23

 

El color de Cariän

 

 

Cariän había abandonado la lonja de las Fuentes Cantarinas con un sabor amargo en los labios. Caminaba amparado por una niebla espesa y densa, surgida desde las mismas entrañas de la tierra. Mientras vagaba por Bobair, una cortina surgida de la nada cubrió su cuerpo. A pesar de su altura, deambulaba por las calles con total libertad sin que nadie le diera el alto y sin que nadie reparara en él. Gritos y lamentaciones se sucedían por las calles, voces de mando, férreas y graves, alertaban del peligro que se avecinaba. Se dio la orden de cerrar todos los accesos de la ciudad. Compañeros de armas pasaban por su lado sin imaginarse siquiera que Cariän estaba más cerca que lejos de Bobair. Por raro que pudiera parecer no encontró dificultades para pasear por las calles sin que nadie lo reconociera, pues misteriosamente todas las puertas se le abrieron sin que hiciera nada. Caminaba en un estado de ensoñación; a su alrededor la ciudad se había difumado ante sus ojos, como si todo lo que estuviera viviendo fuera parte de un sueño, pero con la particularidad de que decidía dónde quería ir. Una ciudad sumida en el caos, pero paralizada para él. No escuchaba más que su respiración y sus pisadas, amortiguadas en aquel ambiente onírico que no revelaban su rastro.

El aire era denso, asfixiante y parecía estar enrarecido desde el principio de los tiempos. Sentía que por esas calles que tantas veces había recorrido, también habían pasado miles y miles de personas con sus mismos anhelos, las mismas necesidades, pero no con el mismo sufrimiento de ser abandonado en la misma noche de boda por su esposa. Esa falsa apariencia de quietud hizo que pudiera experimentar el roce de miles de manos que le daban ánimos para seguir adelante, que el camino no se acababa con la partida de Sylvia, sino que el verdadero reto comenzaba a partir de esos instantes. Asentía sin ser muy consciente de lo que hacía, que aunque todo pudiera parecer absurdo y no pudiera ver la meta adónde le llevarían sus pasos, una corriente interna le decía qué debía hacer en cada momento. La sensación era la de haberse convertido en una marioneta que recorría las calles sin que decidiera el siguiente de sus pasos. Por primera vez se dejó llevar, se dejó hacer y confió en lo que el destino tenía preparado para él.

En aquel estado de ilusión donde cualquier cosa era posible, también pudo entrar en el palacio de Jade Blanco sin que nadie percibiera su presencia, al tiempo que en el patio de armas se corría sin saber qué hacer exactamente. Y en medio de esa cortina que lo hacía transparente para todos, también consiguió llegar hasta las xoamperías, colocar una silla de montar sobre su xoampe y salir del palacio como había entrado. Antes de eso escuchó la voz de Aljdon, su amigo y compañero de armas desde su más tierna infancia, si es que alguna vez disfrutó de ella. Había asumido las funciones de capitán, puesto que era el siguiente en el escalafón, después de Cariän, respetando así la cadena de mando. Su amigo, con un tono que no dejaba lugar para las equivocaciones, ni tampoco para las réplicas, daba órdenes precisas sobre las siguientes medidas a tomar en la ciudad. Las palabras de Aljdon lo sacaron unos instantes de su ensoñación. Tras unos minutos en que el paso del tiempo parecía tener una cadencia diferente para él, un transcurrir más lento y pausado, fue consciente de que dejaba atrás mucho sufrimiento, años de soledad que no habló con nadie, y sobre todo dejaba una vida soñada como feliz al lado de Sylvia, pero que se había derrumbado por el propio peso de su necedad.

Así mismo, como ocurriera con sus pasos, las pisadas de Tar, el xoampe de Cariän, quedaron amortiguados en mitad del caos que reinaba en las calles de Bobair. Por una parte era mucha la gente que seguía celebrando la boda, y por otra, entre la Guardia, se había corrido la voz de que el joven capitán los había abandonado. Los fríos deambulaban como locos por la ciudad buscándole a él y a Sylvia, y como siempre, haciendo gala de la inexistencia de sus sentimientos para con la gente del pueblo, como de la crueldad que empleaban para torturar a todo aquel que pareciera sospechoso. Desde la Torre del Alba se dio el toque de queda por las calles —tres avisos con el Lituus—, que resonaron en la ciudad como el grito agónico de que estaban en peligro.

Fuera como fuere Cariän salió de la ciudad sin que nadie lo hubiera visto y con el corazón encogido, como una sombra que había perdido su identidad, como un reo que aspira a su libertad y está a punto de alcanzarla. Ni siquiera pensó en lo extraño que había sido todo desde que Sylvia lo abandonó. ¿Era posible que en solo unos minutos hubiera cambiado hasta tal punto en que creyera en que había cosas que se escapaban a su mente analítica? Lo único que tenía claro es que debía llegar hasta las Garras del Diablo y encontrar al Sin Nombre. Necesitaba encontrar su verdad.

Durante toda su vida jamás se había planteado el porqué todos los miembros de la Guardia acababan solos y amargados, sin familia y apartados de lo único que sabían hacer cuando ya no eran útiles a la causa del Imperio. El único hombre que decidió formar una familia fue sir Rogric, además de su padre. Y Cariön, su padre, también supo lo que era la soledad y la amargura, pues murió en mitad de una escaramuza que tuvo junto a sus hombres buscando a Derf. Algunos de ellos comentaron que Cariön se había dejado matar, pero él jamás aceptó esa versión que corría de labio en labio por toda la academia. Supuestamente, la exégesis oficial hablaba de cuatro hombres que atacaron a Cariön por la espalda y en un callejón sin salida. Ahora comprendía que su padre no tuviera ninguna ilusión por vivir, y desde que perdiera en primer lugar a lady Penfre, después desapareciera Ferdian, su hijo mayor y por último, muriera Reana, su madre, Cariön se había ido encerrando cada vez más en un hermetismo del que nadie fue capaz de hacerle salir. Solía mostrarse taciturno con todo el mundo, pero sobre todo con él; como hijo ni siquiera fue una excepción. Era un hombre huraño que pagaba con él toda la frustración que llevaba arrastrando desde hacía años. Y reflexionando en la vida que habían llevado sus compañeros, tenía claro que no quería acabar como su padre.

Mientras se alejaba de Bobair y de las Montañas Sagradas, fue recordando todos y cada uno de los instantes que había vivido junto a Sylvia. Cualquier cosa le recordaba a ella, por pequeña e insignificante que fuera, porque ahora que ella no estaba, cada detalle de su vida lo magnificaba como una joya preciosa y delicada. Sus risas aparecían con total nitidez delante de sus ojos. O la primera vez que ella cogió una espada de madera, más grande que una niña de diez años, pero hasta que no logró hacerse con el arma, no desistió en el empeño. Ella realizaba todas y cada una de las clases que el maestro de armas tenía reservado para los muchachos que empezaban en la academia militar, pero jamás la oyó quejarse, a pesar de que cada día aparecía con los ojos enrojecidos de tanto llorar.

A su mente venían las palabras de Cariön. Eran muchas las ocasiones en las que había escuchado comentar a su padre que Sylvia no servía para la vida militar, que las mujeres debían dedicarse exclusivamente para aquello que el destino las había preparado. Le hubiera gustado enfrentarse a su autoridad y decirle cuánto se había equivocado, pues si bien, tanto Sylvia como él estaban hartos de la vida militar, ambos habían sido el orgullo de sus compañeros, aunque por distintos motivos. Ella se había ganado la admiración de todos porque era una excelente estratega, además de manejar la espada como nadie, y él era respetado por sus dotes para el mando, así como el manejo que tenía sobre la espada y por estar considerado como el mejor arquero de todos los tiempos en la historia de Bobair. Decían que tenía un ojo certero y que allá donde ponía el ojo la flecha iba directa.

Para lo que le sirvió, enlazó esta reflexión con los pensamientos que se agolpaban en su mente. Trazó una mueca amarga, porque ya le hubiera gustado tener un ojo más crítico con respecto a Sylvia.

Tar bufó varias veces.

Cariän desmontó, no porque quisiera descansar, que lo necesitaba, sino para sentarse en la roca en la que había reposado Sylvia unas horas antes. Dejó que Tar bebiera agua del río Ghighas. Sería una estupidez por su parte que su montura no estuviera bien atendida. Aún conservaba la cordura suficiente para saber las necesidades de su xoampe, el único compañero que conocía verdaderamente sus secretos. Desde que lady Moura se lo regaló, se había creado una comunicación muy especial con el animal. Era cierto que mostraban una inteligencia excepcional desde el mismo momento de nacer, así como una fidelidad inquebrantable por su amo. Tar parecía comprender las conversaciones que mantenía con él, como también comprendía como nadie los gestos que solía hacerle. La comunicación no verbal no les preocupaba porque habían encontrado otros mecanismos para decirse lo que el lenguaje no les permitía expresar con palabras.

Miró hacia la luna sin saber por qué. Quizás esperaba encontrar la respuesta de que Sylvia se encontraba bien, que esta separación era solo una cuestión de tiempo.

Tar se acercó, acariciando su mejilla fría. Él alzó los ojos, y vio en el reflejo de las pupilas de su montura que era hora de partir, que el tiempo no les esperaba. Cariän asintió y, respondiendo a la caricia de Tar, sacó de un bolsillo varios trozos de zanahoria que había cogido en las xoamperías. Volvió a montar con el convencimiento de que el día en que regresara a Bobair sería junto a Sylvia, porque no concebía que fuera de otra manera. Aun así, no quería perder más tiempo en lamentaciones. Ahora tenía que correr para encontrar su respuesta. Si esto volvía a llevarla hasta ella, no dudaría en ir hasta el mismo infierno.

Cabalgó durante toda la noche y parte del día siguiente, alejándose de la vía imperial y optando por los caminos secundarios. Paraba a descansar de vez en cuando, cada seis o siete horas, el tiempo que necesitaba Tar para reponer fuerzas y beber. Entonces sacaba un cepillo de cerdas duras y peinaba a su montura, le daba masajes en los cuartos traseros y le hablaba al oído de Sylvia. Era la única manera que tenía de no perder la cabeza, de mantenerse despierto antes de que sus compañeros lo alcanzaran.

Alguna vez se encontró con caravanas que se dirigían a Paburga, pero en ningún momento cruzó una palabra con los diferentes comerciantes. A mitad de una tarde llegó a una posada que estaba en un cruce de caminos y se detuvo a comer. Pidió al mozo de cuadras que le diera un buen cepillado a su xoampe y una buena ración de paja fresca. Aunque normalmente se encargaba de esas cuestiones, en ese momento hizo una excepción con el mozo. Necesitaba despejar su mente, ocuparla en otra cosa que no fuera el camino hacia las Garras del Diablo.

Pasó a la posada con paso férreo. Le sorprendió el calor que desprendía el comedor, el ambiente cálido y acogedor, y además se olía a estofado de carne de venado. No tenía hambre, sin embargo se obligó a comer para no caer enfermo. Esa era una de las normas que le había enseñado su padre. Esta, junto con algunas otras, era lo que realmente agradecía a su progenitor. Por lo demás no recordaba a su padre con demasiado cariño, porque cuando comprendió que nunca podría suplir la falta de todos los seres que había ido perdiendo, dejó de perseguirlo y de demostrarle que estaba a la altura de Ferdian.

Se sentó en un rincón, alejado de las miradas que lo habían escudriñado desde que había traspasado la puerta. Dejó que la capucha lo siguiera ocultando. Era muy posible que su desaparición hubiera llegado a muchos rincones del Imperio. Cuando el posadero le nombró los tres platos del día, así como los quesos y los vinos que tenía, Cariän pidió una ración de estofado de carne de venado y una jarra de vino caliente y especiado, a la manera de Paburga.

—Una excelente elección, señor —señaló el posadero.

Era un hombre de aspecto orondo, afable, con un buen vozarrón y capaz de acallar a cualquier parroquiano de un manotazo. Como buen posadero que era se abstuvo de preguntarle el destino de su viaje, pues era la mejor manera de conservar la cabeza en su sitio. Había aprendido que el cliente no hablaba si no era por un buen motivo, o porque necesitaba un favor. Aun así, el porte de Cariän, como el uniforme de gala de la Guardia, delataba que el cliente que se escondía bajo una capa y una capucha negra, tenía que ser por necesidad alguien importante. Durante algunos minutos estuvo observando sus movimientos para averiguar de quién se trataba. Aquellas maneras de mover las manos y la manera de sentarse le recordaban a alguien que hacía muchos años que había abandonado el Imperio.

«Ferdian», el posadero tuvo un flash tan claro como si su antiguo compañero de armas estuviera en aquel lugar. Por lo tanto, siguió reflexionando, aquel huésped que estaba sentado en el rincón más apartado de la posada no podía ser otro que Cariän, el capitán de la Guardia.

De repente le sudaron las manos. Echaba de menos una espada que diera cuenta que no era simplemente un posadero, sino sir Rogric, miembro de la antigua Guardia y amigo de lord Alantarior y Ferdian. Al igual que Cariän, él ocultaba su identidad bajo la apariencia de un amable posadero. Una vez que se le había dado por muerto y que había puesto a salvo a su hijo en manos de maese Argentia, otro miembro de la Guardia, practicó una doble vida. Por las mañanas se dedicaba a llevar una humilde posada, mientras que al caer la noche dirigía una academia de armas que nada tenía que envidiar a la que había en Bobair, Paburga, Sil’Valdrac, Fresea o Mintanztar’ras.

Por lo tanto, se dijo con una sonrisa en los labios, si Cariän había huido de Bobair la guerra de la que hablaba Derf se avecinaba.

Sir Rogric le llevó un buen plato de estofado, una jarra de vino caliente y especiado y una tabla de quesos. Cariän fue a dar cuenta del plato cuando se dio cuenta de un detalle en el plato de queso. A veces, era costumbre, entre los posaderos, invitar con algún producto típico de la zona a sus huéspedes, por eso no sospechó cuando vio el plato encima de su mesa. Pero Cariän no había bajado la guardia en ningún momento. El posadero le había dejado en uno de los trozos de queso el escudo de armas de la casa Gramehs, la casa de sir Rogric. Levantó la cabeza hacia el posadero, al que reconoció al instante. El tiempo había pasado por él, pero sus manos seguían siendo tan poderosas como antaño.

«¿Cómo no había sido capaz de reconocer la voz de sir Rogric?»

Cruzaron las miradas, observándose en el silencio, sabiendo que el secreto de ambos estaba a salvo. Pero lo más importante para Cariän es que podía acudir a sir Rogric para cualquier asunto. Hizo un breve movimiento con la cabeza, dando a entender que lo había entendido.

Comenzó a comer con prisas y volvió al hilo de sus pensamientos, ya de por sí difícil en medio del jaleo de la posada. En una mesa, en el otro extremo del comedor, había una pareja sentada. Levantó la mirada hacia ellos. La chica se reía constantemente de las bromas que parecía hacerle su compañero de mesa. Envidió su felicidad, sumidos en un universo que solo compartían ellos. Les observaba con el entrecejo fruncido. ¿Llegaría alguna vez a compartir esa felicidad con Sylvia? Después su gesto se volvió más huraño si cabe.

El posadero le llevó unas natillas. Su aspecto era de lo más apetecible y olían condenadamente bien, sin embargo a Cariän se le hizo un nudo en el estómago. La pareja había conseguido que sintiera celos de su felicidad y su desdicha se le hizo más pesada. Apretó los dientes, y sintiendo cómo la rabia corría por sus venas se maldijo por no estar participando de una dicha que le había sido arrebatada. Apartó el plato de mala gana.

—¿Algún problema, mi señor? —preguntó el posadero.

Cariän sacudió con la cabeza.

—¿Quizás el señor prefiere probar la especialidad de la casa? —insistió el posadero, limpiándose las manos en el mandil que llevaba.

—No —gruñó Cariän—. Estoy bien servido, gracias.

Sir Rogric no insistió más en la decisión de Cariän, quiso retirar el plato con un gesto servil, como correspondía a su posición de posadero, pero el muchacho se lo pensó dos veces.

—Una sabia decisión, mi señor —le dijo el posadero.

Cariän agarró el plato de mala gana. Se comió las natillas sin apenas saborearlas, a pesar de que estaban como a él le gustaban. No obstante lo que quería era salir cuanto antes de esa posada que rebosaba felicidad por cada uno de sus rincones. No soportaba ni un segundo más estar en un ambiente que lo asfixiaba y que le hacía recordar lo estúpido que había sido al dejar marchar a Sylvia. Una vez que hubo terminado de comer le hizo preparar una bolsa con provisiones al posadero. No quería volver a tener que entrar en una posada en mucho tiempo. Comería y descansaría mientras cabalgaba. Sir Rogric llegó con varios hatillos provistos de queso, pan, pasteles salados, embutidos varios y cecina de venado.

—Si el señor me lo permite —el posadero se lo llevó a un aparte—, esto es gentileza de la casa.

—Pronto llegarán…

Sir Rogric lo hizo callar antes de que siguiera hablando, pues en ocasiones hasta las paredes tenían oídos.

—Llegarán tiempos mejores, mi señor. No le quepa ninguna duda. Yo trato a mis huéspedes como se merecen —el posadero alzó un poco más la voz para que se escuchara en todo el comedor—. La Posada del Cuervo se distingue por el buen hacer de este pobre hombre que solo desea que sus clientes se vayan con el estómago lleno.

—Gracias, maese Posadero. Recordaré esta posada allá adonde vaya.

—Eso espero, mi señor, que hable del buen hacer de este hombre, y que jamás ha olvidado lo que sus manos pueden hacer.

Cariän y Sir Rogric se despidieron con un apretón de manos, pues algo más íntimo como un abrazo hubiera llamado la atención. En el momento en el que salió por la puerta, el posadero volvió a sus quehaceres, mostrando la sonrisa más amable que tenía.

Cariän llegó a las cuadras con paso decidido, aunque con una sensación de abatimiento que no lo abandonaría en mucho tiempo. En menos de una semana se iba encontrando con otra realidad en el Imperio. ¿Tanto odio generaba lady Moura que no había sido capaz de verlo? Conocía de oídas lo que lord Alantarior había aportado al Imperio. Sin embargo todo había sido silenciado por ella desde el mismo momento en que abandonó Bobair y se supo que no regresaría jamás. Y «una historia que se silencia es un hecho que no ha ocurrido», había leído alguna vez en los anales de la historia de Bobair.

Cariän le ofreció al mozo de cuadras una moneda de cobre para que guardara silencio, además de haber atendido a su montura con una experiencia impropia para un chico de su edad.

Después se alejó de la posada al galope.

Desde que había salido se fue encontrando un poco más pesado a cada paso que daba, sin embargo no se detuvo a descansar. La noche iba llegando y se sentía cada vez más indispuesto. Comenzó a ensalivar. Su boca se llenó de un regusto a bilis. Tuvo que desmontar para vomitar lo que había comido en la posada. Se apoyó en un árbol mientras expulsaba todo lo que llevaba guardando durante meses y años. Hubiera deseado tener a Sylvia delante para decirle lo que en realidad sentía. Y no solo eso, sino que no le hubiera importado proclamar a los cuatro vientos que odiaba ser miembro de la Guardia. Lo había odiado siempre, desde el mismo instante en el que su padre lo llevó al palacio de Jade Blanco. Y si soportó los últimos años en la academia fue porque Sylvia estaba a su lado, pero hubiera preferido dedicarse a otros menesteres. Nadie lo supo jamás, ni siquiera ella, pero le encantaba dibujar. Desde bien pequeño, antes de entrar en la academia, se pasaba las horas dibujando y aún conservaba aquellos bocetos que tantos momentos felices le hicieron pasar. Cogió el pellejo de cabra para enjuagarse la garganta con agua. Aunque le refrescó la boca, seguía manteniendo un sabor amargo, que no se quitaría en muchos días.

Comenzó a boquear. Algo parecía quitarle el aliento. Se llevó una mano al pecho para encontrar calma, pero comenzó a temblar. En verdad estaba tan lastimado que le dolía solo con respirar, como si alguien hubiera encontrado su punto débil y le hubiera clavado un cuchillo en el corazón y en el más absoluto de los silencios. Tenía el corazón desgarrado, pero no quería dejarse vencer tan fácilmente. Saldría adelante como siempre lo había hecho.

Decidió, una vez que estuvo recuperado, seguir cabalgando. Dormiría encima de Tar. Nada ni nadie lo detendría.

Pasó más de cinco días cabalgando, parando de vez en cuando para que su montura descansara. En todo ese tiempo no se había concedido descansar ni un minuto a pesar de que su cuerpo estaba tan dolorido que él ya no era capaz de sentir los músculos. Había permanecido alerta y cuando supo que nadie iba tras sus pasos, bajó la guardia. Se dejó vencer por el sueño montado sobre Tar. El xoampe siguió a buen ritmo, siguiendo las indicaciones que le había susurrado Cariän en el oído cuando abandonaron Bobair. Tar también parecía tener una brújula para saber hacia dónde quería ir su amo. En mitad de la noche llegaron a Biraztir. Se despertó en medio de un silencio aterrador. El balanceo de Tar, que lo había arropado mientras dormía, había parado.

Cariän escudriñó con la mirada las tres torres de Biraztir. La torre más pequeña correspondía a Marmelia, una construcción hecha en un único diamante, con dos alturas bien definidas. Debía medir cerca de cincuenta metros desde el suelo hasta el punto más alto. La siguiente construcción en altura era la torre de Maasara de más o menos sesenta metros desde la base hasta el pico que la coronaba. La esmeralda del edificio le hizo recordar los ojos de Fred, tanto por el brillo como por la vida que desprendía el propio reflejo de la piedra. Y por último, estaba la torre de Magriana, una edificación hecha de rubí que desafiaba todos los cánones de la arquitectura. Tenía cuatro alturas bien diferenciadas. Y alrededor de estas tres torres los babür habían construido una muralla de treinta metros de granito y una ciudad que muy pocas personas habían pisado.

Sintió un escalofrío al contemplar la torre de Magriana, la torre de rubí, de un color tan intenso que las otras dos construcciones parecían estar medio adormecidas por el resplandor que emitía la piedra.

Buscó con la mirada la puerta de acceso a la ciudad. Cada cierto tiempo los cambiaban. Cariän calculó que a esas horas de la noche los babür estarían durmiendo, aunque si quería atravesar el desierto Khalekïa, debía hablar con los guardianes de las torres. Ellos sabían qué días eran los propicios para no morir en el intento. Dudó si debía pedirles consejo o seguir su camino como hasta ahora. No quería arriesgarse a que se corriera la voz por el Imperio sobre su ubicación.

—Buenas noches, Cariän…

Se sobresaltó.

—¿Quién eres? —Buscó en la oscuridad de la noche la voz que le hablaba.

Un babür le salió al encuentro. Tenía el aspecto de un niño de unos ocho años, era de piel oscura, pelo muy rubio y ojos redondos y grandes, como las pelotas de golf.

—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó, poniéndose en guardia. No había llegado hasta Biraztir para nada. Sabía que si caía en manos de la Guardia iría a parar a las mazmorras de Bobair—. Yo solo quiero continuar mi camino.

—Y lo seguirás, Cariän —respondió el otro con voz grave—. Simplemente sabíamos de tu llegada y hemos salido a recibirte.

Cariän desmontó. Tenía los músculos agarrotados y el cabello cubierto de rocío. Desentumeció las piernas, pues desde la última vez que lo había hecho habían pasado más de siete horas. Se sacudió el cabello con una mano, y después entrelazó los dedos para estirarlos por delante de su cuerpo.

—¿Cuándo podría cruzar el Khalekïa? —preguntó sin andarse por las ramas.

—Cuando el tiempo sea propicio —el babür le dirigió una mirada avejentada, impropia de un rostro infantil.

—¿Cuándo ocurrirá eso?

—Cuando tu corazón se calme.

—Eso no es posible.

—Entonces tu viaje será muy largo.

Cariän maldijo en voz baja. Se inclinó hacia adelante, apoyó las manos en las rodillas y clavó la vista en el suelo, esforzándose por no desfallecer. Sintió vértigo. Tenía la boca pegajosa.

—Seguiré adelante. No puedo detenerme ahora.

—¿Aceptarías la ayuda de uno de los nuestros?

—¿Por qué me ayudáis? —preguntó irguiéndose nuevamente.

—Porque nuevos tiempos llegan al Imperio y tú eres una pieza fundamental.

Cariän torció el gesto. Él solo quería encontrar a Sylvia y que el mundo se olvidara de ellos. No deseaba otra cosa. Parecía irónico que la vida se empeñara en ofrecerle un camino distinto al que soñaba.

—Créeme amigo, yo no soy tan importante.

—Aunque no lo creas, tu destino estaba marcado desde antes de que tú nacieras. Al igual que el color que te persigue es el verde, a Fred le perseguirá el rojo durante toda su vida.

—¿Qué sabes tú de eso? —Al nombrar a Fred los músculos del rostro se le endurecieron y sus ojos adquirieron un aspecto salvaje. Se acercó hasta el babür con los puños apretados—. Dime, ¿qué sabes de él? —lo agarró de la pechera.

—Su color es el verde… —contestó sin inmutarse. Le miró a los ojos, y a pesar de no medir más de un metro, Cariän tuvo miedo. Aquella mirada tan penetrante le había llegado a lo más profundo de su corazón.

Lo bajó al suelo.

—Lo siento.

—Ella está bien, Cariän —le informó el babür—. Pero si quieres seguir adelante debes dejar de pensar en ella. Este camino lo has de recorrer tú solo.

—Como si fuera tan fácil.

—Ocúpate de ti, y entonces te ocuparás de ella.

Cariän trató de lanzarle una sonrisa sincera. Tenía el rostro congestionado. Se giró hacia su montura. Acarició la grupa del animal que había compartido su silencio, sus angustias, sus deseos y sus desvelos desde que se lo regalaron.

—¿Cuándo partimos? —preguntó Cariän.

—Llevo días esperándote, pero tú deberías descansar.

—Todavía no estoy lo suficientemente cansado.

—Serán veinte días vagando por el desierto…

—Lo sé. Ya he hecho este camino.

—Como desees —el babür desvió la mirada, alzando los ojos al cielo—. Mi nombre es Jitsuc.

Cariän guardó silencio, pero sabía qué significaba ese nombre: El que viaja por el desierto. Le pareció que era apropiado para acompañarle en su camino. El babür chascó la lengua y a sus espaldas apareció un poni de color dorado. Jitsuc, antes de salir de Biraztir, comprobó que las alforjas estaban bien sujetas.

—Tenemos agua y comida para llegar hasta Barial-haj, el bosque de la gente hermosa —le indicó Jitsuc.

—Agradezco tu ayuda.

—Ya me la agradecerás cuando llegue el momento. Debemos partir antes de que lleguen tus hermanos.

—¿Querías que me parara a descansar sabiendo que me pisan los talones?

—Solo comprobaba que eras realmente el hombre del que hablaban nuestros sueños.

Cariän lo miró con el ceño fruncido.

—¿Por qué debo confiar en ti?

—¿Y por qué no? Has venido hasta nosotros sintiendo nuestra llamada. Nuestros sueños hablan de un hombre fuerte y de mirada feroz. Tu color es el rojo, como la mancha en forma de grifo que tienes en el antebrazo. —Cariän se estremeció al oír ese secreto que casi nadie sabía—. Nuestros sueños no suelen equivocarse. Vamos, se nos hace tarde —dijo montando sobre su poni—. Todavía tenemos más de siete horas de camino antes de que salga el sol.

Cariän volvió a montar sobre Tar y le susurró en el oído si era capaz de emprender el viaje por el desierto. El xoampe resopló varias veces, molesto porque hubiera dudado de su resistencia. Jitsuc se acomodó sobre la montura del poni, y emitiendo una serie de sonidos guturales, comenzó la marcha hacia el desierto de Khalekïa. Y aunque Cariän solía tomar la delantera en todas las expediciones, se dejó guiar por Jitsuc. Por una vez agradeció que alguien tomara las riendas de la situación; así como confiar en la palabra del babür, porque era lo único que le quedaba. Volvió una última vez la mirada hacia el camino que había recorrido, contemplando las estrellas que titilaban en el cielo, y entonces, cuando se encontró con la luna blanca le entregó parte de su corazón. Pero volvería a por esa mitad cuando encontrara al Sin Nombre, se dijo mientras comenzaba a cabalgar. Sonrió después de mucho tiempo al saber que estaba cada más cerca de su objetivo y que su color era el rojo, como la marca de su brazo. Sintió un escalofrío tan fuerte que su cuerpo, agotado, experimentó una fuerza renovada, haciéndole sonreír por segunda vez en esa noche.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Las crónicas de los tres colores
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