CAPÍTULO 23

—¿Qué significa esto?

—No se ponga así —susurró Violet al oído del duque. —Le prometo que se alegrará del cambio.

—¿Dónde está? —El coronel no perdió ni un segundo y cogió a la cortesana por el cuello. —¿Dónde está?

—¿Quién? —La joven empezó a asustarse. Estaba acostumbrada a ver de todo, y el hecho de que aquellos hombres la hubieran acompañado juntos a la habitación no le había extrañado, pero ahora veía que aquello iba más allá de los servicios que ella solía prestar. —¿La maestrita?

—Exacto —contestó Casterlagh, y entrecerró los dedos alrededor de su cuello hasta que sintió que le costaba respirar. —¿Dónde está?

—No lo sé. —Levantó las manos para aferrarse a las del hombre tuerto y ver de aflojar un poco la presa. —Lo juro, no lo sé.

—Vamos, vamos preciosa —intervino el duque, —no me digas que te has puesto este disfraz por casualidad. —Se acercó al coronel y lo obligó a soltarla, pero cuando ella respiró aliviada, le cruzó la cara de un bofetón. —¿Dónde está?

—Su amigo se la llevó de aquí —respondió la joven asustada, llevándose la mano a la mejilla que el duque había abofeteado. —El otro hombre que entró con ustedes en la habitación.

—¿Fordyce? ¿Y adónde se la llevó?

—No lo sé. —Retrocedió al ver que el coronel volvía a acercarse a ella. —No lo sé. Sólo sé que me dio una bolsa de dinero y me dijo que me daría otra si lograba que la subasta durara una hora. Lo juro.

—Está bien, pequeña —la tranquilizó Casterlagh. —Está bien. Rothesay —se dirigió al duque, —quédate aquí con... nuestra amiga. Yo iré a buscar a Fordyce.

El coronel salió de la habitación pero antes, con una mirada, le dijo a su socio que no esperaba encontrar a la muchacha con vida cuando regresara.

—Vaya, vaya, Alex Fordyce, me sorprende verle aquí —dijo madame Antonia tras recorrerlo con la mirada sin disimulo. —Ni su padre ni su hermano visitaron jamás mi establecimiento. Supongo que es cierto eso que dicen por ahí. —Deslizó el abanico que sujetaba en una mano por el antebrazo de él.

—¿Qué dicen por ahí? —preguntó él, tratando de flirtear y de controlar las náuseas al mismo tiempo.

—Ya sabe, que usted es la oveja negra de la familia.

—Ah, ¿sólo eso? Vaya, veo que tendré que esforzarme en hacer algo más llamativo.

—Si quiere, puedo hacerle un par de sugerencias.

La mujer empezó a acercársele y, justo cuando Alex ya se había resignado a cumplir con su papel de seductor, el coronel los interrumpió:

—Antonia, me gustaría hablar a solas con lord Wessex unos segundos —dijo, guiñándole un ojo.

—Por supuesto, caballeros. —La cortesana inclinó ligeramente la cabeza y se alejó de allí.

A Alex le bastó con mirar a Casterlagh para saber que había salido del fuego para caer en las brasas.

—Coronel, ¿en qué puedo ayudarlo?

—Venga conmigo. Al duque y a mí nos gustaría preguntarle un par de cosas.

—Por supuesto.

Alex lo siguió hasta la habitación en la que antes habían desaparecido con Violet, y cuando lo oyó correr el pestillo, supo que le iba a costar salir de allí.

—Siéntese —le ordenó el militar. —En seguida estaré con usted.

—¿Y la muchacha que ha entrado aquí antes? —preguntó

Alex tratando de aparentar normalidad.

—La señorita Violet ha tenido ciertos problemas de respiración y ha decidido mudarse a climas más húmedos. Pero antes de... despedirse nos ha contado algo muy interesante.

—No tengo ninguna duda; se dice que las mujeres de su profesión son de lo más comunicativas. Y ¿para qué querían verme?

—¿Dónde ha estado todo este rato? —le preguntó el duque sin más preámbulos.

—En el salón, hablando con madame Antonia —respondió él fingiendo no comprender adónde querían ir a parar.

—¿Y antes? Y no trate de disimular, yo mismo le he visto salir del salón antes de que empezara la subasta —intervino el coronel.

—Me he servido una copa y he ido a dar una vuelta. Me han hablado tanto de estas fiestas, que sentía curiosidad. ¿Acaso he ofendido a nuestro anfitrión? Si es así, ahora mismo iré a disculparme. —Alex se levantó del sillón donde estaba sentado y se acercó a la puerta.

—No tan rápido. Al parecer, el duque ha pagado una fortuna por la mujer equivocada. ¿O es que un hombre tan observador como usted no se ha dado cuenta?

—Lamento que su excelencia haya hecho una mala inversión, pero no tengo ni idea de qué me están hablando —respondió Alex ciñéndose a su papel.

—Se suponía que iban a subastar a la mujer que hemos visto antes en la habitación, pero al final, su lugar lo ha ocupado Violet. —El coronel se acercó a Alex. —¿De verdad no se ha dado cuenta?

—Nunca me fijo demasiado en las mujeres. Todas me parecen iguales.

—Seguro que si lady Morland estuviera aquí no opinaría igual.

—Claro que —añadió el duque, acercándose también a él, —lady Morland nunca estaría en una fiesta así, ¿no?

Alex apretó los dientes y contó mentalmente hasta diez.

—Supongo. ¿Y para esto me han hecho venir?, ¿para preguntarme sobre una puta desaparecida? —Se rió. —Estoy seguro de que madame Antonia podrá ofrecerles una sustituta.

—Esa chica no ha podido salir de aquí sola, y tarde o temprano terminaremos encontrándola. Más le vale que no averigüemos que ha sido usted quien la ha ayudado... porque, es ese caso, su hermana o lady Morland podrían convertirse en una de esas sustitutas que acaba de mencionar.

—Vamos, coronel, seguro que la muchacha se ha puesto nerviosa y está por alguna parte —contestó él, esforzándose por controlar las ganas que tenía de estrangular a aquellos dos tipos con sus propias manos por haber amenazado a Irene y a su hermana. —Yo mismo los ayudaré a buscarla, pero antes, ¿qué les parece si nos tomamos una copa con nuestro anfitrión?

El duque y el coronel se miraron unos segundos y al final el militar abrió la puerta.

—Una gran idea, Fordyce.

Alex sabía que no había conseguido engañarlos y que sus veladas amenazas no habían llegado a más porque estaban rodeados de miembros de la buena sociedad londinense. Lord Redford aprovechó para rodearse de más gente. Rothesay y el coronel prosiguieron hasta el mueble y sirvieron tres vasos de whisky.

—¿Aún llevas el vial? —le preguntó el duque a Casterlagh.

—Siempre.

—Creo que ha llegado el momento de deshacernos de Fordyce. Tengo la sensación de que no es lo que parece, y ya tenemos bastantes problemas con los franceses como para tener que enfrentarnos a uno más.

—Estoy de acuerdo. —El coronel se puso de espaldas al salón y vació el contenido de un diminuto vial de cristal en uno de los vasos. —Tardará unas horas en hacerle efecto.

Con cuidado de no equivocarse, los dos hombres fueron en busca de su joven amigo y le ofrecieron su vaso, y, tras un brindis en honor a las mujeres, sonrieron satisfechos.

A Alex le dolía muchísimo la cabeza, y la habitación empezaba a dar vueltas. Se sentó en un sofá, junto a un par de cortesanas que estaban desnudándose poco a poco, para deleite de un viejo lord que estaba a punto de irse al otro barrio. Le sudaba la frente, un sudor frío, helado, y podía sentir cada uno de los latidos de su corazón. Cerró los ojos unos segundos y respiró hondo, y al abrirlos estaba en medio del campo de batalla en el que casi había perdido la pierna. Cientos de soldados franceses estaban muertos a su alrededor y todos tenían el rostro difuminado, como si no tuvieran cara. Eso era imposible. Todo el mundo tenía cara. Sacudió la cabeza y parpadeó, y cuando volvió a mirar aquellas caras anónimas ya estaban bien dibujadas, y todas tenían las facciones de su hermano mayor. Estaba a punto de vomitar, y le temblaban las piernas, pero consiguió incorporarse y, tambaleándose, llegó hasta la puerta.

—¿Se encuentra bien, lord Wessex? —preguntó el duque con una cara de satisfacción que Alex sólo había visto antes en el rostro de antiguos enemigos.

—Perfectamente —mintió. —Si me disculpa, voy a tomar un poco el aire.

—Por supuesto.

Salió de allí y consiguió llegar hasta los establos antes de caer de rodillas. Lo habían envenenado; había visto el efecto del veneno demasiadas veces como para no reconocerlo. Se secó el sudor de la frente y volvió a ponerse en pie. Si sus cálculos no fallaban, y rezaba por no equivocarse, le quedaban unas pocas horas. Tendría que haber cogido algo de atropina. La Hermandad había utilizado ese antídoto en varias ocasiones, y Hawkslife siempre le recordaba que era de mucha utilidad llevar una pequeña dosis en todas las misiones, sobre todo si uno iba a meterse directamente en la boca del lobo. Seguro que su mentor le soltaría un sermón cuando lo viera... Eso si aún seguía con vida.

Caminó hasta donde estaban los caballos y eligió el que le pareció más fuerte y veloz, aunque en su estado no estaba muy seguro de que su percepción fuera de fiar, y salió a galope hacia Londres. No podía ir a su casa, pensó entre temblores; ni su padre ni sus hermanos sabrían cómo reaccionar. Y no tenía tiempo de llegar a casa de Hawkslife. Su única salida era James Morland. Seguro que el hermano de Irene era mejor agente que él y tenía una dosis del antídoto en su casa. Y en el caso de que no fuera así, tanto él como su padre eran halcones, de modo que sabrían qué hacer o adónde acudir.., y si pasaba lo peor, al menos podría ver a Irene por última vez.

Le retumbaban los oídos, casi no podía respirar y estaba empapado en sudor, pero se aferraba a la crin de su montura con todas sus fuerzas al mismo tiempo que se maldecía por haber sido tan estúpido. Debería haber previsto que unos hombres capaces de asociarse con alguien como Mantis no iban a dejarse engañar así como así.

Detuvo el caballo frente a la mansión de los Morland y llamó a la puerta con todo el ímpetu de que fue capaz. Las rodillas ya no podían sostenerlo, tenía que parpadear para evitar que se le nublara la vista, y estaba convencido de que el corazón se le saldría por la boca. Golpeó de nuevo y, cuando ya creía que iba a morir allí, en la calle, la puerta se abrió y se desplomó en brazos de James.

—¡Alex! —El joven consiguió sujetarlo y tranquilizar al mayordomo que, medio dormido, había acudido también a abrir. —Avise a mi padre, Procter.

Éste partió en busca del barón y James llevó a Alex al salón para tumbarlo en un sofá.

—Veneno —farfulló él. —Dos horas. —Trataba de darle a su amigo la información necesaria para ayudarlo.

—Maldición, te dije que no debías ir solo a esa fiesta. —James lo tumbó y fue a apartarse, pero Alex le sujetó la mano.

—Irene... dile... que la...

—No, ya se lo dirás tú.

—James, ¿qué está pasando? —preguntó George al entrar, mientras terminaba de abrocharse el batín.

—Es Alex, le han envenenado. No tenemos demasiado tiempo. Quédate aquí con él, yo tengo atropina en mi habitación. El barón enarcó una ceja.

—¿Qué? Pensé que algún día podría serme útil.

Salió de allí corriendo y dejó a Alex, que no paraba de temblar y de farfullar palabras ininteligibles, con su padre.

James entró en su habitación y vio a su hermana sentada junto a Tilda. Por un lado se alegraba de que ésta no estuviera sola, pero por otro habría dado cualquier cosa por evitar que Irene se enterara de lo que estaba sucediendo.

—James, cariño, ¿qué pasa?

Él ya había aprendido que era imposible ocultarle nada a su esposa, y supuso que a su amigo tanto podría ayudarlo el antídoto como ver a Irene.

—Es Alex. —Como había previsto, su hermana se puso en pie de un salto. —Lo han envenenado, necesita el antídoto cuanto antes.

—¿Dónde está? —preguntó Irene ya en la puerta.

—En el salón, papá está con él —respondió, pero ella ya había empezado a bajar la escalera.

—¿Qué estás buscando? —preguntó Tilda, que también se había puesto en pie.

—Una caja de madera.

—¿Pequeña y con una pluma tallada en ella? —Al ver que su marido asentía, continuó: —Junto a tus camisas.

James le dio un beso y sonrió.

—¿Qué haría yo sin ti?

—Buscarme. —Lo abrazó. —Vamos, ve, Alex te necesita. Y tu hermana también. ¿Quieres que baje?

—No, prefiero que te quedes aquí. Si el antídoto surte efecto, la reacción de Alex no va a ser demasiado agradable, y si no...

—Surtirá efecto. Vete.

James la besó una vez más y añadió antes de salir:

—Te amo.

Tilda respondió que ella también, pero su marido estaba ya en la escalera.

Cuando James entró en el salón, lo que vio casi le partió el corazón. Su hermana estaba de rodillas junto al sofá, acariciando la frente de Alex, que se había quedado inconsciente, mirándolo con lágrimas en los ojos. Si él tuviera que enfrentarse a la posibilidad de perder a Tilda, estaría mucho peor. Su padre estaba detrás de ella, tratando de darle ánimos.

—Irene, apártate, tengo que darle el antídoto.

James abrió el vial y se acercó a Alex, pero éste, pese a su inconsciencia, empezó a sacudir la cabeza, negándose a tomar el líquido. Era una reacción instintiva, probablemente debida a las alucinaciones causadas por el propio veneno.

—¡Maldita sea, Fordyce! Abre la boca —farfulló James, pero sus duras palabras sólo consiguieron que Alex se alterara todavía más. —Papá, ayúdame. Sujétale la cabeza.

George se estaba colocando detrás del enfermo cuando su hija le detuvo.

—Yo lo haré, papá.

Irene apartó un mechón de pelo de Alex, que se le había pegado a la frente, y bastó esa leve caricia para que él se tranquilizara un poco. Luego le colocó las manos en las mejillas, frías y sudorosas, y dijo con voz firme pero llena de sentimiento:

—Alex, amor, tómate la medicina.

Al oír su voz, él abrió los ojos, pero tenía la mirada perdida, vidriosa, y James aprovechó para hacerle tragar el antídoto. Su cuerpo empezó a temblar con más fuerza y James buscó el cubo que su mayordomo le había traído antes. Tuvo el tiempo justo de colocarlo antes de que Alex empezara a vomitar. Hasta el momento, su sudor había sido helado, pero mientras vomitaba, la temperatura le subió hasta casi arder.

Irene estaba sentada en el sofá, junto a él, y le acariciaba el pelo y la espalda, pues esos simples gestos parecían ser lo único capaz de tranquilizarlo.

—James, papá —dijo la joven, tratando de controlar las lágrimas. —¿Qué le sucede?

—Lo han envenenado —respondió James, convencido de que su hermana se merecía al menos esa parte de verdad.

—¿Se pondrá bien?

—No lo sé —contestó también con sinceridad. —El antídoto que le he dado es muy eficaz, pero no sé qué cantidad de veneno ingirió, ni de qué clase. Antes de perder la conciencia Alex sólo tuvo tiempo de decirme que lo habían envenenado hacia ya dos horas.

De repente, Alex dejó de vomitar y se derrumbó en el sofá. Irene le secó la comisura de los labios con uno de los pañuelos que también había traído Procter y vio que, aunque estaba muy pálido, parecía haber recuperado algo de color. Todavía inconsciente, él se alteró, pero cuando sintió la palma de Irene en su rostro volvió a tranquilizarse.

—Ha de beber mucho líquido —dijo el barón. —Tenemos que meterlo en una cama y aseguramos de que elimina todo el veneno sin deshidratarse. James, cógelo por los brazos, Procter y yo lo sujetaremos por las piernas.

Así lo hicieron, y al llegar a la habitación lo tumbaron en la cama. James le quitó las botas y le colocó un paño húmedo en la frente para refrescarlo un poco.

—Me quedaré con él.

—No, me quedaré yo —dijo Irene, y cuando su hermano la miró a los ojos, ella mantuvo su postura. Pasados unos segundos, se limitó a añadir: —Si fuera Tilda, ¿te irías?

—Está bien. Toma, dale unas cuantas gotas más dentro de una hora. Y asegúrate de que bebe algo. Si me necesitas, estaré en mi habitación. —James se fue de allí mascullando algo en voz baja. Algo parecido a «ya sabía yo que no me iba a ser tan fácil retirarme».

Irene cogió una silla y la acercó a la cama para poder estar cerca de Alex por si necesitaba algo. Se notó algo húmedo en la mejilla y se secó una lágrima que no sabía que había derramado, y luego entrelazó sus dedos con los de él, cuya mano estaba inerte. Hasta que su padre habló no se dio cuenta de que no estaban solos.

—Supongo que sabes que si te quedas a pasar la noche aquí tendrás que casarte con él. —Su hija levantó la vista y George continuó. —Si de verdad creyera que no le amas, te ayudaría a evitar la boda, pero sé que no es así. Tan pronto como amanezca iré a ver a Charles; seguro que tanto él como Eleanor y Robert estarán preocupados por Alex. —Se acercó a ella y le dio un beso en la frente. —Cuídale, y piensa en lo que te dije: Alex es mucho más de lo que aparenta, no le permitas que siga fingiendo.

Las pesadillas eran cada vez más insoportables; los rostros de los cadáveres eran idénticos al de William, y le sonreían con malicia, recordándole lo decepcionados que estaban con él. Después, ese cementerio de soldados se convirtió en una fiesta, una en la que veía a Irene bailando con Richard, besándolo, susurrándole cosas al oído. Una Irene casi inalcanzable a pesar de que él caminaba y caminaba tratando de acercársele. Cuando por fin lo hacía, ella lo miraba y le decía que ya no lo amaba, que llegaba tarde y que había decidido casarse con otro. Pero el veneno tampoco se satisfacía con esa pesadilla, y su contaminada mente imaginó entonces a su padre llevándolo preso hasta el infierno, donde le decía al diablo que podía quedarse con él a cambio de su otro hijo. Charles lo cambiaba por William sin pensar, diciendo que hacía años que había dejado de sentir que era hijo suyo. Pero de repente, el rostro del conde se deformaba, y se convertía en el de un insecto de tres ojos que se burlaba de todos ellos.

Irene se pasó la noche entera junto a Alex, sin soltarle la mano ni un segundo, rezando para que dejara de temblar y de sudar, y de farfullar palabras que no conseguía entender. Creyó oír su nombre un par de veces, pero aquellos sonidos guturales parecían nacer del dolor, y le desgarraba el alma pensar que ella fuera capaz de causarle tal agonía. Siguió las instrucciones de su hermano al pie de la letra, y le dio unas gotas más de la medicina con un vaso de agua, pero cuando consiguió que se lo bebiera, Alex volvió a vomitar.

Agotada, y más asustada de lo que lo había estado en toda su vida, descansó la cabeza sobre su torso, con cuidado de no hacerle daño y le besó los nudillos, una y otra vez, acariciándolo hasta que tuvo la sensación de que dejaba de temblar para quedarse profundamente dormido. Irene cerró los ojos y les suplicó a Dios y a su madre, que estaba en el cielo, que se curase; le daba igual si la quería o no. Su padre tenía razón, ella sí le amaba, y tal vez su amor fuera suficiente para mantenerlo con vida.

Alex abrió los ojos muy despacio. Le costaba mucho respirar y la garganta le escocía como si se hubiera tragado un hierro candente. Trató de levantar la mano y, al ver que no podía, desvió la vista hacia la misma. Y lo que vio lo dejó sin respiración. Irene estaba sentada en una silla, a su lado, dormida y con la cabeza recostada sobre una de las manos de él. Debía de estar muy incómoda. Estaba despeinada y parecía muy cansada, pero Alex mataría por verla así cada mañana. Levantó la otra mano y le acarició el pelo.

—Irene. —Trató de pronunciar su nombre, pero lo que salió de su garganta ha fue más que un susurro, aunque bastó para despertarla.

—Alex. —Abrió los ojos y se quedó mirándolo unos segundos, emocionada al ver que se iba a poner bien. De repente, se dio cuenta de lo íntima que era su postura y se incorporó avergonzada. —Voy a buscar a James.

Salió de la habitación en un abrir y cerrar de ojos y Alex empezó a recordarlo todo; la fiesta, el veneno, la frenética cabalgada hasta llegar a la mansión de los Morland, y las manos de Irene cuidándolo y suplicándole que no se muriera. Recordó también que en un extraño rincón de su mente, mientras todavía era presa de aquellas horribles alucinaciones, pensó que ahora que la había visto por última vez podía morir en paz. Pero no había muerto y, aunque había conseguido sacar a Charlotte de aquella casa, todavía le faltaba mucho por hacer.., y al parecer iba a tener que organizar una boda cuanto antes.

No iba a permitir que la reputación de Irene quedase arruinada por haberse pasado la noche cuidándolo. Sí, se casarían, y si conseguía salir con vida de aquella misión, haría todo lo que estuviera en su mano para que volviera a enamorarse de él, y si ella no llegaba a quererlo ni una milésima parte de lo que él la amaba, Alex se iría de allí para siempre, para que ella pudiera ser feliz junto a otro hombre. Pero por el momento, lo más importante era que ni ella ni su familia sufrieran por el hecho de haberlo ayudado.