CAPÍTULO 19
Alex estaba nervioso y le dolía muchísimo la pierna. Después de despedirse de Vessey en Jackson's, decidió ir a un gimnasio que había en cierta zona muy poco recomendable de Londres y boxear un rato. Si le dolían todos los músculos del cuerpo, tal vez conseguiría pasar una noche sin pensar en la absurda muerte de su hermano mayor, sin soñar con Irene y en aquellos besos cariñosos que nunca se habían dado, una noche sin sentir que le había fallado a todo el mundo y sin tener el convencimiento de que volvería a hacerlo. Se anudó el pañuelo y pensó que, tanto si aquella misión tenía éxito como si no, él decepcionaría a su familia.
Si Hawkslife tenía razón y Mantis estaba en Francia, Alex tendría que volver a irse, y tal vez nunca regresara de allí. Y si no lograban averiguar la identidad de Mantis, si no conseguía vengar la muerte de William, Alex temía perder la poca cordura que le quedaba. Así que, fuera cual fuese el resultado final, Irene se merecía a alguien mucho mejor como esposo, aunque ese hombre nunca la amara tanto como él.
—¿Lord Fordyce? —lo llamó Reeves desde la puerta. —Su padre quiere verle —anunció, iniciando ya su retirada. Pero algo debió de ver en la cara de su joven señor que le hizo detenerse. —¿Se encuentra bien?
Alex respiró hondo y se dio la vuelta para mirar al mayordomo de frente y no a través del reflejo del espejo.
—Perfectamente.
—A usted nunca se le ha dado bien mentir.
Alex tuvo que morderse los labios para no reír. Si algo se le daba bien precisamente era mentir.
—Y ahórrese la respuesta sarcástica, señorito Alex —lo reprendió el hombre llamándolo igual que cuando era pequeño, —tal vez haya convencido a todos de que es un crápula, pero yo sigo creyendo que hay algo más. —Ante su mirada atónita, continuó: —Su hermano nunca se creyó toda esa historia, y, si me permite el atrevimiento, a William se le daba muy bien saber cuándo alguien estaba mintiendo. —Enarcó una ceja. —Así que, vuelvo a preguntárselo, ¿se encuentra bien?
—No. —Esta vez optó por ser sincero. —Estoy cansado, me duele la pierna y apenas he dormido dos horas. ¿Satisfecho con la respuesta?
—Mucho, señor. —El mayordomo entró en la habitación. —Siéntese. Con la edad he aprendido que mis huesos ya no son lo que eran, y le confieso que sé un par de trucos. —Tomó asiento junto al joven y le masajeó el muslo herido. Pasados unos minutos, en los que Alex no pudo evitar cerrar los ojos, el mayordomo dijo: —Si no fuera porque sé que es imposible, diría que esta herida la causó una bayoneta, o bien un cuchillo muy grande. El músculo parece estar rasgado. —Sin decir nada más, se levantó. —Haré que uno de los lacayos le traiga un poco del ungüento que yo utilizo, seguro que le aliviará. Su padre lo está esperando en el salón. Me encargaré de que les sirvan un poco de café.
Alex levantó un poco la comisura del labio riéndose de sí mismo y sacudió la cabeza.
—Gracias, Reeves. —Y cuando se aseguró de que el hombre lo miraba a los ojos, añadió: —Por todo.
Con mejor ánimo que media hora antes, terminó de ponerse la chaqueta y bajó la escalera para reunirse con su padre, al que no había visto desde que se peleó a puñetazos con su hermano pequeño. Seguro que el conde quería recordarle, y con razón, que aquél no era modo de comportarse y que, para variar, estaba decepcionado de su comportamiento. Antes de llamar a la puerta, Alex decidió que lo mejor que podía hacer era soportar el sermón con estoicismo y así, si tenía suerte, podría irse cuanto antes a visitar a Irene, tal como le había prometido el día anterior. Tenía muchísimas ganas de verla.
—Adelante —dijo Charles desde dentro al oír que llamaban a la puerta.
Alex abrió y entró, agradeciendo el aroma a café recién hecho que provenía de una cafetera que descansaba junto a una taza, encima de la mesa en la que su padre solía amontonar la correspondencia.
—Reeves me ha insinuado que te haría falta —dijo su padre señalando el café. —Y al parecer tiene razón. Sírvete tú mismo.
—¿Tú no quieres? —preguntó él.
—No, gracias. —Esperó a que hubiera dado un par de sorbos antes de añadir. —¿Te importaría contarme qué diablos está sucediendo?
Oír a su padre hablar de ese modo lo sobresaltó. Lord Wessex solía ser un hombre muy calmado, y en rarísimas ocasiones utilizaba palabras malsonantes.
—Desde que has regresado no sé qué hacer contigo. —Se frotó el puente de la nariz, un gesto que al parecer era característico de la familia. —Hay días que pienso que eres de nuevo aquel niño de diez años del que estaba tan orgulloso, y de repente —chasqueó los dedos, —te comportas de nuevo como un canalla. Y lo de Irene...
—Lo de Irene no tiene perdón, pero te prometo que, aunque sea lo último que haga, lo arreglaré —aseguró solemne.
—¿Lo último que hagas? Alex, ¿de qué demonios estás hablando? —Se levantó y se acercó a su hijo. —¿Qué has hecho durante todos estos años? ¿Por qué cojeas? ¿Por qué ya no te brillan los ojos como cuando eras pequeño?
A Alex se le quebró la voz. Era la primera vez que su padre se cuestionaba su comportamiento, la primera vez que parecía mirarlo con algo parecido al respeto.
—Yo..., papá. —Tragó saliva.
—Mira. —Volvió a levantarse y empezó a pasear. —Sé que tú y yo no siempre nos hemos llevado bien. —Tomó aire. —Después de la muerte de tu madre, empezaste a hacer cosas raras, y yo pensé que eras un egoísta y que lo único que querías era pasarlo bien. —Vio que su hijo apretaba la mandíbula y añadió: —Pero ahora no lo tengo tan claro. Ya he perdido a un hijo, Alex, no quiero perder a otro. Dime la verdad.
—No puedo.
Ante esa escueta respuesta, el hombre dejó de pasear y lo miró.
—¿No puedes? ¿Por qué?
—Porque no puedo. Papá, tienes que confiar en mí.
—¿Confiar en ti? Después de todo lo que ha sucedido, Alex...
No le dejó terminar la frase.
—Sé que te estoy pidiendo mucho, y seguramente no me lo merezco, pero por favor, confía en mí. Dentro de unos días todo habrá terminado y yo...
—¿Volverás a irte a Francia? ¿A vivir la vida?
Alex cerró los ojos. Al parecer ciertas cosas no cambiaban, y su padre, aunque empezaba a creer que había algo más, seguía considerándolo un vividor.
—No lo sé —dijo la verdad. —Pero te prometo que si ése fuera el caso, antes de irme te lo contaría todo.
Su padre lo miró a los ojos durante un largo instante, y cuando el joven ya creía que no iba a obtener respuesta, volvió a hablar:
—Está bien, Alex, confiaré en ti. No hagas que me arrepienta. —Se encaminó de nuevo a su escritorio. —¿Qué vas a hacer con Irene? Esa chica no se merece ver su reputación arrastrada por el barro, así que más te vale hacer lo correcto.
—Lo haré, papá. —Se llevó una mano al bolsillo de la chaqueta. —Tengo una licencia especial para casamos, pero le prometí a Irene que no la obligaría a contraer matrimonio si no era lo que ella quería. Le aseguré que, antes de anunciar nada, trataría al menos de recuperar su amistad.
—Me parece bien. La hija de George es una de las mujeres más dulces e inteligentes que he conocido. A tu madre le gustaba muchísimo, así que procura cumplir tu palabra.
—Le dije que iría a verla esta misma mañana, así que si no quieres decirme nada más será mejor que me vaya. —Se levantó y dejó la taza ya vacía junto a la cafetera. —¿Estarás aquí cuando regrese?
—Probablemente, ¿por qué? —preguntó el hombre, inspeccionando de nuevo unos documentos que tenía delante.
—Porque me encantaría contarte cómo me han ido las cosas con Irene. —Tal vez no pudiera contarle nada relacionado con la misión, pero Alex se moría de ganas de compartir alguna parte de su vida con su padre.
—Estaré aquí —respondió él, y de no haber sido porque Alex vio que le temblaba la pluma que sujetaba en la mano, habría creído que no le importaba nada volver a verlo
Llegó a la mansión de los Morland y, al cruzar el umbral, lo primero que oyó fueron las risas procedentes del salón. El mayordomo le pidió la chaqueta y el sombrero, que él entregó al punto, y se apresuró hacia esa sala. Hacía años que no oía reír a nadie. Su vida en Francia no era lo que podía llamarse risueña, y desde que había regresado, ese sonido no había alcanzado sus oídos. Levantó la mano y dio unos golpes en la puerta para pedir permiso para entrar.
—Adelante —respondió una voz de hombre.
Alex abrió sin dilación y comprobó que el dueño de la voz no era otro que James Morland, su compañero de aventuras de pequeño y ahora compañero de profesión. Era innegable que James había cambiado —con los años, pero su sonrisa seguía siendo igual de burlona que cuando eran niños. Estaba de pie frente a la chimenea y delante de él había una atractiva mujer que le sonreía acogedora.
—¡Alex! —exclamó al verlo entrar. —Pasa. Cuánto tiempo sin verte. —Le tendió la mano con sincera alegría.
—Y que lo digas, James. Me alegro mucho de verte —respondió él también sincero. —Lady Morland —saludó a Irene, que estaba sentada en un sofá, y luego miró a la dama desconocida.
—Disculpa —dijo James, antes de darse media vuelta para dar un beso a la pelirroja. —Te presento a Tilda Morland, mi esposa —añadió con orgullo.
—Es todo un honor, señora. —Alex le hizo la reverencia de rigor.
—Tilda —lo interrumpió ella. —Todo eso de señora no termina de gustarme.
—¿Cómo que no te gusta? —le preguntó James en broma. —Si supieras la cantidad de mujeres que trataron de cazarme, no opinarías lo mismo.
—Lo sé, cielo. —Le dio un beso y añadió mirando su cuñada. —Irene, ¿me acompañas un momento a la habitación? Me gustaría coger la lista de los libros que quiero encargar en la librería, y así James y lord Fordyce pueden charlar un poco a solas.
—De acuerdo. —Irene se levantó y ambos caballeros las despidieron.
—No sé si debería darte un puñetazo —dijo James cuando se quedaron a solas.
—¿Disculpa? —Alex retrocedió un poco.
—Un puñetazo. —James lo miró a los ojos. —Irene me ha contado lo que sucedió en la fiesta.
Él le sostuvo la mirada.
—Supongo que me lo tendría bien merecido.
—Supones bien.
—¿Vas a pegarme?
—No, creo que no. —James se acercó al mueble donde guardaban el whisky. —¿Quieres una copa?
—No, gracias.
—Yo tampoco. —El anfitrión abrió un pequeño cajón que había justo detrás de las bebidas. —Toma. —Le lanzó a Alex una pequeña libreta.
Éste la atrapó al vuelo.
—¿Qué es?
—Algunas de mis notas. —Vio que el otro enarcaba una ceja y preguntó con una sonrisa —¿No querrás que me baje los pantalones y te enseñe el tatuaje, verdad?
Alex se rió.
—No hace falta. —Se sentó en una butaca y abrió el cuaderno. —Hawkslife me ha pasado un informe sobre lo que averiguaste en la isla de Skye.
—Lo sé, pero éstas son las anotaciones que fui tomando durante mi estancia. Tal vez se me haya pasado algo por alto. He pensado que podían serte útiles.
—Gracias.
Se quedaron en silencio durante unos segundos.
—Siento lo de William. —James fue el primero en hablar. —Le dije que no se alistara.
—Ambos sabemos que a él no se le daba demasiado bien hacer caso a nadie. —Levantó la vista, que tenía fija en el cuaderno, y lo miró. —Gracias.
—Supongo que Hawkslife ya te ha contado que he renunciado a seguir en activo, pero después de lo que pasó en Escocia, y de lo de tu hermano, estoy dispuesto a hacer todo lo que esté en mi mano para ayudaros.
—¿Por qué?
—Por culpa de todo esto casi pierdo a Tilda —respondió James sin dudar. —Creo que al final sí que me serviré una copa.
No volvió a preguntarle a Alex si quería una, sino que se limitó a acercarle un vaso con dos dedos de whisky.
—Gracias —dijo éste. —¿Puedo preguntarte una cosa?
—Claro. —Vació el vaso. —Lo que quieras.
—¿Te costó elegir?
James miró a Alex a los ojos y no tuvo que preguntarle a qué se refería. Su amigo de la infancia quería saber si le había costado elegir entre la Hermandad y Tilda. Entre una vida llena de peligros y una vida llena de amor. Se quedó pensativo durante un rato, recordó cómo era antes de conocer a Tilda, de lo mucho que la Hermandad había significado para él, de lo importante que había sido tener un motivo por el que despertarse cada día.
—No —respondió. —Y a ti tampoco te costará.
Alex le sostuvo la mirada y, cuando por fin la apartó, necesitó cambiar de tema.
—¿Sabes algo de las fiestas de lord Redford?
—Algo. —James se levantó. —No puedo presumir de haber sido un santo, y en una ocasión asistí a una de ellas. Baste con decir que sólo me quedé media hora. Ese hombre y sus amigos están enfermos.
—Lo sé, he oído rumores.
—Todos ciertos. ¿Por qué lo preguntas?
—Al parecer, David Faraday estaba enamorado, y el duque y el coronel sospechan que Charlotte, su amada, puede estar en posesión de cierta documentación de interés. Por desgracia, no logramos encontrar a la señorita Charlotte, pero nuestros sospechosos pretenden «conquistarla» en la fiesta de lord Redford.
—Dios.
—Si no damos con ella antes —prosiguió Alex, —tendremos que colamos allí, y no creo que a tu esposa le guste demasiado la idea.
—Ni a mi hermana tampoco. Maldita sea, Alex, tenemos que dar con el paradero de esa muchacha. Está en grave peligro. Una cosa es que nosotros tengamos que correr riesgos, pero una mujer inocente, eso sí que no pienso permitirlo.
—Tienes razón. —Alex también se levantó. —No quiero que muera más gente inocente, y lo que le harían a esa chica sería peor que la muerte.
Oyeron unos pasos y ambos se pusieron alerta, pero por suerte consiguieron relajarse antes de que Tilda abriera la puerta.
—Ya estamos de vuelta —dijo la esposa de James acercándose a él. —Cariño, ¿nos vamos? —Al ver que su marido iba a decir algo, lo interrumpió: —Seguro que tú y lord Fordyce podéis volver a veros más tarde. —Le guiñó un ojo.
—Claro, por supuesto —contestó James. Volvió a tenderle la mano a Alex. —Piensa en todos los temas que nos quedan pendientes, Fordyce.
—Así lo haré, Morland. —Le estrechó la mano.
El matrimonio se despidió de Irene y salieron por la puerta, ensimismados el uno con el otro.
—Tienes que perdonar a mi cuñada —dijo Irene, —al parecer, la discreción no es su fuerte.
—¿Te apetece dar un paseo? —Antes de que ella respondiera, añadió. —Me gustaría enseñarte algo.
—¿El qué?
—Ya lo verás. Es una sorpresa. —Vio que Irene levantaba una ceja y le explicó: —Digamos que es algo que siempre me ha hecho pensar en ti.
Cruzó los dedos y confió en que ella siguiera siendo igual de curiosa que de pequeña.
—Está bien. —Lo miró a los ojos y supo que Alex había planeado aquella conversación con anterioridad. —Pero no creas que siempre te será tan fácil salirte con la tuya.
¿Fácil?
—Por supuesto. ¿Vamos? No quiero que se nos haga tarde.
—Le ofreció el brazo y la acompañó fuera, donde los estaba esperando un carruaje.
Irene se sentó y oyó que Alex daba instrucciones al cochero, pero no consiguió descifrar las palabras exactas. Después, él también entró y se sentó a su lado, e Irene pensó que jamás aquel habitáculo le había parecido tan ridículamente pequeño. Alex se estaba comportando como un caballero, y se había sentado a una distancia prudencial, pero cada vez que el carruaje se sacudía un poco, sus rodillas le rozaban la falda y, a pesar de las capas de tela, Irene sentía esa caricia en la piel.
—¿Adónde vamos? —preguntó en un intento por pensar en algo que no fueran las largas piernas de Alex.
—Ya lo verás.
Ella apretó los labios y, por unos segundos, temió que él fuera a secuestrarla para así resolver el asunto del matrimonio.
—Tranquila —dijo Alex como si le hubiera leído la mente. —Ya hemos llegado.
Sin disimular, Irene miró por la ventana.
—¿El Museo Británico? —Se apartó y se volvió para mirarlo.
Él tenía una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Me has traído al Museo Británico?
—¿Adónde pensabas que iba a llevarte? —Le guiñó un ojo y salió primero para ayudada a bajar.
—No sé. —Sin pensar, Irene cogió la mano que Alex le ofrecía pero al sentir el contacto de su piel contra la suya, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Al subirse al carruaje se había quitado los guantes y su mente había estado tan ocupada con las rodillas de Alex que se había olvidado de volver a ponérselos. Y al parecer él también.
Alex tardó unos segundos más de la cuenta en soltarle la mano y el modo en que la miró no sirvió para que el corazón de Irene se calmara, pero la despedida del cochero les recordó a ambos que no estaban solos. El hombre le preguntó a Alex dónde quería que los esperara y, tras obtener la respuesta, sacudió las riendas de los caballos para alejarse de allí.
—El otro día leí en el periódico que durante este mes el museo iba a acoger una colección de cuadros de artistas italianos —explicó él mientras subían los escalones. —Miré la lista, no ponía los nombres de las obras, pero sí el de los artistas, y hay uno que me gustaría enseñarte.
—¿Un cuadro?
—Sí. Lo vi hace cuatro años en Florencia.
—¿Has estado en Florencia? Creía que no habías salido de París.
Alex vio que Irene se tensaba un poco al hablar de su etapa en el extranjero, pero antes de que pudiera decir nada, ella volvió a hablar:
—Ahora que lo pienso, creo recordar que leí algo sobre una cantante de ópera italiana y tú. Sí, hará unos cuatro años.
Alex recordaba perfectamente a esa cantante de ópera. Claudia Rosetti era la amante de un alto militar francés, pero siendo como era hija de napolitanos, se había ofrecido a ayudar a la Hermandad a cambio de una módica cantidad. Claudia les había sido de lo más útil. Era una mujer lista y muy práctica, y Alex nunca había sentido la más mínima atracción hacia ella, pero habían coincidido en varios bailes y seguro que los chismes que habían llegado a Londres incluían una apasionada aventura entre los dos. Apretó los dientes y trató de pensar qué podía decir para evitar esa conversación.
—Creo que la exposición es por aquí. —Señaló un pasillo cercano y ambos giraron en esa dirección.