CAPÍTULO 02
Puerto de Dover, Inglaterra, 1806.
—Bienvenido, Fordyce —lo saludó Hawkslife al acercarse a él. —¿Qué tal esa pierna?
—Bien —respondió él al sentir la punzada de dolor a la que ya había empezado a acostumbrarse. —¿Desde cuándo pierde el tiempo yendo a recibir a gente?
—Desde que esa «gente» es el mejor agente qué hemos tenido jamás.
—Seguro que eso se lo dice a todos —dijo él a la defensiva.
—Pues claro —contraatacó el otro con una media sonrisa. —¿Puede saberse por qué dejó que lo hirieran?
—Digamos que no me pidieron permiso. Los franceses con los que me topé en Trafalgar eran así de mal educados, una lástima.
—Hace años ya le dije que no fuera sarcástico.
—Ya, supongo que la guerra ha sacado lo mejor de mí.
—¿Dónde está Mollet? —preguntó el hombre que, a sus cincuenta años, seguía manteniendo un físico imponente, si bien su pelo empezaba a estar cubierto de vetas plateadas.
—Ahora bajará. Nuestro falso marino y sus compañeros están descargando la mercancía que transportaba el barco.
Ambos se quedaron de pie, mirándose a los ojos sin decir nada más, pero pasados unos segundos Hawkslife habló:
—Me alegro de que esté bien, Fordyce. He echado de menos nuestras partidas de ajedrez.
—Y yo, señor. —Alex sabía que ese comentario era lo más parecido a un gesto de cariño que iba a recibir jamás de su maestro y mentor lord Griffin Hawkslife. El hombre parecía estar esculpido en hielo.
—¿Le ha contado ya Mollet los detalles?
—Sí, señor.
—Entonces ya sabrá que es de vital importancia atrapar a Mantis cuanto antes. No podemos permitirnos perder a más hombres, y tampoco podemos seguir demorando más nuestra entrada en Francia. Tal como están las cosas, ni su majestad ni el primer ministro quieren arriesgarse a caer en manos de Napoleón.
—Lo entiendo pero, tal como le he dicho a Mollet, ésta será mi última misión.
—¿Cómo dice?
—Estoy cansado, Griffin. —Por primera vez desde que lo conocía utilizó su nombre, y el otro enarcó una ceja al escucharlo. —Ya ni siquiera sé quién soy. Ya no sé por qué acepté renunciar a todo lo que me importaba.
—Sí lo sabe, Alex. —El profesor, viendo que aquella conversación era mucho más importante que los asuntos de Estado, decidió seguir el ejemplo del joven y llamado por su nombre. De hecho, siempre que pensaba en él lo hacía así. Alex y los otros agentes eran lo más parecido a una familia que tendría jamás. —La muerte de su hermano ha sido una tragedia, pero no permita que eso le quite valor a todo lo que ha hecho. Descubra quién es Mantis, atrápelo, vengue a William. Y si después quiere dejado, prometo hablar con el primer ministro.
El joven apretó los puños.
—Hawkslife, Fordyce. —Mollet los saludó y eso evitó que Alex pudiera responder a la propuesta de su mentor. —Si queremos llegar a Londres mañana, deberíamos irnos ya.
Los tres hombres, acostumbrados a trabajar juntos, se dieron media vuelta y entraron en el carruaje que los esperaba unos metros más atrás.
Durante el trayecto, Hawkslife, que había recuperado de nuevo las distancias con Alex, puso a éste al tanto de la información que tenían acerca de Mantis. Al parecer, el espía había conseguido desbaratar varias operaciones, y el muy engreído, siempre dejaba una tarjeta de visita con tres ojos pintados en ella. De ahí el nombre, le contó su antiguo profesor de biología, pues la mantis religiosa tenía tres ojos diminutos entre los dos que más destacaban en su triangular cabeza. Basándose en los pocos datos que habían ido recopilando, el primer ministro y Hawkslife habían llegado a la conclusión, seguramente acertada, de que se trataba de un hombre muy seguro de sí mismo y que, además de fortuna, ansiaba la gloria y ser reconocido por su astucia e inteligencia. Alguien así tarde o temprano comete errores, pues su necesidad de salir a la luz, de restregar por las narices de sus enemigos su inteligencia superior, acaba por volverlo descuidado. O en eso confiaban. Pero dado que no estaban dispuestos a esperar a que sucediera, Alex era su mejor arma secreta. No sólo era listo, sino que poseía la habilidad de mezclarse con la gente, de descubrir cualquier pequeño detalle y saber interpretado. El joven tenía una especie de sexto sentido para averiguar cuándo alguien le estaba mintiendo y sabía encontrar la verdad en los sitios más inesperados. Además, era rápido y, si era necesario, sabía ser letal.
—Queremos que se instale en su casa de Londres y empiece a llevar la vida despreocupada que se le supone —dijo Hawkslife. —Su familia también está allí. Al enterarse de la muerte de William, su padre y sus otros dos hermanos dejaron la finca de Wessex y se instalaron en la capital.
Alex respiró hondo, estaba convencido de que Eleanor, Robert y su padre seguían en Wessex y que no tendrían que presenciar nada de aquello.
—Creo que tienen intención de pasar en Londres una temporada —continuó Hawkslife, —lo que nos es muy favorable.
—¿En qué sentido? —preguntó Alex, intentando controlar su furia. Ya había perdido a William, así que no iba a permitir que nada de aquello en lo que él estaba metido se acercara ni de lejos a sus dos hermanos menores.
—Eleanor y las hijas del barón de Bosworth reciben un montón de invitaciones, pero desde que James Morland no está, no han acudido a ninguna fiesta.
—¿James no está? —¿Cuántas cosas se había perdido? —¿Le ha pasado algo?
—Eso ahora no es importante. Baste decir que el señor Morland está ocupado en otros menesteres —respondió Hawkslife, con brusquedad. —Lo que importa es que usted no pierda ni un minuto y que descubra cuanto antes quién es el traidor.
—Hay una cosa que no entiendo —dijo Alex, que empezaba a estar cansado de que le dieran órdenes. —Si tan convencidos están de que Mantis pertenece al círculo cercano a su majestad y que se trata de un noble de alto rango, ¿por qué no los interrogan a todos y terminan con el asunto de una vez?
—Porque eso nos dejaría en ridículo. Sería como decir que nuestros servicios secretos son inútiles y que nuestros enemigos nos han engañado como a niños. No, Fordyce, con los tiempos que corren es muy importante mantener la apariencia de normalidad. Tenemos que encontrar al traidor y eliminarlo sin que nadie sepa jamás que se paseó durante meses por delante de nuestras narices. ¿Lo entiende ahora?
—Sí, señor. —Él, mejor que nadie, sabía el poder que tenían las apariencias.
Horas más tarde, el carruaje se detuvo frente a la casa que la familia Fordyce poseía en Londres. Era una mansión imponente, de las más espectaculares de la ciudad, con una escalera de mármol italiano que precedía la entrada y unos ventanales hechos a mano por los vidrieros más reputados.
—Hemos llegado —anunció Mollet a pesar de no ser necesario. —Mañana por la noche lady Derring celebra un baile, espero verle allí.
Alex cogió su bolsa y descendió sin despedirse.
El mayordomo que abrió la puerta se quedó sin habla.
—¿Lord Alex? —preguntó Reeves tras parpadear. —¿Es usted?
—En carne y hueso, Reeves —respondió él con una sonrisa, adoptando ya su rol de joven despreocupado. —¿Me has echado de menos?
El hombre, que rondaba ya los sesenta años y que lo había visto crecer, asintió con los ojos llenos de lágrimas.
—Su padre y sus hermanos se alegrarán mucho de verlo. Gracias a Dios que ha vuelto.
—¿Están en casa? —preguntó él entrando ya en la mansión.
—Su padre ha salido con lord Robert, pero su hermana está en el salón...
Alex no escuchó el final de la frase sino que caminó hacia la citada habitación, pero cuando abrió la puerta no pudo dar ni un paso más. Allí, junto a la chimenea, estaba Irene, lady Morland.
Irene había ido a pasar la tarde con Eleanor. Isabella, su hermana pequeña, estaba enfrascada en la lectura de una novela gótica muy popular en esos días, pero ella necesitaba que le diera el aire. Hacía dos días que apenas podía respirar. La sensación de que algo muy grave iba a suceder le tenía el pecho atenazado y no podía desprenderse de ella. ¿Qué podía ser? Seguro que tenía que ver con James y su última desaparición, pero a decir verdad, ya se había acostumbrado a que el impresentable de su hermano no estuviera cuando más se le necesitaba. Desde la muerte de William, todo parecía ir mal. Pobre William. Lo echaba de menos, echaba de menos a su mejor amigo. Tras el desengaño que ambos sufrieron con Alex, William e Irene iniciaron una estrecha amistad. Al principio, únicamente solían hablar de Alex y de lo mucho que les había dolido su abandono. William era de los pocos a los que Irene le había contado que, como una tonta, se había enamorado de su hermano pequeño. Pero poco a poco su amistad fue creciendo y terminaron hablando de cualquier cosa. William le contaba sus preocupaciones como futuro conde y, cuando decidió ir a la guerra, Irene fue de las primeras a quienes se lo dijo. Charles y George, sus respectivos padres, deseaban que se casaran, y no se molestaban en ocultarlo, pero ellos dos sólo se querían como hermanos. Irene sabía perfectamente de quién estaba enamorado William y podía decirse que Cupido había sido tan cruel con él como con ella misma. Antes de que él partiera hacia
Francia, le entregó a Irene una carta y le hizo prometer que si no regresaba se la entregaría a esa mujer. William se negaba a morir sin decirle a Marianne, al menos una vez, que la amaba. Irene aún tenía la carta, Marianne Ferras todavía no había regresado de Francia. Hija de padre francés y madre inglesa, Marianne, británica de corazón, había ido a París para el funeral de su abuelo. Irene no quería correr el riesgo de que la carta se perdiera y no poder cumplir así con la voluntad de William, así que decidió quedársela hasta poder entregársela en mano. Y una pequeña parte de ella creía que tal vez su amigo, furioso por no ver cumplido su deseo, regresaría de entre los muertos. Sintió unos ojos recorriéndole la espalda y se volvió.
—Irene —dijo Alex desde la puerta, incapaz de moverse.
Ella se sujetó con fuerza en la chimenea para no caerse. Cinco años. Habían pasado cinco años desde la última vez que lo vio y el muy cretino aún conseguía hacerle latir desbocado el corazón. Estaba más delgado, pero al mismo tiempo se lo veía más fuerte, más musculoso. Se dio cuenta de que tanto él como ella se habían hecho mayores. Alex tenía ahora treinta años, y ella se acercaba a los veintiséis. Se preguntó qué pensaría al verla. Irene no era vanidosa, y sabía que era razonablemente atractiva, pero era imposible que pudiera competir con las reputadas bellezas del continente.
—Lord Wessex —lo saludó con frialdad. Tal vez no pudiera controlar la reacción de su corazón, pero sí podía controlar la de su cerebro.
Alex retrocedió ante tan frío recibimiento y, sin ser consciente de ello, se llevó la mano al bolsillo del pantalón y tocó la trenza de cintas de colores. La mujer que tenía delante no parecía la misma que solía recogerse el pelo con aquellas cintas. Irene había crecido. La silueta de niña había dado paso a la de mujer y, aunque no era voluptuosa, Alex no lograba recordar unas curvas tan sensuales como las que se perfilaban bajo su recatado vestido. Aquellos ojos verdes con los que tantas veces había soñado eran ahora fríos y distantes, y lo único que parecía igual era su melena color miel. Pero a diferencia de cinco años atrás, no la llevaba recogida con una simple cinta, sino que lucía un complicado moño en lo alto de la cabeza. Era su ángel. Su peor pesadilla.
—Irene —repitió él. —¿Cómo estás?
—Bien, gracias. Su hermana ha ido a por un libro, no tardará en bajar. —Se apretó las manos para que él no viera que temblaban.
—¿Eso es todo lo que vas a decirme? —No la dejó contestar. —¿Y desde cuándo me tratas de usted? Soy yo, Alex. —Dio un paso hacia ella y entonces se dio cuenta de que no lo había mirado a los ojos ni una vez. —Mírame. —Ella levantó la cabeza. —Soy Alex.
La llegada de Eleanor la salvó de contestar y le ofreció la oportunidad de recomponerse. Dos minutos. Alex había tardado dos minutos en llenarle los ojos de lágrimas. Y eso que ella se había jurado no volver a llorar por él.
—¡Alex! —Eleanor se abalanzó sobre él. —¿Cuándo has llegado?
—Hace cinco minutos —respondió su hermano, besándola en la mejilla. —Has crecido, Eli.
Ella le rodeó el cuello con los brazos.
—Y tú te has hecho viejo. —Lo soltó y lo miró de los pies a la cabeza. —Pasa, siéntate. ¿Tienes hambre? Se te ve más delgado.
Alex caminó y ambas mujeres se quedaron heladas al ver que cojeaba.
—No es nada —las tranquilizó al detectar su mirada. —Me caí de un caballo. —Había llegado el momento de empezar a mentir. —Y aún puedo bailar y...
—¿Y eso es lo único que te importa, Alex? —preguntó Irene furiosa. —¿Bailar?
Él no pudo contener la sonrisa que se le formó al oír que volvía a utilizar su nombre.
—No, no es lo único —respondió mirándola a los ojos y dejando claro que pensaba en actividades mucho más placenteras.
Ella comprendió perfectamente la insinuación de su mirada y se puso aún más furiosa.
—Me tengo que ir —dijo de repente. Sabía que tenía que salir de allí antes de decirle a Alex todo lo que pensaba. —Acabo de recordar que mi padre me pidió que lo acompañara a casa de lord Ross. Nos vemos mañana, Eleanor. Lord Wessex.
Alex entrecerró los ojos ante el trato formal, pero pensó que lo mejor sería dejar que se fuera.
—Lady Morland. —Si ella lo llamaba por su título él bien podía hacer lo mismo.
—¿Sí? —dijo ella desde la puerta.
—Hasta mañana.
Irene salió de allí echando chispas.
—No deberías haber hecho eso, Alex —lo reprendió su hermana.
—¿El qué? —fingió no entenderla.
—Provocar a Irene. No sé qué habría hecho sin ella durante todos estos meses.
—Ha empezado ella —replicó, como si fuera un niño de cinco años y no un espía de treinta.
Eleanor lo miró como diciendo que no pensaba entrar en ese tipo de discusión, y cambió de tema.
—¿Te duele la pierna?
—Un poco. —No quería agobiada con sus problemas. —¿Cómo estás? —Le sujetó la mano entre las suyas.
—Ahora que tú estás aquí, mucho mejor. Gracias por venir.
—Gracias a ti por escribirme. Siento haber tardado tanto.
—Ya, supongo que a la condesa prusiana con la que estabas no le gustó que te fueras.
Alex tardó unos segundos en entender de qué estaba hablando su hermana, pero por fin recordó que en Inglaterra todos creían que se había pasado los últimos años en Italia, viviendo con una rica condesa prusiana. Mientras él luchaba a la sombra en Trafalgar y casi perdía una pierna, su familia, gracias a la falsa información mandada por la Hermandad, creía que estaba retozando con una prusiana entre sábanas de seda. Perfecto. Sencillamente perfecto.
—Aún eres demasiado joven para entenderlo —se limitó a decir él, haciendo referencia a los temas de alcoba.
—Ya tengo veintidós años, pero no discutamos. Lo que importa es que has venido.
—¿Y papá y Robert? —preguntó. —¿Se alegrarán de verme?
Ella tardó unos segundos en contestar y, antes de hacerla, pensó muy bien la respuesta:
—No te engañaré, Alex. Cuando nos informaron de que William había muerto, papá dijo que era el segundo hijo que perdía. —Vio que su hermano apretaba la mandíbula, pero se obligó a continuar. —Cuando te fuiste, mandó quitar todos los cuadros en los que aparecías y nos prohibió mencionar tu nombre. Robert, por su parte, está furioso. Siempre dice que te odia, pero habla tanto de ti que creo que en realidad te echa mucho de menos.
—Yo no lo tengo tan claro.
—¿Vas a quedarte? —Eleanor, que había madurado mucho en el último año, pensó que no valía la pena andarse con rodeos. —Si no tienes intención de hacerlo, quizá deberías irte antes de que te vieran.
—Voy a quedarme —respondió él con sinceridad y mirándola a los ojos. Tal vez no pudiera decirle la verdad, pero se negaba a que creyera que era un cretino sin corazón. —Será mejor que descanse un rato antes de ver a papá.
Le apretó la mano y se levantó del sofá en el que se había sentado.
—Puedes ir a tu habitación. —Él la miró sorprendido, así que Eleanor le explicó: —Papá quería convertirla en una segunda biblioteca, pero le convencí para que no lo hiciera. Espero no haberme equivocado.
—Y yo —dijo él saliendo ya del salón.
Mentirle a Eleanor iba a ser más difícil de lo que había creído. Pensar que su hermana pudiera perder la fe en él era más de lo que podía soportar.