CAPÍTULO 31

Alex estaba de pie en mitad del salón sin terminar de creerse lo que acababa de suceder. Le había hecho el amor a Irene como si ésta fuera una cualquiera; allí, encima de la mesa, sin desnudarla siquiera, sin apenas acariciarla. Y al parecer, a ella le había gustado. Aunque lo más sorprendente no era eso. Lo más sorprendente era que su esposa le había dicho que no se creía toda la sarta de mentiras que él le había contado. Si era sincero consigo mismo, tenía que confesar que no sabía si alegrarse o preocuparse. El corazón le había dado un vuelco al ver que ella confiaba en él lo suficiente como para saber que era incapaz de irse a Francia sin más. Pero por otro lado, no podía evitar pensar que Irene estaría más segura apartada de su presencia.

Agotado, tanto mental como físicamente, Alex se sentó en una butaca y cerró los ojos. Por suerte, la mayoría de los lores no eran tan listos como su esposa, y todos, incluido el bueno de Richard, se habían tragado el anzuelo. Seguro que a esas horas todo Londres hablaba de la discusión que él y su padre habían tenido en White's, y eso sólo podía significar que el coronel y el duque pronto se enterarían también del incidente.

El duque de Rothesay mandó un par de cartas a Francia; una al cabecilla de su pequeña pero lucrativa organización, y otra a uno de sus propios hombres para preguntar si por casualidad los emisarios del emperador habían regresado a su hogar. El coronel siguió a Alex durante un par de días y pudo constatar que Fordyce había perdido el apoyo de su familia y que tanto su padre como su hermano lo despreciaban. Eso encajaba perfectamente con la historia que Alex les había contado el día en que había ido a ofrecerles la codiciada lista, y también justificaría que quisiera irse a vivir a otra parte. Lo único que no encajaba en aquella historia era su esposa. Alex Fordyce se cuidaba mucho de no ir con ella a ninguna parte. Por toda la ciudad circulaban rumores acerca de que siempre asistía sola a todos los actos sociales, y que él ni siquiera había ido a visitar a su familia política. La verdad era que Fordyce se pasaba los días visitando a un viejo profesor y a un amigo de la infancia, excepto por un par de ocasiones, en que lo vio acompañado de James Morland.

Pero el coronel, que en el ejército había aprendido que las apariencias a menudo son engañosas, decidió meter a un espía en casa del joven lord. Una de las doncellas de la mansión sufrió un pequeño accidente, en absoluto casual, por otra parte, y la solícita prima de la muchacha se ofreció voluntaria para ocupar el lugar de la lesionada mientras ésta se recuperaba. El ama de llaves de Fordyce aceptó el trato encantada, feliz de no tener que preocuparse por buscar una sustituta y evitar así también molestar a su nueva señora. La joven en cuestión era en realidad una de las chicas de madame Antonia y, a cambio de una generosa bolsa de monedas, le contó al coronel todo lo que descubrió sobre Alex Fordyce y su esposa.

Lucy, la cortesana convertida ahora en espía, le explicó que si bien el matrimonio se acostaba en camas separadas, siempre se despertaban en la misma. En la habitación de la señora, para ser más exactos. También le dijo que los miembros del servicio chismorreaban sobre los apasionados besos que lord Wessex daba a su esposa cuando creía que nadie los veía, y sobre las lágrimas que le habían visto derramar a ella cuando él no estaba.

Fordyce les había mentido. Al menos en lo que a su esposa se refería, y Casterlagh no conseguía entender por qué. No tenía sentido. A ellos no les importaría lo más mínimo si quisiera llevarse a su mujer con él a Francia. ¿Por qué había insistido tanto en que quería regresar solo a su antigua vida? El coronel no podía quitarse de la cabeza otra de las lecciones que había aprendido en el ejército; y era que las mentiras nunca viajan solas: Por extraño que pareciera, tenían la extraña costumbre de ir siempre acompañadas, y si Fordyce había mentido sobre su esposa, ¿sobre qué otras cosas les había ocultado la verdad?

—Deberíamos reunimos con Fordyce dentro de un par de días —dijo Rothesay. —Estamos en situación de ofrecerle el dinero que nos ha pedido, y he recibido una carta de Francia diciendo que si confirmamos la autenticidad de la lista, el jefe vendrá dentro de unas semanas.

—Creía que había jurado no regresar nunca a Inglaterra —dijo el coronel.

—Y así es, pero al parecer está dispuesto a hacer una excepción.

—Hay algo en todo esto que no me gusta —comentó el militar.

—No me dirás que insistes en lo de la esposa. Si Fordyce quiere acostarse con ella antes de irse a Francia, que lo haga. ¿Qué importancia tiene eso?

—No lo sé, pero tengo el presentimiento de que algo no encaja. Es cierto que William Fordyce era todo un incordio, con sus incesantes preguntas sobre nuestras inversiones y nuestros navíos, pero de eso a estar en posesión de los nombres de los miembros de un cuerpo secreto de espías de la Corona... Incluso David Faraday, que estaba al tanto de las operaciones militares inglesas, desconocía dicha información. —Se acercó al mueble bar y se sirvió una copa. —Fue una pena que tuviéramos que matarle. —Bebió antes de continuar: —Me había acostumbrado a robarle.

—Casterlagh —se burló el duque, —a veces me olvido de lo poco sofisticado que eres. Sí, fue una pena matar a Faraday, pero empezaba a sospechar algo, y, además, gracias a la información que obtuvimos de sus notas, ganamos muchísimo dinero.

—Por no mencionar que borramos a William Fordyce del mapa.

—Sí, eso sí que fue una grata sorpresa —se rió el duque. —Seguramente, ese Fordyce era más peligroso de lo que creíamos. Con esos principios que siempre defendía a capa y espada, seguro que él mismo formaba parte de esos misteriosos espías.

—Tal vez, pero sigo sin confiar en su hermano —insistió el coronel —Cuando conocimos a Alex Fordyce, cometimos el error de pensar que era un vividor como tu hijo. No te ofendas.

—No me ofendo; es cierto. Mi hijo es una lacra, por eso supongo que eres tú quien está ayudándome a hacerme rico y no él. Pero a uno siempre le viene bien tener a alguien dispuesto a continuar con el apellido familiar.

—Dios, juro que jamás entenderé a la nobleza. Sigamos con Fordyce. —Fue enumerando cada punto con un dedo: —No es un vividor, con la única mujer con la que se acuesta es con su propia esposa; se casó para evitar un escándalo, sobrevivió a una ingesta de veneno que, como mínimo, debería haberlo dejado catatónico; dice tener una lista con los nombres de los mejores espías del reino, y ha ido a visitar cuatro veces a su antiguo profesor.

—Casterlagh, eso de tener sólo un ojo hace que no veas las cosas claras. No me interpretes mal, no digo que le confesemos todos nuestros secretos, pero tampoco hay para tanto. En mi opinión, Fordyce es el típico hijo segundón que ha crecido a la sombra de un hermano mayor perfecto y que ahora que se supone que tiene que ocupar el lugar del primogénito no quiere hacerlo. Estoy convencido de que lo único que pretende es ganar el máximo dinero posible para irse a vivir a Francia rodeado de lujos. Si la lista es auténtica, le damos lo que pide y luego ya nos encargaremos de que los franceses nos compensen holgadamente por ello. Y si la lista es falsa, lo matamos y punto.

—Vaya, Rothesay, creía que el sanguinario era yo —bramó el militar.

Ambos se rieron y brindaron por el brillante futuro que los esperaba.

Hawkslife había convocado a todos sus hombres para una reunión esa misma tarde. Alex fue el primero en llegar. Se había pasado toda la mañana repasando unas notas de Faraday en busca de algo que pudiera habérseles escapado. Minutos más tarde llegó Henry Tinley, que les contó que él sí había descubierto algo más pero que esperaría a que estuvieran todos para ponerlos al corriente; además les dijo que su vida amorosa seguía tan desgraciada como siempre. Después llegó James, cuyo trabajo aquellos días había sido tan infructuoso como el de Alex, y minutos más tarde Robert.

—¿Qué hace él aquí? —preguntó Alex furioso. —Mi hermano no pinta nada en todo esto.

—Creo que eso tiene que decidirlo él, ¿no le parece señor Fordyce? —le espetó su profesor. —El joven Robert está al tanto de todas sus reticencias, y sabe que el que le haya pedido su colaboración no significa que entre a formar parte de la Hermandad. ¿No es así?

—Así es, Alex. Deja que os ayude. Por lo poco que me han contado James y el señor Hawkslife, toda ayuda que podáis recibir es poca.

—No —contestó Alex sin inmutarse.

—No me hagas recurrir al chantaje emocional, hermanito —dijo entonces Robert. —Me voy a quedar, tanto si te gusta como si no, así que lo mejor será que nos centremos en lo importante y dejemos los sermones fraternos para más tarde.

Alex vio que todos estaban pendientes de él y tuvo que contenerse para no dar un abrazo a su hermano. Por mucho que le preocupara que éste fuera a poner su vida en peligro, tenía que reconocer que se sentía muy orgulloso de él.

—Está bien.

—Adelante, caballeros. —El profesor los llevó hasta la sala de estar. —Me temo que no tengo muy buenas noticias. —Esperó a que todos estuvieran sentados antes de continuar: —Roger Mollet, uno de nuestros contactos en Francia, me ha comunicado que otro colaborador de la Hermandad ha sido asesinado. El señor Ardant nos proporcionaba información de vital importancia sobre las rutas de los navíos franceses, y en más de una ocasión nuestro ejército pudo evitar emboscadas gracias a los detalles que nos había facilitado respecto al operativo francés. Ardant ha sido hallado en su bañera, degollado y con una tarjeta de visita sobre la mesa de noche.

—Mantis —se adelantó Alex.

—Así es —confirmó Hawkslife. —Mollet también dice que tiene la certeza de que se está tramando algo en el ejército, pero carece de la información necesaria para confirmar el lugar y la fecha del supuesto ataque. Al parecer, oyó una conversación entre un par de militares de alto rango. Se trataba de dos hombres muy cercanos al emperador y decían que Napoleón, con la ayuda de su nuevo aliado, no tardaría en borrar del mapa a los perros guardianes de la Corona inglesa. Y que conseguiría tener a Inglaterra a sus pies.

—Eso confirma lo que yo he descubierto —intervino Henry. —En los últimos años, tanto Rothesay como Casterlagh han viajado a Francia en dos ocasiones. La última fue poco antes de la emboscada en la que murió William. —Miró a los otros hermanos Fordyce a los ojos. —Y en el barco de regreso, un marinero los oyó brindar por la fortuna que acababan de ganar a cambio de vender unos simples documentos militares. El marinero en cuestión también oyó que hablaban de que otro hombre era quien había conseguido entrar en contacto con el emperador francés. Mi contacto me ha dicho que, por desgracia, no mencionaron su nombre, pero sí hicieron un comentario algo extraño.

—¿En qué sentido? —preguntó James.

—Según mi fuente, que coincidió con el marinero en cuestión en una taberna francesa, el coronel le preguntó al duque si ese otro hombre siempre había tenido ese aspecto, y éste respondió que no lo sabía, que jamás lo había visto sin el pañuelo y el sombrero, que ni siquiera había llegado a verle las manos sin los guantes.

—Quizá sólo se estuviera ocultando —apuntó Robert.. —Quizá esté desfigurado —reflexionó Alex. —¿Desfigurado? ¿En qué sentido?

—Tal vez tenga unas grandes cicatrices y no le guste enseñarlas —siguió elucubrando Alex.

—Podría ser —asintió Hawkslife, y pensó que la única persona que él había conocido con cicatrices de ese tipo había muerto hacía muchos años, para salvarle la vida. —Pero sin más información nos será imposible encontrarle. Tenemos que dar con Mantis cuanto antes, no podemos seguir esperando a que esos dos traidores nos lleven hasta él. No podemos permitir que muera nadie más.

Podría mandarle una nota al duque diciéndole que necesito el dinero cuanto antes y que si no me lo entregan mañana por la noche venderé la lista a otro.

—Es demasiado arriesgado, Alex —opinó su hermano pequeño.

—No, si nosotros estamos también allí —dijo James. —No podemos perder más tiempo. Arrestemos a esos traidores y seguro que terminarán por confesar el nombre del hombre enmascarado.

—El único problema es que no podemos correr el riesgo de que avisen a Mantis de algún modo —intervino Hawkslife. —Tenemos que encerrarlos y asegurarnos de que Mantis sigue creyendo que están libres.

—Podrías citarlos en la casa que tengo a dos kilómetros de la ciudad —sugirió Henry. —Siempre la he utilizado como refugio, y tiene una celda que encaja perfectamente con lo que tenemos en mente. Está aislada, y nadie sabe que es mía. Podemos retenerlos allí hasta que se muestren más colaboradores.

—Buena idea, Tinley —lo felicitó su mentor.

—Mandaré hoy mismo una nota al duque pidiéndole que tanto él como el coronel se reúnan conmigo en la casa de Tinley mañana a las cuatro de la tarde. Les diré que si no traen el dinero no hay lista, y cuando los dos estén allí, los acusamos de traición y los encerramos.

—El señor Morland y el señor Tinley estarán ocultos en la casa para ayudarle cuando sea necesario, señor Fordyce.

—¿Y yo? —preguntó Robert.

—Usted estará conmigo en la retaguardia, preparado para entrar en acción —respondió Hawkslife con su tono de profesor intransigente.

Alex miró a su hermano a los ojos y en aquel preciso instante supo que Robert llegaría hasta el final y que algún día sería mucho mejor halcón que él. También fue consciente de que tratar de evitarlo no serviría de nada.

—Caballeros —concluyó Hawkslife, —será mejor que regresen a sus casas. Mañana les espera un día muy duro.

James, Robert, Henry y Alex se despidieron en la entrada y todos cabalgaron hacia sus hogares. James y Alex, ansiosos para estar con la mujer que amaban, y Henry y Robert para descansar en la soledad de sus habitaciones y soñar con las mujeres a las que algún día les gustaría amar.

Alex escribió la nota con urgencia y mandó a un lacayo a la mansión de Rothesay con instrucciones precisas de que se quedara allí a esperar la respuesta del duque. El sirviente cumplió con su cometido y una hora después de su partida llamó a la puerta del despacho de Alex. La misiva era escueta, dos líneas que expresaban la urgencia que debía de sentir la mano que las había escrito, pero en ellas decía que sí, que allí estarían. Alex respiró hondo, vació la copa que se había servido pero que permanecía intacta en su mano, y subió a su habitación.

Irene oyó que su marido abría la puerta de la habitación contigua y poco más tarde percibió el sonido inconfundible de la ropa al caer al suelo. Después del incidente, por llamarlo de algún modo, del escritorio, Alex y ella apenas hablaban. Él parecía dispuesto a cumplir lo que Irene le había pedido y, como no estaba listo para decirle la verdad, se mantenía en silencio. Si la veía en algún lugar de la casa, la miraba con tanta intensidad que en más de una ocasión ella había tenido miedo de derretirse allí mismo, y cuando la besaba como si la necesitara para seguir viviendo, se moría de ganas de cogerlo por la camisa y exigirle que le contara lo que estaba pasando. Había incluso hablado con su padre para preguntarle si sabía algo, pero éste se había limitado a decirle que le diera un poquito más de tiempo a su esposo y que todo iba a salir bien. Esa condescendencia la había puesto furiosa, pero al parecer tanto James como Isabella estaban dispuestos a darle el mismo consejo. Irene se pasaba el día tratando de no pensar en Alex y las noches, cuando podría dormir abrazada a él.

Irene siempre se acostaba sola, y, a decir verdad, no sabía en qué preciso momento su esposo entraba en su dormitorio, pero sabía que siempre se despertaba entre sus brazos, después de sucumbir a sus besos y caricias. Se movió incómoda en la cama y se obligó a no pensar en ella. Cerró los ojos y trató de dormir.

Alex llevaba más de tres horas en su dormitorio y todavía no había ido a verla, pensó Irene, abandonando por completo la intención de conciliar el sueño. «Deberías alegrarte —se dijo a sí misma, —tal vez así consigas olvidarle y seguir adelante con tu vida.» Cerró los ojos otra vez y escuchó atentamente, seguro que él ya se habría quedado dormido y ella era la mayor boba del reino por estar allí esperándolo él.

No oía nada. A oscuras, tumbada en la cama, Irene trató de aguzar el oído y pronto oyó cómo las sábanas se movían. Y volvían a moverse. Un suspiro. Un profundo suspiro. Algo debía de preocuparle; tal vez había vuelto a discutir con su padre, o con su hermano. Quizá había tomado la decisión de volver a Francia y no sabía cómo decírselo.

Irene se sentó en la cama y dejó las piernas colgando por el lateral. Había tantas posibilidades, podía pasarse horas tratando de imaginarlas y seguramente nunca daría con la respuesta acertada. Se levantó y se acercó al tocador. Vio su reflejo en el espejo y dejó de engañarse a sí misma; sin Alex a su lado no conseguiría dormir. Y; al parecer, él no tenía intenciones de ir a visitarla esa noche. Pero bueno, la puerta que comunicaba las dos habitaciones se abría hacia ambos lados, y Alex le había insinuado en más de una ocasión que podía utilizarla cuando quisiera.

Entró sin llamar y, aunque no podía verlo, supo que su marido se ponía tenso. Caminó hacia él, pero a escasos centímetros de la cama sintió miedo al rechazo y al ridículo, y no pudo dar un paso más. Las respiraciones de los dos eran lo único que podía oírse, y el aire estaba lleno de preguntas que ninguno se atrevía a formular. Despacio, Alex se dio media vuelta y, tumbado de costado, se apoyó en el codo para incorporarse un poco. La luz de la luna que se colaba entre las cortinas no bastaba para iluminar la habitación, pero sí para que él pudiera verle los ojos y el brillo que desprendían. Estuvieron así, con la mirada prisionera en la del otro, durante segundos.

Alex creía que el corazón iba a salírsele del pecho de la emoción que sentía. Irene había ido a su habitación. A pesar de que cada noche hacían el amor y ella respondía con pasión a sus caricias, estaba convencido de que jamás daría el primer paso, y esa noche había decidido que quería pensar en todo lo que estaba sucediendo. No obstante desde que se había metido en la cama, se veía incapaz de conciliar el sueño sin su esposa al lado, pero necesitaba meditar en lo que podía pasar al día siguiente.

Si todo salía bien, pronto podría contarle a Irene la verdad y si ella le perdonaba, podrían empezar a llevar la vida que él tanto había anhelado. Si algo salía mal, él quizá tuviese que regresar a Francia para tratar de completar la misión con éxito y entonces Irene quizá lo abandonara para siempre. Y si sucedía lo peor, si terminaba perdiendo la vida, bueno, entonces quizá ella pudiese ser feliz con otro.

Su esposa estaba allí de pie, mirándolo, sin moverse y sin ocultar que estaba nerviosa, pero sintiéndose orgullosa de haber conseguido llegar hasta allí. Alex quería decirle tantas cosas, confesarle tantos sentimientos que, igual que un buen vino, habían ido ganando cuerpo y consistencia en su corazón a lo largo de los años. Iba a hacerlo, sentía cada letra, cada sílaba, ansiosa por escapar de sus labios. Sólo un día, tenía que esperar sólo un día más. Apartó las sábanas y se movió un poco para hacerle sitio. Sin decir nada, ni una palabra, Irene se tumbó a su lado y se acurrucó contra él. Alex le rodeó la cintura con un brazo e inclinó la cabeza para besarle en el pelo. Minutos más tarde, ambos se quedaron dormidos.