CAPÍTULO 04
—Lord Alex, la cena ya está servida —anunció Reeves desde la puerta.
Alex volvió a guardar el halcón y se puso en pie. Hacía años que no veía la estatuilla. Nunca le habían gustado los recuerdos que se le despertaban cada vez que la sujetaba entre sus manos. Se había convertido en halcón con la esperanza de poder proteger así a su familia, pensando que de ese modo no tendrían que soportar otra pérdida tan dolorosa como la de su madre, y había terminado por perder a William y el respeto y el cariño de todos sus seres queridos.
—En seguida bajo, Reeves. Gracias.
—Su padre le está esperando en su despacho. Me ha pedido que le comunicara que quiere hablar con usted antes de sentarse a la mesa.
—Gracias, Reeves.
El mayordomo hizo una leve reverencia y se fue. Era obvio que ni por todo el oro del mundo se cambiaría por su joven patrón. Charles Fordyce, conde de Wessex, era un hombre razonable y de buen carácter, pero todos sabían que su furia no tenía igual.
Alex supuso que lo mejor sería enfrentarse cuanto antes a su progenitor y poder seguir así adelante con sus planes, pero estaba demasiado cansado y enfadado como para verlo entonces. Necesitaba unos minutos para tranquilizarse. Siempre le había dolido que su padre y sus hermanos, y, por qué no decirlo, Irene, se creyeran a pies juntillas toda aquella farsa de que era un seductor y un vividor. ¿Cómo podía ser que su padre, el hombre que le había educado, creyera que su hijo era tan impresentable? Nunca nadie se lo había cuestionado, nadie le había preguntado si le estaba pasando algo. Bueno, eso no era del todo cierto, pero en ese instante no tenía fuerzas para recordar aquella mañana con Irene. Si su padre, o incluso William, lo hubieran conocido lo más mínimo, se habrían dado cuenta de que realmente no era así. Y le dolía darse cuenta de que no lo habían hecho. Todos creían que él, Alex Fordyce, era un crápula sin sentido del honor y sin ni un ápice de lealtad en su cuerpo.., y más le valía recordarlo y comportarse según el papel. Respiró hondo, se levantó y se dispuso a seguir mintiendo a uno de los pocos hombres que aún respetaba.
—¿Querías verme? —preguntó desde la puerta del despacho de su padre.
Charles levantó la vista de la carta que estaba escribiendo y se quedó en silencio unos minutos. Alex se dio cuenta de que había envejecido, seguía siendo un hombre robusto, pero su rostro reflejaba las pérdidas que había sufrido.
—Alex —dijo con voz entrecortada, como si llevara años sin pronunciar ese nombre, —pasa. —Vio la cojera y preguntó: —¿Quieres sentarte?
—Estoy bien de pie —respondió a la defensiva. Se veía capaz de soportar que su padre le gritara, que lo insultara, pero no que sintiera lástima de él.
—¿Qué tal por Italia? —preguntó, dejando claro lo que pensaba de su vida en el continente. —¿Y la condesa?
—Bien, gracias.
—No tendrías que haber venido.
—William era mi hermano —dijo él, furioso consigo mismo por no poder contarle la verdad.
—Y mi hijo. —Volvió a bajar la vista hacia la carta. —Has estado cinco años fuera, ya nos habíamos acostumbrado a que no estuvieras. ¿Piensas quedarte?
—Sí, me apetece pasar una temporada en Londres. Ni en Francia ni en Italia saben jugar a las cartas tan bien como aquí, y he oído decir que hay un par de viudas con muy buena reputación.
Su padre se puso en pie al instante. Alex lo había provocado adrede, incapaz de seguir soportando su indiferencia.
—Gracias a Dios que tu madre no ha visto en qué te has convertido.
En eso estaban de acuerdo, Alex no habría podido mentirle a ella.
—Me da igual lo que hagas con tu vida —continuó su padre, —pero no quiero que arrastres a Eleanor o a Robert tras de ti. Bastante tienen ya con lo que han pasado.
—No te preocupes, para lo que quiero hacer no necesito compañía. Y menos la de dos niños.
—Eres... —Se mordió la lengua y apretó los puños con fuerza. —Se me revuelve el estómago sólo de pensar que ahora eres mi heredero.
—¿Siempre ha sido así? —Alex necesitaba saber que en algún momento su padre se había sentido orgulloso de él. —Cuando éramos pequeños —continuó al ver que el conde lo miraba extrañado —...cuando William y yo éramos pequeños, ¿te planteaste alguna vez lo que pasaría si el título caía por casualidad en mis manos?
Charles lo miró a los ojos y, durante un instante, Alex temió que viera la verdad en ellos. Despacio, volvió a sentarse.
—No, la verdad es que no. —Se pasó las manos por la cara y aún pareció más cansado. —Pero en esa época estaba convencido de que yo moriría antes que ninguno de vosotros, y que vuestra madre seguiría cuidándoos.
—Si te sirve de consuelo, yo jamás quise heredar el título. Siempre pensé que William era el mejor de los hombres. Lamento que ahora tengas que conformarte conmigo. —Eso era verdad y sí podía decírselo.
Su padre volvió a mirarle a los ojos antes de responder:
—Recuerdo que cuando erais pequeños solía pensar que parecíais gemelos. Solos erais relativamente manejables, pero juntos, juntos erais imparables. Os complementabais. A menudo pensaba que si por desgracia me sucedía algo malo, podía confiar en los dos para que la familia siguiera adelante. Jamás pensé que ninguno de vosotros me fallaría.
Alex sintió que le escocían los ojos.
—Pues te equivocaste. —Tenía que recuperar la calma cuanto antes.
—¿Tú crees? —preguntó Charles ladeando la cabeza. —Hace años que quiero preguntarte una cosa.
—¿El qué?
—¿Adónde fuiste la mañana que murió tu madre?
Alex se quedó petrificado.
—A ninguna parte.
—Eso pensaba.
—Creo que no me quedaré a cenar. —Iba a darse media vuelta, pero la voz de su padre lo detuvo.
—Alexander, tú no estás muerto. No hagas que desee que hubieras sido tú en vez de William.
El joven cerró la puerta y se dirigió hacia la entrada de la mansión. Caminó a largas zancadas, ansioso por montar en su caballo e ir a la taberna más cercana a emborracharse. Sabía que el alcohol no serviría de nada, pero así mataba dos pájaros de un tiro: daba credibilidad a su vida de disoluto y tal vez conseguiría olvidar la mirada de su padre.
—¡Alex!
El grito lo detuvo en seco en mitad del pasillo y se dio la vuelta. ¿Robert? ¿Aquel chico de casi dos metros y ojos negros como la noche era su hermano pequeño? La última vez que lo vio tenía quince años y ahora, con veinte, era ya todo un hombre. Estaba tan embobado observándolo que no vio el puñetazo que le lanzó. En verdad era todo un hombre, incluso peleaba como uno.
—Levántate —le ordenó Robert.
Alex, que entonces se dio cuenta de que estaba tumbado en el suelo, se llevó una mano a la mandíbula para asegurarse de que no se la había roto.
—Un momento —respondió mientras respiraba.
Él podía tumbar a Robert en menos de dos segundos, pero no quería hacerlo, y suponía que su hermano necesitaba desahogarse.
—He dicho que te levantes. —Y para dar más fuerza a sus palabras, lo sujetó por las solapas de la chaqueta y lo puso en pie.
—Suéltame, Robert. He dejado que me pegaras una vez, no habrá una segunda.
Robert lo soltó, pero a juzgar por su expresión, no lo hizo por miedo de su amenaza, sino más bien porque sentía asco de tocarlo más.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Eleanor, apareciendo de repente. —Se supone que íbamos a cenar todos juntos y a tratar de llevamos bien.
—William está muerto por su culpa —dijo Robert. —No pienso sentarme con él.
—¡Robert, no digas eso —lo reprendió su hermana.
—No, Eleanor, deja que lo diga —intervino Alex. —En el fondo es lo que todos estáis pensando. —Vio que ni ella ni su padre, que también acababa de aparecer, lo contradijeron. —Estaré fuera, nos vemos mañana.
Alex no fue a ninguna parte, no porque no quisiera, sino porque no se veía capaz de mantener una conversación civilizada con ninguno de sus supuestos amigos aristócratas. En vez de eso, cabalgó hasta el amanecer, y cuando sintió que ni él ni su caballo podían dar un paso más, regresó a su habitación a dormir un rato. Cuando se despertó y bajó a ver si podía desayunar, le sorprendió encontrar a Robert esperándolo en el salón.
—He visto que cojeas —dijo éste a modo de saludo.
—No es nada —respondió él sirviéndose un poco de té de una bandeja que le trajeron desde la cocina.
—Quiero disculparme —farfulló su hermano entre dientes. —No debería haberte pegado, y no es culpa tuya que William esté muerto.
—¿Te ha obligado Eleanor a que me lo dijeras? —preguntó Alex.
—Sí.
—Entonces no lo hagas. —Mordió una tostada y cuando vio que su hermano lo miraba a los ojos con algo de respeto, añadió: —Si llega el día en que tú quieras disculparte de verdad, entonces estaré encantado de escucharte. Mientras, no pierdas el tiempo.
—De acuerdo. No lo siento.
Alex sonrió.
—¿Sabes boxear? —preguntó, cambiando de tema.
—Sí, ¿por qué? —Era evidente que Robert no esperaba esa pregunta.
—Porque me apetecería devolverte el golpe, pero sin que Eleanor nos interrumpiera.
—En el club al que pertenezco hay un gimnasio con una cancha para practicar boxeo. Si quieres, podríamos ir —le ofreció un poco inseguro.
—De acuerdo, voy a por mis cosas. —Se levantó y se dirigió hacia la puerta. —Por cierto, Robert, pegas como una niña.
—Ja —se rió su hermano, —pues tú te caíste como si fueras un saco de patatas.
A lo largo de la mañana, Alex consiguió que su hermano menor lo mirase con menos resentimiento, aunque, a cambio, terminó con un ojo morado y un par de costillas doloridas. También conoció a un par de caballeros que le invitaron a sus respectivos clubes. Era un comienzo. Lo que le esperaba esa noche iba a ser mucho peor. Después de llegar a su casa y ver que su padre había optado por evitarlo, se vistió para la fiesta de esa noche. Gracias a la doncella de Eleanor sabía que su hermana no tenía intención de asistir, pero aun así fue a verla para intentar convencerla. No le apetecía meterse solo en la guarida del león.
—¿De verdad no puedo hacer nada para convencerte de que me acompañes? —preguntó por enésima vez.
—De verdad. Después de todas las emociones de ayer, no me apetece pasarme la noche rodeada de viejas chismosas y presuntos pretendientes que sólo se interesan por mi dote o mis conexiones políticas.
Alex iba a decirle que, si bien era cierto que era una rica heredera, los hombres se interesaban por algo más que su dinero. Su hermana había heredado la belleza de su madre y seguro que había inspirado varios sonetos.
—¿Y se puede saber por qué tú tienes tantas ganas de ir? —le preguntó Eleanor extrañada.
Si ella supiera...
—Estoy aburrido y me apetece reencontrarme con viejos conocidos. —«Casi tanto como que me corten un dedo», pensó.
—Las fiestas de lady Derring suelen ser muy pesadas, pero en fin, tú sabrás. Supongo que estar en casa te resulta tedioso.
Tanto que mataría por poderse quedar allí con ella y seguir charlando toda la noche.
—Pues sí —mintió él. —Nos vemos mañana.
—Saluda a Irene de mi parte —dijo Eleanor, abriendo de nuevo el libro que estaba leyendo antes de que él la interrumpiera.
—¿Irene va a estar allí? —Perfecto. Y eso que creía que su vida no podía empeorar.
—Supongo. Su padre es muy amigo de lord Derring y ella siempre lo acompaña a esa clase de eventos. Deberías ser amable con Irene. Ha sufrido mucho con la muerte de William.
—¿Ella y William eran..., estaban...?
—¿Prometidos? No, pero ojalá lo hubieran estado.
Alex jamás había envidiado a William, pero en ese momento sintió algo extremadamente similar a los celos.
—¿Y su hermana Isabella también va a estar?
—No lo creo, Isabella odia las fiestas, y con lo enfrascada que está con la lectura, seguro que se ha quedado en casa.
—Será mejor que me vaya. Adiós, Eli.
—Hasta mañana, Alex.
Llegó a la mansión de los Derring, un matrimonio de la edad de sus padres que poseía una de las fortunas más grandes del país, y comprobó de nuevo que su hermana decía la verdad. La fiesta parecía de lo más aburrida, aunque podía entender perfectamente que Mollet hubiera insistido en que asistiera; allí debía de estar como mínimo la mitad de la clase alta londinense. Lo que significaba que Mantis podía estar entre los invitados.
Tras saludar a sus anfitriones, se mezcló con los invitados, y no tardó en comprobar que hay ciertas cosas que no cambian jamás. Seguía habiendo las mamás ansiosas por casar a sus hijas, los jóvenes disolutos, desesperados por aparentar una madurez que no tenían, y los viejos crápulas, tratando de seducir a damas inocentes, y había también damas no tan inocentes, ofreciendo sus encantos con total discreción. Alex tuvo que hacer esfuerzos para controlar las náuseas. Mientras toda aquella gente estaba allí, divirtiéndose, en el continente morían miles de soldados defendiendo aquel estúpido modo de vida.
Cogió una copa de champán de una bandeja y se dirigió al jardín. Tal vez allí pudiese respirar un poco. Por el intrincado laberinto de rosales y arbustos se cruzó con un par de parejas respetables que iban charlando, pero no se detuvo a saludar, sino que caminó hasta una pérgola que, si no le fallaba la memoria, decoraba el rincón más alejado de la mansión. Encontró el lugar, pero vio que había alguien dentro. Vaya, al parecer no era el único que sabía de su existencia y que había ido allí en busca de refugio. Se acercó con la esperanza de que a aquella misteriosa sombra no le importara compartir escondite con él.
—Lord Wessex, ¿qué está haciendo aquí?
Alex tardó unos instantes en asimilar quién era su acompañante.
—Irene, ¿qué tengo que hacer para que me llames Alex?