31
La Dama Blanca
Las tropas, al frente de Derf, permanecían inquietas por todo el valle. Se había corrido la voz de que lord Alantarior estaba vivo y que venía a reclamar el puesto que le correspondía. Eran muchos los que habían acudido a la llamada de sir Rogric y de sir Argentia, esperanzados en que el soberano regresara, pero eran muchos más los que se habían levantado por estar en desacuerdo con la política de lady Moura. Los pueblos de toda la zona occidental del Imperio estaban a las mismas puertas de Bobair.
Tuuuuuu… tuuuu… tuuuuuu… Dos toques largos y uno un poco más corto de cuerno dieron aviso de que lord Alantarior había tomado el mando de las tropas y el estandarte de la casa Azî volvió a lucir como en los viejos tiempos. Lord Alantarior contemplaba con admiración el ejército que habían conseguido reunir Derf, sir Rogric y sir Argentia, que se movía como las aguas revueltas de un río a las puertas de la ciudad. Acompañando a Derf estaba prácticamente toda la infantería que había aportado los jefes de los distintos clanes, con sus banderas de colores y sus armaduras resplandecientes.
También estaban, a un flanco, los babür, montados en sus ponis con armaduras. Jitsuc, al frente de su pequeño ejército, llevaba una lanza con un gallardete de color blanco en la punta, mientras que los demás portaban arcos y flechas envenenadas. Los caballeros mintanztar’ras, hombres de más de dos metros y medio de altura, de complexión robusta y con un solo ojo, con sus armaduras relucientes bajo el sol de la mañana, avanzaban hacia donde estaban la gente hermosa de Barial-haj. Portaban largas lanzas con estandartes de color verde. Tras ellos estaba Aanvhel, la reina de la gente hermosa. Una formación de caballería de la reina Aanvhel desplegaba a sus miembros a lo largo del valle. Sus banderas rojas y las plumas de sus cascos ondeaban al viento. Y en el otro flanco estaban los vikkial, menos numerosos, pero un pueblo bien aguerrido. Eran los únicos que no portaban armaduras e iban con el torso al descubierto y dos espadas cruzadas a la espalda. Todos ellos, al igual que los mintanztar’ras, iban montados en xoampes. Sus banderas azules fueron desplegadas en cuanto sintieron la llamada de lord Alantarior.
Un segundo aviso de cuerno volvió a sonar alto y claro cuando lady Moura se presentó en lo alto de las murallas de la ciudad. Entonces el silencio reinó por unos segundos, expectantes a que alguien se decidiera a hablar. Lady Moura soltó una carcajada e hizo un gesto con la mano para que se acercaran a las murallas. Tras ella había miles de arqueros con las flechas a punto de disparar. Derf levantó una mano, pues todavía no había llegado el momento de atacar.
Derf miró a sir Rogric y este volvió a tocar el cuerno con el sonido de la casa Azî. Dos toques largos y uno un poco más corto sonaron más fuerte que nunca. El brillo de la espada de lord Alantarior llegó a todos los rincones del valle y se escuchó un alarido unánime, que fue respondido con miles de flechas por parte de lady Moura.
—Por el Imperio, por lord Alantarior… —rugía el ejército del valle.
Esta vez fue lord Alantarior quien levantó la mano y su voz resonó en el valle alta y clara.
—Todavía estamos a tiempo de parar esta guerra. Tus defensas no han supuesto nada contra este ejército que está a las puertas de mi ciudad.
—¿Dices estos pobres infelices? —lady Moura señaló los miles de cuerpos que yacían sin vida a las puertas de la ciudad—. Esto que ves aquí no es más que una pequeña muestra de mi ejército.
—Os daremos dos horas para que los enterréis.
—Muy amable por tu parte, pero quiero la promesa de que estas dos horas serán de tregua.
—No es amabilidad, sino ser práctico —repuso lord Alantarior con una mueca desagradable—. En pocas horas estos cadáveres olerán y sus cuerpos empezarán a propagar enfermedades. ¿Dos horas de tregua por ambas partes?
—Por ambas partes.
Lord Alantarior asintió con la cabeza, y después volvió a hablar alto y claro.
—Sea así.
Se giró hacia Derf y Sir Rogric.
—¿Las dos entradas al valle están vigiladas? Conozco sus artimañas y no me fío de ella.
—Esto es solo una parte de lo que hay acampado a las afueras de las Montañas Sagradas —respondió Derf—. Pero si fuera necesario nosotros haríamos uso de nuestros poderes.
—¿Es necesario?
—Solo en el caso de que Magriana y los suyos desplegaran sus poderes.
—Será una sangría.
—Yo nunca he querido esto y lo sabes muy bien. Sin embargo en cuanto aparezcan los dragones habrá una lucha que no se podrá parar.
Lord Alantarior se encogió de hombros y volvió la mirada hacia las murallas de Bobair. Lady Moura había desaparecido y en su puesto estaba un joven que había ocupado el puesto de Cariän como capitán de la Guardia.
—Sé que trama algo.
—No eres el único que lo piensa —le respondió Derf—. No es lógico que haya sitiado su propia ciudad y haya mandado a estos desgraciados a una muerte segura. ¿Con qué motivo? Todavía no lo sé. Noelia no ha podido sacar nada en claro.
—Es como si quisiera provocarme a que entremos en la ciudad. ¿Crees que sabe algo de Magriana y los demás dioses?
—No estoy seguro, Alantarior. De todas maneras estas dos horas nos vendrán bien para que los tres colores reclamen la espada del Manantial. Solo espero que Hancko los reconozca como a los verdaderos portadores de la espada.
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Las aguas del manantial cubrían por entero los cuerpos de los tres colores. Fred fue desplazado hacia el fondo de la cueva, mientras que Cariän era succionado por un remolino hacia lo más profundo y Sylvia no hacía más que tragar agua. A pesar de ser una buena nadadora, empezó a ser arrastrada de un lugar a otro al tiempo que agitaba sus brazos con desesperación. Pronto perdió la noción del tiempo y del espacio y no supo dónde se encontraba la parte de arriba y abajo del manantial. Solo escuchaba un murmullo en su mente, que se esforzaba por atender.
«Sylvia», escuchó perfectamente una voz interior, «atiéndeme».
—¿Fred…?
—No podemos llegar a ti, pero debes ser tú quién nos saque de aquí.
—¿Yo?
—Date prisa, Sylvia. Te queda poco tiempo.
Tras estas palabras, cayó en un estado de inconsciencia. Soñó que volaba hacia una puerta negra y en su boca estaba el sabor amargo de la derrota. El tiempo pasaba y ya no podía reír. Unos ojos negros lloraban a su lado. Entonces sintió sed, por más que tragaba agua no se aplacaba. Abrió la boca, ni siquiera las lágrimas calmaban su sed.
—¿Cariän…? —preguntó Sylvia.
—Estoy aquí.
—No te veo —replicó ella.
—No importa, confía en mí. Estoy aquí. Haz algo.
—No sé qué hacer.
—La respuesta está en tus manos.
—Pase lo que pase no me abandonarás, ¿verdad? Quiero que estés a mi lado cuando todo esto pase, porque volveré… volveré…
—Ahí me encontrarás, Sylvia. No pienso moverme hasta que no abras los ojos.
Sylvia entreabrió los párpados. Estaba exhausta, pero había encontrado la respuesta. Colgada del cuello llevaba una caracola blanca que en su día le había regalado Alina y, aprovechando su último aliento, la hizo sonar.
Un fuerte estallido se produjo en el instante en que las primeras notas de la caracola sonaron. Para ella no había sido más que su último suspiro, pero el sonido retumbó en aquella cueva de ambiente sofocante. Las notas se prolongaron durante interminables minutos, a la vez que las hermanas Hareel retenían a Fred y Cariän a su lado. Reclamaban el otro pastelillo que ambos tenían en el bolsillo y una vez que cobraron su peaje, los dejaron en paz. De repente se hizo el silencio y las aguas se retiraron hacia un lado.
Sylvia yacía en mitad del manantial con la caracola entre sus labios.
—¿Sylvia…? —dijeron ambos a la vez.
Cada uno, desde donde se encontraba, avanzaba con pasos vacilantes. Estaban paralizados por el miedo. Sintieron que se les helaba la sangre cuando comprobaron que ella estaba pálida y no respiraba. Fred buscó con la mirada a Kuangoo, que llegó hasta ellos cuando las aguas se retiraron a un lado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Fred sin entender nada.
—No sé —miró hacia todos los lados—. Esto no ha acabado todavía, Fred. Tenéis que salir de aquí inmediatamente.
—¿Dónde está la espada de Sylvia? —preguntó Cariän con una calma aparente.
—Me importa un comino dónde está la espada —replicó Fred—. ¿Qué le pasa a Sylvia? ¿Por qué no respira?
—Fred, es importante —insistió Cariän—. ¿Dónde está la espada?
—Y yo te estoy diciendo que no tengo ni idea.
—La espada le otorgará el poder que necesita.
A Kuangoo no le hizo falta arrodillarse para saber qué era lo que le pasaba a Sylvia.
—Fred, Sylvia está…
Fred se giró con los puños apretados hacia Kuangoo. No creía creer que los hubiera abandonado de esa manera. Todavía tenía que enseñarle muchas más ciudades y decirse tantas y tantas cosas.
—Tú tienes la culpa de lo que le ha pasado. Esta es una guerra estúpida en la que yo no quería participar.
—Nadie querría participar en una guerra, Fred —contestó Kuangoo.
Cariän se mantenía al lado de ella con el gesto demudado, la mirada fría y una mueca salvaje. No le salían las palabras, aunque tampoco le hacían falta.
—Fred, cálmate…
—No quiero calmarme. Esto es lo que puedes hacer con la espada del manantial —la lanzó a varios metros—. Se puede ir a la mierda.
Se arrodilló ante Sylvia.
—Cariän, escucha —ordenó Kuangoo—. Recoge a Sylvia y sácala de aquí inmediatamente mientras yo me ocupo de Fred.
Sin embargo, este no podía escuchar nada porque tenía la mirada perdida en Sylvia.
—Cariän —Kuangoo hizo que lo mirara a los ojos—, llévatela de aquí, ahora. ¿Me entiendes?
—¿Por qué? —en la pregunta había implícita una súplica.
—No preguntes el por qué, sino para qué.
—No lo entiendo…
—Esto no ha acabado todavía, Cariän. Es necesario salir de aquí. Las aguas volverán muy pronto a su cauce.
Asintió con la cabeza sin rechistar, y la levantó en vilo para llevarla hasta la orilla.
Fred quiso ir tras ellos, pero Kuangoo se opuso a que saliera del manantial sin la espada.
—Déjame… maldita sea mi suerte… —dijo entre sollozos.
—No digas nada de lo que después te puedas arrepentir.
—He dicho que me dejes… Sylvia está muerta. Yo intenté llegar hasta ella… de verdad que lo intenté, pero no podía hacer nada para que no se ahogara.
—Si haces lo que te digo es posible que aún podamos hacer algo por Sylvia. Esto no es lo que parece —Kuangoo mantenía a Fred paralizado de pies a cabeza—. Recoge tu espada y no discutas conmigo. Yo no podría tocarla aunque quisiera.
Como Fred se negaba a obedecer, Kuangoo le ordenó mentalmente lo que tenía que hacer y se hizo con el control del cuerpo del muchacho. En cuanto Fred tuvo la espada en la mano lo hizo volver otra vez a la orilla.
Cariän mantenía el cuerpo de Sylvia pegado a su pecho, sabiendo que les había salvado la vida a costa de la suya.
En cuanto Fred y Kuangoo pusieron un pie fuera del cauce del manantial, las aguas volvieron a ocupar nuevamente su espacio.
—¡No me vuelvas a hablar en la vida! —dijo Fred con desesperación, golpeando con el puño la roca de la cueva.
Sin embargo, Kuangoo trataba de hacerse entender por los dos muchachos.
—Cariän, posa una mano sobre el pecho de Sylvia —esperó a que el muchacho hiciera lo que le pedía—. Fred… —repitió varias veces—. Fred, déjate de estupideces y haz lo que te pido. ¿Quieres escuchar de una maldita vez?
—Ella está…
—No, Fred, no está muerta, aún podemos hacer algo por ella.
—¿De verdad?
—¿Te he mentido alguna vez? —Fred negó con la cabeza—. Entonces déjate de hacer estupideces y coge las manos de Sylvia.
—¿Y ahora qué? —preguntaron los dos chicos.
—Ahora tendréis que hacer uso de vuestros poderes. Si estáis atentos sabréis lo que tenéis que hacer.
—No, Sylvia no quería esto… —replicó Fred.
—No nos queda otra opción —repuso Kuangoo.
—Tú lo sabías, ¿verdad?
—No, pero creo que entiendo los motivos. Nadie que no posea nuestra esencia puede reclamar esa espada. Hancko es la piedra y se ha rebelado contra Sylvia. De momento no está ni viva ni muerta, está en un mundo intermedio, pero tenéis que daros prisa si queréis volver a verla con vida. Los tres colores tienen que estar unidos.
—¿Estás preparado? —preguntó Cariän.
Fred se encogió de hombros.
—No ha sido una pregunta como tal, Fred —repuso Cariän con frialdad—. Deja de comportarte como un crío. Me da igual lo que hagas en tus ratos libres, pero no consentiré que te eches atrás cuando ella te necesita, porque te juro que si no haces nada yo mismo te mataré con mis manos.
Fred bufó varias veces de pura rabia, pero finalmente supo que Cariän llevaba razón, bajó la vista y apretó las manos frías de Sylvia. Los labios tenían el color de la muerte, y sin embargo parecía que permaneciera sumida en un profundo sueño.
Cerraron los ojos y cada uno se concentró en traspasarle parte de su energía. Tras unos minutos en los que Sylvia no reaccionaba, Cariän la soltó, pues todo lo que podía hacer por ella ya lo había hecho. Sin embargo, Fred mantuvo el contacto con ella porque así lo deseaba Hancko.
Pronto se coló en los pensamientos de Sylvia.
Sylvia se dirigía hacia una puerta de color negro que estaba abierta. A sus espaldas un ave fénix la llamaba a gritos, pero estaba aterrorizada ante el espectáculo que veía. Decenas de figuras transparentes luchaban por agarrar a Sylvia y llevarla tras la puerta negra.
—¡Sylvia! —gritó.
Ella se estremeció, luego se giró. Fred observaba la indecisión de ella, pues no sabía si atravesar la puerta o alargar su mano hasta donde él estaba y salir de aquella pesadilla.
Las figuras soltaron un grito desgarrador, que fue escuchado hasta en el manantial.
—No les hagas caso, Sylvia —le pidió Fred.
—Ven hacia nosotros —dijeron unas voces que solo podía escuchar Sylvia, pero no Fred.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó ella.
Fred la veía tan perdida que quiso correr y llevársela.
—Con nosotros encontrarás el descanso.
—Tú eres Sylvia. Recuérdalo. Ven conmigo —respondió Fred.
—Te estábamos esperando, Sylvia. Tú eres nuestra esperanza.
—¿Qué me ha pasado? ¿Estoy muerta?
—No creas lo que ven tus ojos. Siente con el corazón —respondieron las voces.
Las voces subieron el volumen.
—No, pero tampoco estás viva —contestó él.
—Sylvia, eres la Dama Blanca. Confía en nosotros.
—¿Quién sois vosotras? —preguntó Sylvia.
—Somos las olvidadas, pero junto a ti volveremos a resurgir.
—Sylvia, por favor, deja que te ayude —dijo Fred.
—Hancko nos dijo que la Dama Blanca vendría a liberarnos.
Sylvia vaciló unos instantes, se dio media vuelta sin saber hacia dónde ir, pero Fred volvió a hablar.
—Sylvia, se nos acaba el tiempo —insistió él.
—A nosotras también.
Sylvia lo volvió a mirar a los ojos. Negó varias veces con la cabeza y finalmente le dijo a Fred:
—Lo siento, Fred. Pero ya no me puedes acompañar. Ellas me están esperando.
—No, Sylvia, no lo hagas. Yo también te estoy esperando. Te necesito, y Cariän también. No te vayas.
—Tú no lo entiendes, pero sé que este era mi destino. Cariän y tú habéis hecho por mí todo lo que habéis podido. Vosotros habéis hecho un camino y ahora me toca a mí. ¿Por qué te empeñas en protegerme?
—Sylvia, date prisa. La puerta está a punto de cerrarse —apremiaron las voces.
—No, Sylvia, no te vayas sin mí. ¿Qué voy a hacer ahora?
—Fred, me están esperando y tú también debes darte prisa. ¿Confías en mí?
Fred agitó la cabeza veces sin poder contener las lágrimas. Sylvia le estaba pidiendo que la dejara marchar. Pero ¿por qué? ¿Por qué justamente ahora?
—Porque ahora me toca a mí. ¿No lo entiendes? Vete, Fred, libera a los dragones porque les queda poco tiempo.
—No puedo irme sin ti, Sylvia. Cariän no me lo perdonaría ni yo tampoco.
—Sylvia, se nos acaba el tiempo.
—Por favor, Fred. No me lo pongas mucho más difícil. ¿No entiendes que tú has hecho todo lo que estaba en tu mano? Nos veremos muy pronto.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo, Fred. Todavía no me has perdido. Esto saldrá bien. No te preocupes.
—O coco, Sylvia.
—O coco, Fred —terminó por decir ella con lágrimas en los ojos—. Dile a Cariän que también le quiero… por favor, Fred, díselo.
—Está bien —murmuró entre dientes—. Se lo diré.
Sylvia giró sobre sus talones y traspasó el umbral de la puerta negra. Fred pudo comprobar que en el mismo instante en que la puerta se cerraba, dejaba de ser negra para convertirse en blanca.
Cuando Fred abrió los ojos sintió la mirada fría de Cariän clavada en él.
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué no regresa?
—Porque el camino que tiene que recorrer lo ha de hacer ella sola —replicó con la voz ronca—. Yo ya no pinto nada aquí. Sylvia te necesitará cuando regrese de su viaje y yo no puedo quedarme, así que tendrás que vigilarla tú.
—¿Ha dicho algo más?
Fred se levantó para salir de la cueva ignorando la pregunta de Cariän. Estaba molesto por haberse comportado como un crío mientras que su rival había sabido estar en su sitio. Recogió la espada del suelo y se encaminó hacia a la salida. En el último momento se volvió hacia Cariän y le dijo:
—Sí. Ha dicho que te quiere.
—Gracias, Fred.
—No me las des. Se lo había prometido.
Fred salía por el pasillo acompañado de Kuangoo, que permanecía alerta ante un murmullo que se iba instalando poco a poco en sus pensamientos. Caminaron durante un rato sin decirse una palabra, hasta que Fred no pudo aguantar más y terminó apoyado en una pared.
—¿Por qué no puedo estar a su altura, Kuangoo? ¿Por qué tengo la sensación de que todavía no estoy preparado? Soy un cobarde, Kuangoo, pero tenía tanto mucho miedo de perderla. Me he derrumbado a las primeras de cambio, mientras que Cariän ha permanecido a su lado. Soy un crío, un estúpido.
—Lo entiendo.
—Ha sido horrible.
—Lo sé. Pero, ¿qué pretendes? Todavía no has cumplido los dieciséis años. Y es cierto, todo esto es culpa mía. Ni tú, ni Sylvia, ni Cariän deberías estar aquí.
Fred se limpió la cara con la palma de la mano unas lágrimas y se giró lentamente hacia Kuangoo.
—¿Tú también perdiste a alguien?
—Sí —dijo con un toque de dolor en su voz.
—¿Un hijo?
—No. Una hija.
—Lo siento, no lo sabía.
—No lo sientas. Tú no tienes la culpa. Ella eligió su camino. Está donde desea estar.
—¿Cómo se llamaba?
—Da igual cómo se llamara. Ella ya no está con nosotros —recordó entonces el viaje que había hecho al Reino Prohibido para buscarla.
—Siento haber dicho todo lo que dije.
—Está bien, Fred. Acepto tus disculpas, pero vámonos de aquí. Se nos hace tarde —replicó con frialdad.
Permanecía en silencio; su gesto no delataba ningún sentimiento, pero aquella aparente serenidad desconcertó a Fred, que no supo realmente qué hacer. Tragó saliva en varias ocasiones, como intentando armarse de valor para mantener una charla más o menos cordial con el que consideraba que era su maestro.
—¿No me vas a hablar?
—No tengo nada que comentar.
—¿Estás enfadado conmigo?
—No.
—Entonces, no entiendo tu actitud.
—Sigues teniendo un defecto, Fred. Supongo que con los años se curará. No dejas de pensar que todo gira en torno a ti y te equivocas. Solo estoy concentrado. Así que deja de parlotear.
—Está bien.
—Otra vez lo has vuelto a hacer. No me dejas escuchar qué está ocurriendo ahí afuera. Deberías de hacer lo propio.
Fred asintió con la cabeza y permaneció en silencio hasta que fuera Kuangoo quien volviera a hablarle. En cuanto acalló también sus pensamientos, pudo escuchar el gemido de los dragones. El corazón le dio un vuelco porque la voz de Satvia reverberaba en su mente como una letanía monótona. Sintió miedo, miedo a no estar a la altura. Ahora sí que no podía fallarles.
—Ahora no te puedes echar atrás. Te estamos esperando. Nuestro tiempo se acaba —La voz de Satvia le llegaba débil.
—¿Y por qué yo?
—¿Y por qué no? Alguien tenía que hacerlo.
—Dime cómo llegar hasta vosotros —quiso saber Fred.
—Deja tu mente en blanco y no intervengas hasta que yo te lo pida.
Cerró los ojos y dejó que la voz de Satvia inundara su mente. A partir de ese instante el dragón rojo puso a su disposición todo su conocimiento para llegar hasta donde se encontraban encerrados. Fred solo tenía que despejar todas las dudas y cruzar la puerta.
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Cariän no quería soltar a Sylvia bajo ningún concepto, pues temía que si se movía o parpadeaba desaparecería para siempre, y eso no lo podía consentir. Esperaría lo que hiciera falta hasta que volviera a abrir los ojos, porque Fred le había asegurado que regresaría.
Sylvia se encontraba ajena a lo que pasaba fuera de las fronteras de su mente; sin embargo podía sentir el contacto con Cariän. Aquellas manos que la asían con fuerza eran el único vínculo con el mundo de los vivos. Por Cariän y por Fred volvería de nuevo a la vida. Una vez que se cerró la puerta tras ella unas manos comenzaron a desnudarla así como a recogerle su larga cabellera en un moño, le colocaron una túnica blanca, ceñida a la cintura y una corona de platino y diamantes sobre la cabeza. Poco a poco comenzaron a llegar mujeres desde todos los rincones, asintiendo con la cabeza y hablando mediante susurros:
—Es ella, ha llegado.
Luego la condujeron hasta las orillas del manantial para que se viera reflejada en las aguas limpias. Soltó un suspiro ahogado. Estaba tan cambiada… pero a la vez seguía siendo la misma chica. Su porte era regio. En su mirada estaba la determinación que había echado muchas veces en falta, la seguridad de una sabiduría heredada de todas las mujeres que existieron antes que ella, depositando así su confianza.
Sylvia se giró hacia las figuras que esperaban a sus espaldas. Las mujeres deseaban que se las reconociera como el pueblo que fue. Unas cien la observaban con admiración, algunas otras con adoración.
—¿Qué deseáis de mí? —preguntó.
Una mujer, no mayor que lady Moura, se adelantó y se arrodilló ante ella.
—Saludos, Sylvia. Llevamos muchos años esperándote. Nuestro pueblo fue conocido como las Assisis, pero desapareció hace tantos años que nuestro nombre se perdió en los anales de la historia. Nosotras formábamos una comunidad que se servía de la naturaleza para conjurar pequeños actos mágicos. Tomábamos la energía de la tierra, del aire, del fuego y del agua, para después ayudar a los diferentes pueblos. Podíamos provocar desde una lluvia en mitad del desierto hasta una tormenta de arena en los parajes más inhóspitos. También podíamos comunicarnos con los animales e incluso saber qué día exacto se debía hacer la siembra y la cosecha de los frutos. Nuestra morada era el Bosque silencioso.
—Sin embargo —siguió contando otra mujer—, llegó un día en que nuestra magia fue considerada maligna para el Imperio ya que no quisimos poner nuestras manos al servicio de una única casa. En cuanto la Casa Misia llegó al poder fuimos perseguidas y algunas de las nuestras murieron, pero antes de ser aniquiladas, nuestra comunidad hizo un conjuro para desaparecer hasta la llegada de la Dama Blanca, para así confiarle todos nuestros secretos.
—¿Y cómo sabéis que soy la que estáis esperando?
—Porque llevas la espada blanca, la espada ancestral de la primera madre. Ahora atiende, Sylvia. Volverás a la vida, pero nosotras te acompañaremos. Cierra los ojos y deja que nosotras guiemos tus pasos.
Las mujeres que se encontraban junto a Sylvia la rodearon y comenzaron a entonar, con sus voces bellas, una canción pausada.
Las Assisis hemos ganado la batalla contra la oscuridad,
somos más fuertes que nunca,
y tu séquito te acompañará.
Te mostraremos el camino que has de recorrer
pues tu regreso a la vida es el nuestro.
Nuestro deber es darte la memoria,
enseñarte las cosas que aprendimos
y apartarte de la muerte.
Ponte el manto blanco
y sal a la vida.
—La hora ha llegado, Sylvia. Prepárate para regresar.
Las Assisis le colocaron un manto de plumas blancas y la condujeron de nuevo a la puerta por la que había accedido a ese mundo misterioso e irreal. Sylvia colocó su mano sobre la manecilla para abrir la puerta, pero estaba tan fría que la retiró al instante. A pesar de que las Assisis habían elevado sus voces para prevenirla, Sylvia estaba ansiosa por regresar junto a Cariän.
—Atraviésala con la espada. Es la única manera en que podrás salir.
Hasta ese momento Sylvia no se había dado cuenta de que llevaba la espada en la mano derecha. La apretaba con tanta fuerza que se había olvidado de ella.
—Siente el poder que emana de ella —le recordaron—. La espada es parte de ti y tú ya eres parte de ella.
Levantó la punta y unas chispas verdosas y rojizas lamían la hoja de la espada. Tras sentir que su arma tenía vida, experimentó una opresión en el pecho, que la hizo desfallecer por unos segundos.
—Si confías, ella te guiará. Tiene el espíritu que le confirió la primera madre —aseguró la primera Assisis que le había hablado.
Sylvia asintió con la cabeza varias veces y después volvió a acercarse a la puerta. Las mujeres esperaban con ansiedad traspasar hacia el otro mundo, el mundo del que no debieron salir nunca. En cuanto la espada de Sylvia rozó la puerta, prorrumpieron en un grito de júbilo.
Cariän la estaba esperando cuando abrió los ojos. Así mismo el Manantial de la Espada se llenó de mujeres que rodearon a la pareja.
—Hola —murmuró, maravillado de que Sylvia hubiera recuperado el color de sus mejillas—. Has regresado.
—Sí, Cariän. He regresado porque nunca me fui —recibió un beso tierno en los labios.
Él la observó cuando se retiró. Sylvia se quedó inmóvil. Deseaba de nuevo verse atrapada por sus besos. Sylvia advirtió que se inclinaba sobre ella, que sus labios se acercaban. Cerró los ojos. Sintió los labios firmes sobre los suyos. Suaves, invitándola a paladear la calidez de su boca.
Cariän acarició con su pulgar la mejilla y después sus dedos se enredaron en la cintura de Sylvia. La atrajo hacia sí, con decisión. Y sus labios volvían a buscar una y otra vez la boca de ella. Subió hasta el lóbulo y ella se mordió un labio para no gemir. Se fundieron en un abrazo en el que perdieron la noción del tiempo. Aquello era perfecto… de no ser porque había una guerra a las puertas de Bobair.
—Nos esperan, Cariän.
—Lo sé —sofocó un suspiro.
Cariän se apartó para que las Assisis la ayudaran a levantarse y Sylvia lo agradeció con una sonrisa. Cuando estuvo en pie se produjo un cambio en su aspecto. Apareció tal y como las Assisis la habían vestido en el otro mundo.
Se giró hacia Cariän, que no dejaba de asombrarse por lo hermosa y radiante que estaba.
—Los tres colores ya somos iguales, Cariän. Ha llegado nuestra hora. Tenemos que darnos prisa. Fred está a punto de liberar a los dragones. La batalla se acerca.
Cariän solo pudo asentir, y ambos, guiados por las Assisis, salieron de la cueva.
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Kuangoo se giró cuando escuchó unos pasos por delante de él. Dos figuras se movían entre las sombras de la cueva con sigilo. Si no lo había percibido antes era por el murmullo que cada vez se hacía más insistente. Entonces solo le faltó oler el aire para comprender el verdadero motivo por el que Pictia había querido implicarse en esta guerra. Sintió un escalofrío que recorrió su espalda y después tragó saliva. Solo deseó que ellos no escucharan aquel murmullo.
—Fred, escucha. —Este permanecía atento a las indicaciones de Satvia, pero atendió a las palabras de Kuangoo—. En cuanto abras la puerta ciérrala inmediatamente. Yo tengo que resolver un asunto pendiente. Confiamos en ti.
Fred no preguntó los motivos, percibió la urgencia en la voz de Kuangoo. Así pues desapareció en cuanto Satvia pronunció sus últimas palabras.
—Tenía que haberme imaginado que tú estabas metida en todo esto —Kuangoo giró sobre sus talones para esperar a que llegaran las dos sombras furtivas que se iban acercando—. ¿Cómo estás, Eslhabía?
—Tú eres el único que me reconocería en cualquier parte y en cualquier circunstancia —observó la mujer. Sus ojos brillaban con un perverso resplandor oscuro—. No has podido olvidarme, ¿y sabes?, yo tampoco.
—Tu aroma te delata. ¿Desde cuándo representas este papel?
—¿Tanto importa? Sabía que vendrías.
—Y Magriana, ¿qué pinta en todo esto?
—Magriana nos traicionó, Kuangoo. ¿Acaso no lo recuerdas? Nos vendió a nuestro padre, pero es tan estúpida que le he dejado pensar que ha sido ella quien gobernaba los designios del Imperio. ¿Lo puedes creer?
—De ti no me sorprende nada. Tienes una habilidad especial para esas cuestiones.
Tras la mujer apareció un chico de unos dieciséis años de aspecto débil.
—Hola, Magma —saludó Kuangoo con frialdad—. ¿Y a quién se supone que representas tú?
Magma soltó una carcajada estridente.
—El que atormentaba a Magriana, pero ella me conocía como Gabb-riel. Han sido unos años tan divertidos, que creo que la voy a echar de menos, aunque al final uno se aburre de representar a un imbécil que está colgado por el sonido de un pájaro.
—Lo creo —replicó Kuangoo con una mueca—. De vosotros me espero cualquier cosa. —Buscó con la mirada a Eslhabía—. ¿Cuál es vuestro papel en toda esta historia?
—¿Todavía lo preguntas? No te creía tan estúpido. El poder de los dragones estará muy pronto en nuestras manos. Las puertas se abrirán en cuanto uno de los nuestros caiga. Estás a tiempo de unirte a nosotros —le ofreció Eslhabía.
—Una oferta muy tentadora.
—¿Verdad que sí? —inquirió con una sonrisa malévola—. Y lo más curioso es que después de lo ocurrido entre nosotros, veo que aún podemos hacer grandes cosas. Podemos recuperarla. Solo has de decir que sí.
—Gracias por tu ofrecimiento, pero nuestra hija está donde quiere estar. Sigues siendo muy generosa, pero creo que quedó bien clara mi posición en Raan-Kizar.
—¡Ay, Kuangoo! ¡Qué aburrido resultas desde que decidiste ser bueno!
—En eso te doy toda la razón, Eslhabía. Yo pienso lo mismo de mí. Deben de ser los años —Kuangoo echó mano del reloj de bolsillo y abrió la tapa—. ¿Hasta cuándo vamos a seguir jugando?
—¿Ves lo que te digo? —preguntó Eslhabía—. Siempre encuentras una excusa para fastidiarme cuando me estoy divirtiendo.
Kuangoo aguzó el oído en cuanto volvió a escuchar unas pisadas, que acallaron el murmullo que se iba haciendo ensordecedor. Eslhabía sonrió con malicia y se mordió un labio.
—¿Sabes hermano? —inquirió—. ¿No deseabas una espada? Ahora viene lo bueno.
—¿Sylvia? —preguntó Kuangoo—. No sigáis caminando. Será mejor que busquéis otra salida.
—¿Qué pasa? —quiso saber Cariän.
—Nada que no pueda resolver.
Eslhabía soltó una carcajada.
—¡Madre! —exclamó Sylvia cuando estuvo lo suficientemente cerca para poner cara a la voz que hablaba con Kuangoo—. ¿Qué haces aquí?
—Reclamar lo que me corresponde.
Kuangoo trazó una mueca.
—Tendrás lo que te corresponde, Eslhabía. No lo dudes —dijo a la vez que sentía la proximidad de Maasara.
Entonces Kuangoo sonrió.