25

 

La fuerza de Sylvia

 

 

Los días transcurrían sin que Fred diera su brazo a torcer. Sylvia, mientras tanto, estaba cada vez más convencida de que llevaba razón y que la disculpa debía venir de la otra parte. Para ambos aquella situación estaba siendo, además de incómoda, exasperante, pues tanto él como ella se mantenían en un continuo estado de nervios que afectaba a todos los miembros de la casa por igual. Ni los esfuerzos que hacía Marmelia por reconciliarlos, ni las palabras de Maasara hacia su hijo para saber qué había motivado aquella discusión, como tampoco las conversaciones que mantuvo Kuangoo con Sylvia, hicieron que la situación relajara el ambiente.

Fred era el que generalmente se levantaba antes para no encontrársela por la casa, pero ella lo hacía inmediatamente después de escuchar ruidos en la habitación de él. En el momento en que se encontraban en el comedor, Fred bajaba los ojos, cogía algo de comer, se tomaba un café con leche sin dar tiempo a que se enfriara y salía despedido por la puerta de la entrada, dando un portazo a sus espaldas.

Un día tras otro sucedía lo mismo, Sylvia se levantaba con el ánimo de arreglar la situación, pero en cuanto se encontraba con la mirada de Fred cambiaba rápidamente de opinión.

Para él no era distinto. Una vez que se levantaba tenía la intención de pedirle disculpas, incluso, aunque tuviera que ponerse de rodillas. ¿Qué le pasaba entonces desde que estaba dispuesto a ceder hasta que Sylvia aparecía por el comedor como si nada hubiera pasado? Fred podía percibir la hostilidad en su gesto, y sabía que por mucho que lo intentara, ella no quería verle. Se lo había dejado bien claro. Además, ese corazón no iba dirigido a él, sino a Cariän. Así que tras las noches en vela que había pasado había llegado a la conclusión de que Sylvia seguía amando a Cariän, y que él no era más que un entretenimiento, el chico guay que la llevaba a hacer viajes, el que la hacía reír, el chico en el que se podía apoyar en caso de que lo necesitara, ¡Vamos, el típico pagafantas! Podía permitir ser su amigo, y hasta podía aceptar que no estuviera enamorada de él como él lo estaba de ella, pero no quería ser el paño de lágrimas de nadie. Tendría que soportar que Sylvia le dijera cuánto amaba a Cariän, que lo echaba de menos y que su vida estaba vacía.

Había entendido que esas palabras que ansiaba escuchar de sus labios no serían nunca para él y que aquella tarde fue una ilusión más propia de un crío que otra cosa. Es posible que si hubiera tenido algunos años más y un poco más de experiencia hubiera visto venir las intenciones de Sylvia, pero su inexperiencia con las chicas decía muy poco a su favor. Se odió por no saber cómo actuar con ella. Sin embargo, como pringado que era, estaba aprendiendo una dura lección de manos de la chica que amaba: las chicas no dicen siempre lo que piensan y hay que sobreentender el mensaje subliminal que se esconde tras cada palabra.

La cuestión podía ser fácil si él tuviera el don de la clarividencia que tenía a veces Kuangoo, o el don de Kalpar que podía leer la mente, pero desgraciadamente para Fred la de Sylvia era todo un misterio. Su madre le había dicho que eso no ocurría solo con ella, sino con el resto de las chicas. En aquella ocasión su madre le dio una palmada en la espalda y le dijo:

—Bienvenido al mundo de los adultos.

—Pues menuda manera más asquerosa de entrar. Hubiera preferido hacerlo de otra forma —reflexionó Fred.

Después de una semana en la que la tensión se mascaba en el aire, Fred dejó de ir a dormir a casa. Había decidido, por cuenta propia, quedarse en la cueva en la que enterrara días atrás al delfín. Y es que Fred, sabiendo del acceso difícil a la cueva se había refugiado en ella como un ermitaño, saliendo solo en busca de provisiones o para hablar con Kuangoo y su madre.

En uno de aquellos días fue Sylvia la que se levantó en primer lugar. Para ello se había pasado toda la noche despierta en el comedor, sentada en una silla e imaginando la conversación que mantendría con Fred. Le daba igual que no durmiera en la casa, porque sabía que en algún momento tendría que aparecer en busca de comida. Si alguien tenía que esfumarse, entonces sería ella. No quería que la situación se siguiera prolongando en el tiempo, ni hacer de aquello una batalla sin cuartel. Había entendido, por las conversaciones que había escuchado, que Fred era una pieza clave en la guerra que se avecinaba, y como buena estratega que era, comprendía que no podía permitir que Kuangoo eligiera entre él y ella. Estaba dispuesta a retirarse por el bien del grupo; todo para que Fred estuviera concentrado en todo lo que le quedaba por aprender. Por eso estaba decidida a dar el primer paso, porque ya no aguantaba mucho más esa realidad que les tocaba vivir día sí y día también. Con el tiempo, había llegado a la conclusión que lo que se habían dicho no era más que una estupidez.

Con esa idea en la cabeza pasó toda la noche en vela, recordando la sensación de volar por el Atlántico, la libertad que había querido experimentar siempre y que Fred le había proporcionado con mucha generosidad.

El tema de Cariän lo dejaría aparcado por un tiempo. No quería espantar a Fred antes de que su historia comenzara. Porque de lo que estaba segura es que deseaba vivir junto a Fred lo que tímidamente se habían sugerido en aquella tarde mágica. Ansiaba volver a sentir sus labios, porque aquel roce robado en extrañas circunstancias, momento en el que le perdonó la vida, no se podía considerar propiamente como un beso. Quería que sintiera el mismo deseo que ella, que fuera él el que se acercara hasta sus labios y le dijera lo que los ojos del chico llevaban días implorándole.

A nadie había pasado desapercibido, y menos a ella, el estado en el que se encontraba Fred en los últimos días. Ni siquiera, en los días en que Kuangoo lo hacía entrenar hasta la extenuación, había presentado un estado tan deplorable. Su pasotismo aparente lo estaba machacando anímicamente y eso comenzó a preocupar cuando la delgadez y las ojeras se hicieron patentes en su cuerpo. También preocupaba que el chico hubiera desatendido su entrenamiento, porque ese abandono al que se había entregado parecía gustarle cada vez más.

Sí, Fred había encontrado en la compasión por sí mismo un extraño regodeo que le hacían sentir que su causa era justificada, que ese sufrimiento valdría la pena después de todo.

A primeras horas de la mañana se presentó en la casa para hacer acopio de comida. Pero en vez de hacerlo por la puerta de la entrada, fue desde su habitación. Como necesitaba una ducha, pasó por el baño en primer lugar, y después se puso ropa limpia. Llevaba varios días en los que no había pasado por casa ni se había duchado. Cuando se hubo cambiado salió al comedor, esperando a que Marmelia le tuviera un hatillo preparado, pero lo que encontró no fue lo que habría deseado. En un lado de la mesa estaban Kuangoo y Sylvia desayunando y el otro lado se encontraba vacío. Hasta ese instante no se había dado cuenta de que por la casa no vagaba el olor de los dulces que hacía Marmelia, ni el aroma a tarta de fresa que ella desprendía.

—¿Dónde están los demás? —preguntó Fred a Kuangoo, pasando por alto la mirada suplicante que le lanzaba Sylvia, aunque reprimía el impulso de abrazarla y decirle cuánto lo sentía.

—Por ahí —contestó Kuangoo, sin levantar la mirada del libro que estaba leyendo. Después soltó una carcajada que debía estar provocada por algo que había leído en el libro.

—¿Sabes si Marmelia ha preparado algo de comer? —inquirió Fred, incómodo por la situación.

Se mordió un labio a la vez que lo hacía Sylvia.

Kuangoo negó con la cabeza. Siguió absorto en la lectura. Fred no sabía si quería provocarle, o es que en realidad el libro era tan gracioso que no podía dejar de leerlo.

—No, ¿qué? —insistió en saber. El tono desagradable que utilizó no pasó desapercibido para Sylvia.

—No, es no —contestó esta, buscando la mirada de Fred.

Entonces él se la devolvió, manteniendo dureza y frialdad en sus ojos, aunque por dentro su corazón era como una olla a punto de estallar.

—Contigo no estoy hablando —masculló entre dientes.

Sylvia frunció los labios, sus ojos se afilaron de tal manera que Fred desvió la mirada por miedo a ser envenenado por las miles de dagas que desprendían sus pupilas.

—Kuangoo, dile a Fred que si quiere algo de comida se la tendrá que preparar él solito, porque Marmelia pasa de ser su criada. Las palabras salían de sus labios tan atropelladamente que costaba entenderla.

—Sylvia dice… —intentó decir Kuangoo atento a la lectura.

—Dile a Sylvia que he comprendido muy bien el mensaje —silabeó Fred con los puños apretados.

—Fred dice…

—No, mejor dile que si ha entendido bien el mensaje ya sabe lo que tiene que hacer. Por ahí está la cocina —dijo señalando a su izquierda.

—Sylvia dice que por…

—Dile que ya sé dónde está la cocina…

Sylvia se había levantado y se había colocado frente a Fred. Podía sentir el aliento que corría, como un xoampe a galope por su cuello hasta llegar a sus labios buscando el beso que se negaban una y otra vez. Las palabras decían todo lo contrario que sus ojos verdes. ¿A qué debía de hacer caso en realidad? ¿A los ojos de Fred que hablaban de pasión o a aquellas palabras que la herían por ocultar lo que ella deseaba creer? Amor, amor era lo que rezumaba la mirada de Sylvia. ¿Es que Fred no lo sabía ver? ¿Tan estúpido era que su propio orgullo le impedía ver que solo tenía que alargar la mano y besarla? ¿Por qué desperdiciaba el tiempo en palabras inútiles? Entonces, ¿por qué no le decía todo lo que había planeado durante toda la noche?

—Solo te lo decía por si no te acuerdas que tienes memoria de pez y eso te impide saber dónde está la cocina.

El cuerpo de Fred se había acercado mucho más al de Sylvia, de tal manera que ella casi podía sentir el roce de su piel. Fred estaba tan cerca de los labios de ella, que tuvo que hacer un verdadero esfuerzo por no besarlos. Y Sylvia había dejado que traspasara esa frontera en la que ambos estaban discutiendo a menos de unos centímetros de distancia; sin embargo necesitaba ese pequeño contacto para saber que lo amaba.

—Oh, muchas gracias por tu amabilidad, pero recuerdo muy bien dónde está la cocina.

—No me des las gracias, Fred, no vaya a ser que luego me lo eches en cara más tarde.

Sus cuerpos estaban tan juntos que cualquiera habría visto que de esa tensión que había surgido de ellos saltaban chispas que danzaban alrededor de la pareja.

—¿Por quién me tomas? Mi memoria puede ser de pez, pero aún recuerdo perfectamente que no querías saber nada de mí.

Sylvia se apartó porque temía que si seguía frente a él terminaría alargando sus brazos alrededor de su cuello.

Si estaba lejos, la distancia no hacía sino que lo recordara a todas horas, y si él estaba a su lado, entonces era peor, pues no podía escapar a su deseo. Era para volverse loca, y lo sabía, sabía que estaban viviendo una pesadilla, pero les estaba resultando muy difícil salir del círculo vicioso en el que se hallaban inmersos.

—Ya lo entiendo. Creías que cuando te viera me iba a tirar a tus brazos y buscar protección porque yo soy una pobre niña desvalida. ¿Es eso, verdad? —caminaba, sin rumbo fijo, por el comedor gesticulando con los brazos y de vez en cuando se paraba y lo acusaba con el dedo índice—. Pues te equivocas, ¿entiendes? Yo ya sabía usar una espada antes de que tú supieras de mí…

—Yo siempre he sabido de ti —cortó Fred con un tono suave.

Se hizo el silencio entre ambos.

Sylvia se quedó inmóvil en mitad del comedor. Hasta ese instante no se había percatado de que estaban solos en la casa. Kuangoo los había dejado discutiendo a solas y había salido al jardín a leer. Sylvia se llevó el dedo meñique a sus labios, mordisqueando una uña.

—¿Qué tú siempre has sabido de mí? —el tono de Sylvia también se había suavizado, así como la expresión de su rostro.

—Sí, me gustaba leer «Las crónicas de los tres colores», el cómic que creó mi padre. Tú empezaste a salir en las últimas entregas.

Jamás hubiera pensado que leyera esa historia que le había contado Derf de que Bobair y todo el Imperio fue en un principio producto de su imaginación, hasta que se le fue de las manos. Por Derf también supo, que para volver a retomar el hilo de la narración tuvo que narrar los hechos tal como sucedieron. Aún le costaba creerlo, pero parecía cierto.

Fred vio la sorpresa en la cara de Sylvia.

—¿Hasta dónde leíste?

—Hasta que lord Alantarior salió de Bobair en busca de mi padre.

Sylvia buscó el apoyo de una silla para sentarse. Alzó los ojos llevando la mirada hacia el sol que acababa de salir por el horizonte. Aquella luz ambarina acariciaba su rostro con suma delicadeza. Fred empalideció al contemplar su gesto, que se había convertido en una máscara llena de paz y belleza.

Sylvia cerró los ojos, y aunque era difícil de creer, estaba tranquila. Si Fred había leído esos cómics, entonces sabía de los cuentos que le contaba su padre cuando era pequeña, y que lord Alantarior le hablaba de un chico de ojos verdes, del cual un día se enamoraría. Lo que no entendía es que siendo tan listo para algunas cuestiones, no entendiera que ese chico del que hablaba lord Alantarior era precisamente él. ¿Quién si no tendría unos ojos verdes como los suyos? Si era así, ¿a qué estaba esperando Fred para entender que su padre hablaba de él?

—¿Te molesta que sepa cosas de ti? —Fred se acercó hasta ella, sentándose en el suelo, a su lado, y con los dedos entrelazados, buscó la palabra adecuada para disculparse.

—No, no me molesta que sepas cosas de mí, lo que me molesta…

Las manos de Fred sudaban más de lo que él deseaba. Sintió que su corazón le daba un vuelco, además de estar más perdido que un pez fuera del agua.

—Sylvia… yo…

Tan solo debía decir dos palabras para que las cosas volvieran a ser como antes, pero le temblaba la barbilla. No quería parecer un imbécil y torpe, y que su voz no sonara firme y decidida.

—Me gustó viajar contigo —soltó Sylvia sin dejar de mirar el horizonte.

Fred aspiró con fuerza.

—Lo siento, Sylvia —imprimió a sus palabras la firmeza que se había propuesto.

—Yo también lo siento, Fred.

Después llegó otra vez el silencio. Estuvieron varios minutos sin decirse nada, aunque lo más importante se lo habían dicho ya. Fred parecía haber recuperado un poco de la energía que había perdido días atrás y Sylvia había esbozado una sonrisa sosegada en su rostro.

Fred fue levantando poco a poco los hombros caídos y alzó la barbilla buscando los ojos de Sylvia. La disculpa había resucitado su ánimo y las dudas que pudiera albergar quedaron disipadas cuando vio en sus ojos la tranquilidad. La tensión inicial había desaparecido, pero aún no daban la batalla por ganada. Y como ese sol que acababa de anunciar un nuevo día, así sintieron que era su relación; solo estaban al comienzo de la historia y no al final, como habían imaginado.

Fred se obligó a levantarse después de un rato de silencio. Sylvia lo siguió con la mirada para saber qué haría a continuación. Esperaba que al menos hubiera decidido quedarse en casa. Cuando entró en la cocina, suspiró aliviada. El que tuviera hambre era un buen síntoma para volver cuanto antes a la normalidad. Desde la cocina escuchó cómo abría y cerraba los armarios, o cómo buscaba en el frigorífico algo con lo que desayunar.

—Sé que has desayunado, pero ¿te apetece algo? —sugirió desde la cocina—. De momento te tendrás que conformar con lo que prepare yo. Todavía no controlo cómo cocinar los dulces que hace Marmelia.

Había sacado dos huevos y una lata de atún para hacerse una tortilla. Tenía tanta hambre que se puso manos a la obra antes de que se hiciera más tarde.

—¿Quieres que te ayude en algo? —lo sorprendió Sylvia mientras él batía con un tenedor los huevos en una taza.

Fred sonrió. Volvían a hablarse con tranquilidad.

—Gracias, pero esto lo tengo controlado… pero ya que estás aquí, ¿sabes si queda alguna nube dorada? Llevo varios días sin comer y me muero por un bocado…

Sylvia quiso responderle que llevaba varios días sin comer porque él se lo había buscado, que nadie le había obligado a que no apareciera ni siquiera a la hora de las comidas y que había sido un estúpido, pero sin embargo le sacó dos nubes doradas que le había guardado con la esperanza que esa mañana volviera a casa.

—Marmelia te las guardó anoche —mintió.

Sylvia observaba cómo Fred se desenvolvía en la cocina con total naturalidad, mientras ella se preparaba una infusión en el fuego de la cocina. En dos minutos el agua estaría hirviendo, el mismo tiempo que tardó él en prepararse el desayuno. Sylvia salió de la cocina con una tetera en una mano, y en la otra dos tazas. Él la siguió y se sentaron uno enfrente del otro.

Fred estaba pendiente de ella sin dejar de comer, buscando alguna excusa para romper el hielo. Sylvia le pasó una de las tazas y se llevó la otra a la boca, después de resoplar un rato.

En un principio Sylvia pensaba que Fred no se decidía a hablar porque comía a dos carrillos y apenas le daba tiempo a engullir y a meterse la siguiente cucharada. Tragaba con tanta voracidad que sintió el deseo de levantarse y acunarlo, sin embargo siguió recostada haciendo como que miraba la mañana que no acababa de despertar completamente. El sol parecía adormecido, sus tímidos rayos se desvanecían entre los jirones que dibujaban las nubes. Una quietud imperaba fuera de la casa, la misma calma que mantenían Fred y Sylvia después de haber sobrevivido a una gran tempestad.

Aunque Fred solía comer muy deprisa, los últimos bocados los estuvo demorando, pendiente en buscar una vía de escape a aquel silencio que se había quedado anclado en mitad del comedor. Entonces resopló.

—¿Has dicho algo? —preguntó ella.

Fred sacudió la cabeza y se irguió en la silla.

—Ehhh —buscó una respuesta que no sonara muy torpe—. Me preguntaba qué ibas a hacer esta mañana.

—Todos estos días he estado practicando con la espada. Kuangoo me ha estado marcando una serie de rutinas porque al parecer mi golpe desde la izquierda no es lo suficientemente enérgico.

Fred se rascó la cabeza, y hundiendo sus hombros como buscando el impulso le dijo:

—Si quieres puedes entrenar conmigo. Hace días que mis músculos están perezosos.

Sylvia se tomó unos segundos para contestarle. Le dio un último trago al té que se estaba tomando.

—Me parece una idea estupenda. Como pareja siempre es mucho más interesante trabajar contigo que con Kuangoo.

Fred abrió los ojos como platos. Se atragantó con el trozo de nube dorada que acababa de llevarse a la boca. Tosió varias veces porque el bocado se le había atascado en la garganta, mientras gesticulaba exageradamente para que Sylvia le diera unas palmadas en la espalda. Ella se levantó en cuanto se dio cuenta de que no estaba de broma, y que en realidad necesitaba su ayuda. Después de que volviera a respirar más o menos con cierta tranquilidad, le ofreció un vaso de agua.

—¿Que es mucho más interesante trabajar conmigo? —inquirió Fred cuando pudo hablar sin ahogarse—. ¿Por qué? No lo entiendo.

Sylvia lo miró antes de entrar de nuevo en la cocina. Quiso dejarlo un rato pensando. No era tan difícil de entender, pero no sería ella quien se lo dijera. Dar un poco de misterio a unas palabras nunca venía mal, no si con ello Fred se acercaba a ella y acababa de una vez por todas el juego al que estaban jugando.

Fred se quedó dándole vueltas a las palabras de Sylvia en el comedor. Quería pensar bien de ella, pero si no había entendido mal, había dejado caer que le parecía interesante trabajar con él. ¿Tendría una segunda lectura o había hablado tan claro como el agua?

Sylvia terminaba de fregar algunos vasos que había en la pila cuando Fred le dijo desde la puerta de la cocina:

—Espero que a mi memoria de pez no se le haya olvidado cómo coger una espada.

Sylvia se volvió hacia él con una sonrisa maliciosa y con las palmas llenas de agua.

—Toma, quizás esto te refresque la memoria —le tiró el agua a la cara.

Fred se quedó plantado delante de ella pensando qué hacer. Entonces la apartó del fregadero con un empujón suave, abrió el grifo a tope y comenzó a derramarle agua por encima de la cabeza.

—¡Ehhh! Que yo solo te he tirado unas cuantas gotas de agua —exclamó Sylvia con una gran carcajada—. Solo era para refrescar tu memoria.

—Y unas cuantas gotas de agua es lo que yo te estoy tirando —Fred no dejaba de arrojarle agua por encima, al tiempo de Sylvia intentaba que él parara de mojarla.

—Para ya, que me estás mojando entera…

—No, quiero que me digas por qué soy más interesante que Kuangoo para trabajar.

La cocina se había convertido en una batalla por ver quien controlaba el grifo, y ambos reían.

—Te lo digo si dejas de mojarme —comentó Sylvia sin parar de hacer lo mismo.

—Antes tendrás que decirme por qué soy mejor pareja que Kuangoo…

—¿Y tú qué crees?

—No lo sé. Ya sabes, mi memoria es muy corta y se me olvidan las cosas.

—Sí, claro, cuando quieres. Menuda cara tienes.

—Te voy a hacer sufrir si no me lo dices.

—Para tú… —Sylvia le dio un toque suave el hombro.

—No, te digo que pares tú… —Fred correspondió al toque con otro empujón por su parte.

—No, has sido tú quien ha empezado.

Sylvia le devolvió nuevamente el toque, pero esta vez lo empujó con un poco más de energía.

Fred levantó los brazos por los lados en señal de rendición. Trató de mantenerse serio, pero no podía dejar de reír ante la estampa que presentaba la cocina, por no hablar del aspecto que tenían ellos. Todos los armarios estaban mojados, el suelo estaba lleno de agua y tenían las camisetas tan mojadas que se les transparentaba el cuerpo. Fred bajó los ojos al suelo cuando se dio cuenta que Sylvia no llevaba nada debajo de la suya, y tragó saliva cuando advirtió sus pechos pequeños bajo la camiseta.

—Será mejor que recojamos esto y bajemos a entrenar a la playa —comentó con un hilo de voz.

Después se giró sobre sus talones para que no viera que tenía las mejillas sonrojadas hasta las orejas. Cogió una bayeta limpia que había al lado de la ventana y comenzó a limpiar las puertas y los azulejos con energías renovadas.

Sylvia también había percibido la misma sensación que él. Hasta ese momento solo podía hacerse una idea de su torso, pero ahora sabía cómo era realmente. Sylvia comprendió que lo mismo que le había pasado a Fred le estaba pasando a ella.

—Me voy a cambiar antes de bajar a la playa —desapareció de la cocina con la misma prisa con la que Fred recogía el agua.

Al cabo de unos minutos salió con una ropa más apropiada para entrenar, y además se había retirado el pelo de la cara, recogiéndoselo en dos moños a los lados. Se había puesto unos leggins oscuros hasta las rodillas, una camiseta blanca y se había protegido el pecho con un chaleco acolchado. Había llegado a usar alguna vez una cota de malla, y por eso, la incomodidad que pudiera tener con el chaleco no le importunaba en lo más mínimo. Los doce kilos que pesaba una malla no eran comparables al peso que ahora llevaba. También se había puesto unas rodilleras y unas muñequeras.

En cuanto Fred recogió el agua de la cocina salió corriendo a cambiarse a su habitación, para aparecer segundos después en el comedor. Sylvia observaba por la ventana cómo unos nubarrones cubrían el cielo.

—Ya nos podemos marchar —comentó.

Sylvia asintió con la cabeza y lo siguió. Ambos llevaban katanas en la mano, la de Sylvia de una aleación de acero y platino, que pertenecía a Minerva, y la de Fred de una aleación de acero templado y plata, que le había regalado Kuangoo. Le tenía especial cariño a esa katana pues había pertenecido a su abuelo Tahor. Aunque a esas horas solían estar dos chicas tomando el sol, esa mañana no había nadie, ni siquiera unas gaviotas que refunfuñaran en el horizonte.

Sylvia fue la primera que se puso en posición de ataque, anclando sus pies al suelo, con firmeza, para resistir los embates de Fred, y después levantó la punta de su katana dirigida hacia el pecho de él. Lo miró a los ojos, esperando a que fuera él quien atacara en primer lugar. Las bromas se habían terminado para Sylvia y así se lo haría saber. Avanzó hacia ella con timidez, sin arremeter con todas sus fuerzas. No quería ocasionarle ningún daño. Ella le paró la primera arremetida, asombrada de que no estudiara al menos cuáles eran sus puntos débiles, ni cuál era la velocidad que imprimía a su ataque. Pero Sylvia no iba a consentir que tuviera la más leve misericordia, porque sabía usar un arma y se lo demostraría, si no era por las buenas, sería por las malas. No quería que Fred se dejara ganar. No le había pedido que entrenara para que la tratara como a una niña de cinco años.

Retrocedió un metro, esperando a que volviera a atacar de nuevo. Pretendía que se confiara, que se relajara con sus movimientos para después arremeter contra Fred como había aprendido en la academia. Durante un rato ella se estuvo defendiendo, parando una y otra vez los ataques que le lanzaba, y puesto que no le atacaba, estudiaba la posición de sus piernas, la velocidad de su movimiento y qué técnica utilizaría para cuando arremetiera. Y cuando lo tuvo más o menos claro le lanzó una estocada por la derecha, que él paró porque había resultado demasiado evidente.

Para Fred estaba resultando un entrenamiento de lo más aburrido, puesto que Sylvia atacaba sin energías y sin poner demasiado énfasis a lo que estaba haciendo. Sabía que no estaba poniendo atención a sus ataques, y que lo que llevaban en las manos no era precisamente una espada de madera, pero la carga de Sylvia podía considerarse como la primera lección que le había enseñado Kuangoo. Ataque, defensa, contraataque.

—¿Qué te pasa? —preguntó Sylvia.

—Nada, ¿por qué lo preguntas?

—Parece que estés en las nubes —Sylvia estudió la posición de sus brazos y lo relajada que parecía tener la parte izquierda de su cuerpo.

—Estoy esperando a que ataques de una vez.

—Y yo estoy esperando a que no te fíes de lo que ves —replicó ella.

—¿Qué pasa? ¿Te gusta hacer trampas?

Sylvia no contestó inmediatamente, sino que esperó el momento oportuno para responderle la palabra precisa.

Fred volvió a atacar, pero Sylvia se quedó inmóvil, y esperando a que bajara la guardia, giró sobre sí misma y arremetió desde su izquierda contra el brazo que había dejado desprotegido.

—Yo no juego a pelear, yo juego a ganar.

Entonces Sylvia escuchó un chasquido que la dejó helada de arriba abajo.

La katana había provocado un corte tan profundo que Fred soltó la suya cuando comprobó que tenía el brazo seccionado prácticamente en dos. El filo le había seccionado los tendones y le había partido el radio.

Fred cayó de rodillas al suelo, a la vez que Sylvia apoyaba la katana en la arena de la playa. Fred aullaba de dolor, se cogía el brazo con la otra mano y trataba de controlar los temblores de su cuerpo.

—Lo siento, Fred —llegó hasta él con el gesto demudado.

—Avisa a mi madre.

La mirada de Fred se fue nublando conforme el dolor se hizo más intenso. Alrededor de su cuerpo surgieron unas pequeñas chispas doradas, que se concentraron en la herida del brazo. Una niebla apareció de la nada, precedida por un agudo zumbido, y cubrió la arena de la playa. El cielo, sin previo aviso, se encapotó y finalmente dio paso a una tormenta eléctrica, que desataba su furia en su cuerpo maltrecho.

Sylvia miraba la escena sin dar crédito a lo que veía y retrocedió dos pasos por miedo a ser alcanzada por uno de los tantos rayos que se abalanzaban sobre él sin compasión. Se llevó una mano a la boca, sin poder contener el llanto.

—Por favor, parad de hacerle daño —decía como una letanía a esa tormenta que había surgido de repente—. No le hagas daño… por favor, no le hagas daño…

Los rayos se fueron intensificando sobre Fred, y él, sin poder controlar la tormenta que había desatado, alzó una mano al cielo tratando de poner a salvo a Sylvia. Una vez que su brazo hizo de pararrayos, fue sufriendo descargas eléctricas cada vez más intensas. Su cuerpo se convulsionaba cada vez que un rayo lo atravesaba, pero al contrario de lo que pensaba Sylvia, aquella tormenta que se había desatado sin razón aparente le estaban aportando la fuerza necesaria para que se concentrara en su dolor.

—Apártate de mí, Sylvia… no sé cuánto tiempo podré contener la tormenta.

Sylvia se quitó el chaleco y salió corriendo en busca de ayuda. Maasara podía socorrerle, si es que la tormenta no acababa antes con él. Mientras corría por la playa deseaba que Maasara hubiera llegado de ese viaje misterioso que hacía todas las noches.

Fred mantenía una lucha contra el dolor. Notó un sabor metálico en los labios, el aroma de la sangre que llegaba a su boca desde aquella herida ardiente que palpitaba por volver a la vida. No quiso gritar, como tampoco dejarse llevar por un ataque de pánico. Se dijo entre dientes que aquella herida no podría ser tan grave como aparentaba. La cadencia de su respiración se fue acompasando hasta que encontró que los latidos de su corazón lo hacían a un ritmo más tranquilo. Ya había pasado por una experiencia similar, salvo que en aquella ocasión era una situación inducida por Kalpar y Marmelia.

Un rayo lo alcanzó con tanta virulencia que cayó de espaldas a la arena, y arqueando la columna, se quedó unos segundos sin poder respirar. Negó con la cabeza, pues no permitiría que nada acabara con él antes de ver a su padre, de ver a su hermana, pero sobre todo de decirle a Sylvia que la quería. No consentiría caer sin haber presentado una batalla digna. Así que apretando los dientes, se levantó apoyando una mano sobre su rodilla, mientras uno tras otro los rayos caían sobre él. Alzó nuevamente el brazo al cielo concentrando toda la energía que le venía desde arriba. Poco a poco fue recuperando la que había derrochado inútilmente gritando. La tormenta fue la chispa que necesitaba para encontrar lo que llevaba días ocurriéndole a su cuerpo, pero que no le había querido dar mayor importancia. Miró el brazo, que había dejado de sangrar cuando un rayo alcanzó la herida e hizo de cauterizador de la misma.

Sylvia llegó con el rostro descompuesto; no había encontrado a nadie en la casa. Fred perdería el brazo por ser un estúpido al considerar que ella no sabía cómo utilizar una katana. Pero si lo perdía no era culpa suya, puesto que ella se lo había avisado, lo había dejado bien claro en aquella pelea que mantuvo contra aquellos cuatro cobardes en Valencia. Observó cómo Fred se había levantado del suelo al tiempo que la tormenta no había hecho sino intensificarse. Encontró que su gesto ya no estaba congestionado por el dolor, sino que simulaba una tranquilidad que quisiera para sí en esos instantes. Se llevó un nudillo a los labios cuando vio que su herida se fue cerrando por un extraño prodigio que no alcanzaba a imaginar.

Soltó un grito ahogado cuando Fred buscó su mirada. Sylvia se contuvo en salir corriendo a sus brazos porque la tormenta todavía no había escampado sobre él.

Fred extendió los dos brazos por los lados, con las palmas abiertas hacia arriba, y a la vez que recibía descargas en ambas manos, las fue juntado hasta hacer una bola de energía azulada, no muy grande, aunque lo suficientemente concentrada como lanzarla hacia los nubarrones que había encima de su cabeza. La tormenta desapareció de inmediato, dejándolo extenuado en la playa. Entonces suspiró, y cayó de rodillas nuevamente.

Sylvia corrió hacia él. La esperaba sin hacer nada, pues sabía, aunque no tuviera telepatía, lo que haría ella.

—Eres un imbécil —exclamó Sylvia sin poder parar de llorar, empujándolo porque estaba tan nerviosa que pensó que lo perdería para siempre—. No vuelvas a hacer nunca más eso.

—¿Qué no vuelva a hacer el qué? —inquirió con una sonrisa mordaz, pero sus ojos verdes remarcaban lo cansado que estaba.

—Que vuelvas a tratarme como una niña que no sabe luchar —decía entre suspiros, y tratando de contener el llanto—. Si no fuera por lo que eres habrías perdido el brazo…

—Acabo de comprobar que eres muy buena con un arma en la mano —comentó quitándole importancia al asunto.

—A mí no me hace ninguna gracia, Fred —lo volvió a empujar, pero esta vez con rabia—. No sé las veces que te he dicho que llevo en una academia militar desde los diez años.

—Vale, está bien, Sylvia…

—No, no está bien, Fred. Tenías que defenderte, y en vez de hacerlo, has pensado que estábamos jugando. Y no, Fred, no estábamos jugando, porque una katana es algo muy serio, y si te hubiera pasado algo yo no me lo habría perdonado…

Fred se quedó sin saber qué decir. Solo se le ocurrió abrazarla, dejando que Sylvia descargara toda su ira contra él.

—Yo solo quería que me tomaras en serio, pero tú me has subestimado —siguió gimoteando—. Y yo te lo había avisado, pero tú no querías darte cuenta porque eres un estúpido…

—Sí, Sylvia, soy un estúpido. Tendrás que acostúmbrate a mi torpeza. Lo siento, pero aún lo podemos arreglar, ¿verdad?

Sylvia levantó la barbilla poco a poco con miedo de encontrarse con sus ojos. Sintió un escalofrío en el estómago cuando la mirada de Fred la observaba con dulzura.

—Volvamos a empezar de nuevo. ¿Qué te parece? —Fred la apartó con suavidad, aunque le dolía tanto no sentir su piel sobre la suya, que quiso volver a sentir el contacto de Sylvia otra vez—. No quiero hacerme más juicios de valor hacia ti —le tendió una mano—. Hola, Sylvia, soy Fred Jones.

Sylvia frunció los labios, aguantando las lágrimas, que punzantes, amenazaban con delatar cuánto lo amaba. Sin embargo, aceptó el ofrecimiento de Fred y entrelazó su mano a la de él.

—Hola, soy Sylvia, de la casa Misia… y de la casa Azî —reconoció después de acallarlo durante muchos años por vergüenza de herir a su madre y a todo el Imperio.

Estuvieron un rato mirándose a los ojos, y reconociéndose el otro al otro. Una vez más volvían a empezar, pero, ¿sería ésta la última vez que se dieran una tregua, o por el contrario este era el comienzo definitivo para empezar una relación? Pero la meta no se alcanza en un primer paso, sino con un paso detrás de otro.

Con esa idea, Fred recogió la katana de la arena y se dio la oportunidad de conocer a Sylvia, de luchar a su lado ante la guerra que se avecinaba. Sylvia asintió con la cabeza, se puso el chaleco acolchado y volvió a por su arma, que permanecía firmemente apoyada en la arena. En ese instante sintió que Fred comenzaba a tratarla como a una igual. Él comprobaría que la herida que le había provocado Sylvia no había sido producto de la casualidad, sino de lo bien que se manejaba con un arma en la mano.

La lucha comenzó, sin embargo esta vez Fred se concentró en parar sus ataques, en contraatacar y esperar a conocer el terreno en el que se movía ella. Y una vez, y después otra, tantas veces, que Fred observaba, maravillado, la fuerza que surgía del interior de Sylvia.

—Gracias —dijo Sylvia cuando el ataque estuvo igualado.

—¿Estás preparada para luchar?

—Llevo toda la vida esperándolo, Fred. —«Como llevo toda mi vida esperándote a ti».

—Entonces, comencemos.

 

 

 

Las crónicas de los tres colores
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