CAPÍTULO 11

Alex puso un pie delante del otro y se obligó a regresar a su casa y alejarse de Irene. Era irónico. Ella estaba convencida de que se había pasado la noche retozando con una mujer, cuando, en realidad, no había podido soportar que otra lo tocara. En el pasado, deseó mil veces que Irene se enamorase de otro, deseó que conociera a otro hombre y fuera feliz con él, aunque eso le destrozara el alma. Lo mejor que podía hacer era dejarla en paz. Pero cuando la veía, se olvidaba de todos esos deseos tan nobles y la quería sólo para él. Entró en su habitación y se quitó la camisa manchada de carmín. Se aseó y se puso ropa limpia antes de bajar a desayunar. De nada serviría que tratara de dormir, así que decidió que pasaría la mañana con su padre y luego iría a ver a Hawkslife para comentar los pasos que iban a dar tras los nuevos descubrimientos.

Robert estaba desayunando, y por la cantidad de comida que tenía delante se diría que iba a cazar osos, como mínimo. Cierto que el joven aún estaba en plena efervescencia juvenil, pero Alex temió que semejante banquete fuera a sentarle mal.

—¿Vas a comerte todo esto tú solo? —le preguntó, levantando las cejas.

—Sí, ayer no cené y hoy me espera un día muy largo —respondió su hermano dando un bocado.

—¿Ah, sí? —Alex se sentó y cogió un bollo antes de que se acabaran.

—Sí, antes de que William se fuera, me pidió que lo ayudara con ciertos asuntos.

—¿Qué asuntos?

—Nada que pueda interesarte. —Robert bebió un poco de café. —Me han dicho que te has hecho muy amigo de Vessey y Sheridan. ¿Por qué será que no me extraña?

—No deberías creer todo lo que te dicen, Rob. —Alex también bebió. —Esos «asuntos» en los que William te pidió que lo ayudaras, ¿tienen algo que ver con barcos y envíos de dinero a España y Francia? —Después de leer el cuaderno de su hermano, Alex había llegado a la conclusión de que William había estado llevando a cabo una especie de investigación.

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque si es así, me gustaría ayudarte. —Vio que Robert lo miraba con los ojos entrecerrados. —¿Te acuerdas de cuando eras pequeño y te gustaba tanto subirte a los árboles?

—Sí. —El recuerdo hizo sonreír al pequeño de los Fordyce. —Y cuando me quedaba atrapado arriba era incapaz de saltar.

—Pero lo hacías.

—Sólo porque abajo estabas tú para cogerme —contestó Robert, y en seguida se arrepintió de haberlo hecho.

—Entonces confiabas en mí. —Alex buscó su mirada. —Vuelve a hacerlo.

Su hermano no dijo nada y se terminó la taza de café. Luego se levantó y se apartó de la mesa, pero al llegar a la puerta dijo:

—Voy a mi habitación a buscar unas notas. Te espero en el vestíbulo.

Sólo los años de entrenamiento impidieron que Alex empezara a saltar como un idiota. Aprovechó esos minutos para buscar a su padre y decirle que pasaría la mañana con Robert, y el hombre no pudo ocultar la sorpresa que le causó dicha noticia. Ni tampoco la satisfacción que lo invadió.

Alex fue a su habitación para coger una pequeña daga que siempre llevaba en sus misiones y cuando llegó al vestíbulo Robert ya estaba allí.

Los hermanos Fordyce fueron al puerto en el carruaje de la familia y, durante el trayecto, Robert le contó a Alex que, meses antes de partir hacia Francia con el ejército, William había estado vigilando un navío en concreto; el Noche de tormenta. Según William, en ese barco pasaba algo extraño, pues su tripulación iba siempre armada hasta los dientes y las autoridades portuarias habían sido incapaces de decirle qué transportaban o quién subía a bordo. William se había enterado de todo aquello casi por casualidad, le explicó Robert a Alex. Todo empezó una noche en la que, en una fiesta, William se interpuso entre Sheridan y una dama encinta a la que no le hacían gracia los avances del hijo del duque. William, que era valiente pero no idiota, aclaró el joven; se limitó a convencer a Sheridan de que forzar a una chica embarazada no era lo que más le convenía y éste, resignado y borracho, permitió que lo acompañara de regreso a su casa. Al llegar a la mansión, y tras depositar a Sheridan en un sofá, William oyó una conversación entre el duque y otro hombre. En dicha conversación, ambos hacían referencia a la fortuna que iban a ganar gracias a su «amigo francés» y mencionaban el nombre de Noche de tormenta. Tal vez William se habría olvidado de todo, de no ser porque, entre risas, los dos hombres se burlaron de David Faraday, el diplomático inglés y mejor amigo de William.

Alex, que escuchaba atento el relato de Robert, tuvo que cerrar los puños para no golpear algo. William se había metido en la boca del lobo. Se suponía que, al ser el mayor, iba a cuidar de su familia y que el papel de loco temerario se lo quedaba él, que para eso era prescindible.

—En realidad —prosiguió Robert, —William terminó por olvidarse de la conversación, pero un mes más tarde, cuando David Faraday apareció muerto en su casa, la recordó. Tardó semanas en averiguar qué era exactamente Noche de tormenta y tras descubrir que se trataba de un barco empezó a vigilarlo cada vez que éste atracaba en Londres.

—¿Y cuándo te contó todo esto? —preguntó Alex, deseando haber estado allí en aquel entonces.

—Un día, después de semanas pensando que William estaba metido en un lío, lo seguí hasta aquí. —Señaló los muelles a los que acababan de llegar. —Vi que hablaba con un par de marinos y que luego tomaba nota de la conversación. Toma, son estos papeles. —Le entregó unas hojas. —Al llegar a casa, lo acorralé y él terminó por contármelo. Al parecer, estaba decidido a averiguar quién había matado a David, pero como tenía que irse a Francia —lo miró a los ojos y Alex se movió incómodo, —me pidió que siguiera yo con la vigilancia del barco.

—¿Y seguiste haciéndolo incluso después de enterarte de la muerte de William?

—Por supuesto —respondió su hermano, ofendido. —Y tengo toda la intención de continuar con ello. William quería saber quién había asesinado a su mejor amigo, nunca se creyó la teoría de la policía.

—¿Qué teoría? —preguntó Alex con curiosidad.

—Al parecer, en casa de David faltaban varias cosas, papeles y no sé qué más, y dedujeron que habían entrado a robar y que los ladrones, al verse sorprendidos, lo mataron.

¿Papeles? ¿Qué clase de ladrón roba papeles teniendo joyas a su alcance? David pertenecía a una de las familias más acaudaladas de la ciudad. Si a Alex no le fallaba la memoria, David Faraday, además de diplomático, era un gran estratega, y seguro que el primer ministro le había consultado varios temas en relación con la guerra con Francia. Sus papeles seguro que no eran unos papeles cualquiera.

—¿Sabes si tenían alguna prueba?

—No, pero William estaba obsesionado con una tarjeta que encontró en el escritorio de David unos días más tarde, cuando fue a visitar a su familia.

A Alex se le erizó el vello.

—¿Qué clase de tarjeta?

—Yo no llegué a verla, pero creo que en las notas que te he dado está dibujada.

Alex pasó las hojas a toda velocidad, perfectamente consciente de lo que estaba buscando.

—¿Es ésta? —Dio la vuelta al papel para que su hermano menor pudiera ver el dibujo.

—Sí. ¿Qué crees que querrán decir estos tres ojos?

—No lo sé, pero voy a averiguarlo. —Alex guardó las notas en el bolsillo interior de su abrigo y miró a Robert. —Gracias por contarme todo esto, Robert.

—Alex, ¿qué estabas haciendo en Francia? —se atrevió a preguntar el joven, después de unos segundos de silencio. —Nunca se lo conté a William, pero una noche le oí hablar con Marianne Ferras y le decía que no se creía nada de lo que les habías contado.

Alex apretó la mandíbula.

—¿Acaso importa ahora? La verdad es que estaba en Francia y no aquí.

—De acuerdo. Hace días, me dijiste que ya me disculparía cuando de verdad quisiera hacerlo. Pues bien, yo te digo lo mismo; ya me contarás la verdad cuando quieras.

Vaya, Robert no sólo tenía un gran gancho de derecha sino que también tenía carácter, pensó Alex orgulloso.

—Vamos, será mejor que entremos en la taberna para hablar con esos tipos. Creo que lograré convencerlos de que nos cuenten algo. —Y tras esa frase, Alex abrió la puerta del carruaje.

—Nuestro joven detective hoy viene acompañado —farfulló el fornido matón entre dientes. —¿Crees que al jefe le importará que haya testigos?

—No creo que le guste demasiado —respondió su compinche.

—Vaya, pues entonces también tendremos que matarle —dijo el primero, sonriendo y lleno de satisfacción.

Robert estaba tratando de dar con alguien lo suficientemente sobrio como para que pudiera responder a unas preguntas, cuando Alex tuvo la sensación de que los estaban observando. Miró a su alrededor y en un primer momento no vio nada raro, pero en una segunda inspección descubrió a dos individuos que fingían estar borrachos. Uno de ellos, consciente de que habían sido descubiertos, desenfundó una pistola y Alex, sin pensarlo, se colocó frente a Robert. Todo sucedió muy rápido; los gritos, el olor a pólvora, la sensación de que el brazo le iba a estallar de dolor. Pero Alex reaccionó del único modo que sabía, y salió corriendo tras los sospechosos.

Tardó menos de dos minutos en atrapar al primero y dejarlo inconsciente de un puñetazo justo en la puerta de la taberna donde estaban, pero el segundo consiguió huir. Alex lo persiguió a través del muelle, pero como no quería dejar solo a Robert, regresó sobre sus pasos. Daba igual. Mientras tuviera a uno al que poder interrogar, el otro podía irse al mismísimo infierno. Aquellos desgraciados habían tratado de matar a su hermano.

—¡Alex! —exclamó Robert corriendo a su lado tan pronto como lo vio llegar. —¿Estás bien? —Miró preocupado la herida del brazo, que no dejaba de sangrar.

—No es nada. ¿Dónde está ese cretino? —preguntó, buscando con la mirada al hombre en cuestión.

—Allí, donde tú lo has dejado.

Alex caminó hacia él y lo levantó, cogiéndolo por las solapas del pringoso tabardo que llevaba.

—¡Despierta! —Lo zarandeó sin ninguna delicadeza y, dado que el hombre no reaccionó, optó por cambiar de táctica y lo arrastró hacia afuera, donde había un barril llenó de agua. —¡Despierta! —exigió de nuevo tras sumergirle la cabeza unos segundos.

Eso sí consiguió el efecto deseado y el otro, tras un ataque de tos, abrió los ojos.

—Veamos —dijo Alex, apoyándolo contra una pared. —¿Cómo te llamas?

—Smitty —respondió, escupiendo agua.

—Muy bien, Smitty, ¿quién te ha enviado? —Lo retuvo con una mano mientras con la otra desenvainaba su daga. —Y te advierto que si me mientes empezará a temblarme el pulso. —Apoyó la hoja contra la yugular del tal Smitty.

—El capitán del Noche de tormenta.

Al parecer, ese capitán no había sabido ganarse la lealtad de sus hombres.

—¿Por qué? —Alex apretó la punta hasta hacerla sangrar un poco. Era una herida superficial, pero en esa zona cualquier laceración sangraba profusamente.

—No lo sé.

—Es una lástima, Smitty, porque si ya no puedes serme útil...

—Se lo juro, no lo sé. Sólo sé que no quería que el chaval siguiera haciendo preguntas.

—Mira, Smitty, pareces ser un hombre listo —continuó Alex con su voz más letal, —así que te propongo un trato; tú me dejas entrar en el Noche de tormenta cuando se produzca la nueva reunión y yo te dejo vivir. ¿Qué te parece?

Y otro no lo pensó ni un segundo.

—La reunión es mañana. Venga aquí a las ocho. Alex apartó la daga un poco.

—Si me mientes, o me tiendes una trampa, no te mataré. Primero mataré a tu familia, uno a uno, luego te destrozaré la vida, y cuando ya no puedas resistirlo más, me suplicarás que te mate. —Vio que el hombre tragaba saliva y añadió: —¿Lo has entendido?

Smitty asintió y Alex lo soltó.

—Nos vemos mañana.

El marinero salió corriendo y Alex se dio la vuelta. Lo de Smitty había sido pan comido, pero enfrentarse a Robert, que lo estaba mirando como si le hubieran crecido dos cabezas, sí que iba a ser todo un desafío.

Robert se acercó a él a grandes pasos; tenía la respiración acelerada y era obvio que estaba tratando de entender lo que acababa de presenciar. Alex iba a hablar, pero su hermano levantó una mano y lo detuvo.

—Sólo tengo tres preguntas: una, ¿por qué diablos te has puesto delante de mí? Podrían haberte matado, y ¿qué hago yo luego sin ti y sin William? Dios, ¿qué diablos estuviste haciendo en Francia? Y no te atrevas a decirme que ibas de fiesta en fiesta, y tres, ¿desde cuándo sabes boxear así? ¿Por qué no me has enseñado?

—Eso son cinco preguntas, Robert. Deberías aprender a contar.

Su hermano sonrió y le recordó al niño de diez años que se subía a los árboles y luego no sabía bajar.

—Vamos, apóyate en mí, entre el brazo y la pierna estás hecho una calamidad.

Para variar, Alex le hizo caso y dejó que Robert lo ayudara a subir al carruaje. La verdad era que la herida del brazo le dolía muchísimo. La bala había entrado y salido, pero la herida sangraba bastante y se empezaba a marear. Su hermano $e pasó todo el camino de regreso insultándolo por haberse puesto delante de él, y Alex se lo permitió, con la esperanza de que se le olvidaran todas aquellas preguntas que acababa de formularle.

Llegaron a su casa y justo al bajar del carruaje, vieron que Eleanor, Irene e Isabella acababan de llegar también a la mansión. Tanto Alex como Robert rezaron para que no los vieran, pero su hermana fue a saludarlos y no tuvieron escapatoria. Alex no sabía si era la pérdida de sangre, la falta de sueño o el cansancio emocional de todos aquellos días, pero tuvo un leve desvanecimiento y, de no ser por su hermano, se habría caído de bruces al suelo.

—¡Alex! —exclamaron Irene y Eleanor al unísono.

Él trató de incorporarse, pero cuando sin querer Robert lo sujetó por el brazo, el dolor se lo impidió. La sangre, que hasta entonces había ocultado el fieltro negro de su chaqueta, se hizo visible en la camisa blanca.

—¡Dios mío!, estás sangrando —exclamó Irene, y corrió a su lado sin preocuparle lo que nadie pudiera pensar. —¿Qué ha pasado?

—Nada —empezó a decir él, pero su hermano lo interrumpió.

—Le han disparado. El muy imbécil se ha puesto delante de mí.

—¡Robert! ¿Has vuelto a ir al puerto? —preguntó airada Eleanor.

—¿Ella también lo sabe? —Alex no daba crédito. Sus hermanos estaban todos locos. Quizá lo mejor sería que se desmayara.

—No, no sé nada —respondió Eleanor ofendida. —Lo único que sé es que William iba allí, y que murió, y no quiero que tú ni Robert vayáis. ¿Está claro?

—¿Os importaría discutirlo luego? —preguntó Isabella, que, al parecer, era la única capaz de mantener la calma. —Vuestro hermano se está desangrando.

—Claro, perdón —dijeron los dos a la vez.

—Llevémosle al salón —propuso Robert. —Llamaré a un médico.

—No. —Alex lo detuvo. Cuanta menos gente supiera lo sucedido, mucho mejor. Además, él tenía práctica en curarse heridas de bala. —No me gustan los médicos.

Su hermano iba a discutírselo, pero le bastó con mirarlo a los ojos para saber que sería una pérdida de tiempo.

—Al menos deja que te limpien la herida, podría infectarse.

Robert lo ayudó a sentarse en un sofá y luego fue a pedirle a Reeves que trajera agua caliente y unas toallas. El mayordomo tardó unos minutos, y cuando apareció, en la bandeja llevaba los utensilios solicitados y un generoso vaso de whisky.

—Gracias, Reeves, tú sí que me entiendes.

El hombre asintió con la cabeza y abandonó de nuevo el salón.

Irene, que extrañamente se había mantenido en silencio hasta entonces, volvió a hablar:

—¿Os importaría dejarnos solos, por favor?

Robert, Eleanor, Isabella y el propio Alex la miraron sorprendidos.

—¿Os importaría dejamos solos, por favor? —repitió, mirando a Alex. —Yo le limpiaré la herida. Eleanor, tú te mareas con la sangre, e Isabella tardaría menos de dos segundos en desmayarse. Y tú, Robert, tampoco correrías mejor suerte.

El joven iba a replicar, cuando su hermano mayor dijo:

—Esperad fuera, por favor.

Las dos amigas y Robert salieron de allí mirándose los unos a los otros con cara de asombro, pero también con una sonrisa de complicidad. Irene esperó a que el último cerrara la puerta y se acercó despacio hasta donde Alex estaba sentado. Cuando estuvo a escasos centímetros de él, se agachó ligeramente para que sus cabezas quedaran a la misma altura y poder mirarlo a los ojos. Se quedó así unos segundos y entonces le dijo furiosa:

—Nunca jamás vuelvas a hacer algo así.

Y lo besó.