24
El descubrimiento de Sylvia
El viento frío que llegaba desde atrás le erizaba las plumas, aullaba, y la furia de las corrientes de aire los sacudía con fuerza. El aliento de Fred subía a ondas, como si le faltara la respiración, signo de que se esforzaba por calentar su cuerpo, pero sobre todo ponía ahínco en mantener caliente el cuerpo de Sylvia. Habían recorrido una parte del océano, lo suficiente para que ella tuviera una idea de la grandiosidad del Atlántico. Bajo ellos se había extendido una inmensidad absoluta, expandida en todas direcciones. La serenidad del mar, de inquietante belleza, y la hermosura de volar en completa libertad les proporcionaba a la vez que paz, un sosiego que no recordaban desde hacía mucho tiempo. Allí solo estaban ellos y el batir de las alas de Fred.
Durante casi todo el viaje Fred y ella habían permanecido en silencio, aunque cada uno por diferentes motivos. Mientras él trataba de mantener una velocidad constante de vuelo, además de calentar su cuerpo, Sylvia se había sentido abrumada por la belleza del océano. Ambos admiraban, como un único corazón latiendo, sabiendo que estaban predestinados a estar siempre juntos y que esa soledad que habían experimentado en muchas ocasiones no se volvería a producir mientras estuvieran uno al lado del otro.
La tarde declinaba cuando estaban llegando de nuevo a casa. El sol era un punto que se alejaba en el horizonte mientras lo dejaban a sus espaldas. La tibieza de los rayos acariciaba los músculos entumecidos de Sylvia, que si no hubiera sido por el calor que desprendía el cuerpo de Fred hubiera terminado helada de frío. Antes de llegar a casa, y alcanzando un ritmo sosegado, aterrizó en un pequeño saliente de una montaña para despedir a los últimos rayos de sol. Si la mañana no había comenzado con buen pie por parte de Fred, la tarde se le estaba haciendo cada vez más difícil de olvidar por el lazo que se había creado entre ambos. Inolvidable era una palabra que se les quedaba corta, pero no encontraban ninguna que se ajustara a las sensaciones que estaban viviendo.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó, volviendo a su forma humana.
Sylvia no respondió. Temía que si hablaba toda la magia se difuminara como la bruma de la mañana, así que se limitó a encogerse de hombros y permaneció un rato más en silencio.
Treparon hasta la cima de la montaña y se sentaron sobre una piedra plana. A un lado quedaba Calabardina y al otro lado las muchas playas de la Marina de Cope. El cielo, limpio de nubes, adquiría tonalidades violáceas. Las gaviotas revoloteaban y rezongaban alrededor de una pequeña lancha que volvía a tierra.
Ambos permanecían inmóviles, esperando a que el espectáculo diera comienzo y que el otro diera el paso siguiente. Fred quiso sentir el contacto de la mano de Sylvia ante aquel atardecer que tantas veces había contemplado en soledad. Para él, el haberla sentido sobre su cuerpo, insuflaba su deseo de besarla y saborear sus labios, deseando que esa sensación fuera mutua.
El silencio reinó por unos segundos, el tiempo en que las gaviotas quedaron mudas, de repente se rompió la magia ante unos trozos de sardinas que dos chicos tiraron desde la lancha. En esos minutos que duró el atardecer, ellos contuvieron el aliento, porque antes de que el sol los abandonara, el mar parecía un espejo que podía haber reflejado sus sentimientos. La última mirada del sol cálido y rojo asomado a la ventana del horizonte, hizo que Sylvia se estremeciera y que Fred temblara de arriba abajo. A ese instante se sucedió otro en el que todo quedó en el más absoluto de los silencios, como si toda la creación volviera la mirada hacia el espectáculo que les había ofrecido el sol.
Quisieron holgazanear un poco más, estirando los momentos que habían vivido en esa tarde; ella sintiendo el olor y el calor de Fred, y él sabiéndose el chico más afortunado del mundo. Se levantaron con desgana, sin atreverse a mirarse a los ojos, reprimiendo lo que deseaban hacer desde hacía un rato; sin embargo emprendieron el camino a casa. Bajaron con tranquilidad por una vereda que Fred conocía de memoria. Él iba delante, señalándole los sitios en los que debía pisar. El regreso a casa se demoró cerca de media hora, el tiempo suficiente para que Fred se armara de valor para besarla. Sabía que podía ser una temeridad, e incluso se preguntaba si Sylvia pensaba en lo mismo que él, pues lo que menos le apetecía era quedar como un estúpido y ser rechazado. La observaba de soslayo, y ella, sabiéndose examinada evitaba el contacto de sus ojos. Miraba hacia el suelo, parpadeando con timidez, esperando a que se decidiera antes de llegar a casa.
—Me alegro de que hayas venido —dijo Fred después de pensar qué decir para romper el hielo.
Lo miró nerviosa, y entonces las miradas se encontraron, contemplando cada uno el deseo que sentía el otro, Fred acariciándola con los ojos, y ella absorta en el verde del iris de él. Sylvia se mordió un labio, conteniendo la respiración, sintiendo que sus rodillas no la sostendrían, y que en cualquier momento revelaría cuánto ansiaba que Fred la besara.
—Ha sido una tarde estupenda…
—Sí —respondió retorciéndose los dedos, tragando saliva y sintiendo que sus labios ardían.
Las manos de Fred comenzaron a humedecérsele. Las pasó varias veces por las bermudas vaqueras, pero ni con esas conseguía desprenderse de la humedad pegajosa de sus palmas.
—¿Sabes? Entiendo que hayas abandonado Bobair.
Sylvia se giró, asustada, temiendo que Fred hubiera adivinado los verdaderos motivos por los que estaba ahí, y lo más importante de todo, que supiera que Cariän era legalmente su marido. Fred se dejó invadir por aquellos ojazos impresionantes, de un color extraño, pero tremendamente cautivadores. Sylvia tembló al pensar qué diría Fred, y si aún tenía un hueco en su corazón para ella.
—No sé qué encontrabas en alguien como Cariän. ¿No te parece? —Como si con esas palabras quisiera demostrarle que él no la defraudaría—. Compadezco a la chica que esté con él.
—¿Qué…?
Los ojos de Sylvia se abrieron de repente. ¿A qué venía eso ahora? Se suponía que iban a hablar de ellos, y Fred le salía con lo de Cariän. ¿Quién era para hablar de él, además de hablar de compasión? No era el chico malo que suponía Fred, ni mucho menos. Eso era algo que no se lo iba a permitir bajo ningún concepto, bajo ninguna circunstancia, pero lo que más le molestaba es que se refiriera a Cariän con esas palabras de despecho. Y desde luego, lo que ella no estaba dispuesta a tolerar es que se comportara con esa actitud paternalista y protectora que tanto le molestaba. No era en sí tanto las palabras, sino la manera de sugerir que había tenido. Podía decidir con quién quería estar, faltaría más, pensó. Con esa actitud le había dejado claro que no era capaz de ver qué era lo que necesitaba; cómo si no lo supiera.
—No sé por qué a algunas chicas les gusta coquetear con los chicos problemáticos, claro que no es tu caso… —Fred seguía hablando sin darse cuenta del cambio de actitud de Sylvia.
—Creo que ha sido un error venir —respondió Sylvia con furia, apretando los puños, y adelantándose dos pasos por delante de él.
—Ehhh, Sylvia, espera, ¿he dicho algo que te haya sentado tan mal? —preguntó, perplejo. Se detuvo un instante en mitad del camino con las manos hundidas en sus bolsillos y con la mirada en el suelo.
Agitó su cabeza, saliendo de la ensoñación que había permanecido, como si se hubiera perdido la última parte de la conversación. Corrió hasta Sylvia y se colocó frente a ella. La mirada de Sylvia evidenciaba lo enfadada que estaba, además de hacerle ver que no tenía ningunas ganas de seguir hablando con él.
—Estás muy seria… —Sus palabras sonaron estúpidas, pero era tal y como se sentía en esos momentos.
—Soy seria, ¿pasa algo…? Y ojalá no hubiera venido… y ojalá no te hubiera conocido —cortó ella como si sus palabras fueran una navaja de afeitar.
—¿Pero ahora qué demonios te pasa?
—¡Qué me dejes en paz! ¿Vale?
—Pues no, no vale. No entiendo qué ha pasado.
—¿Qué parte del déjame en paz no entiendes? Creo que está bastante claro. No quiero verte.
Fred se detuvo nuevamente a pensar en lo que había dicho. Creía que había sido una tarde perfecta, pero al parecer solo había sido una percepción para él. ¿Tenía algo que ver con Cariän? Pero si Sylvia lo detestaba, o por lo menos no había hablado de él desde que había llegado. Eso le había dado ánimos para aventurarse a decir lo que había dicho. Desde luego lo que no entendía es por qué si Sylvia no sentía nada por él se hubiera enfadado por una tontería como esa. ¿Habría entendido mal las señales que le había mandado Sylvia, con lo cual eso suponía que seguía sintiendo algo por Cariän? Sin embargo eso le parecía era una estupidez, porque había sentido el deseo en sus ojos, el ritmo del corazón que bailaba junto al suyo, pero lo más importante, es que ella se lo había dibujado en su espalda mientras volaban. ¿Si eso no significaba amor, qué significaba entonces? ¡No la creía tan mezquina como para imaginarla jugando con él y con sus sentimientos! ¿O sí?
—Pues tienes varias opciones —gritó Fred, alcanzándola porque no se explicaba qué había sucedido para que le hablara de esa manera—. La primera es que me vaya, la segunda es que te vayas tú y la tercera es que te aguantes.
—Pues vete.
—No pienso irme. Estoy en mi casa, así que esa no te sirve.
Sylvia soltó un bufido tan fuerte como para derribar a Fred si se lo hubiera propuesto.
—Vale, entonces está la segunda opción.
Las piernas de Sylvia parecían volar sobre el suelo. No consentía que la alcanzara, porque por mucho que se propusiera hacerlo, no le concedería el placer de andar a su lado.
—¿Que te vayas…? —preguntó Fred con un hilo de voz. No concebía esa idea, no ahora que ella había llegado hasta él—. Esa tampoco te sirve…
—Entonces… el mundo no es lo suficientemente grande para que tú y yo lo compartamos. —Aunque lo que realmente quiso contestarle fueron estas otras palabras: solo nos quedará aguantarnos.
—¡Qué melodramática! Parece el guion de una telenovela venezolana.
—¿Qué has dicho?
—Es igual. No lo entenderías.
—Eres tú el que no te enteras de nada, Fred.
—Pues si hay algo que no entiendo me gustaría que me lo explicaras.
—¿Qué te tengo que explicar? Eres un crío.
—¡Vaya! Ahora resulta que soy un crío. Pues sí, solo tengo quince años. Soy un crío, ¿pasa algo? Y mira quién fue a hablar. La supermadura que todo lo sabe.
—¡Bah! ¡Déjame en paz!
—Vale… Entonces te queda la tercera opción —remató Fred, y después de decirla supo lo torpe que había sido. Seguía siendo un imbécil y eso era algo que no podía remediar.
Cuando llegaron a casa Sylvia le cerró la puerta de la entrada en sus narices, con un tremendo portazo. Desde el otro lado se oyó un alarido y alguna maldición que otra, que no quiso entender, aunque lo que le respondió dejó a todo el grupo mudo.
—Puede que sea yo la que compadezca a la chica que esté contigo. Debe de ser una completa estúpida para querer hacerlo —y diciendo estas palabras corrió a su habitación a tumbarse encima de la cama.
A Fred no le hizo falta abrir la puerta de la calle para ir hasta la puerta de Sylvia, pues cerrando los ojos, estaba donde y cuando quería. Y ya que Sylvia le había lanzado unas palabras que le habían herido, él también le respondería con rabia.
—Pues bien que te gustaba apretarte contra mi cuerpo cuando volábamos por el Atlántico —le gritó desde la puerta de su habitación antes de abrirla con brusquedad y cerrarla a su vez con otro portazo.
Sylvia, por su parte, no quiso dejar pasar la ocasión de responderle, así que abrió la puerta y le contestó gritando:
—¿Y qué pretendías que hiciera, morirme de frío? Eso te hubiera gustado, perderme de vista, ¿verdad?
Sylvia volvió a cerrar la puerta con un portazo. A partir de aquí se sucedieron una serie de golpes por parte del que hablaba, mientras el otro escuchaba con el corazón encogido y apoyado en el marco de la puerta.
—Yo jamás he dicho semejante tontería…
—No, no lo has dicho, pero seguro que lo has pensado…
—Tú estás flipando, Sylvia. Aún no sé qué ha pasado para que te hayas puesto hecha una fiera conmigo.
—Si no tuvieras memoria de pez sabrías lo que me pasa. Y ahora no me vengas haciéndote el tonto.
—Y tú no te hagas la dura conmigo porque deseabas tanto hacer ese viaje que casi me lo has suplicado.
En ese momento ambos se encontraron en sus respectivas puertas mirándose a los ojos, Fred con los dientes apretados, y Sylvia apretujando con rabia la almohada de su cama, pero cada uno muerto de miedo, pues contenían el deseo de no terminar en brazos del otro.
—Ahora el que flipas eres tú, Fred. Si te has pasado toda la tarde tonteando conmigo —Sylvia temblaba a cada palabra que salía de sus labios, sintiéndose pequeña y débil por estar enamorada de él.
—¿Qué yo me he pasado toda la tarde tonteando contigo? ¿Y qué me dices del corazón que has dibujado en mi espalda? —silabeó, gritando a su vez con tanta fuerza como para que ella no se olvidara de sus palabras—. ¿Acaso piensas que no me iba a dar cuenta?
Sylvia, se sonrojó, frunció el ceño, soltó un gruñido con los dientes apretados, y le arrojó la almohada a la cara, que Fred esquivó sin problemas. ¿Cómo podía decirle eso con lo mágica que había sido toda la tarde? ¿Cómo podía ser tan desconsiderado? Y si pensaba que había cambiado en algo, se equivocaba de todas, todas, pues aunque Fred no lo quisiera reconocer, seguía siendo un crío, y lo que era peor, era el mayor patoso que había conocido en su vida… Sin embargo, era su patoso.
—Ese corazón no iba dirigido a ti, por si te interesa saberlo. No eres el único chico que conozco. No pienses que he venido aquí por ti. Tendría que estar loca para querer algo contigo.
Sylvia dio los cuatro pasos que le separaban de la puerta de Fred, se inclinó para recoger la almohada, y esperando a que le respondiera, se quedó inmóvil delante de él.
Fred bisbiseaba palabras que Sylvia no alcanzaba a entender, pero por lo que suponía la estaba poniendo de todos los colores. La miraba rojo de ira, con los labios tan apretados, que en cualquier momento creyó que le saldría espuma por la boca.
—Pues avísame cuando quieres hablar conmigo, porque por lo que se ve, mi memoria de pez me impide ver cuándo estarás a buenas y cuándo te comportarás como una pérfida que me grita como una loca. —Se mantenía cogido a la manija de la puerta, estrujándola con tanta violencia, que la partió en dos. Dos gotas de sangre cayeron al suelo, pero no percibió el dolor en su mano, pues estaba tan ofuscado que no podía evitar pensar en otra cosa que no fuera ella. Después entró en su habitación y dio tal portazo con el pie, que en la puerta se abrió un boquete del tamaño de una pelota de fútbol.
Sylvia lanzó un grito medio ahogado. Lo que menos soportaba es que alguien la dejara con la palabra en la boca, sin escuchar lo que tenía que decirle.
—No te preocupes, Fred. No creo que quieras pasar tu tiempo con una chica tan seria como yo. Y para tu información, ese corazón iba referido a Car… —no pudo terminar de decirlo, porque aunque era mentira lo que iba a decirle, se había dado cuenta de que lo echaba de menos, que sentía algo muy poderoso por él, y que lo único que quería era un poco de espacio para ella.
Suspiró con la calma que encontró entre tanta rabia y se marchó a su habitación a reflexionar sobre lo que había ocurrido. Cerró la puerta, aunque esta vez lo hizo con suavidad. Se tumbó en la cama, mirando al techo. ¿Qué es lo que había descubierto que tanto le molestaba? ¿Amaba a Cariän, o era solamente la añoranza de tenerlo lejos de ella? Porque de ser así, tenía un problema… en realidad tenía un problema doble. Amaba a dos chicos, aunque se engañara al decir que no quería estar junto a Cariän, porque al haberlo abandonado creía que lo hacía por Fred, y enfrentarse de paso con los sentimientos que tenía guardados desde que lo conociera. No, ella no lo había hecho por Fred, sus razones habían sido otras muy distintas, y lo estaba descubriendo en la soledad de su habitación. Volvía a encontrarse desamparada como cuando estaba con Cariän. Sylvia abandonó Bobair y todo lo que significaba aquella ciudad, porque no podía ser ella misma, porque se ahogaba continuamente con unas circunstancias en las que no podía expresar sus opiniones, pero sobre todo abandonó a Cariän porque quería darle la oportunidad de que se encontrara a sí mismo, como lo estaba haciendo ella lejos de él. Poco a poco las piezas del puzle encajarían en su vida, aunque aún no había hecho más que comenzar a visualizar las fichas. Fred, Cariän… y ella. Dar tiempo al tiempo era lo que necesitaba para aclarar sus necesidades, sus deseos, y desde luego, lo que no quería era volver a fracasar con una futura relación con Fred; repetir otra vez los mismos errores que les había llevado a ella y a Cariän hasta la misma frontera del agotamiento y la desesperación. Cuando reconoció los verdaderos motivos que la habían llevado hasta Valencia suspiró con calma.
Fred había esperado el portazo de parte de Sylvia, pero el que no lo hiciera le hizo sentir peor de lo que estaba. Tumbado en la cama, con una pierna flexionada, reconoció que había metido la pata hasta el fondo con ella.
Sylvia, tras un rato pensando en lo que había pasado, reflexionó en si no se había pasado un poco con Fred.
Fred, aún con los labios apretados por la rabia que sentía, reflexionó en que igual no tenía que haber dicho ciertas palabras.
Sylvia se levantó de su cama con la intención de pedirle disculpas, pero antes de llegar a la puerta, se lo pensó dos veces. La culpa había sido de él, y por lo tanto debía disculparse primero, se dijo.
Fred quería correr a su habitación y decirle cuánto lo sentía, pero estaba tan seguro que no las aceptaría, que se mantuvo revolviéndose en su cama. Además, Sylvia era quien le debía la disculpa, pues era quien se había enfadado en primer lugar. La verdad es que no entendía su comportamiento. Igual se mostraba dulce y simpática, como se mostraba agresiva y aguerrida como si fuera una leona.
«Cómo lo odio», pensó Sylvia.
«Cómo la detesto», reflexionó Fred.
«Cómo me gusta», pensó Fred después de todo. «Si mañana por la mañana no me ha dicho nada le pediré disculpas».
«¿Por qué seré tan estúpida?», se preguntaba Sylvia con rabia porque reconocía que además de estúpida era orgullosa. «Esperaré a mañana por la mañana a pedirle disculpas».
«Sí, eso haré, en cuánto la vea le diré que siento ser un bocazas».
«Supongo que aceptará mis disculpas… Lo tiene que hacer».
Durante horas permanecieron despiertos, inmóviles en la soledad de sus camas, atentos a los sonidos de la noche. Percibían de vez en cuando el murmullo de la respiración del otro, y entonces el que la escuchaba soltaba una maldición por lo bajo por no pedir disculpas. Por mucho que trataran de mantenerse fríos ante sus emociones, lo cierto es que cada uno se derretía al pensar en estar en los brazos del otro.
En menudo infierno se habían metido y aún no eran muy conscientes de que esa era la razón por la cual se les nublaba la razón. La noche se estaba convirtiendo en un interminable suplicio para ambos. Reflexionaban sobre las palabras que se dirían, conversaciones que se sucedían una y otra vez en los pensamientos de cada uno, cuidando hasta el mínimo detalle para no ofender al otro.
Al fin y al cabo lo que deseaban era terminar con lo absurdo de la situación, y ambos lo sentían de la misma manera. No obstante, cuando amaneció y después de jurarse una vez y otra que cada uno le pediría disculpas al otro, los propósitos de no querer pasar un segundo alejados se desvanecieron cuando los primeros rayos del sol rayaron el horizonte.
«Después de todo, fue Fred el que se pasó».
«Ella dejó bien claro que no quería verme, pues tendrá lo que quiere».
Fred fue el primero en levantarse.
—¡Buenos días! —saludaron todos en cuanto apareció en el comedor.
Fred respondió con un gruñido, que no pasó desapercibido para nadie. Aunque se había lavado la cara, tenía un aspecto deplorable, como si una excavadora lo hubiera machacado durante toda la noche.
—Te he preparado tu tarta preferida. —Quiso mostrarle la mejor de sus sonrisas a Marmelia, pero en vez de eso dibujó una mueca irritada.
—No tengo hambre. —Hizo un gesto con la mano agradeciéndose a Marmelia—. Tal vez más tarde. ¿Por dónde empezamos hoy? —preguntó a Kuangoo.
—Había pensado ver qué tal se desenvuelve Sylvia con la espada. ¿Te sientes con fuerzas?
Sylvia apareció en el comedor, con un aspecto similar al que mostraba Fred. Él cerró los ojos, sintiendo que en cualquier momento el corazón se le saldría por la boca. Permaneció de espaldas a Sylvia, manteniéndose lo más firme que podía por no decirle cuánto se había pasado. ¿Es que Sylvia no era capaz de entender lo que realmente sentía? ¡Si era evidente! Le temblaban hasta las rodillas al recordar el contacto de la piel de ella sobre la suya.
—¿Alguien habló de entrenar con un merluzo?
—Si te refieres a mí, este merluzo tiene nombre.
—Pensaba que era un nombre que te quedaba bien, por lo de la memoria de pez.
—Entiendo por qué lo dices. Puede que tenga memoria de pez, pero no soy imbécil.
—También está la opción de que hoy os lo toméis como fiesta —dijo Kuangoo.
—Será un placer entrenar contigo, Kuangoo —contestó Sylvia—. Cariän me enseñó…
—Está bien. Este merluzo sabe cuándo está de más —dijo Fred sin dejar que terminara de hablar y abriendo la puerta de la entrada. Estaba claro que Sylvia no le iba a perdonar que fuera un patoso y un crío—. Lo he entendido perfectamente. Hoy entrenaré a solas.
Y después de estas palabras Fred salió al jardín y se perdió en algún lugar que no pudiera estar ella.