26

 

En busca de las otras respuestas

 

 

Cariän y Jitsuc habían parado a descansar después de más de siete horas cabalgando. Como cada noche, el rocío que surgía a última hora de la luna cubría a los dos viajeros. Durante más de diecinueve días habían viajado por la noche y descansado en las horas de más intensidad del sol, como estaba escrito en algunos de los libros antiguos que poseían los babür en la ciudad de Biraztir.

Jitsuc le había enseñado cómo cazar a los pequeños animales que se escondían bajo las piedras o dónde buscar reservas de agua cuando la sed se hacía insoportable, así cómo construir un refugio en mitad del desierto. Eran pequeñas cosas que hacían de la travesía un poco menos tediosa. Para Cariän suponían la única válvula de escape para no volverse loco de tanto pensar en Sylvia.

En cuanto llegaba el amanecer el babür hacía dos agujeros no muy profundos en la arena, uno para ellos y otro para las monturas y colocaba una tela transpirable que los protegía de los rayos del sol. Todos los días pasaban muchas horas en el refugio, horas en las que el sol incidía con fuerza esperando a que cayera la tarde y emprender así el camino hacia el bosque de la gente hermosa.

El viaje estaba resultando lento y penoso para Cariän, aunque no así para Jitsuc. El babür parecía no sufrir las inclemencias del calor, las horas de falta de sueño y la sed que continuamente tenía su acompañante, que no lograba saciar ni con agua. Cariän se sentía más débil de lo que quería reconocer. Había llevado su cuerpo hasta el límite. En poco tiempo había adelgazado mucho y unas sombras oscuras alrededor de sus ojos acentuaban sus rasgos, ya de por sí duros. Tenía la piel de la cara requemada por el sol y se había dejado cortar el pelo por Jitsuc, porque según el babür, eso le ayudaría a no acumular calor en su cuerpo. Pero lo peor de todo no era la incomodidad del viaje en sí, sino lo solo que se sentía aun cabalgando junto a Jitsuc. No sabía si esa sensación se debía al desierto, pero sus sentimientos estaban más expuestos que nunca. En ocasiones se detenía con cualquier excusa y se restregaba los ojos porque los sentía húmedos. Y Jitsuc dejaba que se desahogara alejándose de él a una distancia más que prudencial para que no se sintiera incómodo. En otras ocasiones se mostraba de lo más huraño y callaba con la mirada al babür. Sin embargo este no se daba por vencido y cada vez que lo veía dejarse vencer por el cansancio, lo animaba con una canción o con alguna curiosidad del desierto por el que viajaban. Cariän asentía con la cabeza, como si escuchara lo que le decía, pero aquel movimiento era tan mecánico como el latido de su corazón.

Se estaban acercando a Barial-haj, cuando a lo lejos, Jitsuc creyó ver una tormenta de arena blanquecina. Se cubrió los ojos con la mano a modo de visera y desmontó del poni.

Cariän se irguió inmediatamente y entonces se puso en guardia. Escudriñó con la mirada intentando averiguar qué era lo que había alertado al babür. Durante los días que habían viajado por el desierto no habían tenido ningún percance.

—Tenemos problemas.

—¿La Guardia?

—No, hace trece días que se perdieron en el desierto. Eso que viene por ahí nos puede costar la vida si no obramos con cautela.

Cariän tragó saliva. No se consideraba un hombre miedoso, pero no quería imaginarse qué podía ser peor que caer en las manos de sus antiguos hermanos.

—Explícate —dijo sacando su espada.

Jitsuc miró primero el filo del arma y después buscó su mirada. Suspiró porque el sueño que le venía persiguiendo desde que habían salido de Biraztir se estaba cumpliendo. Pronto sus caminos se separarían; Cariän llegaría a las Garras del Diablo y él acabaría junto a la reina Aanvhel; llevaba días llamándolo en sueños.

—Esa tormenta no es propiamente una tormenta de arena, sino Khali, el señor del desierto. Viene a cobrarse su peaje. De nuestras respuestas dependen nuestras vidas.

Cariän sacudió la cabeza porque no había entendido ni una palabra. La tormenta se iba acercando poco a poco a ellos. Se cubrió la cara conforme fue notando que Khali se aproximaba, y un zumbido ensordecedor se fue instalando en sus pensamientos.

—Cariän, no lo mires a los ojos o estarás perdido —gritó con todas sus fuerzas Jitsuc.

Se sintió atraído de repente por aquella masa informe de color blanquecino. Comenzó a caminar con una sonrisa en los labios, ofreciéndole la espada, hasta que una mano lo detuvo. Ni siquiera miró a Jitsuc cuando este se colocó delante de sus narices para decirle que se parara.

—Cariän, tienes que ser fuerte… —insistió—. No te dejes atrapar por sus ojos.

Sin embargo había encontrado, después de mucho tiempo, una paz que creía que no existía. La luz blanquecina se fue haciendo cada vez más intensa.

—No lo hagas, Cariän…

Se detuvo un instante, segundo que aprovechó Jitsuc para interponerse entre Khali y él.

—¿Qué haces? —gruñó.

—Debes contenerte, Cariän. Ese no es camino. Deja que él se acerque a ti.

Cariän lo apartó de un empujón sin responder a Jitsuc. El babür corrió detrás de él para colocarse nuevamente delante de Cariän.

—Si no lo haces por mí, hazlo por Sylvia. Deja que sea yo quien me dirija a Khali en primer lugar.

Cariän oyó la voz de Jitsuc perdida entre sus pensamientos. Agitó la cabeza y entonces se detuvo. Dio varios pasos hacia atrás, con el corazón latiéndole a mil por hora. Se mojó los labios porque al fin veía el verdadero rostro del señor del desierto.

—¿Por Sylvia…? —agitó la cabeza.

—Sí, ella es una parte de la respuesta, pero no es la única. Aún debes saber que esa espada que llevas no te sirve de nada.

De pronto se escuchó un sonido agudo y metálico. La tormenta de arena blanquecina se fue ensanchando y alargando en las alturas. En mitad de ella surgió una luz potente, que se fue transformando en la cara del señor del desierto. Un rostro pálido, de ojos casi transparentes observaba a los dos viajeros. Tenía unos labios muy finos, que permanecían unidos en una mueca siniestra. Durante unos segundos Khali permaneció en silencio. Cariän esperaba a que alguien comenzara a hablar. Miró a Jitsuc, pero el babür permanecía inmóvil delante de Khali y asentía de vez en cuando. Después giró la cabeza hacia el señor del desierto. No quería mirarle a los ojos por temor a ser arrastrado nuevamente ante una fuerza que no controlaba.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Cariän, pues no recibía ninguna respuesta.

Sacudió la cabeza nuevamente. Cada vez entendía menos del asunto. Jamás había oído hablar de Khali, aunque ya había cruzado el desierto en una ocasión. ¿Pero por qué no se encontró entonces con él? Alguien tiraba de la manga de su camisa. Era Jitsuc quien reclamaba su atención. El babür comenzó a mover la boca, sin embargo Cariän no parecía escuchar sonido alguno. Jitsuc agitó los brazos.

—Pero, ¿qué quieres?

Jitsuc le hizo un gesto con la mano y Cariän entendió que quería que se agachara. El babür posó una mano sobre su frente para comunicarse mentalmente. Comenzó a escuchar la voz de Jitsuc con claridad.

—Nuestros caminos se separarán en breve. Khali solo desea que respondas a una pregunta. No debes temer la respuesta porque en tu interior está todo lo que desea saber de ti. He superado mi prueba, aunque esa no es la importante. En tus manos está parte del destino del Imperio. Muéstrate con humildad, pues el orgullo no te dejará avanzar. —su voz se iba haciendo cada vez más profunda y lejana—. Estás más cerca de las Garras del Diablo de lo que parece. Si no contestas a la pregunta, vagarás por el Khalekïa hasta que encuentres la muerte. —Cerró los ojos como si estuviera cansado. Asintió antes de proseguir—. Quiere que sepas que él está de tu lado, pero tiene que saber hasta dónde eres capaz de llegar. ¿Estás preparado?

—¿Tengo otra opción?

En ese instante la voz de Jitsuc se fue apagando al tiempo que su cuerpo se diluía delante de sus ojos en mitad del desierto. Khali ocupó el sitio que había dejado. Cariän lo llamó con desesperación varias veces. Se abalanzó sobre la tormenta de arena, aunque solo encontró la oposición de unas pequeñas agujas que se introducían en cada poro de su piel.

—Me temo que no —le contestó Khali, e inmediatamente alargó sus labios como si estuviera sonriendo.

Cariän cayó de espaldas y se arrastró por la arena del desierto.

—¿Quién eres tú?

—Eso depende de ti. De momento la primera respuesta ha sido correcta.

—Pero, ¿de qué estás hablando? —Abrió los ojos sin comprender nada. Lo observó con atención, y lo que creyó ver en sus pupilas casi transparentes hizo que se le encogiera el corazón. Por una parte tenía miedo a lo desconocido y por otra sentía que no tenía nada que temer si seguía los consejos del señor del desierto. No obstante, ¿por qué tenía la sensación de conocerlo? Había algo en él que le recordaba a alguien, pero no sabía a quién.

—No hace falta que entiendas todo lo que se te dice. La razón no posee todos los conocimientos. Es hora de que ejercites tu corazón —respondió la voz de Khali.

—¿Qué quieres de mí?

Khali se acercó un poco más, de tal manera que casi se rozaban las caras. Sus ojos se fueron achicando hasta convertirse en dos líneas finas. Su voz adquirió un tono hueco.

—En esta historia tú estás unido al verde y Fred está unido al rojo. —Cariän tensó los músculos de su mandíbula. Otra vez volvía a aparecer Fred en su vida—. ¿Qué color os une a ambos?

Cariän pensó inmediatamente en Sylvia. Sabía que ella era la pieza que les unía, pero nunca se había parado a pensar en que ella tuviera un color.

—Hay una espada que reclama a los tres colores —dijo Khali. La que tenía Cariän voló por los aires y se perdió en las arenas del desierto. Este se miró las manos vacías. Ahora sí que se encontraba totalmente desnudo y desarmado—. En ese viaje debéis estar los tres unidos. Si estás dispuesto a compartirla, obtendrás la respuesta.

—¿A Sylvia?

—Todo tiene relación si dejas que ella sea libre, entonces aún hay esperanza. Pero no subestimes ninguna de mis palabras. Dime, ¿estás dispuesto a compartirla?

Humildad y falta de orgullo. Jitsuc lo había dejado bien claro. Eso era lo que tenía que dejar atrás. No había llegado tan lejos como para darse por vencido. Iría hasta el final, costara lo que costara. Ya poco le importaba si tenía que compartirla con Fred. Tampoco sería muy agradable que Fred la tuviera que compartir. ¿Tendría algo que ver con los colores de las tres diosas?, comenzó a pensar, y a pesar de estar aturdido, intentó encontrar una lógica a su razonamiento. «Verde es el color de Fred, el mío es el rojo… por lo tanto, Sylvia tiene que ser el color blanco, como el rubio casi blanco de su cabello, o como el de Albirá, su xoampe».

Khali no esperó a que respondiera en voz alta porque había escuchado perfectamente sus pensamientos.

—Sylvia está protegida por vosotros dos. Es un vínculo que jamás podréis romper, pues en ello reside vuestra felicidad. Los tres colores han de permanecer juntos —contestó con calma, con la voz cargada de emoción—. La primera de tus respuestas está contestada, sin embargo aún te queda conocer parte de la verdad. El Sin Nombre te está aguardando. No intentes razonar porque esto es así. No hay vuelta de hoja…

Las últimas palabras de Khali se perdieron en la mente de Cariän. La tormenta de arena que conformaba el cuerpo de Khali, se transformó en una luz cada vez más grande. De pronto, en medio de la inmensidad del desierto se abrió un agujero cada vez más grande. El cuerpo de Khali se iba transformando en un círculo perfecto y radiante que lo llevaría muy lejos. Cariän apartó la vista unos instantes por la intensidad luminosa que desprendía aquel agujero. El círculo comenzó a palpitar, como si aquella puerta inter dimensional estuviera dotada de vida propia. Cariän percibía que debía atravesarla, que no debía dudar mucho más si no quería quedarse perdido en aquel desierto. Entonces agarró las riendas de Tar, caminó con paso lento bajo el sol ardiente del desierto de Khalekïa y cruzó la puerta.

Un agujero negro les engulló cuando traspasaron el círculo. Era extraño que tras la intensidad de la luz se sucediera la más absoluta oscuridad. Permaneció inmóvil, con los ojos cerrados, tratando de calmar su corazón acelerado. Poco a poco algo empezó a tirar de él con fuerza. No quiso resistirse, a pesar del dolor punzante que sentía en todo su cuerpo. De alguna manera sabía que aquello la acercaba cada vez más a Sylvia… y por desgracia, también a Fred.

Supo que había llegado cuando advirtió que había disminuido bruscamente la temperatura. Suspiró con alivio. Después de diecinueve días vagando por el desierto, agradeció el contacto del viento frío sobre sus mejillas. Trató de recordar el camino que hizo en su día hacia las Garras del Diablo, sin embargo no se parecía en nada al lugar al que había llegado. Se encontraba en mitad de un paraje árido, de rocas desnudas y de poca vegetación, que había a ras de suelo. La tierra permanecía congelada por el viento salvaje que se agitaba constantemente en aquel lugar tan desangelado.

Sacó de una alforja una capa más gruesa que lo guareciera del frío. Alguien lo observaba a lo lejos. Se trataba de un águila pequeña, de plumas doradas. El animal clavó sus ojos plateados en él. Alzó el vuelo y giró la cabeza esperando a que lo acompañara. El muchacho lo miró con los ojos abiertos de par en par, pues el águila pretendía que lo siguiera por un camino muy estrecho. No recordaba que para llegar hasta el Sin Nombre tuviera que atravesar un cañón.

—Sígueme —le dijo.

«¿Un águila que hablaba?» A Cariän ya no le sorprendía nada.

Cariän acarició el cuello de Tar y murmuró unas palabras al oído. El xoampe dio unos golpes en el suelo, como comprendiendo que lo había entendido. Antes de continuar con el viaje se llevó un buen trago de agua a la boca. Después de varios días su sed se calmó y su cansancio incluso pareció disminuir. Tomó las riendas y montó sobre Tar.

El águila lo condujo a través de la garganta de un cañón muy profundo, de paredes abruptas y completamente lisas. Un paisaje monótono se fue extendiendo ante ellos. Cabalgaba reflexionando sobre lo que había ocurrido desde que había conocido a Fred. De vez en cuando alzaba la vista para comprobar que el águila se detenía a esperarlos. El viento se fue haciendo cada vez más intenso y soplaba de forma constante, turbando sus pensamientos. Comenzaron a ascender por un sendero estrecho. Entonces comenzó a llover. Al principio era una lluvia muy fina, pero conforme transcurrían las horas se transformó en una tormenta. El camino se tornó resbaladizo y el fango por el que caminaba dificultaba el viaje, pues a Tar le costaba salvar aquel terreno inclinado. Los cuartos traseros resbalaban por el camino húmedo y él tuvo que bajarse de su montura para tirar de las riendas hasta que el terreno fuera menos accidentado. A medida que iban subiendo la lluvia se fue convirtiendo en nieve y se detuvo un instante porque el frío era insoportable y el sonido inquietante del viento lo estaba aturdiendo sin compasión.

Cuando llegaron a lo más alto de la pendiente volvió a montar sobre el animal, sin dejar de vigilar en torno suyo. Un murmullo persistente lo había perseguido desde que había llegado a ese lugar tan extraño, manteniéndolo continuamente en alerta. Ya no sabía si se trataba de una alucinación o es que se encontraba demasiado cansado, pero presentía que había algo que merodeaba a su alrededor. Entonces comenzó a sentirse intranquilo. Cambió varias veces de postura sobre su xoampe. Se arrebujó en su capa porque hacía más de dos horas que estaba tiritando y encogido de puro frío. Trató de averiguar el origen de la presencia que le crispaba los nervios.

«¿Pero quién querría vivir en aquel lugar tan apartado de la civilización?». En una situación como aquella comprendía lo insignificante que podía resultar su vida, lo impotente que estaba en mitad de aquel cañón que parecía no tener fin. La noche se les fue echando encima y el viento pareció acrecentar la sensación de frío que tenía. En ocasiones se frotaba sus manos, ya que no llevaba guantes y cuando el frío se hacía más intenso se las calentaba echándose el poco aliento que le quedaba. En un momento, cuando el cansancio lo tenía al borde del agotamiento deseó que todo acabara, que el Sin Nombre apareciera de una vez por todas. Se llevó una mano al pecho por la falta de aire. El viento lo estaba desorientando y cayó del xoampe. Gimió de dolor y de frío, y abrió la boca para decir algo, pero no tenía fuerzas ni para hablar. El águila se detuvo y Cariän permaneció atento, desde el suelo, a las indicaciones del animal.

—Nos queda el último tramo —le indicó mostrándole el final del cañón—. Deberíamos descansar y pasar la noche aquí.

Aunque estaba extenuado, declinó la oferta, permaneciendo impasible. El águila gruñó, sacudió la cabeza y se distanció un poco. Cariän se levantó del suelo respirando con dificultad y subió con esfuerzo sobre la montura.

—¡Como desees! —exclamó el águila sin dar muestras de la satisfacción que sentía en esos instantes.

Se irguió en la silla y continuó con el viaje hacia la respuesta que lo llevaría hasta Sylvia. A lo lejos, el cañón se fue ensanchando, mostrando una montaña que poco tenía que ver con el paisaje por el que estaba cabalgando. El viento se fue haciendo más feroz, como un lamento cadencioso y sibilante que hacía que perdiera la noción del tiempo. Sabía que era de noche, pero poco más. La falta de luz también podía haberse debido a que las montañas no dejaban traspasar la del sol, así como que la tormenta de nieve cubría el cielo con un manto grisáceo.

Una montaña se levantaba en una solitaria planicie. Las laderas estaban cubiertas de flores blancas que iluminaban los alrededores, que curiosamente no parecía estar nevada. Se alegró por ese pequeño milagro de la naturaleza en un lugar tan inhóspito. El águila se posó sobre su hombro y le fue indicando en la oscuridad de la noche cuál era el camino que debía tomar. Unas piedras amarillas, ocultas tras unas rocas, parecían llegar hasta la montaña. Conforme se iban acercando a la tormenta de nieve se iba haciendo cada vez más pertinaz. Los copos no le dejaban ver a más de dos metros por delante de él. Tenía que confiar ciegamente en el águila y en su montura. ¡Cómo odiaba el no poder controlar la situación! Estaba a merced de un pájaro no más grande que una paloma. Pero, estaba tan cerca de alcanzar al Sin Nombre que ya no tenía fuerzas para luchar. Ya no sentía frío, sino abandono ante la situación que se le había presentado. El Sin Nombre le daría la respuesta y él se marcharía en busca de Sylvia.

De repente dejó de nevar y el águila hizo que se detuviera el xoampe. Se encontraba a las faldas de la montaña. Cariän levantó la vista. Comenzaron a ascender por un camino muy estrecho. Construido sobre un lateral había un pequeño templo con aleros voladizos de tejas verdes, rojas y blancas. Según le fue contando el águila, estaba compuesto por tres pabellones grandes y dos un poco más pequeños, que se fundían con el entorno natural de la ladera rocosa. Los pabellones estaban unidos mediante corredores, pasarelas de madera y escaleras excavadas en la roca. Unos travesaños sostenían los cimientos del templo, al estar hundidos hasta la mitad de la pared.

Al templo se accedía mediante un puente de madera muy oscura. Una puerta dorada se abrió cuando atravesaron el puente. El ambiente cálido los acogió tras las paredes del templo. La luz tenue de unas velas iluminaba la estancia. Se encontraban en una sala no muy grande de techos altos, pilares rojos y esmaltados. La estructura de los pabellones era totalmente de madera. Al fondo estaba la estatua de alguien que no conocía. En las paredes había colgadas varias pinturas y algunos textos. Cariän se acercó hasta uno que le llamó la atención.

«El peor día empleado es aquel en que no se ha reído. Nicolas Chamfort», rezaba aquel texto.

«¡Qué estupidez!», pensó. «Me hubiera gustado ver a este tipo atravesando el desierto con una sonrisa».

Después de dar varias vueltas por las estancias se sujetó a uno de los pilares. Comenzó a notar que su cuerpo temblaba y la vista se le nublaba. Las rodillas no le sostenían, y aunque se obligaba a mantenerse en pie, cayó cuan largo era sobre el suelo laminado de madera…

Despertó después de muchas horas de sueño. Había permanecido durante un tiempo indefinido en una especie de duermevela que no lo dejaba descansar como debía. A veces, cuando abría los ojos y consideraba que estaba despierto, se encontraba que a los pies de su cama había un anciano de aspecto bondadoso. Pero poco tiempo después volvía a caer en un sueño profundo, en el que las pesadillas y los sudores fríos se intercalaban a partes iguales.

La luz de la mañana se colaba por entre las cortinas de lamas. Respiró profundamente. Parpadeó varias veces para acostumbrar sus ojos a la luz. Tenía la boca pastosa. Buscó con la mirada al anciano que había permanecido junto a él a los pies de su cama. Aguzó el oído, pero no escuchó absolutamente nada. Ni el ladrido de un perro, ni el vuelo de los pájaros, ni el sonido del viento. Estaba en una habitación donde reinaba el silencio.

—Hola, ¿cómo te encuentras? —preguntó una voz acogedora.

Cariän trató de incorporarse para responder a su interlocutor, pero la cabeza le seguía dando vueltas. Se sintió desfallecer una vez más.

—Aún estás muy débil —le dijo una voz que parecía susurrarle al oído.

Buscó con la mirada de dónde podía provenir la voz que sentía tan cercana a él. El águila, que lo había acompañado, estaba posada en el alféizar de una ventana.

—¿Quién eres tú?

El águila emitió un pequeño gruñido, seguido una leve sonrisa.

—¿Aún no sabes quién soy?

—No.

—Deberías saberlo.

—¿Tú… eres el Sin Nombre? —Se irguió en la cama. Lo miraba con una mezcla de asombro y de incredulidad.

El águila afirmó con la cabeza.

Cariän soltó una carcajada hasta el punto que sintió cómo sus ojos se le humedecían. Miraba la figura del águila, que cada vez se iba haciendo más y más grande delante de sus narices, y recordaba el viaje que lo había llevado hasta esa habitación. Le parecía increíble haber viajado junto a la persona que había estado buscando y no haberla reconocido.

—¿Por qué no me dijiste quién eras?

—Porque no me lo preguntaste.

—Creía que estaba claro el motivo de mi viaje.

—Yo intento no presuponer nada. Ese es el error de no preguntar —respondió.

—Me sentía un estúpido preguntando algo que era obvio.

—Y yo insisto en que toda pregunta inteligente tiene su respuesta. No presupongas nada, Cariän.

El águila se fue transformando en la figura del anciano que había visto a los pies de su cama. Cariän ni siquiera se inmutó.

—¿Qué quieres saber? —la pregunta del Sin Nombre lo pilló de improviso. No esperaba que fuera tan directo.

—Quiero saber la verdad.

El anciano se acercó hasta él. Le tomó el pulso y después le dijo:

—Has dejado de tener fiebre. En un par de días podrás levantarte.

—Eso no es importante. Yo…

El anciano lo interrumpió con la mirada. Aquellos ojos plateados se habían convertido en dos botones oscuros. Era la misma de Khali, el señor del desierto.

—Yo, yo, yo —repitió el anciano imitando la voz grave de Cariän—. ¿No sabes hablar de otra persona que no seas tú? ¿Quizás no has aprendido nada en este viaje? ¿Acaso no eres tú la pieza que falta en este puzle? —aunque habló secamente su expresión se suavizó al encontrarse con la mirada de Cariän—. Ellos están dispuestos a todo.

—¿Ellos?

—Sylvia y Fred, ¿o qué te pensabas?

—No sé, supongo que llevas razón —volvió a tumbarse en la cama, recordando las palabras que le dijera Jitsuc en el desierto antes de despedirse—. Me he dejado llevar por la impaciencia.

—Es lo que tiene la juventud. —El Sin Nombre le sonrió—. Te aseguro que el tiempo que estés aquí no será en vano.

Salió de la estancia dejando a Cariän descansar con tranquilidad. Volvió a abandonarse a un sueño espeso e intranquilo que lo mantuvo agitado durante dos días más. Después de más de una semana postrado en la cama, Cariän pudo levantarse. Lo primero que hizo fue comer una crema de frutas y cereales que el Sin Nombre le había preparado. Agradeció que alguien estuviera cuidando de él.

Después de reponer fuerzas le fue mostrando las estancias del templo. El anciano lo llevó hasta el pabellón más grande, desde donde se contemplaba el paisaje que había a las faldas de la montaña. Cariän pudo comprobar que el cañón por el que habían viajado se perdía hasta donde le alcanzaba la vista. El sol brillaba, pero más allá de la montaña, el paisaje permanecía nevado.

—¿Dónde estamos? —preguntó extrañado porque la montaña mantuviera un clima tan distinto por el que había viajado.

—Estamos dónde tú quieres estar.

Cariän suspiró. El anciano parecía contestarle con acertijos que solo él conocía. Con lo fácil que hubiera sido responder el nombre de la montaña.

—¿Cómo se llama este lugar? —esta vez preguntó intentando ser más concreto.

—Estamos en la isla de Elrer.

—Pensaba que estábamos en las Garras del Diablo —volvió la mirada hacia el anciano esperando la respuesta que no llegaba.

El Sin Nombre permanecía en silencio. Estaba sentado, en estado meditativo. Mantenía los ojos cerrados y una sonrisa plácida en los labios.

—Lo único que deseo es regresar junto a ella —dijo de pronto Cariän.

El Sin Nombre abrió los ojos. Solo había silencio entre ellos. Cariän se estremeció porque deseó que al menos una mosca lo hubiera distraído.

—Para cuando regreses tienes que saber que los tres colores deben estar juntos. Dime, Cariän ¿serás capaz de compartirla? Porque esa es la clave para llegar a Sylvia. No es necesario que me respondas ahora. Tómate tu tiempo.

Se levantó con tranquilidad y se marchó del pabellón, dejándolo a solas para que reflexionara. Cariän apoyó los codos sobre la barandilla de madera. Estaban en una isla llamada Elrer, le había dicho. Cada vez entendía menos. ¿Dónde estaba el agua que rodeaba la isla? Además, en los mapas del Imperio no había constancia de que hubiera una isla con ese nombre. Se decidió a buscar de nuevo al Sin Nombre. El silencio que reinaba en el templo se le hacía cada vez más insoportable. Incluso el tiempo parecía tener otro valor. Mientras caminaba buscándolo, su asombro iba en aumento. Sus pasos tampoco se escuchaban, así como cuando chasqueó los dedos.

—Has conocido la verdadera soledad. ¿Hay algo más doloroso que eso en este mundo?

Cariän se sobresaltó al escucharlo caminando detrás de él.

—Lo peor. —Tragó saliva. Se giró sobre sus talones— no es el dolor. Lo peor es saberme sin ella, que mi vida está vacía sin Sylvia.

—Entonces responde a la pregunta, Cariän. Es muy fácil. Aunque pienses que estás renunciando a una parte de ella, no es cierto. Sylvia te ama de una manera muy distinta de cómo ama a Fred. Pero eso es algo que debes descubrir tú.

Cariän se encogió de hombros. A pesar de sacarle casi una cabeza al Sin Nombre se sentía como un niño pequeño a su lado. No sabía cuánto tiempo había pasado exactamente desde que salió de Bobair. Parecía que hubiera transcurrido una eternidad. Ya ni siquiera recordaba muy bien los preceptos que le marcaron en la Guardia. ¿De qué le sirvió estudiar todas las variables ante cualquier situación si no supo prever que Sylvia ya no era feliz a su lado? ¿Tan ciego había estado que no había sabido ver los verdaderos deseos de ella? Pero ya no quería seguir lamentándose por lo que no pudo ser. Tenía que mirar hacia adelante. Su futuro estaba al lado de Sylvia…

—La espada. ¿Es eso, verdad? ¿Habéis estado todo el rato hablando de la espada que hay en el manantial? —inquirió Cariän, asombrado porque había tenido la respuesta tan cerca que no se había dado cuenta de ello—. Jitsuc y tú me hablabais todo el rato de ella.

—Exacto, Cariän. Es parte de vosotros, como vosotros lo sois de la espada —respondió el anciano—. La espada que hay en el manantial aguarda a que los tres colores la reclamen.

—¿Y cómo sabremos a quién pertenecerá?

—Parece un misterio —el anciano soltó una risa tan suave que ni siquiera resonó en el pabellón—. Pero es más fácil que todo eso. Si estás dispuesto a compartirla ella será tuya. Ese es el mensaje que les debes llevar.

Cariän se sentó en el suelo, y cruzando las piernas, apoyó los codos sobre sus rodillas.

—La espada era la otra parte de la respuesta —pensó en voz alta—. No sé si ahora estoy preparado para ir junto a ella… ¿Y si Sylvia me rechaza?

—El miedo es algo inherente en nosotros, Cariän. Solo aquel que se queda sentado esperando a que su vida se solucione no encontrará la felicidad.

—¿Crees que estoy preparado para marcharme?

—¿Estás preparado, Cariän?

Giró la cabeza hacia un ventanal. Al tiempo que cavilaba observaba que el sol había permanecido durante toda la mañana en el mismo sitio.

—¡Qué sitio más extraño! Parece como si el tiempo no transcurriera —se levantó forzando una sonrisa. Entonces ocurrió algo asombroso. El sol se movió imperceptiblemente, pero se movió.

—Cuando el día se acabe y las estrellas y la luna cubran el firmamento, entonces podrás decir que estás preparado —dijo el anciano con las manos entrelazadas sobre su regazo y los ojos cerrados.

Cariän lo observó y cómo la tranquilidad se hacía patente en cada palabra que decía.

—Quiero que me enseñes a compartir —dijo Cariän—. Si quiero que Sylvia vuelva a mí no puedo tener esta sensación en mi pecho. No me deja ni respirar.

El anciano asintió con la cabeza.

—Entonces, siéntate, Cariän y observa el silencio. No te preocupes por lo que está por venir. Confía ciegamente en lo que tienes que ofrecer a Sylvia y a Fred. Una sonrisa te ayudará a sobrellevarlo. Si eres capaz de cambiar, hazlo con tranquilidad.

Sintió que los ojos se le humedecían. Parpadeó varias veces porque no quería llorar. Tenía la sensación de que había guardado sus sentimientos en un cajón, además de descubrir que su corazón era duro como una piedra. No había sabido demostrarle a Sylvia cuánto la amaba. Antes de ir en su busca tenía que aprender a amar. Esa era la respuesta que se había negado a escuchar durante años.

—Exacto, Cariän, esa es la respuesta —contestó el anciano.

—¿Me enseñarás también a leer los pensamientos?

—Si aprendes a escuchar el silencio podrás percibir hasta el rumor de las olas del mar. Recuerda que estás en una isla y tú aún no te has dado cuenta.

Cariän emitió un suspiro profundo. Asintió con la cabeza y se dispuso a escuchar el sonido de las olas del mar que solamente escuchaba el Sin Nombre. Y entonces una sonrisa pequeña, pero verdadera, se dibujó en su rostro.

 

 

 

 

 

 

 

 

Las crónicas de los tres colores
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