CAPÍTULO 12
Irene le estaba besando. Estaba furiosa y le estaba besando como si no existiera el mañana. Alex tardó un poco en reaccionar, pues su mente tuvo que discernir que no estaba soñando, que de verdad eran los labios de ella los que estaban acariciando los suyos, su lengua la que estaba recorriendo el interior de su boca, su aliento el que le rozaba la piel. Irene deslizó los dedos por la nuca de Alex y cuando los hundió en su pelo, Alex tuvo que esforzarse por no ronronear como un gato. Movió la cabeza para profundizar el beso, para poder saborearla mejor y ella le regaló un suspiro desde lo más profundo de su ser. Con el brazo que no tenía herido le rodeó la cintura y la atrajo más hacia él, todo ello sin dejar de besarla, sin dejar de atormentarla con su lengua, sus dientes, sus labios. La joven le soltó la nuca y bajó las manos por sus brazos, pero justo entonces él incrementó la profundidad del beso y ella reaccionó apretando los dedos. En otras circunstancias, a él no le habría importado, que ella lo abrazara con fuerza; todo lo contrario, eso era buena señal, pero los dedos de Irene se habían hundido en su herida y Alex no pudo evitar una mueca de dolor.
—Lo siento —dijo ella al apartarse.
—No te preocupes —respondió sin soltarla.
—Siento haberte besado —añadió sonrojada. —No debería haberlo hecho.
Alex sentía que lo lamentara. Por un beso como aquél estaba dispuesto a recibir cien balazos si era necesario.
—Irene... —Iba a decirle que no se disculpara, pero ella lo interrumpió y no le dejó hacerlo.
—No digas nada. Lo mejor será que lo olvidemos.
«Como si eso fuera posible», pensó Alex.
—Como quieras —optó por decir. —Será mejor que te vayas, tengo que limpiarme la herida.
—Ni lo sueñes, deja que te ayude —se ofreció ella. —Desabróchate la camisa. —El sonrojo de antes aumentó hasta límites inconcebibles.
Alex, que nunca se había atrevido ni a imaginar escuchar esa frase, obedeció al instante. Irene, que hasta entonces había estado ocupada preparando las toallas, se dio media vuelta y se quedó hipnotizada viendo cómo Alex se desabrochaba los botones. Uno a uno. Muy, muy despacio. Tenía los dedos fuertes, largos y elegantes, y unas manos firmes, cubiertas con el vello justo para dejar claro que no eran las manos de un chico, sino las de un hombre. Se dio cuenta de que una le temblaba y eso la hizo reaccionar. Seguro que el brazo le dolía mucho más de lo que dejaba entrever.
Se acercó a él y, sin decir nada, terminó de desabrocharlo ella. A Alex se le aceleró la respiración, y mantuvo la mirada fija en las manos femeninas, deseando poder inmortalizar aquella imagen en su memoria, en sus recuerdos. Al llegar al último botón, Irene le abrió la camisa. Él creyó que luego se apartaría, pero parecía fascinada con su torso. Bajó la vista para ver qué la tenía tan intrigada y entonces se acordó de todas sus cicatrices. Iba a decir algo, cualquier cosa, pero cuando le empezó a recorrer cada una de las líneas blancas con un dedo tembloroso, perdió la capacidad de pensar, de razonar, de vivir sin ella. Tras recorrer la última, una que iba desde la costilla inferior derecha hasta el ombligo, regalo de un soldado prusiano, Irene inclinó ligeramente la cabeza y le dio un beso en el hueco del cuello, justo al lado del hombro, en la única cicatriz que no era obsequio de la guerra. La que se había hecho jugando un día con ella en el jardín. Alex sabía que tenía que decir algo. Eso, o acabaría por hacerle el amor allí mismo.
—¿Qué es esto? —preguntó la joven, resolviendo así el dilema.
—¿El qué? —Él giró la cabeza hacia el hombro que ella estaba mirando.
—Esto. —Tocó el halcón. —¿Es un dibujo?
—Un tatuaje —respondió Alex tras carraspear.
—Me gusta. —Recorrió el ave rapaz con lentitud y a él se le puso la piel de gallina.
—Irene, deberías irte. —Verla tocar el halcón le hizo recordar lo que era y los peligros que comportaba. —Ya me lavaré yo la herida.
—No, ¿acaso crees que no puedo hacerlo? —preguntó para provocarlo, pero Alex no le dejó coger la toalla.
—No, el que no puede soy yo. —Respiró hondo y la miró a los ojos. —¿Te acuerdas de lo que me has dicho esta mañana? Si quieres que cumpla con mi promesa, tienes que irte. Ahora.
Pero ella no se movió, y siguió acariciándole el brazo herido.
—Volveré a irme —dijo Alex como única salida, y esa vez Irene sí reaccionó y detuvo sus caricias. —No sé cuándo, pero regresaré a Francia. —No sabía si lo haría o no, pero antes de poder plantearse un futuro tenía que averiguar quién era Mantis y acabar con él, y no quería mezclarla a ella en todo aquello.
Irene por fin pareció entenderlo, y dio un paso atrás. Y luego otro. Y otro, hasta alcanzar la puerta. Allí le dio la espalda y, con la mano en el picaporte, susurró:
—No vuelvas a ponerte en peligro, Alex. Aunque no vuelva a verte jamás, no soportaría la idea de vivir en un mundo en el que tú no estuvieras.
El clic del pestillo volviendo a su lugar le recordó que estaba solo. ¿Cuánto hacía que Irene se había ido, llevándose consigo lo poco que quedaba de su corazón? ¿Un minuto? ¿Dos horas? Al parecer, Robert y Eleanor habían decidido dejarlo a solas un rato más, soledad que él agradeció profundamente. Se limpió la herida con movimientos precisos, adquiridos tras años de práctica y antes de proseguir con la cura, se bebió el vaso de whisky que Reeves le había llevado. Se frotó los ojos, y se dijo a sí mismo que el escozor que sentía en ellos se debía al alcohol, que había ingerido demasiado rápido. Aunque le costó un poco, se puso en pie y se acercó a la chimenea.
Era mucho más cómodo cauterizar una herida en su casa que en medio de un descampado francés, pensó con una sonrisa. Se agachó y cogió el hierro que los lacayos utilizaban para remover los troncos y avivar así las llamas. Lo levantó y lo mantuvo encima de una lengua de fuego. Cuando el hierro empezó a cambiar ligeramente de color, supo que ya estaba listo y, sin inmutarse, se acercó el metal a la herida. Eso iba a dolerle, pero una parte de él ansiaba sentir dolor. Tal vez así se daría cuenta de que no estaba muerto por dentro. Apretó con fuerza el hierro contra el orificio de entrada de la bala y apretó los dientes para no gritar. La herida se cerró y Alex lanzó el utensilio al suelo sin ningún miramiento.
Regresó al sofá tambaleándose y, con manos temblorosas, volvió a abrocharse la camisa. No quería que sus hermanos vieran el mapa de cicatrices que era su torso. Cerró los ojos y, al sentir la humedad que se acumulaba en ellos, se dijo que era debido al dolor de la herida, no al beso y la despedida de Irene.
Irene fue a buscar a su hermana, que estaba con Eleanor y Robert en otro de los salones de la mansión de los Fordyce, y sin apenas decir nada le pidió que regresaran a su casa. Isabella, consciente de los sentimientos que Alex despertaba en Irene, se despidió de sus anfitriones y corrió a su lado. En el carruaje, ninguna de las dos dijo nada y la pequeña de los Morland supuso que su hermana mayor necesitaba el silencio para recomponerse. No sabía qué había pasado pero la mirada de Irene era aún más triste y apagada que de costumbre. Estaban ya a punto de llegar cuando ésta habló:
—Me ha dicho que volverá a irse. —Mantuvo la mirada fija en el infinito para ver si así conseguía no llorar.
—¿Cuándo? —preguntó Bella, el quién ya lo sabía.
—No lo sé.
Volvieron a quedarse en silencio y el carruaje se detuvo frente a la puerta de su casa. Uno de los lacayos las ayudó a bajar y, tan pronto como entraron, su padre fue a recibirlas para contarles que había llegado una carta de James. El barón tenía muchas ganas de leérsela, pero le bastó una mirada a su hija mayor para saber que algo muy grave había pasado.
—¿Te encuentras bien, Irene? —le preguntó preocupado, y al ver que ella no respondía miró a Isabella.
—Es por Alex —respondió la pequeña. —Esta mañana él y Robert han sido asaltados en el puerto y ha recibido un balazo. Por suerte, la herida no ha sido muy grave, aunque ha sangrado mucho.
George Morland escuchaba el relato de su hija con muchísima atención. Él nunca había creído que Alex estuviera en el continente pasándoselo bien, pero dado que todo el mundo estaba convencido de que así era, con los años asumió que tal vez tuvieran razón.
—Irene lo ha curado —siguió Isabella. —Y cuando ha salido del salón donde lo ha hecho, ya estaba así. —La señaló.
—Gracias, Bella —dijo el hombre. —Como siempre, tu explicación ha sido de lo más detallada —añadió con una sonrisa.
Cuando su hija pequeña decidía alejarse de sus adorados libros, era todo un terremoto.
—Estoy bien, papá. No te preocupes —dijo Irene. —Creo que iré a descansar un rato.
—De acuerdo. —El hombre la dejó pasar. —Pero si necesitas algo, ven a buscarme.
—Lo haré, papá. —Le dio un cariñoso beso en la mejilla y se fue a su habitación.
El barón le leyó la carta de James a Isabella; al parecer, el joven había decidido ir a pasar una temporada en Escocia y se había olvidado de comentárselo. James, a pesar de tener treinta y dos años, aún se comportaba como si tuviera veinte. Isabella, feliz por tener por fin noticias de su hermano, dio también un beso a su padre y le dijo que iba al salón a leer un rato. George, por su parte, optó por ir a su despacho y repasar unos documentos, pero al sentarse en su sillón se dio cuenta de que no podía quitarse de la cabeza la sospecha de que lo que le había pasado a Alex Fordyce era algo más que un simple asalto y que el joven era mucho más de lo que aparentaba. Tal vez había llegado el momento de hacer ciertas preguntas.
Irene se quedó dormida llorando, y cuando se despertó, con el alma agotada y la almohada empapada, supo que tenía que seguir adelante con su vida. Con una vida en la que Alex ni estaba ni iba a estar jamás. Se llevó una mano a los labios y recordó el beso. Cuando lo había visto allí, herido y sangrando, no pudo resistir el impulso de reafirmar que estaba vivo. Después del beso, el resto del mundo dejó de importarle, pero al ver su torso lleno de cicatrices, supo que él no le había dicho la verdad: y, lo que era más grave, no tenía intención de decírsela. Con esa frase sobre su próxima vuelta a Francia lo había dejado muy claro.
Por desgracia, ella sí le había dicho la verdad; jamás podría soportar la idea de vivir en un mundo en el que él no estuviera. Respiró hondo. Aquel beso había sido el último que recibiría jamás de Alex. Cerró los ojos y trató de memorizarlo. El último, pues tan pronto como Richard volviera a pedirle matrimonio, aceptaría.
Con la herida cauterizada y cubierta por un ligero vendaje, Alex fue en busca de Hawkslife. Encontró al profesor, que seguía ejerciendo como tal en Oxford, en el aula que solía utilizarse para practicar esgrima y le bastó con una mirada para que el hombre lo siguiera fuera.
—¿Qué sabe del asesinato de David Faraday? —preguntó Alex sin preámbulos.
—No demasiado —respondió el otro, indicándole que caminasen. —Scotland Yard cree que fue un robo que salió mal, pero por su expresión, Fordyce, supongo que usted sí sabe algo.
—William lo estaba investigando, y encontró esto en la mesa del difunto. —Le entregó las notas entre las que estaba dibujada la tarjeta de visita de Mantis.
Hawkslife se detuvo y repasó los papeles, enarcando las cejas.
—Su hermano era muy listo, o un inconsciente. —Le devolvió las notas. —Al parecer, se topó con Mantis antes que nosotros.
—Sí, eso parece. Mañana por la noche iré al Noche de tormenta.
—Buena idea. —Hawkslife entrecerró los ojos un segundo. —¿Le han herido otra vez?
Alex se encogió de hombros.
—Iban a dispararle a Robert. —Y ante la mirada de asombro del profesor, le contó lo sucedido.
—Vaya, por lo que se ve, la temeridad es un rasgo común en todos los Fordyce —comentó sarcástico el hombre. —¿Cree que su hermano sospecha algo?
—No lo sé. Me vio con Smitty y luego me costó mucho convencerlo de que era la primera vez que interrogaba a un maleante, pero creo que al final lo convencí —respondió Alex al recordar el cuento que le había contado a Robert. —Y le he hecho prometerme que no regresará al puerto sin mí.
—Más vale que le haga caso. Mantis y sus hombres no se andan con tonterías; ayer descubrimos un barco en Dover con toda la tripulación muerta. Transportaban armas y toda la carga ha desaparecido. Lo único que pudimos encontrar fue esto. —Le entregó una tarjeta de Mantis completamente ensangrentada. —Estaba clavada con una daga encima del cuerpo sin vida del capitán.
—¿De quién eran las armas?
—De la Corona inglesa. Iban a ser enviadas a nuestros aliados.
—Cuando sepa algo más, volveré a verle —dijo Alex antes de irse. —Mientras, le agradecería que repasara esto. —Le entregó el cuaderno de William. —Si mal no recuerdo, a usted se le da muy bien descifrar códigos.
—Le echaré un vistazo, tal vez su hermano anotara algo que pueda sernos útil. Y, Fordyce —añadió antes de que su alumno aventajado desapareciera a lomos de su caballo, —procure que no vuelvan a dispararle.
Alex se detuvo a pasar la noche en un hostal; estaba demasiado cansado para hacer todo el trayecto de regreso a Londres, y necesitaba dormir. La herida del brazo aún le escocía y el dolor de la pierna había ido en aumento. Pidió una habitación, comió algo y, tras rechazar las insinuaciones de una de las camareras, fue a acostarse. En esa lúgubre y pequeña habitación volvió a quedarse a solas con sus pensamientos y recordó el beso que se había obligado a no revivir. Tumbado en la cama se llevó la mano al tatuaje; ella lo había recorrido con delicadeza, fascinada por el dibujo. Cerró los ojos y trató de descansar.
Hacía poco que había amanecido cuando Alex se despertó y emprendió el camino de regreso a la ciudad. Antes de ir a su casa, se detuvo a visitar al abogado de la familia para preguntarle si William le había pedido que hiciera alguna gestión fuera de lo habitual. El hombre le dijo que no, pero cuando Alex ya iba a despedirse, recordó algo:
—Pocos días antes de irse, William me preguntó si conocía al coronel Casterlagh.
Alex enarcó una ceja.
—¿Y eso le pareció raro?
—En ese instante no, la verdad es que no. Le dije a su hermano —que no lo conocía y cuando le pregunté el motivo de su curiosidad, me dijo que no tenía importancia. Pero hace unos días conocí al hombre en cuestión y...
—¿Y? —insistió Alex.
—Y no me gustó. Tal vez sea una tontería, o tal vez sea culpa de ese parche tan truculento que lleva en el ojo, pero el modo en el que me habló me puso los pelos de punta.
—¿Habló con usted?
—Sí, mi esposa y yo estábamos en la ópera y fuimos a saludar al duque de Rothesay. Él fue quien nos presentó. Intercambiamos sólo unas palabras y el coronel me hizo dos preguntas.
—¿Qué le preguntó?
—Si podía recibirle un día y si estaba al tanto de que usted había regresado y que seguía con su mala vida.
—¿Usted qué le dijo?
—Le dije que a mi edad ya no podía aceptar a más clientes, y obvié responder sobre usted.
—Gracias, John —dijo Alex con sinceridad.
—Nunca me ha gustado chismorrear. Mi reputación vale mucho más que un cotilleo en la ópera.
—Estoy de acuerdo.
—Espero haberle servido de ayuda, lord Wessex. La verdad es que tampoco le di importancia a ese encuentro, pensé que, sencillamente, era un caballero sin modales, pero no me gustó en absoluto.
—A mí tampoco me gusta. Gracias por todo. —Le dio un afectuoso apretón de manos y se fue de allí.
Estaba claro que el duque de Rothesay y el coronel Casterlagh se llevaban entre manos algo muy peligroso, pero ¿quién era Mantis? ¿Uno de ellos? ¿O quizá había alguien más detrás moviendo los hilos? Alex espoleó a Casio y llegó a su casa en pocos minutos. Tenía que cambiarse y prepararse para la noche; a las ocho tenía que estar en el puerto para encontrarse con Smitty y colarse en el Noche de tormenta.