36
Samuel Potts llegó a Mergui poco antes del anochecer. Aunque había descansando toda una semana en la factoría holandesa de Ayudhya para recobrar las fuerzas, sus guías se habían visto obligados a reducir la marcha y el viaje había durado quince lentos días. El mareante bamboleo de los elefantes, el terrorífico ímpetu de los rápidos, y los tigres que merodeaban más allá de las hogueras del campamento para devorar los restos que habían dejado los mosquitos, habían dejado a Potts exhausto. Todavía le parecía oír sus hambrientos rugidos al descender de la canoa y subir a tierra. El inglés estiró los brazos y las piernas para desentumecer los músculos y se frotó suavemente el cuello, palpándose las llagas que le habían producido las malditas tablas. Pronto estaría en Madrás y se quejaría enérgicamente de las humillaciones que había tenido que soportar en aquella inmunda prisión para nativos. En cuanto a Phaulkon... Potts se encargaría personalmente de denunciar las fechorías de aquel canalla al vicepresidente Yale y hacer que fuera arrestado por traición. Yale conseguiría que el griego fuera ahorcado y desmembrado, y Potts tendría la satisfacción de estar presente. Su máxima aspiración consistía en vengarse de Phaulkon.
Potts se detuvo unos momentos en la ribera, donde los porteadores estaban descargando las pocas prendas europeas que los holandeses le habían procurado, y contempló el bullicioso puerto. Aunque no estaba de humor para admirar la naturaleza, la vista era tan impresionante que se sintió más animado. Unas elevadas y boscosas colinas rodeaban la bahía, y el horizonte, teñido de una tonalidad anaranjada bajo la mortecina luz del atardecer, aparecía tachonado de resplandecientes islas. El mar presentaba un aspecto apacible, como un lago, y la temperatura era templada. Potts notó que su cansancio comenzaba a disiparse.
El puerto estaba atestado de nativos vestidos con ropas pintorescas. Potts echó a andar frente a unos puestos de comida cubiertos con un techado de paja donde los clientes estaban sentados en unas esteras de juncos, comiendo y charlando. El inglés recorrió el muelle con la vista y sus ojos se posaron en un grupo de hombres blancos vestidos con calzones y camisas, que estaban sentados en unas cajas frente a un puesto situado en el extremo del puerto. Los hombres charlaban animadamente. Potts pensó que podrían informarle de una posada para pernoctar y, lo que era más importante, del próximo barco hacia Madrás. Potts no había observado ningún barco de gran calado en el puerto, sólo unos pequeños botes y unos juncos destinados a navegar por la costa. Potts hizo un gesto al porteador y se encaminó hacia el grupo de europeos.
Al aproximarse comprobó que el grupo se componía de tres hombres, que brindaban a la salud unos de otros con gran frecuencia y en medio de sonoras carcajadas. Sus risas cesaron sin embargo en cuanto vieron a Potts, y la brusca forma en que suspendieron su animada conversación le hizo sospechar. A Potts le pareció oír que hablaban en inglés, e instintivamente decidió hablar lo menos posible de sí mismo.
—Buenas tardes, caballeros. Qué agradable sorpresa. Me alegro de tropezarme con unos compatriotas en este lugar. ¿Me permiten sentarme con ustedes?
—Arrime una caja, señor —respondió uno de ellos con una risa forzada.
Era rubio, con la piel tostada por el sol y el aspecto de un curtido lobo de mar. Tenía una sonrisa afable y un aspecto vagamente familiar. Potts se preguntó dónde había visto aquel rostro. Los otros dos eran físicamente opuestos a él. Uno era alto, delgado y calvo, y el otro de baja estatura, con una espesa mata de pelo castaño y rizado.
—¿Le apetece una copa, señor? —preguntó el más alto de los hombres—. Hemos encontrado una botella de brandy en la misión católica.
—Se lo agradezco, señor. Me sentaría bien una copa —contestó Potts, observando por el nivel de la botella y el encendido color de las mejillas de los tres hombres que habían bebido bastante. El más alto le sirvió una generosa cantidad.
—¿Hay alguna posada aquí cerca, caballeros? —preguntó Potts.
El más alto se volvió hacia el individuo bajito.
—Tú conoces al padre, Thomas. ¿Sabes si tiene alguna habitación disponible? —preguntó señalando con la cabeza la pequeña iglesia situada en lo alto de la colina.
—El visitante puede ocupar la nuestra cuando partamos mañana —respondió el tal Thomas. Luego se volvió hacia Potts y agregó—: Sobre todo si está dispuesto a echar unas monedas en el cepillo del padre. Es la forma más segura de conquistar sus simpatías.
—¿De dónde viene? —preguntó el rubio, observando con suspicacia las llagas que el recién llegado tenía en el cuello.
—De Macao —contestó Potts—, adonde me trasladé desde China.
Macao era un enclave portugués, y probablemente aquellos marinos ingleses sólo lo conocían de nombre. Cuando terminó de hablar, Potts se fijó en el rostro que le parecía vagamente familiar y de pronto recordó un nombre. Por supuesto, George White. Una versión más joven, pero por lo demás su viva imagen. Quizá fuera su hermano. Bien pensado, Potts había oído decir que George tenía un hermano que trabajaba en la honorable Compañía Inglesa de las Indias, en Madrás o en algún otro lugar de aquella zona.
En aquel momento se acercó una atractiva birmana vestida con un sarong malva, sosteniendo cuatro hojas de banana a guisa de bandejas. Tres de ellas contenían un humeante arroz con pescado frito, y la cuarta una espesa salsa de color pardo. La mujer miró a Potts con una sonrisa en los labios y señaló las bandejas. Potts aceptó con un movimiento de cabeza y la mujer fue en busca de otra bandeja. El más alto de los ingleses la siguió con la mirada.
—¿Te gusta esa mujer, Richard? —preguntó el bajito, sonriendo con picardía—. Me encantaría ver cómo le pides permiso al padre para que la deje dormir contigo esta noche en la iglesia. —El hombrecillo apuró la copa y se sirvió otro brandy—. Debo admitir que esas birmanas son más liberales a la hora de conceder sus favores que las siamesas. —Mergui había cambiado tantas veces de manos entre Birmania y Siam que su población estaba muy mezclada—. Deberíamos abrir una sucursal aquí.
¡Richard!, exclamó Potts para sus adentros. Claro. Potts se había devanado los sesos tratando de recordar el nombre de pila de Burnaby. Phaulkon le había dicho que Burnaby había partido en una misión confidencial a Mergui, y aquel lugar no estaba precisamente atestado de europeos, de modo que debía de ser él. Y el bajito sería Irving. ¿Pero qué hacían allí con el hermano de George White?
—¿Hacia dónde se dirigirán mañana? —preguntó Potts, disimulando su curiosidad y como si sólo pretendiera mostrarse cortés.
—A Ayudhya —respondió Burnaby—. ¿Y usted, señor?
—A Madrás, es decir, si encuentro un barco que se dirija allí. Quizás ustedes puedan ayudarme.
—¿Madrás? —terció White, observando a Potts con extrañeza—. Ha tomado una ruta muy complicada, señor. ¿Cómo es posible que alguien se desplace de Macao a Madrás siguiendo la ruta terrestre a través de Siam?
White observó el escaso equipaje de Potts, que el porteador vigilaba junto al puesto de comida.
Al darse cuenta, Potts se apresuró a puntualizar:
—Los tripulantes del junco que tomé en Macao me robaron todas mis cosas y me dejaron en tierra en Siam, en la desembocadura del Menam. Me dijeron que ésta era la ruta más rápida para llegar a Madrás.
—Tiene usted suerte de estar vivo, señor —dijo White, más relajado y sonriendo—. Todo un detalle por parte de los piratas dejarlo en tierra.
—Todos tenemos suerte de estar vivos —dijo Burnaby, alzando su copa para brindar.
Cuando la atractiva birmana trajo otro plato para Potts, Burnaby la enlazó por la cintura. El recién llegado examinó minuciosamente la hoja de banana y removió la espesa salsa con una cucharita de concha. Luego, al ver que todos habían alzado sus copas, él hizo otro tanto y apuró el brandy de un trago.
—¿Han tenido también una mala experiencia? —preguntó Potts.
—Podría decirse que hemos vuelto a nacer —contestó White. Al saber que aquel hombre se dirigía a Madrás, se le ocurrió que a él y a sus compañeros les convenía relatarle su historia. Cuantas más personas la supieran, mayor sería su credibilidad—. Nuestro barco, el Cornwall, se hundió con todo su cargamento en medio de una tormenta frente a las islas Andamán, y sólo logramos escapar gracias a la voluntad de Dios y por los pelos. Navegábamos a la deriva en dos botes cuando nos recogió un junco siamés, que nos trasladó a Mergui. Hemos estado brindando por nuestro regreso de entre los muertos. —White se levantó—. Samuel White, señor, capitán de la flota mercante de la honorable Compañía de las Indias en Madrás. ¿Con quién tengo el honor de estar hablando?
—Con John Granger, señor —respondió Potts, poniéndose en pie e inclinándose cortésmente.
—Le presento a los señores Burnaby e Ivatt —continuó White, señalando a los otros dos, que también se habían levantado—. Estos caballeros trabajan en las oficinas de la Compañía en Ayudhya. Envié a un mensajero a Ayudhya para comunicarles la pérdida de nuestro barco y buscar otro medio de transporte. Han sido muy amables.
—Encantado de conocerlos, caballeros —dijo Potts, haciendo otra reverencia—. ¿Entonces usted no se encontraba a bordo de ese desgraciado barco, señor Burnaby?
—No, no —contestó Burnaby, visiblemente incómodo—. Vine aquí para redactar el informe y para ayudar al señor White a organizar su traslado a Madrás.
—Le estaría muy agradecido si me permitiera viajar a bordo de su barco, señor White, si se dirige usted a Madrás o a algún otro lugar al otro lado del golfo.
—Mi tripulación se dirige a Madrás, señor... Granger —respondió Samuel—. Pero yo tengo que atender antes unos asuntos en Ayudhya, donde permaneceré unos días. Los barcos recalan aquí con frecuencia, de modo que no tendrá ninguna dificultad en hallar uno que lo traslade al otro lado del golfo, sobre todo si tiene dinero para pagarse el pasaje. Demarcora, un comerciante armenio que reside en Pegu, tiene varios barcos en esta zona y sus capitanes siempre están dispuestos a ganar un dinero extra. Disculpe, me olvidaba de que le han robado —dijo Samuel, mirando inquisitivamente a Potts—. ¿Los ladrones no le dejaron nada?
—Ellos así lo creyeron, señor, pero por fortuna me habían prevenido contra piratas en el Mar de China y tomé la precaución de ocultar unos doblones españoles en el forro de mi casaca.
—Una precaución muy sabia —observó Burnaby—. ¿Es usted comerciante, señor?
Potts soltó una carcajada.
—Aunque no lo parezca, señor, soy un emisario especial de Su Majestad el rey Carlos —que Dios guarde muchos años— en la corte del emperador de China. Tan pronto como consiga identificarme en Madrás, la honorable Compañía de las Indias sin duda se ocuparé de encontrarme pasaje en el primer barco que zarpe para Inglaterra. Entretanto, caballeros, les agradecería su ayuda —concluyó Potts, mirando amablemente a sus contertulios.
—Aquí viene el padre —anunció Ivatt, señalando a un sacerdote que se dirigía hacia ellos vestido con un largo hábito marrón—. Si está usted dispuesto a deshacerse de algunos de sus doblones, es probable que le consigamos alojamiento.
El padre Francisco se acercó a ellos. Una sonrisa de felicidad se reflejaba en su orondo semblante, y en sus ojos brillaba una extraña luz. Estaba tan distraído que al principio no se dio cuenta de que Potts formaba parte del grupo de ingleses. El reverendo pensó que los caminos del Señor eran realmente inescrutables y maravillosos. Ahora que el techo de la capilla estaba reparado, podría añadir otra ala para impartir clases, y todo gracias a aquellos marinos que el Señor, en su infinita sabiduría, le había enviado. Le habían prometido un porcentaje de los tesoros que ahora se ocultaban en la casa de Dios, los cuales serían más que suficientes para construir la escuela con la que había estado soñando.
El padre Francisco guiñó alegremente un ojo a Samuel.
—Sus tesoros están a buen recaudo, hijo mío. Los vigila el mismo Dios, con la ayuda de algunos miembros de su tripulación, por supuesto. Él... —El padre se interrumpió de pronto al reparar por primera vez en Potts—. Ah, veo que están en compañía de un amigo.
—John Granger, padre, a su servicio —dijo Potts, preguntándose a qué tesoros se referiría el cura y haciéndose el propósito de enterarse antes de que acabara el día. Potts sonrió para sus adentros. Presentía que había dado con algo interesante. Las actividades de esa pandilla olían a la soga de verdugo.
—El señor Granger acaba de regresar de Macao, padre —se apresuró a decir White—. Por desgracia, le robaron sus pertenencias.
—¿Macao? —exclamó el sacerdote con interés. Había pasado cinco años allí antes de ser trasladado a Mergui. Qué coincidencia. La generosidad del Señor no conocía límites. Ahora incluso le traía noticias de su querida Macao.
—¿Han reparado ya la fachada de la iglesia de Sao Paulo? —preguntó con curiosidad.
—Bueno... yo... esto... —balbució Potts, sorprendido por la pregunta—, francamente, no soy muy dado a ir a la iglesia, padre.
—Por supuesto, por supuesto —respondió el padre Francisco, visiblemente decepcionado—. Había olvidado que ustedes los ingleses son herejes. —El padre se sintió súbitamente enojado. Incluso un hereje habría podido fijarse en una obra tan bella, pensó. Ansiaba que le hablaran de su vieja ciudad natal—. ¿Dónde se alojó, señor?
Potts vaciló unos instantes. No estaba seguro de que hubiera un representante de la corona inglesa en Macao. La situación había emprendido un giro peligroso. Tenía que conseguir que aquel maldito sacerdote abandonara el tema—. En la fonda, padre.
—¿En la Pousada do Norte? —preguntó el reverendo, entusiasmado con aquella conversación.
—Sí. Un lugar encantador.
—En cierta ocasión cené allí con el obispo —dijo el sacerdote, sonriendo al evocar tan grato recuerdo—. ¿La siguen regentando los hermanos Ribeira?
—No tuve el gusto de conocer a los dueños, padre. Pero hablando de alojamiento, ¿dispone usted de alguna habitación para alquilarme?
El sacerdote no oyó la pregunta. Le pareció extraño que una persona que se hubiera alojado en la Pousada no conociera a Jorge y Antonio Ribeira. La posada sólo tenía seis habitaciones, y los hermanos Ribeira recibían personalmente a todos los huéspedes que recalaban en su establecimiento y les ofrecían una o dos copas de oporto. Incluso a los ingleses herejes. ¿Y cómo era posible que alguien no se hubiera fijado en la fachada de la iglesia, que dominaba todo el puerto? Ésta era a Macao lo que San Pedro a Roma o Sao Vicente a Lisboa. Al padre se le ocurrió de pronto que aquel hombre no había estado nunca en Macao.
—¿Todavía está en pie el puente que lleva a China? —preguntó.
—Por supuesto, padre, yo mismo lo atravesé.
Potts pensó que aquel cura se estaba poniendo demasiado pesado. Cuando se disponía a preguntarle de nuevo si podía alquilarle una habitación, se dio cuenta de que el hombre lo observaba de una forma extraña.
—No existe ningún puente que lleve a China, señor. Jamás ha existido. Macao no es una isla.
Los tres ingleses habían seguido atentamente la conversación entre Potts y el sacerdote. Burnaby empezaba a tener ciertas sospechas. White, consciente de la necesidad de mantener en secreto su reciente misión, se puso en pie.
El inmenso botín de plata, los beneficios de la lucrativa venta de las mercancías en Persia, yacía en unas arcas en la sacristía de la pequeña capilla situada en la colina. Unos marineros del siniestrado Cornwall, nunca menos de tres hombres, se turnaban para montar guardia permanentemente junto a la puerta de la capilla, mientras el resto de la tripulación gozaba de los frutos del botín en un lupanar ubicado en el otro extremo de la población. Al padre Francisco le habían prometido una generosa donación por «albergar temporalmente los tesoros de la Tierra en el Cielo», según había dicho Ivatt en tono socarrón.
—Tengo la impresión de que no ha estado usted nunca en Macao, señor. ¿Quién es usted? —preguntó White con voz amenazadora.
Potts notó que le temblaban las rodillas y maldijo su suerte. No podía medirse con aquel atlético marino sentado frente a él. Por más que se devanaba los sesos, no lograba dar con una solución.
—Yo... me había olvidado del puente, caballeros. —Potts miró con expresión implorante a White y al sacerdote, pero al no hallar la menor comprensión en sus ojos se volvió hacia Ivatt y Burnaby—. Han pasado tantas cosas desde que me robaron que...
—Pero nada que justifique que recuerde haber atravesado un puente que jamás ha existido —afirmó White en un tono muy agresivo—. Sólo hay dos formas de resolver este asunto, señor Granger, suponiendo que ése sea su nombre. O nos dice quién es usted sin que le coaccionemos, o le llevaré a rastras hasta ese bosque y lo zurraré hasta arrancarle esa información. ¿Qué prefiere?
—No sería la primera vez que el señor White se ve obligado a zurrar a un hombre hasta dejarlo medio muerto —observó Ivatt, gráficamente.
El sacerdote parecía sentirse incómodo.
—Bien, señores, si me dispensan, tengo asuntos urgentes que atender.
—De acuerdo —dijo Potts, temblando como una hoja mientras White le sujetaba por la casaca—. Les confesaré mi identidad.
Potts miró inquieto a su alrededor. El sacerdote se alejaba a toda prisa por el muelle, mientras que un grupo de nativos, lo suficientemente cerca del grupo como para observar la escena, contemplaba con curiosidad a los extranjeros. Casi había anochecido. En el horizonte se divisaban unas pocas manchas rojas que se desvanecían rápidamente.
—Soy uno de los auditores decanos de la honorable Compañía de las Indias —declaró Potts con tono imperioso. White dudó unos momentos y luego lo soltó.
—¿Cómo se llama? —preguntó White, suavizando algo el tono de voz.
—Samuel Potts. Me enviaron para investigar las cuentas de la Compañía en Ayudhya. —Potts se volvió hacia Burnaby—. No encontré a ningún factor en su puesto, salvo al señor Phaulkon, quien me trató de forma vergonzosa. Cuando insistí en examinar los libros, prendió fuego a la factoría.
Burnaby miró a Potts en silencio. Ivatt esperó a que Burnaby se pronunciara, mientras White aguardaba su turno para intervenir.
—Según me han informado, señor Potts —dijo Burnaby por fin—, fue usted quien prendió fuego a la factoría.
—¿Yo? No sea ridículo. ¿Por qué iba yo, uno de los auditores decanos de la Compañía, a prender fuego al edificio que me habían ordenado que investigara? Eso no tiene ninguna lógica, señor.
Burnaby lo observó, moviendo la cabeza con incredulidad. ¿Era posible que Constant hubiera hecho lo que Potts afirmaba? El griego tenía un genio de mil demonios, desde luego, y cuando se enfurecía era capaz de cualquier cosa... Él mismo podía dar fe de ello. Burnaby había oído hablar de Samuel Potts y sabía el rango que ocupaba en la Compañía. Si aquel hombre era quien afirmaba ser, y Phaulkon había prendido fuego a la factoría, la carrera de todos ellos habría llegado a su fin en la Compañía, de eso no quedaba la menor duda. Les ordenarían que se trasladaran a Madrás para someterse a un consejo de guerra. Era preciso aplacar a Potts, ¿pero cómo? En su mente se agolpaban mil conjeturas.
Potts se volvió hacia White, recuperando la confianza al ver que los otros perdían la suya.
—En cuanto a usted, señor White, yo conocía a su hermano George. Un hombre excelente, aunque poco convencional. ¿Puedo preguntar qué tesoros son esos que guardan en aquella iglesia? —inquirió Potts, señalando la colina—. ¿No dijeron que el Cornwall se había hundido con todo su cargamento?
White lo miró fijamente. ¿Debía deshacerse de Potts allí mismo? A fin de cuentas, si uno de los auditores decanos de la Compañía exigía examinar las cajas, ¿cómo podía negarse a ello? ¿Y cómo podía explicar el montón de plata que contenían las numerosas cajas? ¿Creería Potts que estaba destinado al Tesoro siamés en lugar de a sus propios bolsillos? Las cosas se habían puesto feas.
—Esas cajas contienen plata del Tesoro de Siam —respondió White—. Nos han pedido que contratemos a unos hombres para escoltar las cajas hasta Ayudhya. Éste es el motivo de que tenga que desplazarme allí. Entretanto, he enviado a mis hombres a Madrás para informar sobre el naufragio del Cornwall.
—¿Y quién le pidió que contratara usted a esa escolta? —preguntó Potts con expresión escéptica.
—El señor Burnaby aquí presente —contestó White, volviéndose hacia el alto y desgarbado inglés que estaba restregando nerviosamente el suelo con los pies.
—Es..., es cierto —confirmó Burnaby con un ligero tartamudeo—. Cuando pedí al Barcalon un pase para viajar a Mergui y reunirme con el señor White, a instancias de éste, Su Excelencia me pidió que utilizara algunos de los tripulantes del barco que había naufragado para que escoltaran la valiosa mercancía del Tesoro de regreso a Ayudhya. Habría sido una grosería negarme. Las peticiones del Barcalon suelen proceder del Rey.
—Por eso decidí separar a mis hombres —apostilló White, que iba recuperando la confianza a medida que se desarrollaba la historia—. No quería rechazar una petición del rey de Siam, máxime sabiendo que la honorable Compañía de las Indias trataba de mejorar sus relaciones con su gobierno. Por otra parte, no podía postergar mi informe sobre la suerte sufrida por el Cornwall.
—¿Pretende decirme que el poderoso rey de Siam no dispone de unos competentes escoltas para tales menesteres? —preguntó Potts con incredulidad—. ¿Desde cuándo tiene que recurrir a unos náufragos para que le ofrezcan protección?
—Los farangs están mejor armados, señor Potts —dijo Ivatt—. Incluso me pidieron a mí, el miembro más joven de la Compañía, que los acompañara porque dispongo de un mosquete. Los siameses no andan sobrados de mosquetes y no saben usarlos con eficacia. Tengo entendido que el contenido de las cajas de Su Majestad es extremadamente valioso.
—Insisto en examinar esas cajas, caballeros. Vayamos ahora mismo a la iglesia de la colina. —La progresiva confianza de Potts empezaba a transformarse en arrogancia al darse cuenta de que volvía a controlar la situación.
—Las cajas están selladas, señor Potts, y además pertenecen al gobierno siamés —le advirtió White—. No sería correcto romper esos sellos y...
—Yo mismo juzgaré si es correcto o no, señor White. Hagan el favor de seguirme.
Potts echó a andar mientras White y Burnaby se miraban desconcertados. White hizo un gesto indicando que estaba dispuesto a rebanarle el cuello a Potts, pero Burnaby negó tajantemente con la cabeza. Las cosas ya estaban lo bastante feas como para que además les acusaran de asesinato. Al cabo de unos momentos alcanzaron a Potts y le siguieron colina arriba. Ivatt cerraba el grupo. Treparon por el angosto camino en silencio y al aproximarse a la pequeña iglesia, White previno de nuevo a Potts:
—Le aconsejo que no rompa los sellos de esas cajas, señor Potts. Los ingleses tienen la responsabilidad de hacer que lleguen intactas a Ayudhya y les extrañará ver que han sido manipuladas.
Si Potts abría la caja que no debía hallaría algo más que plata. Cuatro de las cajas contenían objetos valiosos que habían logrado salvar del Cornwall, en tanto que la caja fuerte del barco —que no era el tipo de objeto que uno recupera de un naufragio ocasionado por una tormenta— ocupaba todo el interior de la quinta caja. La descubriría en cuanto la abriera.
—Esperen aquí fuera, caballeros —dijo Potts en tono imperioso mientras abría la puerta de la iglesia y penetraba en su interior. En contraste con la intensa luz del sol, la sacristía parecía sumida en penumbra. Un alto y fornido marinero le interceptó el paso.
—Lo lamento, señor, pero la iglesia está cerrada por obras.
—Me manda el capitán White para examinar la mercancía —declaró Potts.
Al echar un vistazo a su alrededor distinguió las siluetas de varias cajas de gran tamaño alineadas junto a la pared. Potts se dirigió hacia ellas.
En aquel momento surgieron de entre las sombras otros dos marineros, que se colocaron ante él.
—Lo lamento, señor, pero no puede pasar.
—¿Por qué? —inquirió Potts, aparentando sorpresa—. ¿No son esas cajas propiedad del gobierno siamés?
—Pertenecen al capitán White, señor, y nadie puede tocarlas.
—Está bien, muchachos. Dejad que las examine —dijo White desde el umbral de la puerta—. Todas contienen lo mismo, de modo que puede elegir la que prefiera. No quiero que rompa el sello de más de una, para evitar que los siameses sospechen que hemos sustraído una parte de la mercancía. —White estaba decidido. Si Potts abría la caja que no debía, moriría en el acto.
Las cajas estaban apiladas en grupos de tres y dispuestas en hileras de cuatro. Potts señaló una de las cajas situada debajo de otras dos y los marineros se volvieron hacia el capitán para que éste diera su aprobación.
White asintió con la cabeza, y los tres fornidos marineros comenzaron a retirar las cajas que había sobre aquélla. Pesaban mucho y les costó no pocos esfuerzos. El día anterior había tenido que utilizar a toda la tripulación para transportar las cajas colina arriba después de descargarlas del junco. White tenía que pasar un par de días en Mergui antes de seguir a Ayudhya, para organizar el viaje de regreso de su tripulación, e Ivatt había convencido al padre Francisco para guardar las cajas en la iglesia. Todos estaban de acuerdo en que era el lugar más seguro.
Tras retirar las dos cajas, los marineros se volvieron hacia su capitán para que éste les autorizara a romper el sello. Acto seguido abrieron la caja, valiéndose de una barra de hierro. Potts se acercó para examinar el contenido.
—Necesito más luz —dijo—. Dejad abierta la puerta de la capilla.
Las pequeñas vidrieras situadas a los lados proporcionaban una escasa iluminación. White seguía de pie en el umbral, en tanto que Burnaby e Ivatt permanecían fuera.
Cuando White entró en la iglesia, la luz penetró a raudales a través de la puerta abierta. Potts se agachó para examinar el interior de la caja. En aquel instante, como una nube deslizándose en el cielo, la habitación se sumió de nuevo en la penumbra. Potts y White se volvieron hacia la puerta.
En el umbral apareció la silueta de un sacerdote, que impedía que se filtrara la luz. Durante unos momentos contempló las cajas y luego a los europeos. No se trataba de don Francisco. Era más menudo y delgado y tenía la piel muy oscura para ser portugués. Parecía casi indio. Tras hacer una breve reverencia a Potts y a White, el sacerdote pasó ante las cajas y se arrodilló en uno de los bancos instalados en la parte delantera de la capilla. Juntó las manos como si se dispusiera a rezar y entonó un monótono cántico en siamés.
Potts se encogió de hombros y continuó examinando la caja. La tensión que reinaba en la habitación fue en aumento. White tenía las manos crispadas y parecía dispuesto a cortarle el cuello a Potts, independientemente del contenido de la caja.
Potts retiró un poco de paja que yacía en la parte superior de la caja y metió la mano para sacar lo que contuviera. Al extraer el primer objeto, sus manos temblaban debido al peso. Potts lo depositó en el suelo y lo examinó minuciosamente. Era un lingote de plata.
—Las marcas parecen persas —dijo. Su voz denotaba suspicacia—. Creía que los moros eran los encargados del comercio de Siam con Persia. ¿Por qué no se encargan ellos mismos de transportar este botín a Ayudhya? —preguntó.
—¿Cómo quiere que lo sepa, señor Potts? —replicó White—. Ni siquiera conocía el contenido de las cajas. Nos pidieron que prestáramos un servicio a Su Majestad y nos limitamos a hacer lo que nos demandaban. John —añadió White, volviéndose hacia el marinero más alto—, sella de nuevo la caja con los muchachos. Procurad que no se note que la hemos abierto.
—Sí, señor.
—Un momento —protestó Potts—. Aún no he terminado. Ahora quiero examinar el contenido de otra caja.
White se contuvo para no arrojarse sobre Potts. Éste señaló otra caja situada en un extremo.
—Tengan la bondad de abrirla —dijo.
Los marineros miraron a su capitán. Los ojos de White parecían a punto de saltarse de sus órbitas y le temblaba todo el cuerpo. No era la primera vez que la tripulación veía a su capitán en tal estado y sabían que no auguraba nada bueno.
—No os mováis —les ordenó White—. Ya le he dicho que me niego a romper el sello de otra caja del gobierno siamés, señor Potts. Una es más que suficiente. No permitiré que se salga con la suya. Ya ha visto lo que deseaba ver. —White se volvió hacia los marineros y dijo en tono perentorio—: Sellad la caja y no se os ocurra tocar las otras.
—Sí, señor.
—Ordene a sus hombres que hagan lo que les he pedido, capitán White, o dispóngase a arrostrar las consecuencias del informe que presentaré en Madrás. Soy uno de los auditores decanos de la Compañía, y como todo marino que se precie, capitán, sin duda conocerá las consecuencias de negarse a obedecer las órdenes de un oficial superior.
Potts cogió la barra de hierro que los marineros habían utilizado para abrir la caja. Luego se dirigió hacia unas cajas apiladas en un extremo de la capilla y levantó la barra para insertarla en otra caja. Los marineros miraron a su capitán. White tenía el rostro congestionado de rabia y el labio superior le temblaba ligeramente. Cuando Potts se disponía a abrir la segunda caja, White se lanzó sobre él y lo agarró del cuello. Potts se puso a gritar al sentir la presión de los dedos de White, pero éste hizo caso omiso de sus gritos, decidido a estrangularlo.
Atraídos por los gritos, Ivatt y Burnaby entraron precipitadamente y se arrojaron sobre White, tratando denodadamente de separarlo de Potts, mientras los marineros se miraban desconcertados, sin saber si intervenir o no.
En dos ocasiones Ivatt y Burnaby lograron apartar a White de su víctima y otras tantas veces éste consiguió soltarse y precipitarse de nuevo sobre Potts. Los marineros optaron por mantenerse al margen. Al cabo de unos minutos, Ivatt y Burnaby consiguieron separar por fin a White de Potts. Burnaby se desplomó en el suelo, jadeando, y Potts permaneció tendido junto a él, agarrándose el cuello mientras su cuerpo era presa de unas convulsiones espasmódicas.
—¿Te has vuelto loco? —murmuró Burnaby al oído de White—. ¿Quieres que nos formen un consejo de guerra a todos? Yo soy aquí el responsable de la conducta de los empleados de la Compañía. ¿Qué será ahora de nosotros?
Entretanto, Ivatt se apresuró a atender a Potts. Lo incorporó contra su rodilla y le dio un masaje en el pecho. Burnaby estaba demasiado agotado para ayudarlo. White permanecía con la espalda apoyada en la pared, farfullando frases incoherentes. En aquel momento el sacerdote de piel atezada se acercó a él y le dijo algo en siamés. Luego se inclinó sobre Potts y aplicó el oído sobre el pecho del inglés para comprobar si le seguía latiendo el corazón.
El sacerdote se arrodilló junto a él y pronunció una breve oración. Acto seguido se santiguó y sonrió a los otros, como para asegurarles que Potts se pondría bien. Al cabo de un rato se levantó, y al dirigirse hacia la puerta se agachó ágilmente y examinó el lingote de plata que yacía en el suelo junto a la caja que estaba abierta, donde lo había dejado Potts. Uno de los marineros avanzó hacia él con cara de pocos amigos. El sacerdote sonrió tímidamente y volvió a dejar el lingote en el suelo. Luego salió apresuradamente y desapareció colina abajo.
Luang Aziz hizo sonar la campana e inmediatamente le abrieron la puerta. Se quitó la capucha que le cubría la cara y entró en la casa ataviado con los hábitos de monje. No había tenido tiempo de cambiarse.
Se inclinó ante Oc-Ya Tannaw e hizo otra reverencia más profunda ante el convidado de honor, un hombre sentado con la espalda erguida que ostentaba un espeso bigote, situado a la derecha del Oc-Ya.
—Alteza —murmuró Luang Aziz.
—¿Y bien? —inquirió Oc-Ya Tannaw—. ¿Qué noticias nos traes, Aziz?
Cinco pares de ojos se clavaron en el recién llegado mientras se hacía el silencio en la habitación.
Luang Aziz se sentó con las piernas cruzadas en el único espacio que quedaba vacante en el círculo y contempló durante unos momentos los grabados que colgaban en las paredes. Se trataba de unas escenas callejeras de Ispahan. Qué imágenes tan apropiadas, pensó, en particular las que mostraban un mercado persa. Tal vez los farangs habían visitado aquel mercado.
—Os traigo malas noticias, hermanos míos. La carta que arrebaté a la muchacha era falsa.
A su alrededor sonó un murmullo de preocupación y disgusto.
—¿Pero no dijiste que la chica se resistió a entregarte la carta hasta el último momento? —preguntó Oc-Ya Tannaw, perplejo.
—Fue una actuación muy convincente, Señoría —respondió Aziz.
Aziz miró a su alrededor, preocupado por el peso de sus hallazgos pero al mismo tiempo saboreando aquel momento de gloria. No ocurría todos los días que uno pudiera comunicar una noticia tan portentosa ante personajes tan ilustres. Miró al gobernante de los makasar y comprobó que también él estaba pendiente de sus palabras.
—El barco de los farangs zarpó hacia Persia —declaró Aziz—. Regresó cargado de plata. Plata persa.
—¿Viste las marcas? —preguntó el Oc-Ya con impaciencia.
Aziz movió la cabeza afirmativamente.
—Sí, Señoría. Eran indudablemente persas. Y lo más interesante es que el barco farang no volvió a recalar en Mergui. Las cajas llenas de plata fueron descargadas de un junco siamés. Dado que el junco era demasiado pequeño para haber efectuado la travesía desde Persia, deduzco que las mercancías fueron transbordadas al junco en alta mar. Es evidente que el barco farang no quería ser visto. Debió de zarpar directamente hacia Madrás.
—¿Averiguaste quién dispuso el junco? —preguntó el Oc-Ya.
—Sí, Señoría. Fue el sacerdote jesuita, don Francisco, y lo capitaneó uno de los farangs de la Compañía inglesa.
Los negros ojos del Oc-Ya echaban chispas.
—Ese sacerdote pagará por su traición —dijo, observando con aire solemne a los consejeros—. Hermanos, nos enfrentamos a una conspiración cristiana, encabezada por Phaulkon, ese nuevo mandarín. Y a lo que parece, el Rey está de su lado.
Un murmullo de indignación recorrió la sala.
—¿Pero por qué? —preguntó Iqbal Sind, frotándose nerviosamente su nariz aguileña—. ¿Por qué iba Su Majestad a ponerse del lado de los farangs?
—Si lo piensas detenidamente, Iqbal, lo comprenderás enseguida. Primero destituyen a Rashid como jefe del departamento de banquetes, luego envían en secreto unas mercancías del Tesoro a Persia a bordo de un barco inglés, y por último nombran mandarín a un miembro de la Compañía Inglesa de las Indias.
—Está claro que desean socavar la posición de los moros —dijo Fawzi Ali, aspirando nerviosamente el humo de su narguile—. ¿Pero por qué? ¿Qué ventajas les reportará reemplazarnos por los farangs?
—Quizá Su Majestad quiera promover a los infieles ingleses para crear un estado valla contra los holandeses. —Farouk Radwan se rascó la copiosa barba negra y escupió en una escupidera de latón que había junto a él.
Los presentes guardaron silencio, El Oc-Ya había expresado la sospecha que todos albergaban. El gobierno siamés se había hartado y había decidido romper el monopolio que los moros venían detentando desde hacía mucho tiempo.
—Debemos eliminar la raíz del problema, o sea a Phaulkon. Si lo eliminamos, habremos eliminado la fuente de nuestros problemas. ¿Quién sustituyó a Rashid como jefe del departamento de banquetes? ¿Quién organizó la expedición comercial a Persia? ¿Quién fue nombrado mandarín? ¿Quién ha conquistado la confianza del Rey?
—No basta con eliminar a un hombre, hermano.
La voz profunda y gutural atrajo de inmediato la atención de los presentes. Todos se volvieron hacia el príncipe Dai, el gobernante hereditario de los makasar. Era la primera vez que tomaba la palabra. Era un hombre alto y de porte majestuoso, con marcadas facciones malayas y prominentes pómulos desprovistos de vello. Sólo un bigote cubría su labio superior. En un lado del cuello mostraba una cicatriz originada por una bala holandesa. Estaba sentado, con la espalda y la cabeza erguidas; en sus ojos no se advertía el menor temor. Tenía un aire pensativo y nadie se atrevió a interrumpir sus reflexiones.
Cuando el príncipe había llegado y solicitado asilo en estas costas, el rey de Siam lo había recibido a él y a su pueblo con los brazos abiertos y les había concedido unas tierras para que instalaran su campamento en ellas. El príncipe y sus hombres se habían puesto manos a la obra con febril diligencia y habían levantado su aldea en medio de la selva, como si pretendieran borrar con ello la vergonzosa pérdida de su amada patria. Las chozas de madera eran sencillas pero cómodas y cada hombre disponía de un techo. El príncipe Dai había admirado la generosidad y las cualidades de guerrero de aquel rey siamés que en su juventud se había dirigido al campo de batalla montado en su elefante real para enfrentarse al enemigo birmano. Pero el Rey se hacía viejo y había entablado tratos con los hombres blancos. Y el príncipe Dai sabía que ésa era la primera señal de debilidad. ¿Cuántas veces había sido testigo de ello en su tierra? Los príncipes javaneses que habían comerciado y entablado amistad con los holandeses paganos se habían encontrado a los hombres blancos sentados en sus tronos.
No había día que el príncipe no recordara la ignominia que había sufrido a manos de aquellos holandeses que se habían hecho con el poder de sus amadas islas Célebes, aquellos blancos inmundos y cobardes que se ocultaban detrás de sus rifles y no sabían luchar como hombres. El príncipe Dai despreciaba las armas modernas; sólo creía en el valor corporal y en la destreza del kris. ¿Qué satisfacción le proporcionaba a uno oprimir un gatillo a lo lejos y ver caer a un hombre sin oponer resistencia? El hombre que disparaba el rifle era tan perdedor como el hombre que caía.
Ahora, en el oeste de Siam, los elegidos de Alá empezaban a perder sus posiciones y dentro de poco el infiel los suplantaría en toda la nación. Era evidente que los musulmanes tenían los días contados en Siam, a menos que los makasar se alzaran para defender la palabra de Alá. El príncipe recorrió lentamente con la mirada a los reunidos.
—Sólo existe un medio, hermanos —dijo esbozando una leve sonrisa—. La guerra. —Todos guardaron silencio—. Asesinar a Phaulkon no sería sino una medida temporal. Otros farangs se apresurarían a ocupar su puesto. Toda la hermandad musulmana está amenazada. Si queremos sobrevivir, debemos hacer algo más que eliminar a un hombre.
—Pero, Alteza, aunque lográramos derrocar al gobierno de Siam, ¿cómo íbamos a ocupar nosotros el poder? La población se compone casi enteramente de budistas, y todos los siameses sin excepción veneran a su Rey.
El Oc-Ya había expresado de nuevo los sentimientos de sus colegas.
El príncipe se pasó la mano por su espeso cabello negro.
—Tenéis razón, desde luego. ¿Pero quién ha sugerido que tomemos nosotros el poder? —respondió el príncipe. En sus labios se dibujaba una sonrisa—. Lo que propongo es sustituir un gobernante siamés por otro, uno que desprecia a los farangs y está dispuesto a restituir nuestros ancestrales cargos y dejar que sigamos administrando el país como hemos venido haciendo hasta ahora. Ya he hablado con esa persona.
—¿Podemos saber de quién se trata, Alteza?
—Por supuesto. De Luang Sorasak. Vino a verme en mi campamento después de que requirierais mi presencia en Mergui. Me explicó que en la corte existe un gran malestar debido a los crecientes privilegios concedidos a los farangs, y en particular al nombramiento de ese mandarín farang. Me consta que contaríamos con un gran apoyo dentro del palacio, tanto más cuanto que circulan rumores de una inminente alianza con Francia. Se dice incluso que están preparando el borrador de un tratado, el cual prevé el intercambio de tropas entre ambos países. De ser cierto, ello significaría soportar la presencia de soldados farangs en suelo siamés. —El príncipe miró a su alrededor, satisfecho del impacto que sus palabras habían causado en los asistentes, quienes se mostraban conmocionados—. Esta mañana vino a verme un emisario secreto del general Petraja para indicarme que el general respalda a su hijo. Al parecer, incluso los cortesanos no musulmanes están indignados ante el creciente poder del perro blanco y la perspectiva de unas tropas extranjeras. Ha llegado el momento de actuar, hermanos. Mis hombres y yo nos comprometemos solemnemente a derrocar al gobierno actual, asesinar a Phaulkon y colocar a Sorasak en el trono de Siam, quien a su vez se compromete a restituirnos nuestra antigua gloria.
Tras las palabras del príncipe se produjo un largo silencio. Luego, uno a uno, al principio tímidamente, los miembros del consejo votaron a favor del plan propuesto por el príncipe Dai. El Oc-Ya Tannaw fue el último en hablar.
—¿Están preparadas vuestras tropas, Alteza?
El príncipe sonrió.
—Mis hombres llevan demasiado tiempo inactivos.
—Muy bien —dijo el Oc-Ya, mirando a sus colegas—. Que Alá bendiga la revuelta de los makasar.