—¡Hola, no sabía que tuviéramos visita! —exclamó jovialmente en portugués, abrazando a Maria y volviéndose inquisitivamente hacia Yupin.

La cortesana se atusó el cabello y dirigió a Mestre Phanik una sonrisa de lo más cautivadora.

—Esta dama se extravió cuando se dirigía a la consulta del doctor Daniel, tío, así que he enviado a Kowit a buscarlo. Espero haber obrado correctamente.

—Desde luego, querida —respondió Mestre Phanik. Luego se volvió hacia Yupin y dijo en siamés—: La consulta del doctor Daniel queda bastante lejos de aquí. ¿Puedo preguntarle dónde vive, señora?

—Cerca del palacio, señor, pero no conozco bien el barrio portugués y me he perdido.

Maria indicó a Yupin con la mirada que tuviera cuidado.

Mestre Phanik observó la rodilla vendada de la inesperada visitante.

—¿Se ha hecho mucho daño, señora?

—No, se trata de una simple caída, señor, nada que el doctor Daniel no pueda curar.

—Sí, es un médico muy competente, además de un viejo amigo mío. ¿Lo conoce bien, señora?

—Sólo lo he visto una vez, hace mucho tiempo —contestó Yupin con expresión seria.

—¿No es ésa la blusa de mi sobrina? —inquirió Mestre Phanik, observando extrañado el atuendo de la cortesana.

—En efecto —se apresuró a responder Yupin—. Lo lamento. Me disponía a marcharme con ella. Esta amable señora me la prestó al darse cuenta de que estaba empapada en sudor debido a la fatiga.

Antes de que Maria o su tío pudieran detenerla, Yupin se quitó la blusa. Ambos se volvieron rápidamente, pero Yupin observó la mirada de admiración que le dirigió Mestre Phanik cuando les mostró los pechos.

Cuando sonó de nuevo la campanita de la puerta, Yupin se volvió apresuradamente hacia Maria.

—Debo irme —dijo—. Se hace tarde. Gracias por su amabilidad, señora. —Luego se inclinó ante Mestre Phanik y se dirigió hacia la salida.

—Pida al doctor Daniel que pase un momento, suponiendo que sea él —insistió Mestre Phanik—. Hace siglos que no lo veo. No los retendré mucho rato, se lo prometo.

—Pero, tío, la señora tiene prisa —dijo Maria, deseosa de evitar un encuentro entre ambos hombres.

Antes de que Yupin alcanzara la puerta, un sirviente condujo al médico hasta la sala donde se encontraban. Éste se quitó el sombrero, mostrando una espesa mata de pelo rubio y un rostro enrojecido por el sol tropical.

—Bom día —dijo en un portugués con un marcado acento holandés. Al percatarse de la presencia de Yupin, la miró desconcertado.

—Godverdorie —masculló en holandés—. ¡Dichosa mujer, va a conseguir que me maten!

Mestre Phanik observó perplejo a Yupin y al doctor.

—¿Es que se conocen? —preguntó a éste en portugués.

Aunque Yupin no entendía una palabra de las lenguas de los farangs, por la expresión de los que la rodeaban comprendió que se hallaba en apuros.

El médico se disponía a contestar cuando Yupin sacó un papel de una pequeña bolsa de algodón y se lo entregó a Maria.

—Tenga la bondad de informar al doctor de que tengo permiso para visitarlo —dijo, señalando su rodilla—. ¿Podría pedirle que me examinara tan pronto como sea posible? Tengo que regresar antes de que anochezca, y se está haciendo tarde.

Maria leyó de nuevo el documento y se lo tradujo al médico al portugués, pues el doctor Daniel apenas hablaba el siamés. Tan sólo omitió que la orden procedía de palacio. La joven se había comprometido a conseguir que Yupin regresara sana y salva a palacio y no podía permitir que su tío lo estropeara todo. Maria empezó a conducir al médico hacia la puerta.

—Déjame ver ese papel —dijo Mestre Phanik, que había reconocido en la traducción las engoladas frases del siamés real.

Antes de que Maria pudiera impedirlo, su tío le arrebató el documento de las manos y se puso a leerlo.

—Creí entender que la señora vivía cerca del palacio, no en él —dijo, observando con recelo a Maria.

—Yo también entendí eso, tío. Quizá la señora no quiso que nos sintiéramos cohibidos.

Mestre Phanik no parecía muy convencido. Maria rezó para que no reconociera el nombre de Yupin.

—La orden está firmada por su Alteza Real la princesa Yotatep en persona —dijo, y se apresuró a añadir—: Está oscureciendo, doctor.

Al oír el nombre de Yotatep, Yupin sacó dos monedas de oro de su bolso, especialmente preparadas para la ocasión.

—Su Alteza Real me ha pedido que se las entregue al honorable doctor por sus servicios —explicó Yupin a Maria.

El médico observó codiciosamente las monedas mientras escuchaba la traducción. Era mucho más dinero de lo que valía la visita.

Mestre Phanik se disponía a pedir más explicaciones cuando el médico dio media vuelta y pidió a Yupin que lo siguiera.

—Debemos marcharnos si queremos regresar antes del anochecer —dijo el doctor Daniel, inclinándose brevemente ante Mestre Phanik y Maria.

Yupin se despidió de Maria con una profunda reverencia y salió tras el médico, sin que el irritado Mestre Phanik pudiera detenerlos.

El joven guardia apostado a la puerta del palacio fue el primero en verla.

—Capitán —exclamó excitado—, se acerca una dama acompañada de un farang. Debe de ser ella.

El capitán acudió apresuradamente.

—Tienes razón —dijo—. Ve a buscarla.

El joven guardia salió corriendo y abordó a Yupin.

—¿Qué ocurre? —preguntó ésta, tratando de disimular su temor.

—Será mejor que hable con el capitán, señora. Sígame, por favor.

Yupin se volvió hacia el médico y se despidió rápidamente con una breve inclinación de cabeza.

El médico se alejó, satisfecho de haberse librado de Yupin. Le había limpiado y vendado la herida y, pese a las monedas de oro, había jurado que aquélla era la última vez que tenía tratos con ella. El riesgo era demasiado grande.

El capitán de la guardia aguardaba a Yupin a las puertas de palacio. Inclinó la cabeza ante ella y dijo:

—El Señor de la Vida ha ordenado que se dirija inmediatamente a los aposentos reales.

Al oír aquella palabras, Yupin sintió que el corazón le daba un vuelco.

—Han venido unos mensajeros en dos ocasiones a buscarla —añadió el guardia intencionadamente.

Haciendo acopio de las fuerzas que le quedaban, Yupin atravesó con la cabeza erguida los múltiples patios que conducían a los aposentos reales.

Qué triste fatalidad, pensó, justo cuando creía hallarse a salvo. ¿Sería capaz de hacer el papel de víctima inocente, exigiendo indignada saber el nombre del enemigo que la había denunciado falsamente? ¿O imploraría misericordia, destacando sus años de servicio y rogando que le aplicaran una muerte rápida y sin dolor?

Yupin se detuvo bruscamente. Fuera cual fuese la suerte que la aguardaba, no quería que ésta la sorprendiera con aquellas trazas. Durante buena parte de su vida había ocupado el puesto de primera concubina en la corte del gran rey Narai y estaba resuelta a abandonar este mundo ofreciendo su mejor aspecto.

Dio media vuelta y se dirigió hacia sus habitaciones, donde se vestiría con sus mejores galas para su último encuentro con el Señor de la Vida.

Un paje real ataviado con un flamante uniforme rojo abordó a Yupin a la entrada de los aposentos reales para informarle de que Su Majestad estaba ocupado, juzgando un concurso de poesía, y no podía recibirla hasta más tarde. Entretanto, Yupin debía proseguir con sus deberes. En la antesala la esperaba una joven.

El paje le abrió la puerta y al penetrar en la antesala Yupin se quedó atónita. De pie, junto a la ventana, había una figura femenina de tal perfección que no recordaba haber visto nada parecido en los veinte años que llevaba trabajando en palacio. La muchacha era muy alta y esbelta para una siamesa, con un rostro increíblemente bello en el que destacaban sus pronunciados pómulos y sus grandes ojos rasgados. La joven sonrió tímidamente a Yupin.

—Honorable maestra —dijo modestamente, y al no recibir una respuesta de Yupin, que se había quedado muda de estupor, se postró en el suelo con la gracia de una cierva tendiéndose a la sombra de un árbol.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Yupin, esforzándose en recobrar la compostura.

—Sunida, honorable maestra. El divino Señor de la Vida me ordenó que te esperara aquí. Los mensajeros de Su Infinita Majestad te han estado buscando por todas partes. No pretendía ser la causa de tantas molestias —añadió con tono preocupado.

El temor de Yupin dio paso a cierto atisbo de esperanza. ¿Acaso era éste el motivo de que el Rey la hubiera mandado llamar? Había llegado la muchacha del sur. Yupin se apoyó en la puerta, desfallecida de la emoción y con un suspiro de alivio.

—¿No te sientes bien, honorable maestra? —preguntó Sunida solícitamente.

—Estoy bien, gracias. Ha sido tan sólo un golpe de calor después de una jornada agotadora.

Súbitamente percibieron un pequeño ruido en el piso de arriba. Parecía provenir de la parte superior del muro artesonado que había a la izquierda. Yupin se preguntó si se trataría de uno de los espías de Su Majestad o quizá del mismo Señor de la Vida, que estaría observando la escena a través de un pequeño orificio en la pared. Desde el principio, el Rey había demostrado un insólito interés en este asunto.

Yupin trató de dominar su inquietud.

—Has sido elegida para cumplir una misión real, Sunida —declaró Yupin con tono solemne—. El Señor de la Vida, el Rey más grande sobre la Tierra, me ha pedido que le mantenga informado de los pormenores. Huelga decir que ello representa un gran honor para ti.

Sunida permaneció postrada y dijo con voz temblorosa:

—El Señor de la Vida ya se ha dirigido a esta mota de polvo, honorable maestra. Su Infinita Majestad me ha comunicado que he sido designada para salvar a la nación. Si no parezco tan agradecida como debiera, ello se debe al asombro que me produce el que el Rey haya concedido semejante honor a la mísera esclava que ves postrada ante ti. Ten por seguro, honorable maestra, que mi vida, mi lealtad y mi amor pertenecen a mi señor.

Yupin sonrió y se acercó a ella.

—Ven conmigo, pequeño ratón —dijo, tomándola de la mano—. Vamos a convertirte en una cortesana.