19
La boda
Estaban llegando a Bobair. La luz de la tarde desplegaba sobre el río Ghighas un tapiz de colores púrpuras, con reflejos dorados. Unas pequeñas ondas se batían perezosamente sobre unas piedras que había a un lado del río, mientras una urraca graznaba en la distancia. Sylvia desvió la mirada buscando el sonido que la había sacado de sus pensamientos. Fuera del graznido de la urraca, todo permanecía en silencio y en calma. Aún le dolía la cabeza por la fiesta que cuatro días antes había dado Sliamah en su palacio de Paburga. Tampoco podía sacarse de sus pensamientos la mirada perturbadora de Vanian.
«Si no hubiera acudido Cariän habría caído en sus brazos», se decía suspirando de cansancio.
Desmontó de su xoampe. Su cabello, que caía hasta media espalda, se movía ondulante al viento. Agarró las riendas de su montura hasta llevarlo al río para que el animal bebiera agua hasta hartarse. El xoampe era un animal muy parecido al rinoceronte, aunque más esbelto, poseía un pelaje muy corto y suave, tenía las patas más largas y un pequeño cuerno de plata. Solían ser de piel oscura, sin embargo, Sylvia tenía una hembra albina. Eran animales muy inteligentes, más resistentes que los caballos. Albirá, la hembra de Sylvia, llevaba toda la vida junto a ella. Aanvhel, la reina de los bosques de Barial-haj, se la había regalado a su madre cuando nació, y según la reina, el pelo de Sylvia sería casi blanco, como el color de la pequeña xoampe. Eran inseparables, hasta tal punto que ella era quien la cepillaba casi todas las mañanas.
Dejó las riendas en el suelo y sacó una cantimplora con la que aliviar el calor de los últimos días de verano. El xoampe estaba entrenado para no moverse cuando las riendas estaban en el suelo. Sylvia se abanicó con el dorso de la mano y se sentó bajo la sombra de un sauce. No le gustaba el verano, pues el calor la aturdía demasiado, mientras que en invierno le gustaba sentir el frescor del rocío refrescante de la mañana.
—¿No descansas? —le preguntó Sylvia para romper el muro de hielo que se había creado desde que salieron de Paburga.
Llevaban casi tres días cabalgando sin detenerse apenas ni a descansar. Cariän estaba poseído de un hermetismo extraño, ya que su deseo de llegar hasta Bobair a galope tendido, hizo aquel viaje de lo más aburrido. No había soltado prenda desde que salieran del palacio. Sylvia jamás lo había visto tan callado.
Cariän la miró desde su silla, donde había estado perdido en sus recuerdos.
—No estoy cansado —respondió con una pálida sonrisa.
Unas sombras oscuras alrededor de sus ojos decían todo lo contrario.
—Yo necesito que hablemos de lo que dijeron las inmaculadas —dijo Sylvia en un tono neutro.
—No sé a qué te refieres —Cariän la miraba, pero tenía sus pensamientos en otra parte.
—Oh, vamos, Cariän. No sé por qué quieres complicar tanto las cosas —repuso, incómoda.
—¿Cuántas veces he de decirte que las cosas están bien como están? —le contestó sin alterarse.
—¡Ah! ¿Sí? ¿Y quién es el Sin Nombre? —insistió Sylvia.
Se produjo un tenso silencio, tras el cual Cariän tiró de las riendas para dar media vuelta.
—Se nos hace tarde. No tengo nada que ver con el Sin Nombre.
Sylvia asintió sin contestarle. Agarró las riendas de Albirá, se subió a la silla y trotó hasta llegar a Cariän. Lo miraba de reojo, intentando adivinar qué pensaba. Cabalgaron callados, como lo habían hecho durante todo el viaje. El mutismo se había instalado entre ellos sin que se notara, un silencio que se rompió por el sonido del lento chapoteo de los xoampes cuando entraron en el agua del río.
Después de una hora cabalgando llegaron a la entrada de las Montañas Sagradas. Tres estatuas de las diosas estaban excavadas en la roca y daban la bienvenida a Bobair. Atravesaron un puente de piedra con quince arcos, que descansaba sobre el río Ghighas. Cruzaron la puerta Magna, donde dos soldados les dejaron pasar al reconocerlos. Empezaron a descender al valle, para después emprender la subida hacia la ciudad. El camino era de tierra, aunque previamente allanada y construida expresamente para aligerar las entradas y las salidas de mercancías de la ciudad. Al llegar, el emisario personal de lady Moura y varios componentes de la Guardia los estaba esperando a las puertas.
Sylvia los miró, inquieta. Cariän mostró una sonrisa torcida.
El emisario se inclinó ante Sylvia. Salmar era un hombre de mediana edad, de cuerpo pequeño y una barriga desproporcionada. Tenía los ojos húmedos y pequeños, una boca de labios finos y una nariz chata. Después de la hechicera, Salmar aconsejaba a lady Moura en asuntos menos importantes. Sin embargo, que hubiera ido a la puerta sur a esperarles, puso sobre aviso a Sylvia, y más sabiendo que sería él quien la llevaría al altar. Tras la huida de lord Alantarior, Salmar se había hecho cargo de ciertas cuestiones en su educación.
—¿Qué ocurre, Salmar?
—Su excelencia, lady Moura, soberana de hombres…
—Déjate de formalismos, Salmar, y dinos qué ocurre. Llevamos tres días cabalgando sin parar —repuso Sylvia con indiferencia.
—Hace cuatro días nos llegó un cuervo mensajero en el que se nos comunicaba el oráculo del Consejo de Sabias… —mientras Salmar hablaba, Sylvia miró a Cariän, quien mantenía la mirada perdida. No supo descifrar si ese brillo que desprendían sus ojos oscuros era de alegría o de una extraña locura—… para la boda…
—Perdona Salmar, ¿qué decías? —Sylvia volvió a preguntar—. No he entendido esta última parte. Estoy un poco cansada.
—Los preparativos de la boda están listos desde hace un día. Hoy es el día propicio para realizar el enlace. Nuestra soberana os está esperando en el palacio de Jade Blanco.
—¿Qué…? Pero… —replicó Sylvia. «No puede ser. No me puedo casar todavía. Tiene que ser una locura… ¿Y Fred? ¿Qué pasa con él?», pensó atropelladamente y quiso protestar, decirle a Cariän que tenían que esperar unos meses más.
Las palabras que dijo a continuación quedaron sepultadas por los gritos de alegría que soltaron sus compañeros de armas. Bajaron a Cariän de su xoampe y lo arrastraron hacia el interior de la ciudad.
—Esta noche serás un hombre nuevo… —soltó uno de los componentes de la guardia.
—Hemos venido a recibirte para que no te escapes —alguien hizo el amago de darle unos puñetazos en la barriga.
—Sí, nos llegaron las noticias hace tres días —dijo otro.
—Pequeña Sylvia —dijo un compañero de ella de la Guardia, y amigo íntimo de Cariän llamado Aljdon—. No os preocupéis por él. Es nuestra presa. Ya no se escapa. Estará a la hora convenida en el palacio de Jade Blanco. Dejadlo en nuestras manos…
Aljdon se perdió entre la multitud del gentío que se había reunido para recibirlos. Se propusieron varias hurras en honor a la nueva pareja que se iba a formalizar en poco más de dos horas, y Sylvia tuvo que sujetarse a la silla para no terminar gritando en medio de aquella algarabía de voces. El estómago se le encogió y estaba aturdida. Un criado agarró las riendas de Albirá, mientras que la multitud se apartaba para ver pasar a la hija de lady Moura. Se lanzaron pétalos de rosas por donde pasaban.
—Que las tres diosas os acompañen en este día, Sylvia, de la casa Misia —gritó alguien desde la multitud.
—Que las diosas os bendigan con muchos niños… —soltó una mujer con un bebé en brazos.
El gentío elevaba cada vez más el volumen de sus voces, y proseguían los hurras y las bendiciones a medida que se iba acercando al palacio de Jade Blanco. Tragó saliva a duras penas.
Un hombre con un gran ramo de rosas blancas se aproximó hasta Salmar. Habló unos instantes con el emisario y este permitió que el hombre se acercara hasta Sylvia. Llevaba una túnica de color negra con una capucha que le tapaba media cara, como los astrólogos de lady Moura.
—Saludos, Sylvia, de la casa Misia. —La aludida se giró hacia el hombre que hablaba con ella. Pegó un brinco en la silla y se cubrió la boca con una mano. Tenía las mismas facciones que Fred, aunque era mucho más mayor—. Un mensaje os espera en la lonja de las Fuentes cantarinas…
El hombre le entregó una rosa blanca, que Sylvia cogió sin demasiado cuidado. Se pinchó en un dedo y tres gotas de sangre cayeron sobre su camisa verde.
—Espera —le dijo Sylvia al hombre que desaparecía entre la muchedumbre—. ¿Quién eres?
Quiso ir en la dirección que había tomado ese hombre misterioso, contraria a la que llevaban. Se dirigía hacia la parte más pobre de Bobair. Lo vio cruzar un arco y tirar hacia una callejuela a la derecha. La comitiva que acompañaba a Sylvia siguió atravesando parques, calles engalanadas con los estandartes de la casa Misia y la casa Calpia. Por la ciudad se escuchaba el alboroto de los días de fiesta que habían empezado esa misma mañana, por orden de lady Moura.
Cuando llegaron a palacio las puertas se abrieron y varias criadas esperaban en el patio para llevarla a los aposentos de lady Moura. El ritmo era frenético, pues todo el mundo estaba haciendo varias cosas a la vez. El maestro de xoamperías daba órdenes a dos mozos para que los cien pavos reales de lady Moura estuvieran preparados antes de empezar a recibir a los invitados. Tres carros de cómicos habían llegado para amenizar la velada que vendría después del enlace y los cocineros preparaban las tortas rellenas de pichones que entregarían al pueblo una vez que Sylvia y Cariän estuvieran casados.
Sylvia se vio arrastrada, una vez más, hacia donde se la esperaba. Cuando llegó a los aposentos de lady Moura, además de su madre, también estaban la hechicera y Magnolia. Lady Moura permanecía tumbada en una cama con una venda en los ojos, impregnada de un afeite especial, que según decía Magnolia la mantenía joven.
—¿A qué no te lo esperabas, querida? —dijo, desde donde estaba, sin levantarse de la cama—. Ya me lo agradecerás cuando tengas a tu primer vástago. Si es niña, la llamarás como tu madre, y si es niño, lo dejo a tu elección.
—Muchas gracias, madre. Siempre es un consuelo pensar que al menos dejas algo a mi elección —respondió con frialdad.
Dos criadas comenzaron a desvestirla. La sentaron en una silla frente a un espejo con un marco plateado. Su reflejo no le gustó nada. Los casi cuatro días sin descanso le habían pasado factura. Tenía más ojeras de lo habitual y sus labios estaban sin brillo. A su cabello le hacía falta un buen cepillado antes de tomar el baño de sales que le habían preparado, y su piel necesitaba una buena capa de aceite, pues tenía las manos resecas.
—¡Ay, Sylvia! ¡Cómo eres! Siempre tan suspicaz. Menos mal que hemos conseguido apañar un buen enlace. Siempre he tenido muy buen ojo para esas cosas —contestó lady Moura.
—¿Habéis encontrado a Alina? —preguntó a la vez que una criada pegaba tirones de su cabello para desenredárselo.
—Hemos hecho todo lo humanamente posible para encontrar a esa ingrata, pero al parecer la tierra se la ha tragado —dijo sin inmutarse.
—Sí, ya. Estoy segura que habéis removido hasta las piedras —murmuró.
Después del cepillado, Sylvia se dio un baño de agua caliente con sales disueltas. Dejó que las criadas sacaran brillo a su cabello, le pasaran una esponja impregnada en aceite de rosas y le quitaran las rugosidades de los pies. Después de haber llevado tres días las botas de montar puestas lo necesitaba. Le pusieron una mascarilla en la cara que Magnolia había preparado, e inmediatamente después Sylvia recuperó el color en sus mejillas, además de sentirse mejor físicamente. El cansancio acumulado se esfumó por arte de magia. Cuando salió del baño, las criadas secaron su cuerpo sin frotar con la toalla, pasando el trapo con excesivo cuidado para que su piel siguiera estando completamente hidratada. Una vez que tuvo el cuerpo seco, le pusieron unos polvos de talco con aroma a rosas, que según decía Magnolia, proporcionaba suavidad a la piel. La maquillaron con colores muy suaves, salvo los labios, que se los pintaron de rojo, símbolo de la pasión. Era el último paso que se les hacía a las novias antes de vestirlas.
Para la ocasión lady Moura había mandado confeccionar un kimono de la mejor seda del Imperio, de color blanco y con las mangas largas y ricamente adornadas con bordados de oro.
—Estás preciosa, querida —dijo visiblemente emocionada—. ¿No es estupendo que hayamos podido llegar a este día?
—¿Quién llevará los regalos a las tres diosas? —preguntó Sylvia, dejando que le hicieran el moño nupcial.
—Habíamos pensado que fuera Magnolia quien los llevara —contestó lady Moura—. Ya sé que no es lo mismo, pero Magnolia se ofreció y yo no pude negarme a tan generosa oferta.
—Está bien —musitó Sylvia bajando la cabeza—. Ya me da igual todo.
Volvió la mirada hacia Magnolia, la mujer que la tenía fascinada desde pequeña. Ya cuando la conoció le pareció que era la mujer más hermosa que había visto en la vida. Tenía el pelo negro como el azabache y largo, sus ojos eran rasgados y de color púrpura; sus labios eran finos, pero bien dibujados. Era esbelta, con una sonrisa enigmática, y cuando caminaba lo hacía con un movimiento de caderas que dejaba con la boca abierta a todos los hombres. No se había unido a nadie, pero tenía un hijo tan fascinante como ella, de unos once años que se llamaba Terciopelo. Nadie sabía qué años tenía Magnolia, pues no aparentaba más de treinta, aunque podía llegar casi a los cincuenta años. Solía llevar el pelo recogido en una coleta alta, dejando que su cabello bailara sobre su espalda.
—Cualquiera diría que vas al matadero —dijo lady Moura—. No, querida. Venga, alegra esa cara, que te vas a casar con el chico más guapo del Imperio. ¿Cuántas veces hemos hablado Magnolia y yo sobre este momento?
—Su excelencia sabe de la conveniencia de esta unión —respondió con una amplia sonrisa—. Serán eternamente felices. Ellos estaban predestinados desde siempre…
—Pero antes de terminar, no nos podemos olvidar de nuestros regalos a la novia —interrumpió la soberana—. Aquí están los tres elementos. Queremos que este día sea perfecto. Nadie lo olvidará en muchos años.
Lady Moura sacó una tiara de oro y rubíes, que tenía encima de una cómoda de caoba, envuelta en un pañuelo de seda rojo.
—Esta tiara perteneció a mi madre, que a su vez perteneció a la suya. Los rubíes fueron extraídos de la Montaña Sagrada por Satvia, el gran dragón rojo.
Lady Moura se lo entregó a una criada para que se la pusiera a Sylvia en la cabeza.
—Estás preciosa —soltó, con una leve sonrisa, para no acentuar las finas arrugas de su cara—. Ya dispones de algo viejo.
La hechicera le entregó un colgante con lo que parecía una piedra azul.
—Esta es una lágrima de dragón cristalizada. Te protegerá mientras la lleves contigo.
Sylvia asintió y agachó la cabeza para que se la pusiera, y cuando levantó la vista, tuvo una extraña sensación. La hechicera le sonreía, pero había algo raro en la manera en cómo la miraba y en su sonrisa, que la desconcertó.
—Mi regalo te puede parecer poca cosa, pero te aseguro que no le vas a defraudar —dijo Magnolia. Se acercó hasta ella y le susurró en el oído—. Entre tú y yo, esta liga lleva unos aceites especiales que hará de esta noche, la mejor que recuerde Cariän en su vida. Mientras la llevéis puesta todas las miradas estarán puestas en vos. Nunca me ha fallado.
Sylvia se estremeció al oír ese comentario. Sabía que tenía que llegar ese momento, sin embargo aún no se había hecho a la idea. Después de aquellos besos furtivos en Valencia, ella y Cariän no se habían besado más. Quiso responderle con una sonrisa, pero estaba aterrorizada. Magnolia seguía dándole consejos, sin embargo ella no los escuchaba. Asentía con la cabeza.
—Y que esto quede entre nosotras, pero no te muestres demasiado sumisa en esta primera noche —siguió diciéndole Magnolia. Después sacó unos huevos de oro de una manga de su kimono—. Estos huevos son los regalos para las tres diosas. Traerán fortuna a esta boda.
—Todo está perfecto —sentenció lady Moura colocándose al lado de Sylvia.
El contraste del kimono rojo de aquella con el kimono blanco de Sylvia, hicieron parecer a la novia más hermosa de lo que estaba.
—Su excelencia —dijo un criado que había llamado a la habitación—. La ceremonia está a punto de comenzar. Los invitados están esperando.
Sylvia tragó saliva. Le temblaban las rodillas y se le aceleró el pulso. Se mordió el labio, e inmediatamente una criada corrió a retocarle el carmín que se había comido con los dientes.
—Sylvia, corazón, todo el mundo te estará mirando —dijo lady Moura con un suspiro—. Controla esos nervios.
—No te preocupes —Magnolia se colocó junto a ella. Sacó un pañuelo impregnado en un aceite dulzón para la ocasión—. Había previsto esta contrariedad. Aspira varias veces hasta que notes que se te van calmando los nervios.
Aspiró como si le faltara el aire. No tenía bastante con el que tomaba, pero poco a poco su respiración se fue tornando más pausada. Cerró los ojos y, antes de salir de los aposentos de su madre, pensó en Fred. Sonrió al recordar el beso que le había robado. Cuando abrió los ojos, comenzó a caminar más tranquila y confiada. El aceite había hecho efecto.
Salmar la estaba esperando en la entrada del salón donde se celebraría la boda. Se olía a incienso. El monje que se encargaba de celebrar la ceremonia había purificado el ambiente antes de que los invitados llegaran. A lo lejos vio que Cariän estaba esperándola en el altar, que se envaró al verla aparecer. Las inmaculadas empezaron a cantar. Magnolia llevaba una bandeja con tres huevos de oro y fue la primera en entrar. A pesar de ser una mujer que levantaba pasiones, las miradas estaban puestas en Sylvia. La hechicera siguió a Magnolia y después lo hizo lady Moura. Y por fin llegó su turno.
—¿Está preparada su excelencia? —preguntó Salmar.
—No lo sé. No sé, Salmar, no sé lo que hago aquí.
—Su excelencia, eso son los típicos nervios de una novia enamorada.
—Es posible…
Salmar la cogió del brazo. Se dejó llevar, respiró hondo y comenzó a caminar antes de arrepentirse y salir corriendo. Las voces de las inmaculadas se elevaron cuando cruzó el umbral del salón. A cada paso que daba, escuchaba exclamaciones apagadas y cuchicheos diciendo su nombre.
—No me sueltes hasta llegar al altar.
Salmar la sujetó con fuerza.
—No he conocido a ninguna novia que no se haya puesto nerviosa. No te preocupes, todo saldrá a pedir de boca.
Cariän la miraba sin pestañear, manteniendo la sombra de una sonrisa. Sylvia se resistía a mirarle mientras caminaba. Pensó en Fred, y que quien debía de estar allí no era Cariän, o tal vez sí; ya no sabía qué pensar. Si se casaba con él nunca podría conocer sus verdaderos sentimientos respecto a Fred. Eso significaba también tener que estar enamorada de Cariän durante toda su vida. ¿Y si todo lo que sentía por este no era más que una mentira? ¿Y qué pasaría después de la boda? ¿Seguiría habiendo un silencio entre ellos? ¿Cómo sería su vida? Todo el mundo insistía en que hacían una pareja genial, pero ella tenía sus dudas. Tenía el corazón dividido. ¿Fred o Cariän? ¿Por qué pensaba en un chico al que solamente había visto diez minutos en su vida mientras que a Cariän lo conocía desde que era pequeña? Estaba tan aturdida que cerró los ojos para no salir corriendo. Lo peor es que sentía que estaba mintiéndole a todo el mundo, estaba confundiendo a Cariän, y ni él ni ella se merecían esto.
El pasillo se le hacía cada vez más largo, parecía no tener final, hasta que sin darse cuenta se encontró donde menos deseaba estar. Salmar la entregó al monje y este se inclinó ante ella.
Antes de comenzar el discurso de los votos, hizo las presentaciones pertinentes. En primer lugar se dirigió a lady Moura, alabando las excelencias de la casa Misia. Después presentó a la casa Calpia, y por último hizo una breve mención a la casa Azî, la casa de lord Alantarior.
—Nos hallamos reunidos en esta ocasión —el monje comenzó con los votos— para celebrar el enlace de Cariän, de la casa Calpia, y de Sylvia, de la casa Misia. La unión es un don de amor que se construye cada día. El amor os hizo uno, y hoy os entregáis a un nuevo ser para que el amanecer de vuestras vidas nunca más se contemple en soledad…
Sylvia percibía su mirada, que la llamaba en silencio, que la deseaba más que a ninguna otra cosa. Cariän alargó ligeramente la mano para sentir su piel. Sylvia giró la cara y se encontró con sus ojos oscuros. Sus pupilas tenían un brillo especial, estaba más guapo que nunca, pero su mirada seguía siendo fría. «¿Por qué no sonreía?», se decía. Solo recordaba haberlo visto una vez en su vida. El corazón de Sylvia comenzó a acelerarse, y hasta sintió que se ruborizaba. Si pudiera saber cuáles eran los verdaderos sentimientos de Cariän, se sentiría mucho más segura.
—…porque este nuevo viaje que comienza es para toda la vida —el monje cogió las manos de la pareja. Las entrelazó antes de seguir hablando. Sylvia se estremeció al notar que la piel de Cariän estaba caliente, un hecho que no reflejaba su mirada—. La luz ha llegado a vuestros días.
Un chico de unos diez años llevaba dos anillos de oro en una bandeja de plata.
—Las alianzas representan vuestro compromiso —el monje cogió el anillo de Sylvia—. Decidme, Sylvia, ¿aceptáis a Cariän como el esposo que cuidará de vos y bendecirá vuestra casa?
Hubo un silencio largo, roto por el carraspeo de Salmar. Sylvia miró a Cariän, que no apartaba la mirada de sus labios. Advirtió que la sala contenía el aliento ya que su respuesta no llegaba. Giró la cabeza para buscar el apoyo de lady Moura, pero su madre mantenía el ceño fruncido y sus labios mantenían una mueca de disgusto. Sylvia quería decirle que necesitaba aclarar sus dudas, que no deseaba nada de lo que estaba ocurriendo. Tras varios segundos, lady Moura se decidió a hablar.
—Por supuesto que acepta.
Sylvia afirmó con la cabeza.
—Su excelencia, no hemos entendido qué ha querido decir —dijo el monje—. Decidme, Sylvia, ¿aceptáis a Cariän como el esposo que cuidará de vos y bendecirá vuestra casa?
—Sí —pudo decir con voz trémula.
A partir de aquí, dejó de escuchar lo que dijo el monje. Ni siquiera oyó cuando Cariän hizo su juramento de fidelidad, aunque fue consciente de que el monje los había casado cuando la sala rompió en un aplauso.
—Ahora sois eternos el uno junto al otro —dijo el monje.
Cariän se volvió hacia Sylvia. La miró a los ojos, posó sus dedos en su barbilla para poder besarla. Sylvia cerró los ojos y esperó a que sus labios se encontraran; ella contuvo el aliento y Cariän tembló de emoción.
—Te amo —le susurró Cariän a media que se separaban.
Sylvia se quedó inmóvil. Estaba paralizada. Solo escuchaba una y otra vez en su mente: «Hay un mensaje en la Lonja de las Fuentes cantarinas y sois eternos el uno junto al otro». Se escuchó otro aplauso por parte de los invitados y comenzaron las felicitaciones y los regalos a la nueva pareja. Cariän recibía todos los halagos y daba las gracias en nombre de ambos, al tiempo que Sylvia se limitaba a asentir y poner la sonrisa que reservaba para los emisarios.
—Un enlace precioso —le dijo una mujer que no conocía de nada.
—Hacía tiempo que no me emocionaba tanto —dijo otra que estaba al lado de Sylvia. Llevaba un pañuelo en la mano, con el que enjugaba unas lágrimas.
—Lo mejor ha sido el final. Ese beso tan tierno… —suspiró la primera mujer que había hablado.
—Sí, eternos el uno junto al otro. Sé de buena tinta que eso ha sido idea del novio —dijo una tercera mujer que se sumó a los comentarios mirando a Cariän.
Asintió con la cabeza.
—Ya me gustaría que mi marido me dijera esas cosas alguna vez, pero al parecer a los hombres se les pasa la pasión al tercer mes de casados —repuso la primera mujer.
Una pequeña orquesta comenzó a tocar en el salón del trono, e inmediatamente fueron pasando los invitados, aunque Sylvia estaba abstraída de todo lo que estaba ocurriendo. Sin saber cómo se encontró en la mesa nupcial. En la cabecera de la mesa estaba sentada lady Moura y, a ambos lados, ella y Cariän.
Agradeció estar separada por unas horas de Cariän, que al parecer había recuperado el habla. Compartía una conversación con Aljdon, quien estaba sentado a su lado. Ella estaba sentada junto a Magnolia. No perdía la ocasión de hablar sobre política con los distintos emisarios de lady Moura. Magnolia había creado un corro de moscones a su alrededor, hombres que estaban rendidos a sus encantos.
Los primeros platos del banquete comenzaron a llegar. Sylvia tuvo que suspirar de resignación porque lady Moura había hecho preparar quince distintos, como mandaba el protocolo en una boda tan importante como aquella. De vez en cuando sonreía ante las bendiciones que algún mandatario hacía en honor a la pareja, o correspondía levantando su copa al brindis que las mujeres insistían en hacerles.
Para el momento de la tarta los invitados pasaron a un salón en el que se celebraría la fiesta y el baile. La pequeña orquesta siguió tocando una melodía suave. Dos criados muy jóvenes empujaban una mesa en la que había una tarta de merengue de veinte pisos. Cariän se colocó a un lado, esperando que Sylvia lo acompañara. Magnolia fue quien la llevó a su lado.
—No te tomes muy a pecho con lo de no ser sumisa. No hay que empezar ahora —le susurró en el oído—. Deja algo para esta noche.
Sylvia sonrió por primera vez ante el comentario de Magnolia. Cariän sonrió a su vez al ver que Sylvia se había relajado al fin. Le cogió la mano a Sylvia, y entre los dos hicieron el primer corte a la tarta. Para él no había más visión que ella, la única mujer que quería, los únicos brazos que deseaba poseer.
—¿Me permites? —preguntó Cariän ofreciéndole la mano para empezar con el primer baile.
Sylvia se ruborizó. Todo el mundo estaba pendiente de ellos. Quería sonreír, pero solo acertó a morderse un labio, nerviosa.
—Sylvia… no sabes lo que significa esto para mí… —comenzó a decirle tartamudeando.
Sylvia bajó la cabeza.
—Yo… soy hombre de pocas palabras, pero quiero que sepas que todo va a salir bien… —tragó saliva porque no pudo continuar.
—Me gustaría creerte.
—Confía en mí.
—Y tú, ¿confías en mí?
—Siempre.
Sylvia levantó la mirada. Se le veía feliz, más feliz de lo que había imaginado nunca, pero ¿por qué tenía la sensación de que le ocultaba algo? ¿Por qué presentía que esta boda no era el comienzo sino el final de una etapa? Y lo más importante, ¿Por qué se sentía tan desamparada y desdichada?
Después del primer baile, los novios pasaron de unos brazos a otros. Todo el mundo deseaba bailar con ellos. La fiesta se iba animando cada vez más conforme iba entrando la noche.
Sylvia buscó una silla para descansar. Comenzó a notar los efectos de los días que llevaba sin descansar. Un criado se acercó hasta ella con una bandeja llena de copas de vino.
—¿Su excelencia ha tenido un buen día?
Sylvia lo miró con extrañeza, y no porque fuera la primera vez que lo veía en el palacio, sino por la libertad que tenía para hablarle.
—¿Qué has dicho?
—Solo me preguntaba si su excelencia había tenido un buen día…
El cielo retumbó sobre la ciudad de Bobair y Sylvia se estremeció. Cariän la miró. Ella fue alternando la mirada del criado a Cariän.
—¿No siente su excelencia que le falta algo por resolver?
La lluvia comenzó a caer de manera torrencial.
—No entiendo qué quieres decir.
—Claro que entiende lo que le digo, pero no quiere comprender.
Sylvia notaba la mirada de Cariän sobre ella, porque sentía que las mejillas se le estaban ruborizando por momentos.
—Haga como que necesita salir un momento porque le falta el aire…
—¿Por qué te tomas estas licencias conmigo?
Cariän cruzaba la sala en busca de ella. En su mirada había pánico contenido.
—Porque yo sé que deseas conocer la verdad de tus sentimientos. Es hora de que conozcas a Fred.
—¿Quién eres tú?
—Si no quiere que la sigan quítese ese colgante —repuso el criado al darse media vuelta mientras ofrecía copas de vino a los invitados.
El criado le dio una a Cariän, que él rechazó con un movimiento de su mano.
—¿Estás bien? —inquirió Cariän cuando llegó a su lado.
—Estoy un poco cansada. Necesito tomar un poco el aire.
—Está lloviendo. Te acompaño…
—Sería un poco sospechoso que nos marcháramos los dos a la vez —replicó con una sonrisa. Le acarició la mejilla—. Quédate y sigue atendiendo a los invitados.
—No deberías marcharte. Pronto ocuparás el trono de lady Moura. Tienes responsabilidades…
—Y yo te acabo de decir que necesito despejarme un poco. Así que, por favor Cariän, sigue atendiendo tú a los invitados.
—¿Estás segura de que no quieres que te acompañe?
—Sí.
Conforme le contestaba tuvo la sensación de que aquello era mucho más, aquello era una despedida en la que Cariän no podría acompañarle, pues sus caminos tenían que separarse por un tiempo. Sin embargo esa huída significaba una liberación para ambos, que necesitaban tanto como el respirar. Cariän la cogió de las manos y se las besó. Sylvia salió del salón un poco más aturdida y confusa de lo que estaba. No se creía capaz de abandonar su vida, las comodidades de palacio.
Comenzó a bajar las escaleras, primero con tranquilidad, y después, poco a poco, más deprisa. No sabía por qué corría, pero tenía la necesidad de salir al patio, de salir del palacio de Jade Blanco, de saber qué mensaje había en la Lonja de las Fuentes Cantarinas. No quería quedarse con esa duda antes de que acabara el día. El colgante que le había regalado la hechicera comenzó a quemarle en el pecho cuando salió al patio.
La lluvia paró de repente. Una niña cantaba una canción en uno de los carromatos que habían traído los comediantes, quienes recogían sus bártulos pues su trabajo había acabado. Entonces fue consciente de lo rápido que había sucedido todo, de la poca consciencia que había tenido de su boda y de que ese día lo recordaría como una especie de ensoñación.
La niña que cantaba se acercó y Sylvia la miró con sorpresa.
—Nos vamos. Ha sido una fiesta preciosa, mi señora.
Sylvia miró a los fríos que estaban apostados en la entrada del palacio. Buscó con la mirada al jefe de los comediantes, pero no encontró a nadie que la pudiera ayudar. Se quitó el colgante que le habían obsequiado y se lo regaló a una criada que pasaba por ahí, que venía de la parte de las xoamperías.
—Su excelencia… no puedo aceptar este regalo…—respondió la criada un tanto turbada—. No, no, no puedo aceptarlo…
—Te ordeno que lo cojas o te haré azotar… —dijo Sylvia entre dientes.
—No te preocupes, Paleia, en las cocinas Vernole se ocupará de ese colgante —dijo un hombre con una capucha al que no se veía la cara.
—Oh, muchas gracias, señor.
La criada hizo una reverencia y salió corriendo en dirección a las cocinas. Sylvia sabía que quien le hablaba era el mismo hombre del ramo de rosas blancas que la había parado esa tarde. Se acercó hasta él con el corazón en un puño.
—Necesito salir de aquí…
—Os estaba esperando. Pero antes deberíais cambiaros de ropa. Llamaríais demasiado la atención con ese vestido —el hombre se volvió hacia una mujer que llevaba un pañuelo de flores en la cabeza—. ¿Podrías prestarle algo de ropa? —sacó una moneda de oro y la mujer abrió los ojos como platos.
—Está un poco delgada, pero creo que le servirá la ropa de mi hija.
Antes de cambiarse, Sylvia tuvo un instante de duda. Se mordió el labio y frunció el ceño.
—¿Por qué debería fiarme de ti? No te conozco de nada.
—Porque soy la única persona que te podría llevar adonde quieres. Y porque Alina desea tu felicidad.
Sylvia contuvo un grito, para no llamar la atención de los fríos.
—¿Está bien?
—Lo estará del todo cuando traigas a Fred a Bobair.
—¿Cómo? ¿Pero, eso es posible?
—Si no te das prisa, me temo que no. Aún tenemos que llegar a la Lonja de las Fuentes Cantarinas.
Sylvia asintió dentro del carromato y corrió la cortina para cambiarse. La mujer le ayudó a ponerle un pañuelo en la cabeza, a la manera de los Zinghar, el pueblo nómada que se dedicaba a ir de pueblo en pueblo alegrando a grandes y pequeños con sus actuaciones.
—Ya os podéis marchar —dijo una chica parecida a Sylvia y vestida con el mismo kimono que llevaba—. Os daré tres minutos antes de dar la voz de alarma. Ya sabéis lo que tenéis que hacer después.
El hombre sacó una capa negra y se la dio a Sylvia para que se la pusiera.
—¿Estáis preparada?
Sylvia se encogió de hombros y contestó:
—Creo que sí.
El hombre la agarró de la mano y desaparecieron en la oscuridad de la noche.