15
Después del amanecer
—¿Has visto eso, Kuangoo? ¿Has visto esta bola de energía? ¿A que no te lo esperabas? —preguntó Fred con una gran sonrisa—. ¡Quién te lo hubiera dicho hace nueve meses!
Habían pasado nueve meses desde que había asumido sus poderes. Durante todo aquel período hubo días para todo; momentos en los que intentó reprimir el dolor cuando Kuangoo lo machacaba con los entrenamientos hasta altas horas de la madrugada, otros en los que gimió de impotencia porque pensaba que una vez que asumiera sus poderes no le dolería ninguno de los impactos que su cuerpo sufría, y los menos en los que terminaba rindiéndose al cansancio y al dolor que le provocaban los golpes que recibía. Su cuerpo había albergado un mapa de moratones de todos los colores, por no decir todas aquellas extrañas sensaciones que había experimentado su corazón. A veces se creía que era todo un adulto para hacer las cosas que hacía Kuangoo, pero otras veces quería salir corriendo y dejar de lado toda una serie de cuestiones que lo reclamaban desde pequeño, por no hablar de los sentimientos encontrados con respecto con Sylvia.
No quería pensar en ella; todos los días se decía que se había llevado a Alina, aunque por las noches soñaba con ella. En sus sueños se le colaba la imagen de aquella chica rubia de cara redonda y ojos del color del bronce. Por otra parte, gracias al contacto que había entre Alina y su madre, sabía que su hermana estaba bien atendida por ella y… por Cariän, y que no dejaba que nadie se le acercara, ni siquiera Magriana. Ellos eran el único apoyo que Alina tenía en Bobair. Eso suponía una cierta tranquilidad para Maasara y para Fred. También estaba el hecho de que le hubiera perdonado la vida. Podía haberlo matado como a Ferdian.
No, no podía sacársela de la cabeza. ¿Pensaría en él? Ya no era el crío que había conocido unos meses antes y Sylvia tenía que saberlo de alguna manera.
Volvió a concentrarse en su mano y en su bola de energía.
—Lo he conseguido, Kuangoo —insistió en ese pequeño logro que no sabía cómo había ocurrido. Sin pensar en el poder que tenía entre sus manos, había sucedido un acto de pura magia—. Esto está chupado.
Desde hacía unos días estaba más inquieto de lo normal por todo el tiempo que había transcurrido sin hallar los resultados que se esperaba de él. Sabía que Kuangoo deseaba abrir la puerta para luchar contra Magriana. Sin embargo, a pesar de todos los días en los que había pensado en tirar la toalla, Kuangoo siempre estuvo a su lado y nunca le reprochó que fuera tan lento para asimilar todos los conocimientos. Kuangoo se había revelado como un implacable maestro. Su mente contenía toda la información de Raan-Kizar. Y cada día que pasaba junto a él, Fred se maravillaba más y más de su compañero de camino.
Desde que había descubierto algunos de sus poderes se había mostrado un tanto inseguro en cómo manejarse con la situación. Tenía miedo de no ser lo que se esperaba de él, o de una vez que estuviera en Bobair no poder enfrentarse a Magriana y lady Moura y de no rescatar a los dragones. No obstante Kuangoo se limitaba a asentir y a seguir con el entrenamiento.
—Mira, Kuangoo, ya domino la energía en mis manos. —Mantenía una bola de energía de color azulada entre las palmas de sus manos.
Fred las levantó por encima de su cabeza e intentó lanzar la bola hacia la pared de una casa medio derruida. En el momento de hacerlo, la bola se le descontroló y él comenzó a ir de un lado a otro sin saber muy bien qué hacer con aquella esfera que iba creciendo por momentos.
—Concéntrate —le aconsejó Kuangoo. Meditaba encima de la copa de un árbol—. Has olvidado lo más importante, Fred. La concentración es básica para llevar a cabo cualquier cosa que quieras hacer en esta vida. Olvídate de todos tus logros si no eres capaz de ir acumulando conocimientos.
—¿Pero cómo puedes verme si tienes los ojos cerrados?
Lo que un principio había sido una bola del tamaño de un balón de fútbol, se había convertido en una esfera del tamaño de la rueda de un camión.
—Fred —dijo el primer dios sin perder la calma—, ¿qué es lo primero que debes hacer?
Trataba de pensar a la vez que la energía lo arrastraba hacia unas chumberas que había en el borde de un barranco. Intentó poner todas las ideas en orden antes de que su cuerpo fuera a parar a una cama llena de pinchos.
Según el dios, tenía que encontrar un espacio en su mente para alejar el dolor de su cuerpo. No podía permitirse el lujo de fracasar en el intento de no controlar una bola de energía. Cerró los ojos unos instantes y buscó alguna información que le sirviera en esos momentos de crisis. Sus pensamientos se sucedían de una manera frenética. De repente una luz se encendió. Respiró profundo y se concentró en sus pies. Lo que tenía que hacer era empezar la casa por los cimientos. Por lo tanto tenía que imaginar que las plantas de sus pies poseían fuertes raíces que lo sujetaban a la tierra, y desde ahí ir subiendo poco a poco hasta controlar su cuerpo. Después se concentró en la energía que nacía de las palmas de sus manos. Kuangoo le había dicho una y mil veces que no importaba cuán grande fuera la bola, si la energía se le dispersaba por entre los dedos.
Una vez que estuvo seguro de que sus pies no se movían y que la bola de energía volvía a ser del tamaño de un balón de fútbol, se giró y la lanzó hacia la casa que había a sus espaldas. Fred miró a Kuangoo. Había abierto los ojos y permanecía en actitud serena. Ni siquiera se había inmutado cuando los ladrillos saltaron por los aires.
Bajó de la copa del árbol antes de que Fred terminara de parpadear. Le hizo una señal con la mano para que se acercase hasta donde se encontraba. Se sonrió. Estaba seguro que al fin Kuangoo le felicitaría. Se dirigió con mucha calma hasta donde se encontraba el primer dios. Anduvo con el pecho henchido, bien orgulloso de sí mismo. Ninguno de los dos decía una palabra.
Kuankoo giró en redondo y comenzó a andar hacia un camino pedregoso que le llevaba a un riachuelo y discurría por el barranco. Sonrió de espaldas a Fred. Aún quedaban muchas puertas por abrir, pero estaba seguro que había descubierto una pequeña rendija de todo el poder que poseía.
Fred alcanzó a Kuangoo y este comenzó a explicarle lo importante que era la concentración. Mientras hablaba mantenía los ojos cerrados, aunque sus pies sabían perfectamente el terreno que estaban pisando.
—Has recorrido un largo trecho. Alantarior te ha enseñado a manejar la espada y el arco, Kalpar te ha mostrado cómo moverte con sigilo y a seguir un rastro, Minerva te ha revelado una nueva manera de desplazarte, Marmelia te ha dotado de confianza para que te entregues a tus dones y tu madre te está enseñando a sobrellevar el dolor físico. En este proceso faltamos Akelea y yo. Ella te podrá mostrar cómo tu cuerpo puede desvanecerse o adoptar otra forma. Todos los dioses la tenemos, lo cual nos permite utilizarla a voluntad en caso de necesidad. Con ella hemos adquirido los mismos poderes que si actuáramos bajo nuestra identidad verdadera.
—¿Sabes cuál es mi otra forma? —inquirió Fred.
—No, eso solo lo puedes descubrir tú. Generalmente aparece cuando has comprendido cómo funcionan tus dones —se agachó un poco para oler una rama de romero—. Antes sería contraproducente.
—¿Por qué?
—Porque si no eres capaz de controlar unos poderes con una forma que te es familiar, ¿cómo vas a hacerlo con una identidad que no conoces? Nuestra naturaleza es sabia. —Acto seguido se materializó en el duende que se había presentado meses antes en su cuarto. Se sentó en una piedra redonda que había a un lado del camino—. A veces un enemigo te puede subestimar cuando te muestras como un simple e inofensivo duende. ¿Sabes cuántas intrigas he presenciado y cuántas batallas he ganado bajo este aspecto? —Fred negó con la cabeza—. Son tantas que la memoria me falla.
—¿Y cuánto me queda por aprender?
—¿Hasta dónde estás dispuesto a aprender?
—No sé —se encogió de hombros—. Creo que he aprendido bastante…
—¿Estás seguro de eso, Fred? —volvió a recuperar su forma real.
Se colocó frente a Fred para mirarle a los ojos. No sabía cómo tomarse esa mirada escrutadora que tenía el primer dios. No había reproche, ni decepción, pero le parecía que estaba esperando a que llegase a la conclusión de alguna cosa. Torció varias veces los labios intentando encontrar aquello que deseaba Kuangoo.
—Bueno… es posible —se llevó las manos a los bolsillos y agachó la cabeza— que no haya aprendido mucho, pero puedo controlar una bola de energía…
—¿Crees que en nueve meses has aprendido algo? —Fred quiso contestarle, pero Kuangoo siguió hablando sin darle la oportunidad de explicarse—. No permitas que un exceso de confianza arruine tu objetivo. ¿Crees que estás a la misma altura que Magriana…?
—No…, no me he explicado bien…
—¿Crees que estás preparado para luchar contra ella? ¿Y solo te conformas con una bola de energía, cuando con tus poderes puedes superarnos a todos los demás dioses? Yo puedo ver muchas cosas, Fred. No puedes engañarme. Aún te preguntas cómo has logrado hacer esa bola de energía, ¿no es así?
Fred le dio una patada a una piedra.
—¿Hasta dónde crees que debo aprender?
—Eso debes decidirlo tú, no yo —dio media vuelta y comenzó a andar—. Mi cometido es estar a tu lado para enseñarte a abrir esas puertas y a descubrir todo tu potencial.
Fred vio que se alejaba hacia el riachuelo que serpenteaba a través del barranco. Kuangoo había considerado oportuno llevarlo fuera de Valencia, en concreto a un pueblo de Murcia para enseñarle todo lo que sabía. Era principios de septiembre y el riachuelo fluía con escasez en esa época del año, pero discurría lo suficiente como para percibir el gorgoteo del agua que lamía los meandros que había en el lecho. Se escuchaba el zumbido de las abejas en unas flores al borde del camino, las moscas que se agitaban inquietas sobre un animal muerto y el canto de la cigarra, acompasado con el ritmo pausado de la vida. Caminaba lentamente por un sendero de tierra amarillenta, haciendo breves pausas de vez en cuando para oler las flores con las que se encontraba. Se apoyó en una higuera y alargó una mano para coger un higo. Lo abrió con tranquilidad para comérselo.
Fred pensó que Kuangoo no tenía prisa por enseñarle nada. Como si la batalla que se acercaba en Bobair no tuviera que ver con ellos. Agitó la cabeza para desechar esa idea de sus pensamientos.
Lo alcanzó sin ninguna dificultad. Atrás quedaron aquellos tiempos en los que miraba dónde ponía el pie para no caerse. Ya nadie lo podía considerar un patoso. Había llevado una vida normal y corriente por el día, mientras que la noche la dedicaba a que los dioses le enseñaran qué debía hacer con sus poderes. Nunca salió una queja de sus labios, un lamento por las horas de sueño que se robaba. Y todo lo había hecho por Alina, porque su hermana lo necesitaba y quería que estuviera orgullosa. Sonrió a medias por todo el camino que había recorrido. Creía saber demasiado como para ir a Bobair y enfrentarse a Magriana, pero Kuangoo siempre estaba dispuesto a enseñarle todos los días algo más.
—Creo que sé qué quieres decir. Estoy dispuesto a aprender hasta que mis días concluyan y Pictia venga a por mí y me marche a la Isla de Elrer —concluyó Fred. Sus palabras tenían un matiz de preocupación que Kuangoo hacía tiempo que no escuchaba—. Pero a veces me parece que no veo los resultados para el trabajo que estoy haciendo. Y quiero ir a Bobair…
—Y yo, Fred. Todos tenemos motivos para ir a Bobair, pero no es el momento. Aún no —respondió Kuangoo.
—¿Pero no es un error no hacer nada?
—No puedo arriesgar tu vida, ni precipitarme porque pienses que estés preparado. Ese sería el mayor error de mi vida, y créeme, he cometido muchos. Recuerda la frase: «Si no se sabe dónde está, no se va». —Kuangoo miraba a Fred de soslayo para comprobar que entendía lo que le decía—. No es una frase que hable solo de un lugar físico, sino en qué punto estás del camino. Es cierto que has aprendido mucho más de lo que todos esperábamos, porque has trabajado muy duro y todos estamos orgullosos, aunque no es suficiente…
Fred se sonrojó hasta las orejas. Era el primer cumplido que recibía después de tantos meses.
—Trabajaré mucho más duro.
—Eso es lo que quería oír —Kuangoo suspiró con tranquilidad, saboreando la plácida mañana de los últimos días de verano—. Tampoco te tienes que preocupar por los frutos de tu trabajo. Había un dicho entre nosotros que decía: «El que camina sin dudas, llega a la meta, el que tropieza y se levanta una y cien veces, también llega, pero aquel que se sienta pensando en cómo será su llegada, jamás la alcanza si no camina». Si piensas en vez de actuar, nunca llegarás a la meta.
Kuangoo le mostró con la palma de la mano la gran llanura de hielo que se extendía bajo sus pies. Fred se sorprendió al encontrarse en un lugar que no conocía. Al parecer, lo había llevado al Polo Sur. No sabía por qué había llegado a esa conclusión, aunque intuía que estaba en la otra parte del mundo. Pero, ¿cómo habían llegado hasta allí? Era materialmente imposible haber realizado un viaje desde el sur de Murcia. «Aquello escapaba a toda lógica», pensaba a la vez que contemplaba el paisaje duro y agreste, blanco e impoluto, que mirara por donde mirara se extendía hasta más allá de donde le llegaba la vista.
Vestía con una camiseta negra de algodón y unas bermudas que le llegaban a las rodillas. De repente sintió frío. Cruzó los brazos y empezó a dar saltos para calentarse. Observó que Kuangoo no se inmutaba ante la brusca bajada de temperatura; él siguió caminando con tranquilidad. Habían pasado de una mañana cálida a una muy fría, y con el anuncio de una tormenta de nieve que se avecinaba a lo lejos. Fred echó a correr detrás de Kuangoo y se resbaló. Aterrizó todo lo largo que era. Se levantó con cuidado para no resbalar de nuevo. Kuangoo esperaba a que llegara hasta él con una sonrisa maliciosa en los labios.
—¿Y tú eres el que pretende presentarse en Bobair a luchar contra Magriana?
Fred no le contestó; solo le dirigió una mirada desprovista de humor. Se colocó a su lado sin emitir una queja. Respiró varias veces antes de concentrarse en alejar el frío de su cuerpo. La respiración agitada no le ayudaba en nada a calentar sus ateridos miembros. Después de un rato tratando de encontrar la manera de entrar en calor se dio cuenta de por qué no podía. Tenía que avanzar paso a paso, como le decía todos los días Marmelia. Tranquilizó su respiración, buscó la información que precisaba en su mente abotagada por el helor. Con rapidez puso remedio y su cuerpo recuperó la temperatura que necesitaba.
—Esto no es un hecho aislado de todo lo que puedes hacer con tu cuerpo y tu mente —continuó hablando Kuangoo—. Este logro es parte de un todo. Cuando domines esto, dominarás todo tu poder. Ahora me gustaría que cerraras los ojos. No quiero que los abras ni que hables. Solo escucha a tu alrededor.
Fred asintió cerrándolos. Sus mejillas estaban coloreadas por el calor que desprendía cada poro de su piel.
—Quiero que entiendas que los sentidos son capacidades menores que poseen los humanos. Nosotros hemos desarrollado, a la vez que hemos potenciado, todo lo que nos ofrecen los sentidos sin necesidad de utilizarlos. Aunque mantenga los ojos cerrados puedo percibir mi entorno. Tenemos una especie de sónar, como los murciélagos, que nos permite emitir una serie de sonidos de alta frecuencia. No son nuestros ojos quienes ven, sino nuestro cerebro. Conformamos un mapa de imágenes gracias al eco y no al estímulo luminoso. Y como con este, los otros sentidos también están magnificados. A partir de ahí nuestra mente y nuestros poderes son ilimitados. Tú eres el que decide hasta dónde deseas avanzar. Siempre me había mostrado orgulloso de poseer más dones que ninguno de los demás dioses. ¿Y sabes cuál era mi secreto? —Fred negó con la cabeza—. Nunca he tenido miedo de traspasar los límites como el resto de dioses. Muchos se conforman con un simple poder, como quieres hacer tú, pero si supieran que todo lo que te estoy enseñando también podrían adquirirlo ellos, entrenarían como lo haces tú. Los dioses nos volvimos vagos, aunque todo esto que te enseño lo descubrí demasiado tarde.
—¿Tarde? —preguntó sin entender muy bien qué quería decir.
—Sí, lo descubrí fuera de mi mundo, mientras vagaba por el universo junto a los demás dioses…
Fred abrió los ojos unos instantes, lo buscó con la mirada, pero no lo encontró. En aquel paisaje era imposible esconderse pues no había ni una sola roca a su alrededor. Lo llamó varias veces y no escuchó una respuesta por su parte. Maldijo por su mala suerte. Kuangoo se la había vuelto a jugar. ¿Qué hacía él en medio de un sitio que no conocía? Volvió a sentir frío y dijo en voz alta:
—Esta me la vas a pagar, Kuangoo…
Se rio por no llorar. Por mucho que gritara no había nadie que lo escuchase. Gritó una vez, y otra más, pero en esta ocasión de rabia y de impotencia. Estaba al borde de un ataque de pánico. Se le secó la boca y empezó a hiperventilar.
—Joder, esto es muy difícil.
Cogió un poco de aire. Cerró los puños cuando fue consciente que tenía que salir de ahí por sus propios medios. No podía seguir siendo un pusilánime y un quejica y llamar a su madre cada vez que estaba en un aprieto. Poco a poco se fue tranquilizando, ya que por mucho que gritara no iba a solucionar nada. Esa mañana había conseguido una bola de energía, y si lo había logrado, lo demás no tenía que ser muy distinto. Kuangoo le había dicho que formaba parte de un todo. Todo aquello que buscaba estaba dentro de él. Multitud de pensamientos se agolparon de repente. Recordó la mañana de aquel día en que conoció a lord Alantarior y que Kuangoo recreó en la cocina de su casa Raan-Kizar.
Los pensamientos se fueron acallando y un espacio limpio y puro ocupó toda su mente. Las puertas estaban ahí. Solo tenía que caminar hacia ellas y abrirlas. No era tan difícil, se decía una y otra vez sin parar. Sin embargo sus pies no podían caminar. Miró hacia abajo para ver qué era lo que le impedía avanzar, y se vio a sí mismo como el patoso que había sido durante toda su vida… aunque algo había cambiado. Había crecido más de veinte centímetros, se había cortado el pelo, sus rasgos ya no tenían nada del niño que soñaba por las noches con ser un ninja, como tampoco necesitaba gafas para ver y su cuerpo se había ensanchado. Además, el duro entrenamiento que lord Alantarior le había procurado había obrado maravillas en sus músculos débiles y fofos. Ya medía poco más de un metro ochenta y cinco centímetros, pero su madre le había dicho que todavía le quedaba por crecer. Su padre estaba cerca del metro noventa. Ahora casi llegaba a ser el reflejo que había visto en su casa de Valencia. Si tenía que avanzar no podía quedarse en aquel chico que dudaba de lo que el futuro le deparaba. Debía confiar en sus posibilidades si quería abrir todas aquellas puertas que permanecían cerradas. Volvió a respirar con tranquilidad, desechando ese Fred que había sido toda su vida y trató de recuperar su forma tal cual era. El chico que fue durante todos aquellos años lloraba, gritaba y pataleaba porque se hundía en el recuerdo de un pasado duro.
Sonrió cuando aquel recuerdo se desvaneció y no apareció nunca más en su vida. Podía caminar sin miedo para abrir las puertas. Alargó el brazo para abrir la primera de ellas. No podía echarse atrás. Había comenzado su camino después de meses preparándose para ello. Respiró con calma, sintiéndose seguro de lo que estaba haciendo, porque no tenía miedo. Se sumergió entonces en un vacío limpio y envolvente, donde había paz y tranquilidad, un espacio claro como una mañana soleada, transparente como una copa de cristal. Sus pensamientos no eran el caos que hasta ahora habían sido, pues ahora todo empezaba a encajar como el engranaje perfecto de una pieza de relojería. En ese lugar todo era posible y podía vislumbrar que sus poderes tenían que ver con el origen mismo del universo, en el instante mismo en que todo comenzó a ser, como comprendió dónde estaba su punto débil. Jamás se hubiera imaginado que aquello que escondió tras unas gafas durante toda su vida tuviera tanto poder, y a la vez fuera el elemento que podría llevarlo a la muerte. Sus ojos verdes contenían una fuerza increíble.
Siguió investigando y abriendo aquel laberinto de puertas. Se detuvo frente a una que le llamaba la atención. La abrió con cuidado, como si temiera despertar a la cosa que dormitaba ahí. Sin embargo, al igual que todas las que veía eran resplandecientes, esta parecía vieja. Cuando la abrió, se encontró que en el fondo de aquella habitación habitaba un pájaro que parecía un águila enferma. El animal alzó la cabeza y la volvió a posar sobre un ala carente de plumas. Sus ojos estaban faltos de vida, su pico temblaba por no recibir el cuidado que necesitaba y el plumaje estaba descolorido. Tuvo el deseo irrefrenable de acunarlo entre sus brazos. Lloró por haberlo dejado abandonado durante aquellos años. Corrió a su lado para abrazarse al águila. El animal levantó la cabeza y se vio reflejado en sus ojos. Comprobó que los tenía del mismo color que él. Sintió que si no actuaba pronto, el águila moriría entre sus manos. Se concentró en pasar la energía al animal. Estaba agónico. De repente ya no lo veía sino que era parte de él. Comprobó que de sus brazos salían plumas de un rojo brillante como la sangre y doradas como el sol. Se sentía cómodo con esa nueva experiencia. Desplegó las alas para comprobar la envergadura que podía alcanzar. Casi dos metros de ala a ala. Confirmó que su pico era fuerte, así como sus garras. Hasta ese instante no se había dado cuenta, pero en el centro de la habitación había surgido de la nada un gran fuego. Asintió con la cabeza porque sabía lo que debía hacer. Se bañó en aquellas brasas sin temor, jugó entre los carbones que la alimentaban y salió renovado como el ave fénix que era. Había encontrado su otra forma. Allí de pie, en medio del silencio de un desierto de hielo, descubrió que podía resurgir más fuerte que nunca.
Abrió los ojos y notó que alguien le hablaba al oído.
—¿Estás preparado para volver a casa?
Fred, en la figura de ave fénix, asintió con la cabeza. Kuangoo le acarició debajo de la barbilla y Fred sacudió su plumaje.
—¿Quieres viajar sobre mi lomo? —preguntó Fred.
Kuangoo no lo dudó ni un instante porque se subió antes de que Fred terminara de hablar.
—¿Dónde te habías metido? —preguntó.
—Mantuve mi forma de duende hasta que te transformarte en ave fénix. Te dije que bajo esta forma me proporcionaba más alegrías de las que en un principio tú podías imaginar —contestó recuperando la forma de duende.
Fred desplegó las alas para alzar el vuelo.
—Agárrate porque no voy a tener compasión contigo. —Subió como una bala en dirección al sol y después realizó varios tirabuzones en el aire que estuvieron a punto de tirar a Kuangoo—. ¡Guau, esto es maravilloso!
Kuangoo soltó una carcajada. Fred se sentía dichoso con esa nueva sensación. Era lo que necesitaba para avanzar. Resurgir de su otro yo, ahora ya olvidado. Su cuerpo esbelto y de maneras muy cuidadas, se movía con elegancia. Viajaba por encima de las nubes como si lo hubiera hecho toda su vida. Sabía que podía viajar mucho más deprisa, pero quería disfrutar de ese gran placer que acababa de descubrir.
Un mundo nuevo se había abierto para él. La realidad brillaba con tal intensidad que tuvo que entrecerrar los ojos unos instantes hasta que se acostumbró a ella. Podía contemplar todo con nuevos ojos pues hasta ahora veía como borrones, sin apreciar la esencia misma de las cosas, y pequeñas partículas doradas danzaban a su alrededor. Estaba en una nueva dimensión donde los colores habían adquirido realmente brillo, vida propia. Mirara por donde mirara veía la hermosura de los copos de nieve que caían sobre sus plumas, saboreaba el sabor del viento que venía del norte y que le acariciaba su cuerpo esbelto. Oía perfectamente el batir de sus alas y como cada pluma ocupaba su lugar en aquel incesante ritmo. Podía percibir cómo atravesaban las nubes que estaban cargadas de millones de gotas de agua. Olía el salado aroma de las olas del mar por el que cruzaban, sentía en su boca la deliciosa bruma que se había formado cuando alzó el vuelo.
Durante aquel viaje, Fred se maravillaba de la inocencia con la que sus ojos contemplaban los lugares por donde pasaban, y cómo Kuangoo le indicaba qué países atravesaban.
Pronto llegaron a la casa que tenían alquilada frente al mar en la Marina de Cope, muy cerca de Águilas. Tenía un pequeño jardín vallado, en el que unas buganvillas y unos rosales jugaban a enredarse en la verja oxidada y vieja.
Cuando Fred se posó en tierra firme su cuerpo se transformó automáticamente en su forma verdadera. Maasara salió de la casa al oírlos llegar. Les dirigió tal mirada, que ambos supieron que algo grave pasaba.
—Alina acaba de escaparse del palacio de lady Moura —dijo sin perder la compostura—. Magriana quería obligarla a ir a la Torre del Alba y mi pequeña se ha rebelado. Me queda el consuelo de que Magriana ha recibido un buen susto. No se imaginaba que Alina tenía tanto poder entre sus manos.
—Es hora de ir, mamá. —En sus ojos se alojaba la determinación del ave fénix y la fuerza que había hallado dentro de su corazón.
—Fred, todavía es pronto —le recordó Kuangoo.
Fred iba a contestarle pero volvió la vista hacia su madre. Maasara echó la cabeza hacia atrás y puso los ojos en blanco. Se cubrió los labios con los dedos de una mano. Cayó de rodillas, mientras comprendía la visión que estaba teniendo. Asintió con la cabeza. Sonrió ampliamente a la vez que ahogaba el llanto. Varias lágrimas corrieron por sus mejillas y suspiró aliviada.
—Fred, tu padre acaba de encontrarla —dijo Maasara cuando recuperó el aliento—. Acabo de verlo…, estaba al lado de Alina… No ha cambiado nada.
Lo miró. Padre e hijo, cada día se parecían más.
Maasara se levantó del suelo con un brillo nuevo en los ojos. Su rostro volvió a iluminarse al pensar que pronto se encontraría con su niña y con su marido.
—En breve volveremos a Valencia —dijo con la mirada perdida—. El viaje a Bobair se acerca más.
—Acabo de enterarme, hermanita. La pequeña se ha escapado.
—Esa niña tiene agallas —dijo Eslhabía.
—¿Cómo lo lleva Magriana?
—¿Te puedes creer que casi la he visto echar espuma por la boca? Ha sido tan divertido.
—Esta noche le montaré algunas de mis escenas.
—¡Qué perverso puedes llegar a ser, Magma!
—Esto no es más que un aperitivo para todo lo que le espera. En cuanto la chica se vaya de Bobair empezaremos a contar los días para que las puertas se abran. Ya llega nuestro día.
—Sí, mientras tanto disfrutemos de este periodo de paz. La guerra no tardará en llegar.
Magma suspiró y se pasó la lengua por los labios.
—Por mí como si se quieren matar entre ellos…
—¿No tienes ganas ponerle las manos encima a Kuangoo? —preguntó Magma—. Yo recuerdo todavía todo lo que prometiste que le harías cuando le pusieras las manos encima.
—También recibirá su merecido, pero cuando la guerra haya acabado y hayamos obtenido el poder de los dragones. No antes.
—Reconozco que me gusta el sabor de la venganza —suspiró Magma.