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La batalla final

 

 

Lo primero que Sylvia percibió cuando salió de la cueva fue que el cielo estaba cubierto de nubes parduzcas. Una tormenta eléctrica, acompañada de un tornado, se acercaba a lo lejos barriendo a su paso todo cuanto encontraba. La Lonja de las Fuentes Cantarinas permanecía tal y como la habían dejado. Unos cadáveres desparramados por un lado y unos miembros de la Guardia despedazados en el otro lado seguían presentes en aquellas baldosas blancas, pero lo peor de todo era el olor de la sangre que pululaba en el aire resistiéndose a abandonar la ciudad; sin embargo los gritos de angustia del pueblo habían cesado.

Cariän tomó el mando de la situación y los condujo a través de pasadizos que estaban debajo de la ciudad y por unas puertas secretas que los sacarían de Bobair. La última puerta que tenían que salvar estaba cerrada, pero antes de abrirla Kuangoo se colocó al lado de Cariän y se concentró en escuchar qué había al otro lado.

Les indicó que se mantuvieran callados llevándose el índice a los labios.

«Tras la puerta hay tres dioses: Vanian, Molruhena y Sliamah», escucharon Sylvia y Cariän mentalmente.

—¿Qué hacemos? —preguntó Cariän.

Kuangoo cerró los ojos, trazó una mueca de disgusto y les hizo retirarse de la puerta antes de que les explotara en la cara. Estaba tan seguro que Molruhena había escuchado a Cariän, que sintió chasquear sus labios asombrada por su buena suerte. Entonces se produjo una humareda blanquecina, de la que aparecieron los tres dioses.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Cariän mientras apuntaba con el filo de la espada a la chica de aspecto inocente.

Molruhena jugaba con los dos sables que llevaba en las manos y se mordía el pelo con despreocupación.

—Has hecho mucho ruido —contestó con desprecio Molruhena, señalándole.

—Molruhena, por si no lo sabíais —les explicó Kuangoo—, tiene la habilidad de leer los pensamientos. Es importante crear un muro de contención para que ella no lo traspase. Dejad vuestras mentes en blanco y dejaos guiar por vuestras armas. Ella no podrá entender su lenguaje aunque quiera.

—Hola, hermanito —saludó Sliamah.

Cariän sintió un escalofrío cuando la escuchó hablar. Sylvia pasó su mano por su brazo y él correspondió a su caricia con una sonrisa.

—Kalpar te ha echado de menos, ¿sabes? Aunque no menos que yo.

—Supongo que os habréis hecho el ánimo de sobreponeros a mi ausencia.

—Sí, por mucho que hayamos tratado de mantenernos ocupados, ya ves, no hemos podido resistir venir a ver qué tal te iba.

Sliamah y Kuangoo se miraban a los ojos, pero parecía que bajo esa conversación trivial se estuvieran diciendo muchas más cosas. No era un simple saludo cordial a lo que jugaban, sino un estudio de las fuerzas del otro. Aunque Kuangoo, de vez en cuando, bajaba la mirada al suelo, como si no controlara del todo la situación y se mostraba más nervioso que Sliamah.

—Hola Cariän. Siempre que nos vemos suceden cosas imprevisibles entre nosotros. Primero me dejas plantada…

—Creí que había dejado claro que no me interesabas —respondió mostrándole la espada—. Supongo que no fui lo bastante enérgico.

—Eso es porque no te diste la oportunidad de conocerme más a fondo. Si no recuerdo mal la última vez que nos vimos Sylvia también te dejó plantado casi a los mismos pies del altar. Conmigo eso no te hubiera pasado.

—Eso fue un mal necesario en nuestra relación —contestó Cariän.

Sylvia tragó saliva, y de inmediato giró la cabeza para mirar a Kuangoo.

Sliamah sonrió.

—¿No me digas que no les has comentado que te casaste con Cariän? ¡Ay, Sylvia! Al final los secretos siempre salen a la luz. Pero ahora ya da igual, porque es posible que tu querido Fred esté en un serio aprieto.

Sylvia abrió los ojos de par en par. Si hubiera podido la hubiera ahogado allí mismo. Sliamah conseguía sacar lo peor de ella. Y no solo la sacaba de sus casillas, sino que además sentía la mirada implacable de Vanian sobre ella. Una corriente de odio la sacudió por dentro. Todavía no había podido olvidar el mal rato que le hizo pasar en Paburga y cómo había caído en sus brazos sin darse cuenta. Recordaba que sus ojos azules penetraron hasta casi lo más profundo de sus pensamientos hasta tal punto que se sintió despojada de lo más íntimo que tenía: la necesidad de que Cariän la abrazara. Y Vanian se aprovechó de su debilidad y de la imposibilidad de él para mostrar sus sentimientos. Pero ahora la situación era distinta. Cariän y Fred estaban junto a ella. No quería caer de nuevo en la trampa de devolverle la mirada porque Vanian buscaría un resquicio para minar sus defensas e hipnotizarla como hiciera en Paburga.

Tras un rato de silencio y sin nada más que decir por ambas partes, Molruhena fue la que atacó en primer lugar. La expresión de la chica, antes inocente, cambió de repente y se transformó en un gesto salvaje.

—Déjame a Vanian —pidió Cariän cuando Molruhena eligió luchar contra Sylvia.

—Todo tuyo —Kuangoo dijo sin observar a Sliamah—. Es una pena, hermana, porque le había prometido a Kalpar que serías suya. Creo que no me lo va a perdonar en la vida.

—Todavía tengo tiempo de luchar contra ella. Bueno, son las cosas de la vida —dijo Sliamah con un aire de resignación fingida—. Me duele tanto o más que a ti tener que hacer esto, pero sabes que no nos queda otra salida.

—Entonces te recomiendo que no tengas piedad, porque yo no la tendré contigo —la voz de Kuangoo hizo temblar hasta las paredes del pasadizo.

 

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En lo alto de la muralla que rodeaba la ciudad de Bobair, Raspia tenía las manos alzadas hacia el cielo, señalando con un brazo la tormenta eléctrica que se avecinaba y con el otro controlaba un tornado que había crecido desde que lo viera Sylvia. A su derecha estaba Samuash, que no paraba de reír, con ese gesto tan característico que ponía nervioso a todo el mundo, y al otro Grenant, al que parecía que nada pudiera inmutarle.

Samuash estiró una mano con una mueca de repugnancia en los labios y sopló con suavidad sobre su palma. Unas llamas doradas y brillantes crepitaban en su mano y fueron creciendo gradualmente al tiempo que soplaba con más intensidad. Lenguas de fuego lamían su brazo, pero conforme las llamas cubrían su cuerpo, su risa se iba haciendo más insoportable. Comenzó a arrojar bolas de fuego hacia el ejército de lord Alantarior.

Grenant, sin embargo, se mantenía inmóvil, esperando a poner en práctica su poder. En una mano tenía un boomerang que utilizaba para recoger el poder de otros dioses y apropiarse así de unas cualidades que no eran suyas. Sin embargo Noelia, convertida en rata, corría de un extremo al otro del valle creando cortinas de invisibilidad para que Grenant no los localizara. Tenía que dar tiempo a Vernole para que la tormenta no llegara al valle.

Este estaba junto a Derf y a lord Alantarior. La tormenta eléctrica estaba a punto de descargar sobre los hombres que esperaban al otro lado del valle. No podía demorarse mucho más en actuar si quería disolver las nubes. Salió acompañado de Minerva. La diosa llevaría mensajes a un lado y otro del valle con la suficiente rapidez como para poder reaccionar a tiempo.

Una lluvia de flechas descargó sobre la reina Aanvhel y los suyos, mientras las puertas de Bobair se abrían al ejército que había al otro lado de muralla. Entonces el cuerno de lord Alantarior sonó y se dio la orden de atacar. Los mintanztar’ras y los vikkial avanzaron hacia los hombres Magriana. Una fila de arqueros derribó a la primera línea de infantería del ejército de la soberana, pudiendo contener momentáneamente el avance. Los jefes de los clanes que estaban al lado de lord Alantarior dirigían a sus hombres hacia un ataque feroz, donde la proporción era de cinco contra uno, a favor de Magriana. Los muertos de ambos ejércitos se empezaron a apilar a las puertas de la ciudad.

 

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La tormenta eléctrica se había hecho tan violenta que los rayos caían sin piedad uno tras otro sin dar tiempo siquiera a un parpadeo. Vernole señaló la tormenta, que se movía cada vez más deprisa, mientras que Raspia se subía hasta lo más alto de la muralla cuando percibió que el dios había contenido por unos instantes el avance de la misma.

Kalpar se mojó los labios y al fin sonrió. Ya sabía quién sería su primera presa, y sin darse tiempo a pensar corrió hacia las puertas de la ciudad buscando unas escaleras que la llevaran a la parte más alta.

Raspia trabajaba tan deprisa como sus manos le dejaban. Señaló una nube pequeña y la atrajo hacia donde estaba. Agarró dos rayos con la mano para arrojarlos sobre lord Alantarior. El primer rayo cayó a escasos metros de donde estaba el antiguo soberano del Imperio, pero el segundo no llegó a tocar el suelo. Alina, montada sobre su serpiente alada, lo recogió con una mano. A partir de entonces Raspia se dedicó a arrojar rayos sobre ella, y en la persecución por alcanzar a la niña en el aire, la pequeña se reía y se lo tomaba como si fuera un juego.

Kalpar llegó a lo más alto de muralla sin que Raspia se apercibiera de su presencia. Estaba tan concentrada en derribar a Alina que había bajado la guardia. Kalpar sacó sus uñas, afiladas como cuchillos, y las pasó por la muralla. El chirrido que produjo hizo que Raspia se estremeciera y se girase desconcertada.

—Luchar contra una niña —gruñó Kalpar—. No creía que hubieras caído tan bajo.

—Esa niña es más poderosa de lo que aparenta —replicó con rabia—. No sé de dónde ha sacado la fuerza que tiene.

—Entonces te lo estoy poniendo fácil luchando conmigo.

Kalpar mantenía una mirada felina, que parecía no impresionar a su adversaria.

Sin mediar palabra Raspia atrapó un rayo para arrojarlo sobre Kalpar, quien lo esquivó con un movimiento rápido de cadera.

—Estás perdiendo facultades.

Raspia gruñó, entrecerró los ojos y concentró en la palma de su mano la energía de varios rayos. Entonces alzó la mirada al cielo y murmuró unas palabras, que provocaron un tornado que empezó a girar sobre ella. La corriente de aire creó una burbuja gris y la elevó unos centímetros del suelo.

—Sigues sin impresionarme, Raspia.

Raspia comenzó a moverse con la agilidad de un halcón y los rayos que había acumulado en una mano los iba arrojando con fuerza hacia la cabeza de su contrincante. La diosa se apartó nuevamente soltando una carcajada.

—Todavía estoy esperando a que hagas algo que me impresione.

En el gesto de Raspia hubo una mueca de rabia contenida, pero cuando volvió de nuevo a la carga, Kalpar se había colocado tras ella. Alzó un brazo y rasgó la burbuja. Raspia perdió el equilibrio y cayó al suelo. Su cuerpo quedó desmadejado como una muñeca rota, aunque se recompuso antes de que Kalpar la atrapara con sus colmillos.

—Esto ya se va pareciendo a una pelea —comentó Kalpar.

A un nivel más bajo de la muralla, Grenant escrutaba con la mirada la lucha que tenían Kalpar y Raspia, y sin pensárselo dos veces lanzó su boomerang hacia la diosa de la caza. Minerva soltó un graznido, que alertó a Kalpar del peligro. Se agachó y el aparato dio de lleno en el cuerpo de Raspia, que volvió de nuevo a las manos de Grenant.

—Esto sí que se ha puesto interesante —comentó Kalpar, pero por el gesto de terror de Raspia se recreó en sus palabras—. Disponemos de varios minutos para jugar al gato y al ratón hasta que vuelvas a tener tus poderes.

Raspia dio tres pasos hacia atrás para alejarse sin darse cuenta de que estaba en el borde de la muralla. En el cuarto paso su pie encontró el vacío y cayó sobre la veleta del tejado de una casa. Kalpar rugió de satisfacción, pero antes de que pudiera recomponerse, se trasformó y saltó hacia el tejado para capturar a su presa.

—Me hubiera gustado jugar un poco más contigo, pero ya sabes, en el campo de batalla hace falta mi presencia.

Y diciendo la última palabra se abalanzó sobre Raspia para despedazarla sin compasión. A la diosa no le dio tiempo ni a gritar. Por último volvió a subir la muralla arrastrando el cuerpo de Raspia.

—Grenant —gritó Kalpar—, gracias por tu ayuda. Una menos.

Después tiró a un lado el cuerpo como si fuera un despojo.

—Si quieres vengarla ya sabes dónde encontrarme.

Grenant la miró con frialdad y pensó tranquilamente cómo vengarla.

 

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Los babür fueron los últimos en entrar en combate y atacaron desde un flanco con sus flechas envenenadas a galope tendido. Desde el otro arremetían con furia los pocos vikkial que quedaban y los mintanztar’ras, pertrechados en sus armaduras llenas de salpicaduras de sangre.

El valle se convirtió en un lugar de gritos de dolor, de miembros desparramados y de miradas desquiciadas. El horror se había instalado en la hierba verde y fresca, hasta cubrirla de sangre y desesperación.

Lord Alantarior, desde lo alto del valle, se había detenido a observar el transcurso de la batalla y chasqueó los dientes cuando supo que las fuerzas que había reunido Derf no eran suficientes para contener al ejército de Magriana. Entonces soltó un grito que venía de lo más profundo de sus entrañas, y con la espada en ristre, puso su xoampe a todo galope arremetiendo contra quien se cruzara en su camino.

 

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Sylvia paró las tres primeras estocadas de Molruhena, pero la diosa movía los sables con tanta rapidez que en cuanto detenía un golpe, otro le sobrevenía por el lado contrario. Las Assisis unieron sus manos, y como si fueran una única mente, alzaron sus voces por encima de los golpes de las espadas. Molruhena comenzó a girar la cabeza de un lado a otro buscando el origen de las voces que se colaban en sus pensamientos como miles de zumbidos de abejas.

—¿Qué es eso? —preguntó cuando el ruido se hizo insoportable.

—Tú nos condenaste al olvido… Sí, pagarás por lo que le hiciste a nuestro pueblo.

—¿Que es qué? —inquirió Sylvia sabiendo a qué se refería Molruhena.

—Molruhena, es la hora de que sepas quiénes somos. No debiste utilizar tus poderes contra nosotras.

—¿Qué son esas voces?

—No, no debiste acabar con nosotras, porque como te prometimos, volveríamos junto a la Dama Blanca.

—¿Tienes remordimientos de algo?

—¿Quién es La Dama Blanca?

—Ella es La Dama Blanca… Sí, Sylvia es nuestro futuro… En ella depositamos nuestro saber.

Las palabras de las Assisis resonaban en la cabeza de la mujer.

Molruhena soltó un sable cuando las voces le dijeron que lo hiciera. La diosa miraba a su alrededor con los ojos desorbitados. Las Assisis se movían con tanta rapidez que Molruhena solo alcanzaba a ver figuras transparentes en torno suyo.

—¿Qué queréis de mí?

—Te queremos a ti, Molruhena.

—Acabaré de nuevo con vosotras, como hice en aquella ocasión —masculló entre dientes—. No importa cuánto supliquéis por vuestras vidas.

Alzó el sable por encima de su cabeza y lo hizo girar con rapidez. El filo fue directo hacia el pecho de Sylvia, pero las Assisis desviaron el ataque con sus manos. Molruhena susurró unas palabras al sable y se fue iluminando del color de la sangre. Inmediatamente después la hoja comenzó a moverse a una gran velocidad.

—No me gusta que jueguen conmigo —anunció lanzando un nuevo ataque a Sylvia—. Una vez que acabe contigo me encargaré de que jamás se sepa de esas estúpidas mujeres.

Entonces las Assisis volvieron a alzar sus voces y la espada de Sylvia comenzó a lanzar destellos blancos. Las dos se miraron a los ojos y lentamente empezaron a girar en círculos sin dejar de estudiarse. Molruhena fue la primera en atacar, aunque Sylvia la sorprendió desviando su estocada, provocándole una incisión en el brazo que llevaba el sable. La herida fue un pequeño corte, del que brotaron unas gotas de sangre, y del que Molruhena no quiso preocuparse. Pero, de repente, de la herida comenzó a surgir un humo espeso y negro, que la cubrió totalmente. Los destellos blancos de la espada de Sylvia rodearon el cuerpo de la joven, la fuerza concentrada de las Assisis. Entonces Sylvia aprovechó la ventaja que tenía y atravesó con su espada el corazón de su rival. Cayó de rodillas soltando uno de sus sables con un gesto de sorpresa. Quedó paralizada cuando sintió que el humo que había aparecido del corte de su brazo era aspirado por cada poro de su piel.

Entonces una luz radiante surgió del cuerpo de Sylvia mientras que la otra se consumía en su propia ponzoña.

Cariän la miró de reojo, y lo que vio lo dejó casi sin aliento. Sylvia se mostraba majestuosa ante el cuerpo sin vida de Molruhena. De inmediato sintió que su corazón estaba a punto de estallar de júbilo. Volvió a concentrarse en la lucha, ya que Vanian manejaba la espada con la misma facilidad con la que hipnotizaba a sus víctimas.

—Esto es todo lo que recordarás de ella —le increpó Vanian—. Siempre te quedarás con la duda de si Sylvia vino a mí por su propia voluntad o si realmente la hipnoticé.

Cariän no se molestó en contestarle, pero una de las cosas de las que se arrepentía era de no haberle tapado la boca de un puñetazo. Ahora tenía la ocasión de que no la abriera nunca más en su vida.

—Debe de ser divertido compartir a tu chica con otro hombre —soltó una carcajada—. No, Cariän, no me mires así porque no lo decía por mí, sino por ese otro chico. Fred,… ¿se llama así, no? Quizá a Sylvia no le importe que le dé unos cuantos consejos al respecto. Y te puedo asegurar que esta vez llegaré hasta el final.

Un destello de odio cruzó por la mirada de Cariän y el labio comenzó a temblarle. Su expresión mostraba una ferocidad que Vanian retrocedió un paso cuando no pudo parar el ataque de su adversario.

Sylvia se abalanzó sobre él, pero este detuvo el ataque con una estocada rápida, pegándole un empujón que la tiró al suelo.

—Tu chica tiene que venir al rescate —comentó Vanian sin dejar de reír.

—Sylvia, deja que me encargue de él —Cariän la detuvo con el gesto de una mano cuando estuvo de nuevo en pie.

—Ella no es más que un espejismo, Cariän. ¿Verdad que echas en falta su amor? Su mirada habla más de lo que dicen sus palabras. Sylvia no puede evitarlo, pero quiere más a Fred que a ti, y eso es algo con lo que tendrás que vivir mientras estés junto a ella.

Cariän se mantuvo firme, puesto que si con sus palabras era hábil, con su mirada podía resultar demoledor.

Vanian se concentró en el rostro de su adversario, aunque el muchacho se dejó guiar por el movimiento de su espada. A través del brillo de su hoja, pudo ver la expresión de estupor de Vanian. El dios ya no mantenía una sonrisa en los labios. Sus ojos estaban inyectados en sangre y una vena palpitaba en su cuello.

—Eso, acércate un poco más. Deja que huela tu ira —dijo Vanian.

Sin embargo la espada de Cariän comenzó a crecer y a trazar movimientos veloces en el aire.

—¿Sabes que hoy es tu último día? —inquirió Vanian.

Pero no se dejó impresionar por sus ataques verbales, del mismo modo que trató de mantenerse indiferente cuando Vanian se abalanzó contra él. Entonces entrecerró los ojos y esbozó una mueca de satisfacción. Lo tenía donde quería. No dejaba de parlotear y provocarle. Y cuando las palabras no provocaron el efecto que deseaba, empezó a echar espuma por la boca fuera de sí. Cariän, frío como un témpano de hielo, esquivaba sus ataques.

Cuando Vanian supo que sus palabras le resbalaban como el aceite, agarró su espada con ambas manos y, soltando un grito desgarrador, levantó el arma por encima de su cabeza. Cariän esperó hasta el último instante antes de esquivar el golpe, giró sus talones y le clavó su espada con todas sus fuerzas. La hoja atravesó su pecho. Miró hacia abajo sin entender todavía qué había sucedido.

—Estás muerto —le comunicó Cariän.

Sin embargo, como Vanian se resistía a creer que su herida fuera mortal, siguió con sus ataques verbales.

—No te esfuerces, Vanian, porque mi cara será lo último que veas en tu vida.

—Aun así sigues temiéndome, puesto que te niegas a mirarme a los ojos.

—Y no lo haré hasta que te corte la cabeza —dijo sacando la espada del pecho de Vanian.

Vanian se estremeció cuando sintió el chasquido sordo de varias costillas al romperse, pero tras sacar la espada, Cariän cortó la segunda cabeza de la mañana. La boca de Vanian se llenó de unos espumarajos sanguinolentos, pero todavía pudo alcanzar a decir sus últimas palabras.

—Aún no has acabado conmigo… Jamás serás feliz con Sylvia.

Cariän arrancó un broche que llevaba prendido a su chaqueta para atravesarlo con su espada. Vanian gimió y soltó su última exhalación. Cariän apartó el cuerpo de Vanian con un gesto frío mientras limpiaba su espada con la chaqueta del dios.

—¡Y tú qué sabes! —exclamó—. No sabes cuánto deseaba este momento.

Sliamah se giró cuando advirtió que Vanian caía al suelo sin vida. Gimió con ira, y volvió a arremeter contra Kuangoo. De repente las Assisis la rodearon y se materializaron ante ella. Cientos de manos atravesaron su cuerpo. Kuangoo miraba cómo se estremecía cada vez que una de aquellas mujeres hurgaba dentro de ella, hasta que una arrancó su corazón de cuajo. La Assisis se lo mostró a Kuangoo, y después se lo entregó cuando todavía no había dejado de latir.

—No puede ser —soltó Sliamah esforzándose por respirar—. Tu mirada me decía que me tenías miedo.

—Ya ves, te engañé —contestó arrebatándole su último aliento—. Sigo pensando que Kalpar no me lo perdonará en la vida, pero le llevo este regalo. Y puesto que a ti ya no te va a hacer falta, ella lo apreciará mucho más que tú. ¿Qué piensas? Sé que algún día me lo agradecerás, hermana, pero de momento no te esfuerces. — Sliamah cayó al suelo sin vida al tiempo que se giraba hacia Sylvia y Cariän—. Ya está bien de sentimentalismos, chicos, lord Alantarior nos está esperando fuera.

—¿Sabes si Fred ha llegado ya? —preguntó Sylvia.

—No, todavía no ha llegado.

 

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Tras Maasara estaba Marmelia, pero también Pictia. Magriana exclamó por lo bajo, aunque enseguida alzó la barbilla escrutándole con la mirada.

—Tenía entendido que jamás te entrometías en nuestros asuntos. ¿Qué te han prometido mis hermanas?

—Eso no es asunto tuyo, Magriana. Solo te diré que le he prometido a Maasara que se ocuparía de ti; lo demás queda entre nosotros.

—¿Cómo lo haces? Siempre consigues lo que te propones, y por eso te odio, Maasara. Primero me quitaste a Fred, después lo convenciste para que modificara Las crónicas de los tres colores. Ese tenía que ser nuestro mundo Maasara, pero no, tú tuviste que entrometerte, como siempre.

—Te equivocas, Magriana. Yo jamás me entrometí en el trabajo de Fred, pero esto que nos rodea no fue solo idea tuya. Marmelia y yo también participamos en la creación de este mundo. Las cosas volverán a ser como las imaginamos hace años, porque la historia tiene que seguir su curso. Has sido tú quien nos ha traicionado. ¿Y me hablas de entrometerme? Mira en qué estado has dejado a nuestra madre, y ¿qué les has hecho a los dragones? Querías apropiarte de su poder cuando sabes que para nosotros son sagrados.

—A mí no me engañas con esa cara de mosquita muerta, porque cuando nació tu hijo, Fred ya no fue el mismo. Pero pagarás por lo que me hiciste. Si no fuera por ti él estaría junto a mí, y es más, estaría vivo.

—Vuelves a equivocarte, hermana. Si Fred no está contigo es porque jamás te ha querido. Todos estos años ha estado en Bobair siguiendo cada paso que dabas.

—¿Cómo es posible? —Magriana abrió los ojos de par en par—. Me estás engañando, como siempre haces.

—¿Todavía no te has dado cuenta de quién es Derf? —explicó Maasara—. De todo lo ocurrido hasta ahora Fred dejó constancia en unos cuadernos en blanco, de los que no supe hasta que Sylvia y Cariän vinieron a llevarse a mi hijo. Y aunque me moría por venir y estrangularte con estas manos, hemos esperado a que nuestro hijo consiguiera asimilar todos sus poderes. Las crónicas de los tres colores ya no se refieren a nosotras, no. Nosotras queríamos un mundo donde reinara la justicia, el amor y la esperanza, pero nuestros sueños se desvanecieron cuando quisiste hacer un mundo a tu medida. Ahora son Sylvia, Cariän y mi hijo los merecedores de este título, pues ellos encarnan los ideales de este mundo que creamos. El futuro es de ellos, Magriana, no tuyo, ni mío ni de Marmelia. Y te he perdonado muchas cosas, hermana, pero cuando quisiste arrebatarme a mi hijo, volviste a equivocarte de nuevo, porque ante todo ellos son intocables, son lo más sagrado que habrá en mi vida. Y pagarás por eso.

Su mirada adquirió un brillo especial, que atemorizó por primera vez a Magriana. Su hermana estaba poseída de una fuerza poderosa capaz de derribar cualquier cosa que se le pusiera por delante. Fue retrocediendo. No obstante para ella ya no había escapatoria posible. Aferrada a la vara de avellano, esperó a que Maasara le diera el primer golpe. Cuando las dos hermanas estuvieran a menos de un metro, Magriana golpeó el suelo con la vara con todas sus fuerzas, provocando una profunda grieta. Maasara se detuvo antes de caer por la misma.

A un lado quedaron Fred, los dragones, Tiar-Vanuk transformado en cien guerreros y Magriana, y al otro Maasara, Marmelia y Pictia. Fred se había subido a lomos de Satvia, esperando sus indicaciones.

Las paredes de la cueva donde habían permanecido los dragones estaban a punto de derrumbarse.

—Marmelia, ¿puedes hacer algo? —apremió Maasara sin dejar de mirar a Magriana.

Esta colocó las palmas de sus manos sobre la roca de la pared. Percibió que el interior de la montaña estaba a punto de estallar. Durante años el volcán de las montañas sagradas había permanecido en estado latente, pero el resurgimiento de los dragones había avivado el fuego interno de la tierra. Entonces Marmelia comenzó a recitar un extraño poema, que adormeció momentáneamente las entrañas de la tierra. La grieta que había provocado Magriana volvió a unirse como si nada hubiera pasado. Magriana lanzó una mirada de odio hacia Marmelia.

Los cien guerreros sacaron sus espadas curvas y cada uno de ellos cargó contra un dragón. Eran guerreros sin miedo en sus miradas y desprovistas de vida. Caminaban como poseídos de un extraño flujo de energía interna que dictaba cada uno de sus pasos.

Satvia quiso alzar el vuelo, pero la cueva no tenía la suficiente altura como volar con comodidad. Una gran llamarada recorrió a los primeros guerreros que se acercaban y todos comenzaron a padecer heridas profundas. Sin embargo, haciendo caso omiso al dolor de sus quemaduras, siguieron avanzando con sus espadas en alto.

Uno de los guerreros se mantenía al margen y dirigía el ataque desde lo alto de un saliente. Satvia indicó a Fred que primero debían de acabar con la figura que estaba apartada, para acabar con los otros. De él surgía toda la fuerza que poseían.

Fred se fue abriendo paso a través de los guerreros a golpe de espada, unas veces cercenando un brazo, otras clavando su arma en algún órgano vital. Sin embargo estos hombres volvían a levantarse sin prorrumpir un solo gemido y seguían su camino hacia los dragones.

Magriana quiso escapar en mitad de aquella confusión, pero Maasara no estaba dispuesta a dejarla marchar. Había viajado para acabar de una vez por todas con ella. Y en cuanto Maasara agarró la mano de su hermana, Magriana sintió que su corazón se le iba paralizando. El frío se instaló en su pecho y su expresión se volvió inhumana. Su rostro adquirió, de súbito, una extrema palidez. Trató de zafarse de la garra de Maasara, mas esta no pensaba soltar su presa. A Magriana comenzó a faltarle la respiración, y sus párpados caían inmisericordes una y otra vez como si fueran dos losas pesadas. Se resistía a cerrarlos y a abandonarse al frío que estaba ocupando su cuerpo.

—¿Esto es la muerte? —preguntó, sabiendo que la vida se le escapaba—. Por favor, Maasara, no sigas.

Pero el rostro de su verdugo se mantenía inexpresivo ante los ruegos de Magriana, y abrió la boca para echarle su última exhalación. Sintió que el aliento de Maasara la acariciaba con suavidad, hasta que fue perdiendo la noción hasta de su nombre.

—Cierra los ojos, Magriana —dijo al fin.

—No… no… no… esto no puede acabar así… —se resistía a caer, a dejarse abandonar por la calma que le ofrecía.

—Claro que sí. —Maasara recordó entonces el daño que había ocasionado en su familia, y cerrando los ojos, apretó con más fuerza su mano —. Jamás volverás a tocar a mis hijos.

Entonces Magriana cayó al suelo cuando su corazón suplicaba por seguir latiendo. Pictia se acercó hasta ella, susurró su nombre al oído y una puerta se abrió en mitad de la nada. Ella se negó a mirarle a los ojos y se agarró con fuerza al cuello de la camisa de Pictia.

—No, no quiero ir. Todavía no estoy muerta… mi corazón sigue latiendo… —hizo el amago de levantarse, pero le fallaron las rodillas y volvió a caer al suelo—. No he acabado contigo, hermana…

—Es cierto, todavía no estás muerta —dijo Maasara posando su palma sobre la frente de su hermana. El cuerpo de Magriana quedó paralizado y ya no volvió a abrir los ojos.

El agujero se la tragó inmediatamente y volvió a replegarse sobre la palma de Pictia.

—Ahora ya estás muerta —repuso Maasara.

Fred había llegado hasta Tiar-Vanuk. El guerrero había sacado su espada sin demora y lo atacó antes de que el joven se bajara de Satvia, aunque el dragón rojo esquivó el golpe con un movimiento de su cola. Tiar-Vanuk volvió a arremeter contra Fred, descargando un golpe sobre su hombro izquierdo. La hoja atravesó la piel, desgarrando el músculo. Este palideció, pero se sobrepuso al dolor rechinando los dientes y despreocupándose de la herida, la cerró al instante. Lanzó una estocada que alcanzó de lleno el costado de Tiar-Vanuk, pero eso le dio la oportunidad de girar sobre sus talones y derribarlo de Satvia. Entonces Tiar-Vanuk trató de golpear con su espada sobre él, quien comenzó a rodar por el suelo cuando la hoja pasó a menos de un centímetro de su pecho. Fred paró el siguiente golpe, pero esta vez le propinó a su rival una patada en la espinilla que lo desequilibró y cayó de lado. Se levantó valiéndose de la ventaja que tenía sobre él y sintiendo el poder de su espada se la clavó en el pecho, partiéndolo en dos. Tiar-Vanuk no alcanzó a ver cómo la hoja de Fred abría su corazón, como tampoco escuchó el leve murmullo de su último latido.

Tras morir, sus cien guerreros fueron cayendo al suelo sin vida uno tras otro. Los dragones rugieron y aprovecharon para comer el primer bocado después de años de ayuno involuntario.

Maasara corrió hacia Fred con lágrimas en los ojos. Se había prometido que pasara lo que pasara no lloraría, pero no lo había podido evitar cuando vio a Fred tumbado en el suelo.

—¿Estás bien? —Comenzó a examinarlo de arriba abajo, como cuando era un niño y se tropezaba continuamente.

—Mamá…, por favor, deja de llorar. Esto no ha acabado todavía. Alina… papá… Sylvia… bueno, todos nos están esperando allá fuera.

Se pasó el dorso de su mano por la frente para limpiarse el sudor, pero viendo una mueca de desilusión en la expresión de su madre, la abrazó con fuerza.

—Estoy bien mamá. De verdad, no te preocupes.

—Prométeme que seguirás cuidándote.

Fred sonrió por primera vez desde que había llegado a Bobair.

—No soy la primera que te lo pide, ¿verdad?

—No, también se lo había prometido a Sylvia.

 

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Sylvia, Cariän y Kuangoo habían llegado al campo de batalla cuando las fuerzas de Magriana estaban flaqueando. Vernole había disuelto la tormenta eléctrica, pero Grenant había conseguido derribar a sir Argentia y Samuash había herido de gravedad a sir Rogric.

No llevaban ni cinco minutos en el valle cuando el cielo se oscureció de repente. Sylvia alzó la mirada preguntándose qué pasaba. Cien sombras aladas avanzaban hacia ellos. Fred iba montado sobre un dragón rojo. Se produjo un silencio sepulcral, roto solo por el batir de las alas de los dragones.

—Lo ha conseguido —suspiró Sylvia.

Los cien dragones bramaron con furia sobre Bobair, resquebrajando con su rugido la muralla de la ciudad.

—Sí, lo ha conseguido —murmuró Cariän.

—¿Dudabas que lo consiguiera?

—No. Tenía un buen motivo para volver —dijo mirando fijamente a Sylvia.

Sylvia se ruborizó. Jamás pensó que Cariän estuviera hablando de Fred con esa familiaridad; agradeció que respetara su decisión de tener el corazón dividido. Y solo por eso se alegraba de tener un espacio propio para cada uno.

—Sí, somos un buen motivo para regresar —respondió finalmente Sylvia.

En el campo de batalla se produjo entonces el caos, pues los hombres de Magriana corrían de un lado a otro sin saber muy bien qué hacer, hasta que comenzaron a deponer sus armas a los pies de lord Alantarior.

—Mira, Cariän, se están rindiendo. La guerra ha acabado.

—No, todavía no ha acabado —comentó este señalando hacia los dos dioses que no querían darse por vencidos.

Los cien dragones daban la impresión que apenas se movían. Eran como una nube alargada de sombras violáceas que cubrían el cielo. Alina, al verlos avanzar, azuzó a Shashara para salir a su encuentro.

—Es mi tete —le gritó en varias ocasiones a la serpiente—. Tete, te estábamos esperando.

Fred sonrió al escuchar de nuevo a su hermana y se estremeció al comprobar cuánto había crecido en aquel último año.

—Corre más, Shashara, corre.

Un grito de las Assisis advirtió a Sylvia de que algo no iba bien. Samuash jugaba con unas bolas en su mano y no dejaba de observar a la pequeña.

—¡Por las tres diosas! Esa bola de fuego la va a alcanzar —musitó Sylvia con un hilo de voz—. Tenemos que hacer algo, Cariän.

El boomerang de Grenant rebotó en el cuerpo de la niña y perdió por unos instantes el equilibrio. Alina no fue consciente de que había perdido sus poderes. Samuash lanzó una carcajada al tiempo que no dejaba de arrojar bolas de fuego sobre la pequeña.

—Alina… —gritó Cariän corriendo por el valle tan aprisa como le permitían sus pies—, detrás de ti…

Fred la vio venir, advirtió la llamarada, pero Alina estaba tan emocionada que no se dio cuenta de que una de las bolas de fuego que lanzaba Samuash la alcanzaba de pleno en la espalda. Enseguida su cuerpo se cubrió de llamas.

—Noooo… —gritó Fred con los ojos desorbitados—. Espera, voy a por ti… No te vayas, Alina…

Fred alargó la mano porque casi estaba a su lado, pero algo duro rebotó en su brazo. Cuando se giró, comprobó que un boomerang había salido despedido hacia un hombre calvo que mantenía una expresión de satisfacción en el rostro.

—¿Qué me pasa, Satvia? ¿Por qué no siento mis poderes? —quiso saber alargando más y más el brazo, pero solo veía a su hermana arder en llamas.

—Grenant te los ha arrebatado, pero solo será por un breve espacio de tiempo.

—No… no me puedo quedar sin poderes ahora, Satvia… estaba a punto de alcanzarla…

Sylvia soltó un grito ahogado, que la dejó sin respiración, y Cariän siguió con la mirada hasta que localizó a Samuash, que corría por la muralla sin dejar de reír.

—¡Maldito seas una y mil veces! —masculló entre dientes Cariän.

—Los hemos alcanzado… los hemos alcanzado… —gritaba Samuash a Grenant—. ¡Mira Kalpar, observa qué les pasa a los hijos de Maasara! No hemos acabado todavía.

Cariän cerró los ojos para concentrarse en la transformación de su otra forma, y un grifo imponente apareció a los ojos de Sylvia. Alzó el vuelo con la espada a la espalda, con el único objetivo de acabar con Samuash.

 

 

 

 

Las crónicas de los tres colores
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