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Aarnout Faa estaba eufórico. Acababa de recibir una notificación anticipada de Batavia de que una armada de doce buques se dirigía hacia Ayudhya, a las órdenes del contraalmirante Jonas van der Wamsen. Había zarpado de Java el 4 de mayo, hacía exactamente dieciocho días, y dentro de tres o cuatro días a lo sumo llegaría a aguas siamesas. Tan pronto como alcanzara el estuario del Menam, el comandante enviaría a un mensajero para informar a Faa de su llegada. El emisario había confirmado que había seiscientos hombres armados a bordo de los buques. En su carta, el gobernador general había expresado indignación ante el ascenso de Phaulkon al mandarinato, y al mismo tiempo preocupación por las consecuencias políticas que pudiera tener su nombramiento. Era evidente que el griego había logrado congraciarse con el Rey. Resultaba impensable que un miembro de la Compañía inglesa rival conquistara la confianza de Su Majestad de Siam. ¿Adónde llevarían tan poco halagüeños comienzos? Aarnout Faa estaba autorizado a presentar un ultimátum a Siam cuando llegaron los buques de guerra holandeses. No sólo debía solicitar la puesta en libertad de Potts sino presentar tantas exigencias como creyera que serían rechazadas —el gobernador general dejaba a discreción de Aarnout Faa la elección de esas exigencias—, y cuando se rechazaran, debía declarar la guerra a Siam.
Aarnout Faa pensaba que los cañones de los barcos situados en medio del río, frente a la capital, podrían disparar repetidamente contra la ciudad durante el tiempo que les llevara destruirla o conseguir la rendición de los siameses. Las escasas tropas holandeses equipadas con mosquetes bastarían para repeler a las hordas de soldados que se dirigirían hacia los buques de guerra en sus botes, tratando en vano de abordarlos. Debido a sus limitadas armas de fuego, los siameses combatían por lo general con lanzas, arpones y espadas, y la cota de malla que vestían los holandeses restaría toda eficacia a sus dardos envenenados mientras los elefantes de guerra apostados en las márgenes del río expresaban su frustración por medio de sonoros berridos.
¿Qué podían hacer unos centenares o unos millares de elefantes de guerra contra los cañones holandeses? Faa pensó que en una batalla todo era relativo. ¿Qué habían conseguido un millar de makasar contra los elefantes de guerra del general Petraja? ¿Y qué podían hacer ahora un millar de elefantes de guerra contra los cañones holandeses? Los makasar, con sus dagas, no habían sido capaces de alcanzar a los jinetes de Petraja sobre sus elevadas monturas, y esos jinetes no lograrían alcanzar a los cañones holandeses situados en el centro del río.
Faa sonrió. Tal vez Phaulkon fuera el héroe del momento, pero su gloria sería breve. ¿Qué diría el gobernador general si supiera que Phaulkon acababa de ser nombrado mandarín de primer grado, uno de los treinta mandarines más importantes del país? ¡Chao Phraya Vichaiyen! Heer Van Goens se había llevado un disgusto tremendo al enterarse de que el griego había recibido el título de mandarín de tercer grado, y cuando supiera que había ascendido a primer grado... Qué ironía, pensó Faa, que aquellos contrabandistas y piratas ingleses hubieran recibido honores del Rey. El más bajito, el nuevo recluta que al parecer había sido herido en el vientre, había recibido la Orden del Elefante Blanco, tercera clase, mientras que aquel mercader rebelde de White había sido confirmado como shabandar de Mergui. ¡Capitán de puerto! ¡Increíble! Burnaby, el jefe de la agencia comercial inglesa, había sido nombrado gobernador de Mergui; todo aquello equivalía a una auténtica conspiración. Pero Faa se dijo que en estos casos el honor sería fugaz. El director de la VOC releyó la misiva del gobernador general.
El párrafo tres confirmaba que Madrás había emitido una orden de detención contra Phaulkon, Burnaby, Ivatt y White, acusados de contrabando, fraude, corrupción y traición. Sus nombramientos quedaban anulados y debían regresar de inmediato al cuartel general de la Compañía. Aunque los emisarios que portaban la orden de detención aún se encontraban en alta mar, los pormenores de la misma habían llegado a Batavia a través de la factoría inglesa en Bantam. La orden autorizaba al director de la VOC en Ayudhya a tomar cartas en el asunto y a enviar a los acusados de regreso a Madrás, en caso necesario escoltados por guardias armados.
Aarnout Faa había decidido esperar a que llegara la armada holandesa, y entonces, con el respaldo de seiscientos soldados holandeses, llevaría a cabo los arrestos necesarios. En cuanto hubiera logrado quitar de en medio a los ingleses, no habría obstáculo alguno para emprender su ansiada invasión de Siam, y una vez finalizada con éxito sería nombrado gobernador. Faa experimentó una profunda sensación de orgullo. El párrafo seis de la carta lo exponía con toda claridad: primer gobernador de los territorios holandeses de Siam.
Aarnout Faa consultó su reloj y se puso en pie. Había llegado el momento de dirigirse al palacio para asistir a las exequias del Barcalon. Su Majestad también estaría presente. El Barcalon había sucumbido hacía tres días, durante la rebelión de los makasar. El doctor Kornfeldt, uno de los médicos que había atendido a Su Excelencia, había confirmado que era demasiado tarde para salvarle la vida. El asma se lo había llevado.
¿Quién sería el próximo Barcalon?, se preguntó Faa. El director de la VOC sonrió. Quienquiera que fuese, el nuevo gobernador holandés sería el encargado de nombrarlo.
Maria se arrodilló junto a su tío. Estaba trastornada.
—¿Qué ocurre, querida? —preguntó Mestre Phanik preocupado.
—Oh, tío, no puedo seguir ocultándolo. Necesito desahogarme contigo.
—Esperaba que me lo contaras, querida. Pero no quería apremiarte.
Maria dudó unos instantes y luego las palabras brotaron a borbotones.
—Añoro mucho a Constant. No le he visto desde que discutimos la semana pasada. Y ahora está herido y sufre, y deseo acudir a su lado. Pero esa mujer está junto a él constantemente, no se separa de él ni un momento.
Mestre Phanik observó a su sobrina en silencio.
—¿Te refieres a Sunida, querida? —preguntó con tono afectuoso.
Maria asintió con la cabeza, deprimida.
—Sí. No quiere renunciar a ella. Me lo dijo claramente.
—Esa joven fue enviada para que lo espiara, como bien sabes. Piensa en lo útil que debió de resultarle a Phaulkon. Sin duda el palacio la eligió por sus... dotes y era inevitable que... con el tiempo... en fin, ya conoces las costumbres de este país, querida.
—¿Cómo puedes hablar de esa forma, tío, y con semejante tranquilidad?
—Más que con tranquilidad, querida, con resignación. Traté de advertirte sobre Constant cuando comprendí que te habías enamorado de él. Pero tú estabas empeñada... Ya sabes que le atrae el estilo de vida de los siameses. Sabes que le gustan sus costumbres. Pero posee otras cualidades.
—Da la impresión de que estás de su lado —le reprochó Maria.
Se había sentido orgullosa al enterarse de la heroica conducta de Phaulkon durante la sublevación de los makasar y profundamente aliviada al enterarse de que estaba vivo, pero era terrible no poder verlo, sobre todo sabiendo que estaba herido.
—Te equivocas, querida. Me limito a ser realista. Tú conocías su situación... doméstica. Sé que te duele, pero no podías pretender que cambiara por completo.
—¿Y tú, tío? ¿Te habrías comportado de ese modo con tu esposa?
Mestre Phanik dudó unos instantes antes de responder.
—Una de las razones por las que no me he casado nunca ha sido para evitar ese tipo de problemas. Naturalmente, habría echado de menos unos hijos, de no haber tenido la suerte de tenerte a mi lado. Me temo que el macho humano es esencialmente polígamo, querida, y sólo unas firmes convicciones religiosas logran contenerlo. Lamento decir que las creencias cristianas de Constant no son tan firmes.
—¿Y eso no le convierte en pecador, tío?
—Efectivamente, querida, pero no seas tan dura con él. En su caso resulta especialmente complicado, debido a la costumbre. Ya te he dicho que tiene otras cualidades. Mientras te trate bien y sea un buen padre para vuestros hijos, te aconsejo que aceptes casarte con él. Quizá resulte ser mejor marido que muchos otros hombres.
Maria estaba asombrada ante la frialdad con que su tío hablaba del asunto.
—Pero, tío, siempre te has mostrado muy estricto y severo respecto a esas cosas. Y ahora, de pronto...
—Tratamos de educar a nuestros hijos en un mundo de ideales, querida, pero en ciertos momentos debemos hacer algunas concesiones. —Mestre Phanik rodeó los hombros de su sobrina con un brazo—. Tú harás lo mismo con tus hijos, ya lo verás.
Maria observó a su tío fijamente. Estaba segura que detrás de aquella apariencia imperturbable había algo que le preocupaba. Y no le estaba demostrando la comprensión que ella esperaba.
—Tío, ¿se habría comportado mi padre de esa forma? ¿Se habría atrevido a mantener a dos mujeres? Me has hablado mucho de mi madre y muy poco de mi padre. Sé que era un comerciante como tú y que murió debido a la peste cuando yo tenía dos años, pero no me has contado más detalles. Siempre has rehuido mis preguntas.
Mestre Phanik parecía sentirse incómodo. Guardó un rato de silencio, inmerso en sus pensamientos. Luego se levantó del sillón y empezó a pasearse de un lado a otro de la estancia. Por fin apoyó las manos en los hombros de Maria y la miró a los ojos.
—Nunca te he hablado mucho de tu padre, Maria, porque no era capaz de hallar las palabras adecuadas para describirlo. Verás, en estos momentos lo tienes ante ti.
Maria lo miró a los ojos, estupefacta. Unos instantes después Mestre Phanik rompió el silencio. Su mirada reflejaba una expresión de júbilo, como si acabara de quitarse un gran peso de encima.
—Todo cuanto te he contado sobre tu madre es cierto, Maria, salvo que no se casó con tu padre. Siguió siendo budista hasta el fin, satisfecha de su fe, y tu nacimiento le deparó una gran felicidad. No veía la necesidad de convertirse. Ella también murió debido a la peste cuando tú cumpliste los dos años. Como católico, no quise que tú... el estigma... perdóname.
Mestre Phanik le tendió los brazos. Estaba a punto de echarse a llorar.
Maria vaciló unos instantes pero luego dejó que su padre la abrazara. Al principio se mantuvo un tanto rígida pero luego lo estrechó con fuerza entre sus brazos.
—Nadie es perfecto, querida —musitó Mestre Phanik—. Acepta a Constant tal como es.
—No puedes levantarte, señor —le regañó Sunida. Era mediodía y el sol penetraba a raudales a través de la ventana de la habitación de Phaulkon—. Ya has oído lo que han dicho los médicos, incluso el médico farang.
Cada vez que Phaulkon se incorporaba sobre los codos, Sunida le obligaba suavemente a recostarse de nuevo sobre los cojines. Le habían atendido los médicos de Su Majestad y el jesuita Le Moutier, quienes le habían informado de que se exponía a perder la pierna si apoyaba su peso sobre ella antes de que estuviera completamente curada. El cuchillo de Sorasak le había producido una herida profunda en el muslo y le dolía toda la pierna, pero Phaulkon estaba impaciente por levantarse. No era momento para permanecer postrado en la cama. Tenía muchos asuntos que atender: la invasión holandesa, la condena de los moros que habían escapado con vida, la alianza con Francia, su matrimonio con Maria, la traición de Sorasak. Phaulkon llevaba tres días sin apenas conciliar el sueño, despertándose cada dos por tres empapado en sudor al verse rodeado de buques de guerra holandeses o postrado ante Sorasak, quien, luciendo una flamante corona, le sentenciaba a él y a los otros farangs a una muerte lenta.
—Sé que era Sorasak quien intentó asesinarme en el río —afirmó Phaulkon—. Lo habría reconocido en cualquier parte.
Sunida lo miró con lástima. ¿Cuántas veces había repetido aquellas palabras? Se había convertido en una obsesión para él. Constant no hacía sino insistir en que había sido Sorasak quien había encabezado la emboscada contra las fuerzas farangs en el recodo del río, y que el general Petraja no había atacado antes con el grueso de su ejército porque no quería impedir que los makasar, juntamente con Sorasak, liquidaran a los farangs. Habían perecido veintiocho farangs en la matanza, y a Constant le hervía la sangre. El general Petraja había recibido la Orden del Elefante Blanco, primera clase, por su destacado papel al conseguir sofocar la sublevación, y Sorasak había recibido oficialmente una mención honorable por contribuir a que todo el contingente quedara eliminado tras haber tomado trágicamente, en la mortecina luz del amanecer, a unas fuerzas de combate del Rey por una emboscada de los makasar.
—Ya te ocuparás de Sorasak cuando te hayas restablecido, señor. Entonces no tendrás ninguna dificultad en derrotarlo. Pero de momento necesitas descansar. Te traeré más té. A propósito —añadió Sunida con satisfacción—, mientras dormías se presentó un emisario de parte de Su Majestad para interesarse por tu salud.
Phaulkon sonrió débilmente, lleno de amor hacia ella.
—No te vayas, Sunida. Te necesito. Qué amable por parte de Su Majestad enviar a un emisario. ¿Y Maria, ha venido a verme?
Urgía firmar la alianza con Francia. El Rey había accedido a todas las condiciones pero aún quedaba pendiente la cuestión del matrimonio católico de Phaulkon. Los jesuitas se mantenían inflexibles en ese punto.
—No, señor, pero envió una nota mientras dormías. No quise despertarte. —Sunida se dirigió a una mesita situada junto a la ventana y le entregó una carta, que Phaulkon se apresuró a abrir. Estaba escrita en portugués.
Sunida le acarició la frente con suavidad, tratando de aliviar su tensión. ¡Cuánto amaba a aquel hombre! Aunque Phaulkon necesitaba casarse con la cristiana para lograr la alianza con aquella otra potencia farang, se había negado categóricamente a renunciar a Sunida. No había nada que ella no estuviera dispuesta a hacer por él. La joven observó que en los labios de Phaulkon se dibujaba una sonrisa de satisfacción. ¿Habría capitulado la farang? Si la muchacha deseaba a Constant, sería una estúpida en el caso de que desaprovechara aquella oportunidad, porque quizá no se le presentara otra.
—Te leeré la nota, Sunida. —Phaulkon la tradujo al siamés—: Confío en que te pongas bien muy pronto, milord. No quisiera casarme con un inválido.
Sunida soltó una carcajada.
—Yo también confío en ello, señor. Ya no podrías correr hacia mí.
Phaulkon la miró con ternura.
—¿Prefieres seguir viviendo aquí o en el palacio? Su Majestad ha consentido en que residas allí si lo prefieres.
Sunida reflexionó unos momentos antes de responder.
—Ahora que has pasado a ser un mandarín de primer grado, señor, creo que sería preferible que yo residiera en el palacio. A fin de cuentas, tendrás que asistir a los consejos diarios de Su Majestad —agregó Sunida sonriendo—. A veces incluso dos veces al día. Y aunque es posible que tu esposa farang esté ahora dispuesta a aceptarme porque arde en deseos de casarse contigo y porque ha visto que te niegas a renunciar a mí, quizá cambiara de parecer si las dos viviéramos en la misma casa. Podría cogerme antipatía e intentar que te volvieras contra mí. Y aunque sé que no lo lograría, no quiero causarte ningún trastorno.
En realidad Sunida estaba encantada ante la perspectiva de vivir en el palacio. Una vez que se hubiera trasladado allí, habría desaparecido el último obstáculo para alcanzar la dicha completa. Ya no tendría que espiar a su señor. Podría hablar con él de cualquier tema sin temor a incriminarse. Y su amor no correría ningún peligro. Sunida se inclinó sobre él y aspiró el olor de su mejilla. Phaulkon cerró los ojos.
—Sunida —murmuró él—, pasaré más tiempo en el palacio que en casa.
—Pero no demasiado, señor —respondió Sunida en tono burlón—. Quiero tener tiempo para echarte de menos.
Phaulkon se echó a reír.
—Sunida, quiero que vayas ahora mismo a la misión de los jesuitas y que les muestres la nota de Maria. Diles que el tratado con Francia debe ser ratificado y anunciado inmediatamente. El tiempo apremia. Vuelve enseguida o me levantaré y empezaré a caminar por la casa mientras estés fuera.
—No te atrevas a moverte, señor. Dejaré aquí a Tip y a Sorn con instrucciones de que no te dejen levantar de la cama. Y tú... —Sunida se interrumpió al ver aparecer a Tip seguida de Burnaby y de White—. Mejor aún —añadió Sunida—. Estos dos son lo suficientemente fuertes para impedir que te muevas.
Sunida se inclinó ante los visitantes y señaló a Phaulkon, indicando por medio de signos que éste no debía levantarse de la cama. White contempló a Sunida arrobado, como hacía siempre que la veía. Cuando la joven salió de la habitación, la siguió con la mirada.
Burnaby asintió con la cabeza y se acercó a Phaulkon.
—¿Cómo está el paciente?
—Bastante bien, gracias, Richard, aparte de sentirme frustrado, rabioso y enojado. ¿Qué tal está Thomas?
—Ya vuelve con sus bromas habituales, o sea que se está recuperando —respondió Burnaby—. La herida que tenía en el vientre ha cicatrizado.
—Ha dicho que el fuego que sentía en el estómago era una buena preparación para la picante comida india que tendrá que ingerir debido a su nuevo cargo —apostilló White.
Phaulkon sonrió débilmente.
—¿Y qué noticias me traéis del mundo exterior?
—Se han producido muchos acontecimientos, Constant —contestó Burnaby—. Pero nada que no pueda esperar a que estés restablecido —se apresuró a añadir al ver que Phaulkon se disponía a levantarse de la cama.
—Cuéntamelo todo —pidió Phaulkon.
—El gobernador en funciones de Tenasserim ha sido decapitado en la plaza pública. Se llamaba Oc-Ya Tannaw o algo por el estilo. Por lo visto un miembro superviviente del círculo de allegados del príncipe Dai fue capturado vivo y torturado para obligarle a confesar. Reveló que el gobernador en funciones había venido en secreto a Ayudhya para coordinar la toma de poder por parte de los musulmanes una vez que los makasar les hubieran preparado el terreno. —Burnaby se detuvo, como si se resistiera a continuar—. Ahora la cabeza del Oc-Ya Tannaw cuelga alrededor del cuello del príncipe Dai. El líder de los makasar se ve obligado a cargar con ella a todas partes.
Phaulkon se estremeció. Era el castigo tradicional para los conspiradores. Quienes habían urdido juntos un complot eran castigados conjuntamente. El príncipe portaría la cabeza del Oc-Ya alrededor del cuello durante tres días, y se vería forzado a contemplar los ojos del difunto. Así tendría sobrado tiempo para reflexionar sobre el delito que ambos habían cometido, hasta que él también fuera decapitado.
—¿Han sobrevivido muchos makasar? —preguntó Phaulkon.
Esta vez fue Samuel quien respondió.
—Sólo seis, Constant. Los demás murieron asesinados o se suicidaron. Pese a su valentía, no pudieron hacer nada contra los elefantes de Petraja. —Incluso White, un hombre curtido, agachó la cabeza al llegar a ese punto de su relato—. Yo asistí a sus ejecuciones esta mañana al amanecer. Fueron condenados a morir devorados por unos tigres famélicos, que habían permanecido toda la noche encerrados en una jaula. Fue un espectáculo atroz. Mientras las fieras devoraban las extremidades de los prisioneros, los jesuitas franceses y portugueses acercaron sus crucifijos a los makasar que estaban siendo torturados, exhortándolos a renunciar a sus falsos dioses para ser acogidos en el reino de los cielos. Pero los presos moribundos se mofaron de ellos, haciendo gala de su estoicismo.
—Todos los moros han sido detenidos para ser interrogados —observó Burnaby—. He visto a algunos con la cabeza rapada y a otros les han cortado un pedazo de la coronilla con una espada afilada. Me han dicho que en cuanto tome posesión de mi cargo como gobernador, los decanos del consejo de Tenasserim serán destituidos de sus puestos y se les prohibirá que salgan de sus casas.
De modo que el poder de los moros habían llegado a su fin, pensó Phaulkon. Pero aún quedaban los holandeses, que representaban una amenaza más seria. Tan pronto como regresara Sunida, conocería más detalles sobre la alianza.
—¿Estás resignado a trabajar para Siam, Richard? —preguntó Phaulkon. Sabía que las reservas del alto y desgarbado inglés habían disminuido notablemente desde que sabía que iban a nombrarle gobernador. Era un nombramiento especial para que un farang desempeñara el cargo de gobernador pese a no ser un mandarín.
Burnaby agachó la cabeza.
—Parece que así lo ha decidido la providencia, Constant. No me espera nada en Madrás.
—Excepto un consejo de guerra —comentó White secamente—. Pero a propósito de la providencia, Constant, esta mañana, cuando regresaba de asistir a las ejecuciones, vi algo que me chocó profundamente. Unos hombres del capitán Udall, del Hubert, acudieron al cementerio donde los jesuitas habían enterrado a los muertos cristianos para presentarles sus respetos por última vez. Los oficiales comprobaron asombrados que la tumba del capitán estaba vacía. ¡Habían exhumado su cadáver! Tras buscarlo por todas partes, lo encontraron desnudo y apoyado contra un árbol. Los oficiales volvieron a sepultar el cadáver, tomando la precaución de cubrirlo con un montón de piedras. Esta mañana, al pasar frente al cementerio, volví a ver a los oficiales allí. Habían vuelto a encontrarse el cadáver de su capitán apoyado contra el mismo árbol. Horrorizados, cogimos el cadáver y lo transportamos hasta el río, donde le colgamos unas piedras alrededor del cuello y lo arrojamos al agua.
Phaulkon escuchó a White con gran interés.
—No es la primera vez que eso ocurre —dijo—. Lo más probable es que unos nigromantes siameses, perturbados por los violentos acontecimientos acaecidos recientemente, trataran de adivinar el futuro. El capitán Udall, que en paz descanse, participó personalmente en esos acontecimientos, y los nigromantes —medio brujos y medio clarividentes— debieron de utilizar el cadáver como un medio para comunicarse con el más allá y averiguar el futuro. Los nigromantes más famosos venden sus predicciones a precio de oro. Lo interesante es que utilizaran el cadáver de un farang, lo cual indica que creen que los farangs tendrán mucho que ver en el curso de futuros acontecimientos. —Phaulkon se detuvo. Estaba tan cansado que se le empezaban a cerrar los ojos.
—¿Vais a asistir al funeral del Barcalon esta tarde? —preguntó con un hilo de voz.
—Desde luego —respondió Burnaby—. Como futuros dignatarios del reino, es nuestro deber.
—No me lo perdería por nada en el mundo —terció White—. Durante estos tres últimos días no ha cesado de sonar el redoble de tambores mientras gente con la cabeza rapada acudía de todos los rincones del país. Ayer y anteayer por la noche lanzaron fuegos artificiales y todo el mundo iba vestido de blanco. Es el espectáculo más impresionante que he presenciado en mi vida.
—¿Se sabe algo sobre el nombramiento del nuevo Barcalon? —preguntó Phaulkon con curiosidad.
—Yo no he oído nada —respondió Burnaby.
—Mejor que mejor —dijo Phaulkon.
Luego inclinó la cabeza hacia un lado y cerró los ojos. Todos se miraron y salieron de puntillas de la habitación.
Durante tres días y tres noches, el cadáver del Barcalon fue lavado y perfumado. Le colocaron azogue en la boca, en las orejas y en los ojos, y untaron el jugo de unas plantas aromáticas de inestimable valor por todo el cadáver para prevenir su descomposición. Unos monjes ataviados con hábitos de color azafrán entonaron cánticos día y noche, los cuales iban aumentando de volumen a medida que pasaba el tiempo. Se oyó el redoble de tambores, el sonido de címbalos y trompetas, y unos bailarines cubiertos con máscaras danzaron alrededor del cadáver. Miles de sacerdotes y de monjas vestidas de blanco, con la cabeza rapada, acudieron a la capital desde las poblaciones y aldeas vecinas para asistir a las honras fúnebres del gran Barcalon.
Como una distinción especial se anunció que el Señor de la Vida encendería personalmente la pira funeraria, garantizando así una mayor ayuda en el más allá para el difunto, debido al elevado rango de Su Majestad.
Al atardecer del tercer día el cadáver fue instalado en un ataúd de madera decorado sobre el que colocaron los mejores ropajes del Barcalon. Todos los habitantes de Ayudhya, ataviados con unos panungs blancos y con las cabezas rapadas, se encaminaron hacia al río para unirse a la multitud de botes que se dirigía hacia las grandes barcazas doradas. Estas transportarían el cadáver del Barcalon, sus parientes más cercanos y los mandarines de más edad, formando el centro del cortejo fúnebre.
A la cabeza de la gran procesión iban varias barcazas que transportaban limosnas para ser distribuidas entre los monjes que habían acudido de lejos, entre los pobres y los necesitados. Las seguían los parientes del difunto, acompañados por unos bailarines cubiertos con máscaras que habían sido contratados para entretener al cadáver. Detrás de ellos iban los sacerdotes más ancianos y los mandarines de mayor rango, a bordo de unas barcazas doradas con las proas rematadas en forma de cabezas de dragón y la mítica ave llamada garuda. Detrás de ellos iba la barcaza del Barcalon, con el cadáver colocado sobre una elevada plataforma piramidal cubierta por un techado dorado. La plebe, en miles de botes iluminados por velas, cerraba el cortejo y cubría el ancho río de orilla a orilla.
La procesión, incluyendo a Burnaby y a White, se dirigió río abajo hasta llegar al gran templo iluminado por miles de velas, situado junto a las murallas del gran palacio. Una vez allí los botes viraron hacia tierra y el populacho desembarcó. El cadáver fue colocado en el centro de una pira funeraria ricamente engalanada en el patio de la gran pagoda, y los bailarines enmascarados comenzaron a danzar en torno a él mientras los sacerdotes proseguían con sus cánticos.
Su Majestad el Rey, que había presenciado la procesión desde las ventanas de palacio, prendió fuego a la pira por medio de una mecha de azufre que se extendía desde el palacio hasta el templo junto al río. La pira, compuesta de maderas perfumadas como una distinción especial hacia el Barcalon, comenzó a arder de inmediato mientras estallaban los fuegos artificiales, sonaba la música, danzaban febrilmente los bailarines y los cánticos de los sacerdotes alcanzaban un crescendo que se mantuvo hasta que el cadáver quedó consumido por las llamas.
Las cenizas fueron recogidas con gran respeto por los monjes de mayor jerarquía, y a medianoche las esparcieron sobre el río, en un lugar donde la corriente era más impetuosa.
Fue una ceremonia de gran pompa y boato, y a la par de luto y festejos, pues un gran hombre había pasado a la siguiente existencia de su ciclo vital.
A la mañana siguiente al funeral del Barcalon, los cortesanos reunidos en la sala de audiencias aguardaban impacientes la llegada del Rey. Se trataba de una reunión especial. A medida que la salud del Barcalon había empezado a deteriorarse, Su Majestad había convocado a todos los gobernadores provinciales en la capital. En aquellos momentos, los sesenta mandarines más importantes del reino, así como Richard Burnaby, yacían postrados y en silencio, aguardando las órdenes de su soberano. Casi todos suponían que Su Majestad nombraría ese día al nuevo Barcalon y pocos dudaban de que tal honor recaería en el general Petraja, el cortesano que reunía mayores méritos.
El general, impecable como siempre con su cabello canoso perfectamente cortado y peinado, su cajita de betel engarzada con diamantes junto a él, yacía en el lugar de honor, junto al balcón donde aparecería Su Majestad. En cuanto fuera nombrado Barcalon, el general emprendería una campaña para desacreditar a los farangs y alejarlos poco a poco del poder. Los moros ya habían recibido un golpe mortal. El general miró disimuladamente a su alrededor hasta que sus ojos se posaron en el único lugar vacante en la sala de audiencias. En una fila posterior, donde yacían postrados los mandarines de primer rango nombrados recientemente, el lugar del Vichaiyen aparecía vacante. El farang aún no se había recuperado de sus heridas de guerra. Tú serás el primero en ser eliminado —pensó el general—. Has logrado escapar a las dagas de los makasar y a la ira de mi hijo adoptivo, pero no podrás escapar de mí. Tu suerte está decidida. A Petraja le pareció un sacrilegio dejar entrar a los farangs en aquellas sacrosantas habitaciones. El antiguo imperio siamés se degradaba.
Las trompetas y los címbalos interrumpieron sus reflexiones y, en ausencia del Barcalon, el Rey se dirigió directamente a la asamblea.
—Leales mandarines, os hemos convocado hoy aquí para hablar de asuntos importantes. Nuestra nación atraviesa por momentos difíciles, en los que unos extranjeros ambicionan apoderarse de la riqueza de nuestra tierra. Ya no vivimos en tiempos de aislamiento o de cómoda reclusión pues las naciones del mundo occidental viajan por todo el globo. El mundo se vuelve cada vez más pequeño. Las naciones de Occidente están mejor armadas —y equipadas que nosotros y, aunque en otras cosas no deseemos emularlas, debemos reconocer que el creciente poder de las armas de fuego nos hace cada vez más vulnerables a un ataque enemigo.
»Así pues hemos decidido firmar un tratado con nuestro insigne hermano soberano, el rey de Francia, cuya nación ha expresado sentimientos amistosos hacia nosotros y con la cual intercambiaremos embajadas y regalos de una envergadura jamás vista hasta ahora. Será la alianza más importante que jamás hayamos firmado como nación y constituirá el primer gran vínculo entre el mundo oriental y el occidental. De los farangs franceses, de sus soldados, dibujantes e ingenieros podemos aprender muchas materias científicas puesto que, mis leales mandarines, la futura estabilidad de nuestro país reside en el conocimiento científico.
El Rey hizo una pausa para dejar que los oyentes digirieran sus palabras.
—Nuestro próximo Barcalon será un hombre de ciencia. Os proponemos que resolváis el siguiente acertijo. Quien lo consiga, o quien lo resuelva de la forma más ingeniosa, en el caso de que lo logréis, será nuestro próximo Barcalon.
La asamblea esperó en silencio las instrucciones del Rey.
—Os ordenamos —continuó Su Majestad— que averigüéis el peso exacto de nuestro cañón más grande, conocido como Pra Pirun. Es preciso que nos entreguéis esta información lo antes posible, y el primer hombre que halle el medio de calcular su peso deberá presentarse de inmediato ante nos. La competición concluirá dentro de una semana.
Al recibir las órdenes del Rey, los cortesanos se afanaron en hallar una solución. Un mandarín decidido, el gobernador de Pitsanuloke, mandó construir una inmensa báscula dotada de cadenas de hierro, pero los reiterados intentos de calcular el peso del gigantesco cañón con la máxima exactitud fracasaron estrepitosamente. Al principio les resultó imposible alzar el cañón, y cuando por fin lo consiguieron se rompió la báscula. El general Petraja, enojado por la demora de su nombramiento, que él había dado por seguro, y temeroso de que a uno de los mandarines se le ocurriera una solución, consultó a los astrólogos y fue a ver a su amigo el supremo patriarca. Pero tanto el líder del clero budista como el astrólogo más famoso de la nación le aseguraron que era una empresa imposible. El tamaño del cañón impedía dar con la solución acertada. Más tranquilo, el general regresó a casa para esperar a que concluyera el período de siete días.
Por orden de Su Majestad, la noticia del concurso llegó a casa de Phaulkon por medio de un mensajero del palacio. Phaulkon acogió la noticia con una mezcla de ansiedad y determinación. Aún no se había restablecido por completo pero no podía desaprovechar aquella ocasión. Era la oportunidad que llevaba esperando desde hacía tiempo. Si lograba medir el peso del cañón se convertiría en Barcalon, y si se convertía en Barcalon no necesitaría suplicar a los jesuitas que le procuraran la firma del tratado, sino que se lo ordenaría. En cuanto a Aarnout Faa, él... no, pensó Phaulkon, no haría lo que todos esperaban de él. No expulsaría a los holandeses de Siam, porque no convenía al país. Siam necesitaba a Batavia para obtener suculentos beneficios de sus productos de exportación, y los holandeses siempre habían sido unos pagadores puntuales y honestos. No, demostraría a los holandeses que era imparcial, que sólo le interesaba el bien de Siam. Ya se encargaría él de que la alianza con Francia frenara cualquier ambición de conquista por parte de los holandeses. Utilizaría a la vez una zanahoria y un palo. ¿Pero de cuánto tiempo disponía? ¿Lograría alcanzar su propósito a tiempo para impedir la invasión holandesa? Phaulkon ordenó a Sunida que cerrara la puerta de su dormitorio y que no lo molestaran bajo ningún concepto. Durante varias horas, encerrado en completo aislamiento, Phaulkon meditó sobre el problema del cañón.
Aquella tarde, haciendo caso omiso de las órdenes de los médicos y de las protestas de Sunida, Phaulkon pidió que prepararan su silla de manos y ordenó a las nuevas esclavas que le había regalado Su Majestad que lo trasladaran hasta el río. De camino se detuvo para reunir a varios europeos, y al cabo de un rato llegó al lugar donde se encontraba el descomunal cañón, en la ribera.
Desde su silla de manos, Phaulkon ordenó que colocaran el cañón en una barcaza que se hallaba fondeada en el muelle. Cuando la barcaza se hundió bajo el peso del cañón, Phaulkon marcó su línea de flotación. Luego ordenó que descargaran el cañón y que colocaran en su lugar, a bordo de la barcaza, unos ladrillos y unas piedras de idéntico tamaño. Cuando la barcaza se hundió hasta el mismo nivel que lo había hecho anteriormente bajo el peso del cañón, Phaulkon pesó minuciosamente los ladrillos y las piedras y calculó con razonable precisión el peso de Pra Pirun. La operación se llevó a cabo en siete horas.