29

Samuel Potts se sacudió el polvo de las solapas de su chaqueta negra, se enjugó el sudor de la calva y siguió al guardia hasta un espacioso despacho cuyas paredes estaban cubiertas de mapas y cartas de navegación en los que se indicaban rutas comerciales, tendencias monzónicas y pleamares.

Sobre la superficie terrestre aparecían numerosos puntos en tinta roja señalando diversas agencias mercantiles y factorías. El número de puntos y las enormes dimensiones de la habitación le recordaron a Potts el poder y la extensión del imperio comercial holandés. La bandera de los Países Bajos adornaba la maciza mesa a la que estaba sentado Aarnout Faa, quien se puso en pie para saludarlo.

—El señor Potts, supongo —dijo en inglés, refiriéndose a la carta que acababa de leer—. Bienvenido a Ayudhya. Espero que haya tenido un buen viaje.

—Bastante bueno, gracias, señor Faa —respondió Samuel Potts, comprobando con alivio que su interlocutor hablaba correctamente el inglés, pues él apenas chapurreaba cinco palabras de holandés—. Sus representantes en Pequeña Amsterdam, en la desembocadura del Menam, fueron muy amables. Aproveché para descansar un poco mientras ellos se ocupaban de las formalidades de rigor con las autoridades siamesas. Les agradezco que me ahorraran esos trámites.

Aarnout pensó que no era de extrañar que su onderkoopman en Pequeña Amsterdam se afanara en ayudar al recién llegado. El orondo inglés que se hallaba ante él portaba una carta nada menos que de Su Excelencia heer Rijcklof van Goens, el gobernador general de Batavia, una copia de la cual había sido enviada con antelación por correo expreso a Faa. En ella el gobernador general ordenaba a todo el personal holandés en Siam que hiciera cuanto pudiera para ayudar al señor Samuel Potts, un emisario especial de la Compañía Inglesa de las Indias en Bantam. Faa sonrió para sus adentros. Los holandeses estaban más interesados que nadie en colaborar con aquel hombre. El señor Potts había sido enviado con plenos poderes para investigar las declaraciones de los holandeses, encabezados por él mismo desde Ayudhya, de que los factores ingleses en Siam transportaban armas, vendían cañones holandeses que habían sido robados y efectuaban tratos comerciales por cuenta propia. En una nota confidencial adjunta a la copia de sus órdenes, Van Goens informaba a Faa de que los ingleses se habían tomado las declaraciones de la VOC en Ayudhya tan en serio que habían ordenado al señor Potts que se dirigiera directamente a Madrás con los resultados de su investigación. Ello indicaba claramente que los ingleses se proponían actuar con la máxima celeridad, según los resultados de las indagaciones, y que el tribunal de justicia en Madrás estaba plenamente autorizado para hacerlo. Aunque Inglaterra y Holanda eran rivales, los dos países estaban en paz y se obligaban a observar ciertas normas de conducta.

—Señor Faa —dijo Samuel Potts, sentándose en una silla y aceptando cortésmente la taza de té que le ofrecía su anfitrión—. Me he tomado la libertad de venir a verlo directamente, antes de visitar la factoría inglesa. Espero contar con su discreción para mantener entre nosotros este pequeño desliz protocolario, por así decir.

—Por supuesto, señor Potts. Estoy a su disposición para ayudarle a averiguar la verdad.

—El caso es, señor Faa, que mis superiores están muy preocupados por la gravedad de las acusaciones que han vertido ustedes contra nuestros representantes en Siam, y aunque nuestras dos naciones son rivales en muchos aspectos, desean que sepan que los ingleses no aprueban en modo alguno el tipo de actividades que han descrito ustedes.

Faa inclinó la cabeza levemente.

—Jamás lo he puesto en duda, señor Potts.

—En tal caso propongo que repasemos los hechos, señor. Aunque he leído repetidas veces la traducción de su informe, le agradecería que analizáramos paso a paso los acontecimientos que describe para formularle algunas preguntas referentes a los mismos.

—Perfectamente, señor Potts. Anticipándome a su visita he convocado aquí a nuestro representante en Ligor para que usted pueda preguntarle directamente sobre los graves hechos acaecidos en esa zona. —Tras estas palabras, Faa se levantó e hizo sonar un imponente gong situado junto a su mesa—. Me temo que el inglés de heer Van Risling es algo rudimentario pero estaré encantado de hacerle de intérprete, si lo desea. Debo añadir que hace unos días heer Van Risling sufrió un pequeño accidente durante una cacería real de elefantes en Louvo.

—Lo lamento. Trataré de no retenerlo más tiempo del estrictamente necesario.

—El tiempo no es ningún problema, señor Potts. Heer Van Risling se lesionó una pierna —dijo Faa sonriendo—. Confío en que su cerebro no haya sufrido ningún daño.

Unos momentos después la corpulenta figura de Joop van Risling hizo su aparición en el despacho de Faa, cojeando y apoyándose con una mano en un bastón de bambú y con la otra en Pieter, el joven intérprete euroasiático que le había acompañado desde Ligor. Después de ayudar a su patrón a instalarse en una silla, Pieter se retiró. Durante varias horas los dos holandeses describieron con todo detalle los hechos que se habían iniciado con el naufragio en Ligor, mientras el inglés los interrumpía frecuentemente con sus preguntas e iba tomando notas.

Quedaba tan sólo una hora de luz diurna cuando Potts, acompañado por un guía siamés que le proporcionó la factoría holandesa, partió hacia el almacén de la Compañía inglesa, ubicado a un centenar de metros de distancia, junto al imponente río.

Samuel Potts dejó la copa en la mesa, se puso en pie y comenzó a pasear de un lado al otro de la estancia. Era la quinta o sexta vez que lo hacía, aunque no parecía que tuviera los efectos deseados. Cuanto más trataba de calmarse, más aumentaba su irritación.

Se había puesto como una furia cuando un guardia indio apostado en la puerta de la factoría inglesa le impidió entrar. Potts le había cubierto de improperios, pero sólo había servido para que aquel bribón se empecinara más en su actitud. Por si fuera poco, el condenado había farfullado las suficientes sílabas de inglés para que Potts comprendiera que en el interior de la factoría no había nadie. ¿Que no había nadie? Pero si hacía unos momentos, cuando Potts había salido de la factoría, estaba llena de gente. Potts no tenía más remedio que reconocer que aquella caricatura de almacén era la décima parte del tamaño de la holandesa, pero no dejaba de ser propiedad del rey Carlos de Inglaterra y había unos empleados que trabajaban en él. ¿Dónde se habían metido sus representantes? Se suponía que había dos ingleses y un griego en la nómina de la honorable Compañía, así como media docena de asistentes locales, y ni uno de ellos se hallaba en la factoría. El mentecato guardia indio ni siquiera sabía quién era Samuel Potts. ¡Una vergüenza! Si los holandeses pretendían impresionarlo con la verdad de sus acusaciones, desde luego habían comenzado con buen pie.

Potts se sirvió otra copa de brandy. Finalmente había conseguido que el idiota del guardia explicara al guía que lo acompañaba dónde vivía Richard Burnaby, el factor principal. Potts y el guía se habían dirigido a casa de éste, pero al parecer Burnaby se había esfumado. Ante los gritos furibundos de Potts, los atemorizados sirvientes habían señalado absurdamente hacia el horizonte, como si su amo hubiera partido hacia un remoto país. Maldito idioma endiablado, maldita ignorancia y estupidez de los nativos, maldito calor, malditas moscas, ¡maldito todo! Potts dejó bruscamente la copa sobre la mesa. En aquel momento se abrió la puerta y apareció la joven nativa que le había servido el brandy. Potts tuvo que reconocer que era bastante guapa, teniendo en cuenta que era nativa, pero resultaba tan ininteligible como los otros. No obstante, había tenido el detalle de traerle una botella de brandy, imitando sin duda la costumbre de su patrón. Potts contempló la botella. ¡Por Dios bendito! ¿Era posible que se hubiera bebido todo aquel brandy? Tal vez la botella estuviera medio vacía cuando se la trajo la sirvienta. Lo cierto es que no lo recordaba.

Potts se volvió. La muchacha seguía plantada en la puerta.

—¿A qué hora llegará tu patrón a casa? ¿A qué hora? —le repitió Potts malhumorado, comprendiendo que era inútil, que no le iba a entender. La joven se limitó a sonreír. ¿Por qué esos nativos sonreían continuamente? Era una costumbre muy irritante. Incluso el centinela indio de la factoría le había sonreído cuando Potts le exigió que le dejara entrar. El muy imbécil no había dejado de sonreír hasta que Potts empezó a gritar y a insultarlo.

Desde casa de Burnaby, Potts había conseguido que una de las aterrorizadas sirvientas, la que parecía menos tonta, le indicara cómo llegar a casa del griego. Aunque todos los nativos con quienes se había topado hasta entonces parecían bastante duros de mollera, la joven había comprendido por fin el nombre de Phaulkon. Potts no había tardado en comprobar que Phaulkon también se había esfumado, pero su atractiva ama de llaves había demostrado al menos cierta iniciativa. La mujer había conducido a Potts a una habitación y le había ofrecido un edredón, al tiempo que apoyaba la mejilla en las manos para indicar que tal vez deseara echar un sueñecito. Pero Potts no estaba cansado sino harto y furioso. La mujer, presintiendo su frustración, le había conducido entonces a la sala de estar y le había indicado que se sentara en un sillón. Luego había desaparecido para regresar unos momentos después con una botella de brandy y un paño húmedo para refrescarle la frente. Después de lavarle la cara, la mujer había llamado a otra sirvienta para que le aplicara un masaje en el cuello y los hombros, lo cual le había aliviado momentáneamente. Pero luego Potts se había servido otra copa de brandy mientras reflexionaba sobre la situación, y otra, y otra más, y su furia había ido en aumento con cada trago, hasta sentirse a punto de estallar.

Potts oyó un zumbido en el oído izquierdo. Un mosquito se había aposentado en su mejilla y Potts lo aplastó de un sopapo. Al observar que tenía los dedos manchados de sangre se los limpió en el chaleco. La joven que estaba en la puerta soltó una exclamación, y unos instantes después apareció con otro paño húmedo, con el que le limpió las manos y la mancha que tenía en el chaleco. ¿Qué demonios se proponía esa mujer? Se comportaba como si fuera su madre. Antes de que él le pidiera que se retirara, la sirvienta desapareció. Al cabo de unos momentos regresó con media docena de palitos encendidos que despedían un repugnante olor a incienso. La sirvienta los distribuyó por la habitación, colocándolos en unos platitos destinados a tal fin. ¡Malditos mosquitos! ¿Acaso pensaba aquella tonta que los palitos lograrían ahuyentarlos? A menos que no soportaran el olor a incienso. ¿Pero qué sabían aquellos nativos sobre los mosquitos? Los insectos ni siquiera se dignaban morderlos. Sólo les satisfacía la sangre de los ingleses y, a falta de ésta, se conformaban con la de los holandeses.

Potts cruzó los brazos sobre la mesita que tenía ante él y apoyó la cabeza en ellos. A los pocos segundos empezó a roncar.

Sunida entró de puntillas y colocó unos cojines en el respaldo de su silla. Se inclinó sobre Potts —arrugando la nariz al percibir su fétido aliento—, lo agarró por los hombros y lo instaló cómodamente sobre los cojines. «¡Estos farangs....!», murmuró Sunida con desdén, recordando que los oficiales del barco fondeado en Mergui también estaban borrachos cuando subió a bordo sin anunciarse. Qué ridículos resultaban cubriéndola de galanterías cuando apenas eran capaces de sostenerse en pie. Uno de los oficiales había tratado durante varios minutos de leer la carta que ella le había entregado, pero había tenido que desistir de su empeño. Sunida imaginó que la carta seguía en el bolsillo del oficial. Gracias a Buda que su Constant no era como ellos. Tendría que informar a Sri de la presencia del extraño. Luego trataría de averiguar quién era y a qué se debía su visita.

Phaulkon estaba de excelente humor mientras se dirigía a casa por la orilla del río desde el ministerio. El banquete en honor del embajador chino había resultado un éxito total. Durante la audiencia de despedida del dignatario —un acontecimiento casi tan espectacular como la ceremonia de bienvenida—, el diplomático no había regateado elogios para manifestar su satisfacción a Su Majestad. En sus frecuentes viajes en calidad de representante del emperador del Celeste Imperio, jamás había gozado tanto en un banquete ni había asistido a uno con tan esmerada atención a todos los detalles. Phaulkon sabía que eran comentarios propios de un diplomático, pero el hecho de que el embajador mostrara su complacencia le beneficiaba personalmente.

Al enterarse del papel de espía asignado a Sunida, Phaulkon se había preparado para suministrarle una información que siempre resultara elogiosa hacia el Barcalon y reverente hacia Su Majestad. Se proponía aprovechar cada ocasión que se le presentara para demostrar su lealtad a Siam y a sus gentes. Phaulkon sonrió. Sunida era la espía perfecta. Su carácter alegre y su natural curiosidad le impulsaban a formular constantes preguntas. Phaulkon estaba seguro de que la joven cumplía un deber que le había sido impuesto y que por más que le doliera, no tenía más remedio que informar a sus superiores sobre algún asunto que pudiera ser perjudicial para él. Aunque estuviera enamorada de Phaulkon, no dejaba de estar al servicio del Rey, que era un chakravatin, un semidiós con preeminencia sobre cualquier mortal.

Phaulkon se sentía feliz de tener a Sunida de nuevo junto a él. Ningún hombre podía estar más satisfecho de su encantadora espía. Sunida había regresado de Mergui el día anterior, sonriente y pletórica de vitalidad pese al duro viaje, fingiendo estar segura de que el mandarín había dejado de buscarla. Inmediatamente había referido a Phaulkon que un sacerdote la había acompañado en un bote hasta el barco y que al subir a bordo había comprobado que todos los oficiales estaban borrachos. Phaulkon se había echado a reír cuando Sunida le contó que los oficiales no dejaban de mirarla, tropezando unos con otros para acercarse a ella y cubrirla de galanterías. Cuando Phaulkon le había revelado que el capitán White se encontraba en Ayudhya mientras ella se hallaba en Mergui, Sunida había contestado con humor que siempre había sospechado que Phaulkon pretendía librarse de ella. De pronto se habían mirado en silencio durante unos minutos. Luego, movidos por el deseo que ambos habían advertido en los ojos del otro, se habían dirigido a la alcoba de Phaulkon y se habían tendido en el lecho. Habían hecho el amor con toda la ternura y la pasión de dos personas que habían permanecido demasiado tiempo separadas. Si a Phaulkon le quedaban dudas de si había sido Yupin, la principal cortesana del palacio, quien había instruido a Sunida, éstas se disiparon al instante. Ni siquiera las intensas emociones que ambos habían sentido explicaban la asombrosa evolución que había experimentado la técnica amatoria de Sunida. La joven se había comportado de forma sensual, erótica, brillante y desinhibida, como una digna sucesora de la célebre Yupin. Pobre Yupin. Phaulkon se preguntó por un momento si los rumores que había oído sobre ella serían ciertos. Decían que había muerto tal como había vivido. Resuelta a no sucumbir a la cruel sentencia impuesta por su hermano, el general Petraja, había seducido al guardia de la prisión, un joven dotado de unos extraordinarios atributos, y luego se había asfixiado deliberadamente con la prodigiosa lanza del amor de su amante. El desdichado joven había sido condenado a morir devorado por un tigre. Sunida se había mostrado muy apenada al conocer la noticia de la muerte de Yupin.

Phaulkon se alegraba de regresar a casa. Había tenido un día muy ajetreado en el ministerio. Tras la partida de la delegación china le habían pedido que compilara un listado comparativo de todos los precios de los productos pagados al Tesoro por los moros con respecto a los mercados persa e indio durante los últimos cinco años. El Barcalon le había asegurado que en cuanto hubiera completado esa tarea, podría encargarse de poner al día el trabajo que se había ido acumulando en la factoría inglesa debido a la falta de personal.

Ivatt acudía cada vez con mayor frecuencia al palacio para entretener a los numerosos niños adoptados por el Rey. Su archiconocido truco de sacar una paloma viva del interior de un gigantesco coco deleitaba a los niños tanto como había deleitado a los miembros de la corte del gobernador de Ligor, y su fama se extendía rápidamente por todo el país. Dentro de poco, le había dicho Phaulkon medio en broma medio en serio, la Compañía tendría que buscar nuevos gerentes, dado que los actuales estaban siempre ocupados en otros menesteres. ¡Si lo supieran en Madrás!

Sunida aguardaba a Phaulkon a la puerta, y al verlo lo saludó respetuosamente con una inclinación de cabeza. Aunque parecía impaciente por contarle algo, Phaulkon insistió en abrazarla antes y aspirar el delicioso aroma de su mejilla. Sunida cerró los ojos llena de felicidad y aspiró el aroma de él.

En cuanto Phaulkon la hubo soltado, Sunida le comunicó que en la sala de estar había un visitante que se había quedado dormido. Le explicó que se trataba de un hombre bajo y grueso, con una barba canosa y rizada, calvo, que llevaba gafas y exhalaba un aliento repugnante. La descripción no correspondía a nadie que Phaulkon reconociera en aquel momento. Sunida le advirtió que el visitante había bebido una gran cantidad de brandy y estaba irascible.

Cuando Phaulkon entró sigilosamente en la habitación, Samuel Potts ya había recobrado el conocimiento. Sus sonoros ronquidos le habían despertado bruscamente y se estaba sirviendo otro generoso brandy.

—Ah, supongo que usted es el huidizo señor Phaulkon —dijo poniéndose precariamente de pie—. Por fin. Permítame brindar por el primer miembro de la honorable Compañía con quien consigo toparme desde mi llegada, pese a buscarlos por todas partes. A su salud, señor. —Potts apuró la copa de un trago mientras se balanceaba levemente de un lado a otro. Sólo su voz conservaba cierta firmeza.

—Bienvenido a Ayudhya, señor —respondió Phaulkon educadamente—. ¿Con quién tengo el honor de hablar?

Potts lo observó un rato en silencio y luego soltó un sonoro eructo. Miró turbado a Phaulkon, pero enseguida recobró la compostura. Acto seguido se alzó sobre las puntas de los pies, oscilando peligrosamente durante unos segundos antes de desplomarse de nuevo sobre los talones.

—Soy Samuel Potts, de la oficina de la honorable Compañía en Bantam. He sido enviado para investigar los asuntos de la Compañía en Siam —dijo Potts, agitando el brazo en el aire en un gesto ambiguo—. Por supuesto no es empresa fácil cuando uno no logra dar con ninguno de sus representantes. No obstante, llegaré al fondo del asunto.

—Estoy dispuesto a responder a cualquier pregunta que desee formularme, señor. —A Phaulkon no le gustaba el aspecto de aquel hombre, ni su papel ni el estado en el que se encontraba en aquellos momentos. El nombre de Potts le resultaba familiar. Supuso que era uno de los empleados más veteranos de la Compañía; probablemente un auditor.

—Será Burnaby quien responda a mis preguntas —declaró Potts. Al notar que se escoraba hacia un lado apoyó la mano en la mesa para recuperar el equilibrio—. ¿Dónde está Burnaby?

—El señor Burnaby se encuentra en Mergui, señor, cumpliendo una misión confidencial.

—Confidencial, ¿eh? ¿De qué misión se trata?

—¿No quiere sentarse, señor Potts? Ha debido de ser un viaje largo y cansado.

—¿Insinúa que no soy capaz de sostenerme en pie, señor? —preguntó Potts en tono agresivo.

—En absoluto, señor. Sólo he pensado que estaría más cómodo sentado.

—Estoy perfectamente —replicó Potts—. ¿Qué es esa misión confidencial a la que acaba de referirse?

—Tengo órdenes de no hablar del asunto con nadie, señor. A me nos, claro está, que tenga usted una carta autorizando...

—¿Una carta de autorización? —balbució Potts—. Tengo más que eso. Estoy facultado para clausurar estas oficinas en el caso de que el resultado de mis investigaciones así lo aconsejen, y enviarlos a todos ustedes a Madrás para ser juzgados. De modo que no me hable usted de autorización, joven.

Esto es todo cuanto necesito saber, pensó Phaulkon.

—¿Le gustaría pasar la noche aquí, señor? Podemos trasladarnos mañana a la factoría y...

—No trate de distraerme de mi deber, señor Phaulkon —le interrumpió Potts con aire beligerante—, o incluiré también eso en mi informe. No voy a pasar la noche aquí porque no deseo aceptar favores de usted. Su ama de llaves trató de emborracharme. Ya conozco esos trucos. He desempeñado el cargo de auditor durante más de veinte años. —Potts volvió a alzarse sobre las puntas de los pies—. Está usted tratando con Samuel Potts. ¿Quién es el otro tipo, cómo se llama? —añadió, esforzándose inútilmente en recordarlo.

Phaulkon decidió no ayudarlo. Que se las arreglara como pudiera aquel maldito borracho. Quizá debería haberle ofrecido otra copa para que perdiera el conocimiento. Hacía tan sólo unos minutos que le había visto mirar ávidamente la botella.

Potts seguía devanándose los sesos.

—¿Dónde está Irving? —preguntó de sopetón, visiblemente satisfecho consigo mismo por haber recordado su nombre.

—Irving ha sido convidado por Su Majestad el Rey a una cena en palacio —mintió Phaulkon—. La honorable Compañía mantiene excelentes relaciones con las más altas instancias del lugar, señor Potts.

—Puede que en este lugar, señor Phaulkon —replicó Potts—, pero no en Bantam ni en Madrás, se lo aseguro. Reclaman su cabeza. Y yo voy a ayudarles a conseguirla. Iré a la factoría a examinar cada libro con todo detalle.

—¿Ahora mismo? —preguntó Phaulkon—. Ya ha anochecido, señor Potts.

—Entonces ordene que traigan unas antorchas. Iremos de inmediato —afirmó Potts, observando a Phaulkon con recelo—. No cometeré la ingenuidad de acostarme para que usted salga subrepticiamente y amañe los libros mientras estoy dormido. Quiero examinar los libros sin modificaciones. A propósito —añadió Potts, recordando con rabia lo sucedido—, ¿por qué no había nadie en la factoría esta tarde? Nadie, salvo un estúpido centinela nativo. ¿Acaso es el cumpleaños del rey Carlos?

—No es el cumpleaños del rey Carlos, señor, sino del heredero del segundo ciclo del trono siamés —improvisó Phaulkon—. Por respeto a este país, procuramos observar las festividades más señaladas.

—Los holandeses no parecen compartir su actitud, señor Phaulkon —gruñó Potts—. Se dedican a trabajar. No es de extrañar que estén más avanzados que nosotros.

—Es posible, pero no gozan de popularidad entre los siameses. Aquí todavía se habla de uno de sus antiguos factores, un tal De Jongh. Solía pasearse por las calles vestido con un taparrabos y un sombrero. —Phaulkon observó a Potts atentamente—. Casi siempre estaba borracho. Los siameses no soportan la falta de autocontrol.

—Algunas personas no saben beber —comentó Potts sin inmutarse. Acto seguido se sirvió otra copa de brandy. La mitad del líquido se derramó sobre la mesa, formando un pequeño charco. Potts hizo caso omiso y se bebió de un trago el brandy que quedaba en la copa—. Así pues, dada la injustificada ausencia del factor principal —dijo intencionadamente—, ¿quiere tener la amabilidad de acompañarme a la factoría, señor Phaulkon?

—Como guste, señor Potts, pero creo que sería preferible que examinara los libros a la luz del día. Así también estarían presentes los otros miembros del personal y podrían responder a sus preguntas.

—Ya sé lo que está intentando, señor Phaulkon, pero no me hará cambiar de opinión. Iremos ahora mismo.

Phaulkon fingió dudar unos instantes.

—Si se niega a cooperar —dijo Potts con aire amenazador—, haré constar en mi informe que se me negó el acceso a la factoría, lo cual será muy negativo para usted.

Phaulkon comenzaba a perder la paciencia, pero fue en busca de dos antorchas.

Hacía una noche oscura, sin luna. Phaulkon condujo a Potts por un sendero de tierra que discurría junto al río. Había poca gente en la calle, tan sólo algún que otro pescador sumergido en el agua hasta las rodillas arrojando sus redes en el río; los siameses, temerosos de los espíritus, no solían salir después de anochecer a menos que fuera absolutamente imprescindible. Pero la ausencia de seres humanos se veía compensada con creces por el coro de sonidos nocturnos: el croar de las ranas, los chirridos de los grillos y el zumbido de los mosquitos que se instalaban ávidamente en las muñecas y los tobillos de los paseantes.

Potts, que caminaba dando traspiés y dejando caer su antorcha continuamente, soltaba una retahíla de blasfemias cada vez que tropezaba. En un momento dado pegó un salto para evitar que le agrediera un animal salvaje, que resultó ser un perro callejero más asustado que el propio Potts.

El trayecto, que Phaulkon recorría normalmente en cinco minutos, se le hizo interminable. Cuando llegaron a la factoría, después de más de media hora, Potts se sentó jadeando y exhausto a los pies de un árbol y apoyó la espalda en el tronco.

La factoría consistía en un inmenso almacén de madera con un par de estancias reducidas que hacían las veces de despachos. A diferencia de aquélla, la factoría holandesa constituía un imponente edificio de ladrillo rodeado por otros más pequeños, también de ladrillo. Hacía tiempo que Phaulkon deseaba renovar la factoría inglesa para que estuviera a la par que su rival.

Un centinela indio, armado con un mosquete, montaba guardia junto a la puerta. Al reconocer a Phaulkon se hizo a un lado. Seguido de cerca por Potts, que respiraba trabajosamente y le echaba el aliento en el cuello, Phaulkon metió una enorme llave en la cerradura y abrió la puerta mientras pensaba en la forma de hacer frente a la situación. Los libros estaban guardados en el despacho de Burnaby, y no tenía la menor intención de utilizar la llave que poseía. Los libros no sólo estaban desfasados sino que una parte del inventario del almacén —mercancías que Phaulkon y Burnaby habían reunido para venderlas por su cuenta y que permanecían allí desde antes de la expedición a Ligor— ni siquiera aparecía reflejada en ellos. Phaulkon tenía previsto poner los libros en orden en cuanto las cosas hubieran vuelto a la normalidad tras la visita del embajador chino. La llegada de Potts se había producido en el momento más inoportuno. De haber aparecido al cabo de unos días...

—¿Dónde están los libros? —preguntó Potts, mirando detrás de un montón de cajas con ayuda de su antorcha. Por fin parecía haber recuperado el resuello.

—Allí —contestó Phaulkon, señalando el despacho de Burnaby.

Potts se dirigió hacia la puerta e intentó abrirla.

—Está cerrada —dijo.

—¿Cerrada? —repitió Phaulkon, fingiendo asombro—. ¡Maldita sea! —exclamó al acercarse a la puerta y comprobar que no podía abrirla—. Pedí al señor Burnaby que no la cerrara con llave para que en caso necesario yo pudiera entrar en su despacho durante su ausencia.

—¿Por qué no le dejó la llave? —preguntó Potts, receloso.

—Jamás confía sus llaves a nadie —respondió Phaulkon—, pero me prometió que dejaría abierta la puerta de su despacho.

Potts observó a Phaulkon desde detrás de su antorcha.

—Avise al centinela —le ordenó—. Echaremos la puerta abajo.

—Le ruego que no se precipite, señor Potts. El señor Burnaby regresará dentro de poco y aquí no abundan los cerrajeros. Necesitamos disponer de una habitación cuya puerta permanezca cerrada con llave.

Potts no se inmutó.

—Ya me ha oído, señor Phaulkon. Eche la puerta abajo.

Este lunático es capaz de todo —pensó Phaulkon—. Pero si la expedición a Persia fracasa, seguiré necesitando a los ingleses. Puedo dejar que Potts examine los libros, o puedo impedírselo. Pero si tengo que elegir entre ambas opciones, prefiero la última. Es mejor la sospecha que la certidumbre.

—Señor Potts, teniendo en cuenta el inminente regreso del señor Burnaby, considero poco razonable su petición. Puede incluir mi negativa en su informe si lo desea.

—¿Se niega a permitirme la entrada?

—Me niego a derribar en plena noche una puerta que luego nos costará reparar, y que por razones de seguridad debe permanecer cerrada.

Potts, que hasta entonces había logrado contener a duras penas su ira, acabó por estallar.

—¿De modo que usted, un... un griego, un advenedizo se niega a que yo, Samuel Potts, el auditor más veterano de la honorable Compañía Inglesa de las Indias, examine los libros? ¿Cómo se atreve? ¡Es usted un maldito extranjero! —le espetó.

—Está usted borracho, señor Potts. Confío en que no olvide incluir este comentario en su informe. Yo lo haré constar en el mío.

—¿En su informe? —ironizó Potts—. ¡Ja! ¿Cree que alguien va a molestarse en leerlo? El informe de un... griego, que ni siquiera es el factor principal. ¡Estúpido arrogante! —exclamó, agitando la antorcha ante el rostro de Phaulkon.

El centinela acudió apresuradamente al oír las voces, y al ver a Potts amenazar a Phaulkon con la antorcha, se interpuso entre los dos hombres.

—¿Está usted bien, amo? —preguntó a Phaulkon en siamés, encarándose con Potts.

—¡Eche de aquí a este maldito nativo! —gritó Potts fuera de sí.

—Váyase a casa y serénese, no sea que cometa algún disparate, señor Potts —respondió Phaulkon con tono enérgico—. Y deje de agitar la antorcha. Este edificio es de madera y las cajas con muy inflamables.

Potts parecía haber perdido el juicio.

—No se atreva a ponerme una mano encima —replicó—. Se trata de los cañones, ¿verdad? No quiere que encuentre los cañones. Estoy enterado del asunto. ¿Dónde están?

Fuera de sí, Potts se puso a mirar entre las cajas, agitando peligrosamente la antorcha. El centinela se volvió hacia Phaulkon, sin saber qué hacer.

—Yo me ocuparé de esto —le dijo Phaulkon en siamés. Tenía que arrebatarle la antorcha a Potts.

—Aquí no hay ningún cañón. Sólo un material altamente inflamable.

Potts no le hizo caso y siguió agitando la antorcha.

—¡No se atreva a levantarme la voz, maldito griego! ¡Soy su superior y haré que le despellejen vivo!

Phaulkon avanzó hacia él, sin apenas poderse contener.

—Déme la antorcha, señor Potts, y derribaremos la puerta, tal como desea.

—¡No se mueva! —gritó Potts, moviendo la antorcha de un lado a otro—. Así que ahora está dispuesto a obedecer mis órdenes, ¿eh? Ahora que estoy resuelto a dar con esos cañones accede a echar la puerta abajo. ¡Ja! —Potts se echó a reír como si se hubiera vuelto loco—. Samuel Potts no se deja engañar por un advenedizo. Primero buscaremos los cañones.

Potts comenzó a retroceder, tentando el aire con la mano para no tropezar y sin apartar la vista de Phaulkon. A medida que reculaba echó una rápida ojeada a ambos lados buscando en vano los cañones. Phaulkon lo siguió con cautela, esperando a que Potts se apartara de las cajas, que contenían paño de lana, para lanzarse sobre él. Si Potts dejaba caer la antorcha sobre ellas se produciría un desastre.

El inglés siguió retrocediendo como un animal acorralado, mirando enloquecido a diestro y siniestro. Cuando Phaulkon oyó tropezar al centinela con una tabla del suelo que se había desprendido, ya era demasiado tarde. El indio había dado la vuelta para acercarse a Potts por detrás. Al oír el crujido de la tabla, Potts se volvió bruscamente y perdió el equilibrio, cayendo de espaldas y soltando la antorcha, que fue a aterrizar entre un montón de cajas.

El bambú se inflamó inmediatamente y las llamas se extendieron con voracidad a través de la madera seca y la mercancía. Phaulkon y el centinela se precipitaron hacia dos grandes tinajas llenas de agua que había a ambos lados de la puerta. Para cuando lograron arrastrarlas hacia el lugar donde ardían las cajas y comenzaron a sacar el agua con unos pequeños cuencos, el fuego se había convertido en un incendio. Pese a sus esfuerzos, no consiguieron sofocar las llamas.

Potts se levantó, contemplando las llamas como un poseso. Luego dio media vuelta y salió apresuradamente del edificio.

Un momento después el fuego comenzó a devorar los muros y el techo, provocando el desplome de algunos elementos de la estructura. Phaulkon se detuvo unos instantes delante de su despacho, pero al ver que las llamas habían irrumpido en el de Burnaby, que estaba junto al suyo, echó a correr hacia la salida arrastrando consigo al centinela. En el exterior había comenzado a congregarse mucha gente, atraída por el fuego. Los primeros en llegar se quedaron plantados ante el edificio, contemplando entre impotentes y fascinados las llamas. Estas se encabritaron hasta alcanzar el tejado, que no tardó en desplomarse estrepitosamente. Otros, llevando unas tinajas de agua, formaron un círculo en torno al almacén para impedir que el fuego se propagara hasta las casas vecinas. Pero el polvo y la tierra que rodeaba el edificio obstaculizaron el paso de las llamas, que tuvieron que contentarse con devorar lo que tenían más a mano.

Potts, que se había serenado, estaba sentado al pie de un árbol, con la cabeza sepultada entre las manos.

—¿Qué ha pasado? —preguntaba la gente.

Cada vez que alguien formulaba esa pregunta, el centinela, que permanecía junto a Phaulkon, señalaba a Potts y respondía:

—Ese hombre prendió fuego al almacén con su antorcha.

Phaulkon envió al centinela a casa del ayudante del Barcalon para que le informara del siniestro. Al cabo de unos momentos vio a dos soldados que se acercaban apresuradamente al grupo de gente agolpada ante la factoría para averiguar lo ocurrido. Todos señalaron a Potts. En una ciudad donde prácticamente todos los edificios eran de madera, provocar un incendio, aunque fuera de un modo involuntario, era considerado un acto criminal. Si el incendio había sido provocado deliberadamente...

Phaulkon observó en silencio cómo los soldados se llevaban de allí a Potts. El inglés no opuso resistencia. Phaulkon contempló por última vez los restos carbonizados de lo que había constituido el cuartel general de la honorable Compañía en Siam. En aquellas llamas vio algo más que la factoría incendiada. Vio arder el último puente que lo unía a los ingleses. Madrás aceptaría inevitablemente la versión de Potts sobre los hechos, y si decidían reconstruir la factoría no lo harían con ayuda de Phaulkon y Burnaby sino de sus sucesores, y tanto uno como otro se enfrentarían a un consejo de guerra en Madrás. Phaulkon pensó preocupado que era crucial el éxito de la expedición a Persia.

—Comprendo su inquietud, señor Faa, pero en este país existen unas leyes, y esas leyes deben cumplirse. Ya le he explicado que prender fuego a un edificio es un delito criminal, tanto si ocurrió accidentalmente como si fue provocado adrede. —El Barcalon arrugó el ceño—. El castigo es la muerte. En algunos casos excepcionales, Su Majestad puede perdonar generosamente al individuo si éste ha llevado una vida ejemplar, y conmutar la sentencia de muerte por la de cadena perpetua. Pero nunca en el caso de un incendio provocado deliberadamente, señor Faa, tal como parece que ocurrió en este caso.

El Barcalon se detuvo para recuperar el resuello. Su salud se había deteriorado últimamente y cada vez tenía más ataques de asma.

—Habitamos en casas de madera, señor Faa. Imagínese el caos que se produciría si no aplicáramos esas leyes con todo rigor, o si instauráramos una política de excepciones. Nuestros ciudadanos se volverían aún más descuidados.

El joven intérprete siamés contratado por la Compañía holandesa tradujo las palabras del Barcalon. Acababa de regresar de Holanda, adonde había ido a estudiar, junto con un puñado de compañeros, bajo los auspicios del gobernador general de Batavia.

—¿Y decís que sólo Su Majestad puede conmutar una sentencia de muerte? —preguntó el director de la VOC.

—Así es, señor Faa. Sólo Su Majestad tiene la facultad de imponer la muerte y perdonar la vida a sus súbditos. O a los extranjeros que cometan un crimen en este país —añadió el Barcalon.

—Pero, Excelencia, dado que el señor Potts acaba de llegar al país y por tanto ignora sus leyes, y que el edificio siniestrado era una agencia mercantil extranjera, ¿no podríais hacer una excepción? ¿No podríais exigir a Potts, por ejemplo, que abandonara el país?

El jefe de la VOC pensó que era esencial que Potts regresara a Madrás para presentar su informe. Con suerte, ello provocaría la expulsión de Phaulkon y el cierre de la sucursal inglesa en Siam.

—Os quedaríamos muy agradecidos, Excelencia —dijo Faa sonriendo afablemente—, y por supuesto os recompensaríamos por el favor.

El Barcalon observó al holandés fijamente mientras escuchaba la traducción de sus palabras. Era la segunda vez en dos días que aquel hombre se presentaba ante él para suplicar por la vida de Potts. Era obvio que estaba impaciente por sacar al inglés de la cárcel. ¿Pero por qué? ¿Por qué deseaban de pronto los holandeses ayudar a los ingleses? ¿Quién era ese tal Potts, y qué había venido a hacer a Ayudhya? La clave del enigma residía sin duda en las respuestas que había ofrecido Phaulkon. Cuando fue interrogado sobre el siniestro, Phaulkon declaró que Potts era un alto funcionario de la Compañía inglesa y que había venido para examinar los inventarios. Debido al intenso calor, había ingerido demasiado brandy y había tropezado con una tabla del suelo del almacén, dejando caer accidentalmente la antorcha. Phaulkon se había disculpado en nombre del señor Potts y de la Compañía, rogando que al señor Potts se le permitiera abandonar el país, dado el importante cargo que ocupaba en la Compañía y la reciente renovación del tratado de amistad entre Siam e Inglaterra. La Compañía Inglesa de las Indias, según había asegurado Phaulkon, estaba más que dispuesta a indemnizar a la corona siamesa por cualquier daño que hubieran sufrido los edificios contiguos a la factoría.

Pero Phaulkon había ofrecido en privado una explicación muy distinta, y el Barcalon pensaba que ahí residía el meollo de la cuestión. Phaulkon había contado a Sunida que el tal Potts era un borracho empedernido, uno de esos farangs cuya conducta constituía una vergüenza para su nación y para las relaciones anglosiamesas. Por si fuera poco, era un espía a las órdenes de los holandeses, un canalla inglés dispuesto a vender sus servicios al mejor postor. El Barcalon se estremeció al recordar las revelaciones que Phaulkon había hecho a Sunida sobre las groserías y blasfemias proferidas por Potts. De hecho, todos los siameses que se habían visto obligados a repetir esas palabras, desde Sunida hasta Sri, pasando por la vendedora del mercado y el capitán Somsak de la guardia del palacio, habían hecho una pausa para tragar saliva antes de hablar. Ni uno solo de ellos había dejado de invocar la dispensa divina antes de repetir aquellas blasfemias. Potts se había referido a Su Majestad como el rey de los cocodrilos. El propio Barcalon se había negado a repetir esa ofensa al Señor de la Vida, violando su juramento de informar fielmente a Su Majestad de todos los asuntos de Estado, pese a que ocultar información al Rey constituía un crimen castigado con unos azotes en las plantas de los pies, incluso con la pena de muerte si dicha información se refería a una traición, como en el presente caso. Phaulkon se había mostrado muy indignado al revelar a Sunida la forma en que Potts se había emborrachado e insultado a los siameses, llamando a Su Majestad el rey de los cocodrilos porque sus súbditos se arrastraban ante él como reptiles. El Barcalon trató de borrar aquella injuria de su memoria. Según Sunida, Phaulkon, escandalizado por la conducta de Potts, le había exigido que retirara sus palabras, pero éste le había respondido con una sarta de insultos. Posteriormente, siguiendo las instrucciones de los holandeses, Potts había prendido fuego al almacén, fingiendo tropezar con una tabla del suelo para que pareciera una accidente. Por lo visto los holandeses se habían guardado de informar a Potts, recién llegado al país, sobre las leyes referentes al delito de provocar un incendio, asegurándole que no tendrían la menor dificultad en lograr que las autoridades lo liberaran de inmediato. El centinela del almacén que había estado presente el día en cuestión había corroborado la versión de Phaulkon, afirmando que había estallado una violenta disputa entre los dos farangs.

El Barcalon se esforzó en conservar la calma y centrarse en el asunto que debía resolver. El holandés esperaba una respuesta respecto a la liberación de Potts. Pero eso no ocurriría nunca, al menos mientras él fuera el Barcalon.

—Señor Faa, debo reconocer que ustedes los holandeses me desconciertan. El otro día me pidió que castigara a los ingleses por robarles sus cañones para armar a los rebeldes de Pattani, y hoy me pide que libere a un funcionario de la Compañía inglesa que ha prendido fuego a un edificio. Discúlpeme si mi mentalidad siamesa no está preparada para descifrar esa lógica —dijo el Barcalon inclinando la cabeza cortésmente.

Faa estaba en un apuro. Era cierto que había acusado a los ingleses y que ahora suplicaba que perdonaran la vida a uno de ellos. Pero resultaba esencial que Potts llegara a Madrás para presentar su informe. Era una oportunidad de oro que no volvería a repetirse. Potts incriminaría sin duda a Phaulkon y subrayaría que todos los factores ingleses se habían ausentado de sus puestos. Burnaby y Phaulkon serían juzgados y quizá condenados a morir en la horca, y el caso levantaría tal polvareda —de lo cual se ocuparía el propio Faa— que los ingleses no se atreverían a reabrir su agencia comercial en Ayudhya. Faa se libraría de ellos de una vez para siempre, y cuando todo el mundo se enterara del importante papel que había desempeñado en el asunto, su ascenso sería imparable. Debía conseguir a toda costa que Potts fuera puesto en libertad, aunque tuviera que ejercer cierta presión sobre los siameses.

—Excelencia, Potts es inocente. Ha sido manipulado por los ingleses. Estoy dispuesto a proporcionaros un rehén holandés en sustitución de Potts hasta que pueda demostrar su inocencia.

El Barcalon observó a Faa en silencio.

—Según creo recordar, ha mencionado usted el elevado rango de ese tal Potts. No conozco a ningún holandés en Ayudhya que posea una rango similar, a menos, claro está, que usted... —El Barcalon observó fijamente al director de la VOC, esbozando una ligera sonrisa.

Aarnout Faa, un hombre que no perdía fácilmente la compostura, empezaba a sentirse muy incómodo. Necesitaba a toda costa que Potts subiera a un barco con destino a Madrás en lugar de permanecer expuesto en la plaza pública con un cartel colgado del cuello, como ocurría en aquellos momentos. El temible cangue, como lo denominaban los portugueses, oprimía el cuello del reo como una soga de madera, haciendo que los ojos se le salieran de las órbitas y que apenas pudiera respirar. Era la más grave humillación pública reservada a un condenado, y el farang llamado Potts había atraído la mayor multitud que jamás se había visto en la plaza frente a las prisiones.

—Excelencia, en honor a los muchos años de amistad y colaboración entre nuestras dos naciones, os ruego humildemente que liberéis a ese hombre.

—Señor Faa, aunque respeto esa amistad como el que más, y aunque comprendo que su vehemente deseo de liberar a ese hombre debe de obedecer a unas razones que no logro explicarme, le repito que ha sido acusado de un delito muy grave en nuestro país y que no podemos crear un precedente enviándolo al exilio sin castigo.

—Excelencia, he tratado de expresaros con toda claridad mi criterio.

—Y yo a usted el mío, señor Faa.

El tono de Aarnout Faa se endureció.

—En tal caso no tengo más remedio que solicitar a mi superior, el gobernador general, que examine el tratado de 1664 y elimine ciertos artículos que se refieren a... a nuestra protección especial.

—Curiosamente, señor Faa —contestó el Barcalon sin inmutarse—, hace tiempo que deseábamos sacar a colación ese tratado. Le agradezco que se me haya adelantado. Consideramos que han quedado obsoletas varias cláusulas y debo decir que en ese aspecto hemos comprobado que los ingleses están más que dispuestos a ofrecer ciertas sugerencias.

—Muy bien, Excelencia. No tardará en recibir noticias nuestras —dijo fríamente el director de la VOC poniéndose en pie.

—Será un placer, señor Faa —respondió el Barcalon, sonriendo con cordialidad.

Sabía en su fuero interno que no había un momento que perder. En el caso Potts, Constantine Phaulkon había demostrado sobradamente su talento para la diplomacia y su lealtad a Siam. Había suplicado públicamente que Potts fuera liberado para salvaguardar la relación amistosa entre Inglaterra y Siam, pero en privado se había encarado con Potts por haberse atrevido a insultar a la monarquía siamesa. El propio Rey se había manifestado de acuerdo con esta opinión del Barcalon. A partir de ahora, los planes de Phaulkon para la defensa de Siam serían tomados muy en serio y posiblemente puestos en marcha de inmediato.