CAPÍTULO 20
Pasearon unos minutos en silencio, observando los cuadros que colgaban de las paredes y leyendo las cartulinas explicativas que había al lado. Irene se detuvo frente a un paisaje de Venecia, y Alex quiso contarle que, al natural, la ciudad de los canales era incluso más bonita que en el cuadro, pero no se atrevió. Ella parecía absorta en sus cosas y, aunque la pintura la tenía fascinada, estaba claro que algo seguía preocupándola.
—¿Has estado en Venecia? —le preguntó al fin, sin mirarlo.
—Sí —respondió Alex.
—¿Con ella? —lo dijo como si no le importara la respuesta, pero a él no se le escapó que al formular la pregunta le había temblado el labio inferior.
—No —contestó la verdad. En Venecia había estado solo. En realidad había estado solo en todas partes, pensó.
Irene no dijo nada más y se desplazó hacia el cuadro siguiente, pero sus ojos no pudieron evitar fijarse en la pintura que colgaba cerca de la puerta que comunicaba con la otra sala. Caminó hacia allá y tuvo que reprimir el impulso de levantar la mano y tratar de acariciar la tela.
—Es preciosa —dijo.
Alex respiró hondo antes de responder. El corazón le latía tan fuerte que estaba convencido de que los demás visitantes de la exposición podrían oírlo.
—Se llama San Jorge y el dragón —dijo tras carraspear. —Cuando lo vi por primera vez, pensé en ti.
Ella giró la cabeza para mirarlo y vio que lo tenía casi pegado a su espalda, con la vista clavada en el cuadro.
—Pensé en todas las veces que habíamos jugado a caballeros de pequeños. Te empeñabas en participar en justas y te negabas a hacer de princesa... hasta que cumpliste trece años, y entonces empezaste a ponerte cintas en el pelo y... —Levantó una mano como si fuera a acariciarle el recogido, pero se contuvo. —Estaba en Florencia cuando descubrí el cuadro y recuerdo que me pasé casi una hora mirándolo —sonrió, —pensando en lo fácil que parecía eso de matar dragones y lo difícil que a mí me estaba resultando.
—Inclinó la cabeza y la miró a los ojos. —¿Crees que la princesa sabe por todo lo que san Jorge ha pasado? ¿Que lo amará cuando descubra que ha tenido que matar para conseguir salvarla?
Irene apartó la vista para volver a estudiar la obra y se fijó en la princesa. No parecía ser consciente de los problemas del caballero, pero seguro que sabría recompensar aquel gesto tan heroico, pensó. Y eso era lo que iba a decirle a Alex, pero cuando lo miró de nuevo vio un brillo extraño en sus ojos, un brillo que hablaba de soledad y de tristeza.
—¿Estás bien? —Levantó la mano y le acarició la mejilla. Estaba helado y apretaba la mandíbula con tanta fuerza que ésta casi le vibraba. —¿Alex? —Movió el pulgar para acariciarle. El gesto pareció despertarle de aquel estado de trance.
—Sí, estoy bien. —Dio un paso atrás para alejarse de la mano de Irene. —Este cuadro siempre me ha hecho pensar en ti —repitió.
Irene quería preguntarle qué otras cosas se la habían recordado, quería decirle que a ella todo la hacía pensar en él, y quería exigirle que le dijera por qué no había regresado antes a Inglaterra, pero cuando iba a abrir la boca para saltar al precipicio, el saludo de unas conocidas evitó que lo hiciera.
Tras las presentaciones de rigor y un par de miradas malintencionadas, las damas se alejaron de allí y volvieron a dejados solos frente al cuadro de Paolo Uccello.
—Deberíamos haber venido con Isabella, o con Robert —dijo Irene. —Como si no tuviéramos bastante con lo que sucedió la otra noche.
Alex, que parecía haber recuperado la compostura, respondió:
—Tú ya eres mayor como para necesitar una carabina. Y nuestras familias siempre han estado muy unidas. —Se pasó una mano por el pelo, nervioso. —Además, como muy bien has dicho, después de lo de la otra noche, todo el mundo dará por hecho que estamos comprometidos. —Se agarró las manos a la espalda para que ella no pudiera ver que le temblaban. —No digo que sea así, sólo digo que seguro que es lo que todo el mundo piensa.
—Supongo que tienes razón. —Irene tenía la mirada fija en el cuadro cuando añadió: —Si yo fuera ella, lo único que querría sería estar con el caballero. Montarme en su caballo, rodearle la cintura con los brazos e irme de la cueva del dragón con él. Para siempre. —Sorprendida por las palabras que habían salido de su boca, esperó a que Alex dijera algo, y al ver que no lo hacía, suspiró: —Supongo que nunca sabremos cómo termina la historia.
Al fin y al cabo, un cuadro es sólo un instante, tal vez san Jorge resultó ser un mentiroso incapaz de cumplir sus promesas. O quizá la princesa no se merecía que se sacrificara tanto por ella.
Echó entonces a andar y, con Alex a su lado, recorrieron lo que les quedaba de la exposición.
—No sé —dijo él cuando ya estaban abandonando el museo, —quizá tengas razón y la vida de san Jorge y la princesa fuera un desastre después de que la salvara, pero estoy convencido de que él hizo todo lo que pudo por ella. —Calló un momento y la miró a los ojos. —Y ella se lo merecía. —Hizo otra pausa más larga. —Vamos, el carruaje está allí. Deberíamos regresar a tu casa.
El cochero les abrió la puerta al ver que se acercaban y ambos entraron y se sentaron. Las calles estaban muy transitadas, y el vehículo se desplazaba con lentitud. Alex tenía la mirada fija en el paisaje, mientras cerraba los puños con fuerza y apretaba la mandíbula del mismo modo que en el museo. Irene estaba sentada frente a él, fingiendo estar también muy interesada, en lo que sucedía fuera, pero sin poder dejar de pensar en el hombre que tenía delante. Uno que no parecía sacado de una columna de chismorreos, que no tenía el aspecto de un despreocupado libertino.
—Si te pregunto una cosa, ¿me dirás la verdad?
Alex tardó unos instantes en darse cuenta de que Irene había hablado.
—Siempre te digo la verdad —respondió él a la defensiva. Era cierto que no era completamente sincero con ella, pero desde el primer día se propuso no mentirle jamás.
—¿Cuando estuviste en Italia, pensaste en mí alguna vez? Aparte de cuando viste el cuadro. —Se sonrojó y contuvo la respiración.
—Sí.
Ella se quedó pensativa y Alex creyó que ya no iba a decir nada más, pero no fue así.
—Cuéntame algo que sea verdad.
—No te entiendo.
—Algo que sea verdad. Antes de que desaparecieras, yo nunca dudaba de nada, nunca desconfiaba de mis sentimientos ni de las opiniones que tenía sobre los demás —suspiró. —Desde muy pequeña, estaba convencida de que tú y yo nos enamoraríamos, como en los cuentos, y seríamos felices para siempre. Ridículo.
Alex abrió los ojos y, sin poder controlar la reacción de su cuerpo, se movió y se sentó junto a Irene.
—Cuando te fuiste, no sólo me rompiste el corazón sino que, desde entonces, ya no sé qué creer. Me he pasado todos estos años desconfiando de mis sentimientos, incapaz de saber si lo que había sentido por ti era real o sólo un encaprichamiento infantil, y durante todo este tiempo, los periódicos han llenado páginas enteras con tus aventuras en el continente. Al principio me negué a creer que pudiera ser verdad, nada de eso encajaba con el Alex que yo conocía, con el que me había jurado defenderme de los dragones. —Le resbaló una solitaria lágrima y se la secó furiosa. —Pero al final terminé por convencerme. Una no puede refutar lo que lee casi a diario, y un mes tras otro llegaba alguien que había coincidido contigo en un baile en una embajada o algo por el estilo.
Alex levantó una mano y, sin ser consciente de lo que hacía, le acarició el pelo y enredó un dedo en la cinta color malva que adornaba el extremo de su trenza.
—Y cuando ya volvía a ser yo misma, cuando me había convencido de que casándome con Richard podría ser feliz, vas y regresas y el mundo entero vuelve a tambalearse. Desde que has vuelto no sé quién eres. ¿Eres el crápula que todos dicen? Hay momentos en que pienso que sí, pero entonces me miras a los ojos, como ese día en la ópera, y el corazón me dice que no.
—Irene, mi vida —susurró él emocionado.
—No me llames así. Estaba decidida a irme de aquí, incluso había empezado a hacer el equipaje, pero mi padre me dijo que no podía marcharme sin saber la verdad. Y tiene razón. Necesito saber la verdad. Ya sé que no sientes nada por mí, eso me lo dijiste hace cinco años y no hace falta que me lo recuerdes. —Una llama verde apareció en el fondo de los ojos de Alex, pero antes de que él pudiera dar voz a ese sentimiento, ella siguió hablando: —Y sé que yo ya no siento lo mismo que sentía por ti entonces, pero... tengo que saber que puedo confiar en mí, que no me he equivocado tanto contigo. Así que, por favor, cuéntame algo que sea verdad sobre estos últimos cinco años. No hace falta que me lo cuentes todo —sonrió sin humor, —pero si quieres que seamos amigos, necesito saber algo auténtico sobre ti. —Giró la cabeza y lo miró a los ojos.
Y si Alex no hubiera estado ya enamorado de ella sin remedio, en ese instante habría sucumbido. Irene tenía los ojos brillantes por las lágrimas que se negaba a derramar y le temblaba la mandíbula, pero no ocultaba nada y se enfrentaba a él como el más valiente de los soldados.
—Te he echado mucho de menos. Muchísimo. —Se rindió a la tentación y desplazó la mano que tenía en el pelo de ella hasta su mejilla. —Me has pedido que te cuente algo que sea verdad, y no se me ocurre nada más cierto que eso. Te he echado mucho de menos. —Respiró hondo y apartó la mano. Irene se merecía que le dijera algo más que eso. Apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Si iba a contarle lo de Nicolette, no podía mirarla.
«Llevaba unos meses en Francia —prosiguió —cuando conocí a la pequeña Nicolette, la hija de mis vecinos. Era una niña preciosa y muy lista, que siempre andaba metiéndose en líos. Recuerdo que cuando la vi pensé que era muy menuda, y días después su padre me explicó que padecía una enfermedad pulmonar y que, por tanto, tenía una constitución delicada. Nicolette venía a mi casa cada día. Le enseñé a jugar al ajedrez y ella, a cambio, me invitó a tomar el té con sus muñecas. Le encantaban las leyendas del rey Arturo y, siempre que podía, iba a verla para contarle una. Llegó el invierno y su estado empeoró. Vivian y Luc, sus padres, hicieron todo lo posible, pero una semana después de Navidad, la niña murió. —Abrió los ojos y vio que Irene lo estaba mirando. —El día anterior había estado con ella, contándole lo que nos sucedió aquel día que William y James se escondieron en las ruinas. Se rió tanto... Y al día siguiente estaba muerta. Durante estos cinco años te he echado mucho de menos, pero jamás tanto como aquella noche.
—Alex...
Él no la dejó terminar, sino que reaccionó como un león herido y la abrazó con todas sus fuerzas. Durante unos segundos, temió que lo apartara, pero Irene lo rodeó con los brazos y le acarició la nuca con ternura. Pero esa caricia no era suficiente para calmar el dolor que le desgarraba el alma cada vez que pensaba en lo injusto que era el destino. Un destino que permitía que niñas como Nicolette murieran por culpa de una estúpida guerra que impedía que el medicamento que necesitaba se hallara en el país, un destino que había permitido que William muriera en un absurdo campo de batalla y que a él lo había mantenido alejado de la única mujer a la que amaría jamás.
La besó, con fuego y con desesperación. Los labios de Irene eran lo único que podían tranquilizarle. Le había dicho que ya no sentía lo mismo por él que cinco años atrás, que ya no lo amaba, y saber eso casi le destrozó el corazón. Alex seguía amándola, nunca había dejado de hacerlo, pero si lo único que podía conseguir de ella era su pasión y sus besos, iba a conformarse con ello. Si lograba salir vivo de su enfrentamiento con Mantis, ya encontraría el modo de volver a conquistarla, de convencerla de que podía hacerla feliz. Mientras, se conformaría con cualquier cosa que Irene quisiera darle. Los besos que habían compartido desde su regreso habían sido maravillosos, pero ése terminaría por hacerlo estallar. Tal vez fuera porque estaban en el interior de un carruaje que parecía empequeñecerse por momentos, o porque ella respondía a sus caricias con un ardor hasta entonces desconocido, o quizá porque Alex ya no podía resistir más.
Sus labios se negaban a abandonar los de Irene, se aferraban a ellos como si de eso dependiera su propia existencia. Deslizó la mano que había enredado en su pelo por la espalda de Irene y, al llegar a la cintura, la estrechó contra él hasta tenerla entre sus brazos, sentada en sus rodillas. Así acunada, la apoyó en el respaldo y apartó la mano para dirigida hacia su escote. Tenía que tocarla. Llevaba años soñando con ella, se había imaginado sus curvas en todos y cada uno de sus sueños, las había dibujado con las manos y ahora necesitaba saber lo infinitamente superior que era la realidad. Le temblaban los dedos al deslizarlos por la tela, y al sentir que Irene no se apartaba de la caricia, decidió arriesgarse y tocar la piel desnuda. Ella suspiró y tembló, pero siguió sin apartarse, así que Alex empezó a desabrochar los lazos del vestido.
Cuando sintió que se habían aflojado lo suficiente, deslizó la mano por debajo de la tela y le envolvió el pecho con la palma. Irene se apartó de golpe y tensó la espalda, pero él volvió a capturar sus labios con un beso y ella volvió a derretirse entre sus brazos. Alex no pudo evitar gemir de placer al sentir cómo el pecho se excitaba bajo sus dedos y, de pronto, la necesidad de que lo tocara fue insoportable. Sintió las inseguras manos de ella recorriéndole la solapa de la chaqueta, y, dado que su cerebro había dejado de funcionar con el primer beso, de sus labios escaparon sus más secretos anhelos.
—Tócame —susurró, con una voz tan gutural que estaba convencido de que ella o no le oiría o no le entendería; pero sí lo hizo.
Fue una verdadera tortura sentir cómo los dedos de Irene dibujaban cada botón de su camisa hasta detenerse encima de la cinturilla del pantalón. Creyó que ella no iba a seguir, y Alex estaba ya en el cielo, pero cuando esa mano se deslizó hasta su erección, se precipitó hacia el infierno. Los dedos de Irene recorrieron su duro sexo con timidez, casi sin atreverse a tocarlo, pero cuando las caderas de Alex, en un acto reflejo, se levantaron en busca de más, ella lo sorprendió de nuevo y lo acarició con todas sus fuerzas.
—Más, por favor —suplicó él, apretando los dientes para tratar de recuperar algo de control. —Por favor.
Antes de escuchar ese «por favor» Irene iba a apartarse, a abofetearle incluso, a pesar de que el beso y las caricias le habían llegado al alma, pero esas dos palabras habían bastado para derribar los muros que se había obligado a levantar alrededor de su corazón para protegerse de Alex. Si era sincera consigo misma, tenía que reconocer que estaba enamorada de él desde que tenía uso de razón, y por muchos lord Crompton que conociera a lo largo de su vida, ninguno conseguiría hacerle sentir jamás lo que sentía estando con Alex. Verle tan alterado, tan fuera de sí, la hacía sentir poderosa, como si la humillación que había sufrido cinco años atrás, al confesarle su amor, no fuera tan grave. Que pudiera reducirlo a aquel estado significaba que Alex no era ni mucho menos tan indiferente como había pretendido aquel día. Pero ¿se atrevería a tocarle como él deseaba? Apartó la cara un instante para poder mirarle y vio que tenía los ojos cerrados con fuerza, la respiración entrecortada, y que apoyaba la frente contra su hombro para poder besarla en el cuello. Sintió cómo le recorría la piel con la lengua y cuando la deslizó por encima de su pulso, la mordió con delicadeza. Irene se estremeció y supo la respuesta. Sí. Con el único objetivo de conseguir que Alex no pudiera olvidarla jamás, deslizó la mano por su dura entrepierna y sintió cómo vibraba. Él parecía haber perdido el control por completo y no dejaba de besarle el cuello y el hombro mientras con la mano le acariciaba los pechos por debajo del vestido.
Guiada sólo por su instinto, Irene levantó la mano y trató de tirar de la camisa de él para poder tocar su piel desnuda. Alex debió de notar que en esa posición no podía hacerlo y, con un movimiento brusco, él mismo se sacó la camisa de los pantalones. Ella no perdió ni un segundo, llevaba años soñando con sentir el tacto de su abdomen. Se lo había imaginado mil veces de un millón de maneras distintas, y nada era comparable con aquella mezcla de acero y terciopelo que por fin podía sentir bajo sus dedos. Lo que más le sorprendió fue que, a pesar de los temblores que recorrían todo el cuerpo de Alex, su piel estaba ardiendo. Con los dedos, dibujó la línea de vello que conducía a su ombligo, pero fue incapaz de abrir los ojos para mirarlo. Todo aquello tenía que ser un sueño y si abría los ojos, la realidad se interpondría entre los dos.
—Mi vida —repitió él junto a su oído para luego besarle la mandíbula, el pómulo, hasta alcanzar de nuevo los labios que había tenido olvidados durante unos minutos. —Te necesito.
Irene le devolvió el beso sin entender muy bien lo que necesitaba Alex, pero consciente en lo más profundo de su ser de que, fuera lo que fuese, sólo ella podía dárselo. Sus lenguas se acariciaron, imitando los movimientos que otras partes de su cuerpo ansiaban poder hacer. La mano con la que él la sujetaba por la cintura estaba temblando, y con la otra seguía tocándole el pecho, como si fuera una delicadísima pieza de orfebrería. Alex se había quedado inmóvil durante unos segundos, disfrutando de sentir al fin los dedos de Irene en su piel, pero sus caderas volvieron a moverse y ella lo dejó sin respiración al deslizar aquellos maravillosos dedos dentro de su pantalón.
Alex volvió a quedarse inmóvil. No podía permitir que Irene lo tocara de aquel modo. No estaba bien. Pero todos sus sentidos le gritaban que, aunque fuera sólo una vez, querían sentir aquella dulce tortura. Le sujetó la muñeca con la mano y apoyó de nuevo la frente contra su hombro.
—No —dijo entre dientes sin soltarla, aunque tampoco la apartó.
Ella seguía con los ojos cerrados, y lo imitó y recostó la frente contra su pecho.
—Alex —tragó saliva, —no sé qué estoy haciendo, pero... —Se sonrojó y quiso morirse de vergüenza.
—¿Pero? —preguntó él.
—Pero desde que has vuelto, el único momento en que he creído ver al Alex que yo recordaba es ahora.
A él el corazón le latía tan descontrolado que creía que iba a salírsele del pecho. Respiró hondo y apartó la cabeza para poder mirarla.
—Irene, mírame. —No siguió hablando hasta que ella cumplió su petición: —¿Qué es lo que me estás pidiendo?
—No lo sé. —Se mordió el labio inferior. —Pero necesito saber que no eres el frío seductor que describen los periódicos. —Vio cómo le temblaba la mandíbula y añadió. —Necesito saber que eres vulnerable, que yo te afecto tanto como tú a mí.
Alex cerró los ojos y le dio un cariñoso beso en los labios. Luego le besó la mejilla, el cuello y volvió a descansar la frente en aquel hueco que parecía hecho sólo para él. Irene creía que iba a levantarla en brazos para apartarla, pero entonces sintió que le deslizaba la mano por dentro de sus pantalones. No sabía qué hacer. Como cualquier chica inglesa que se preciara, había visto las esculturas de los museos, y un par de amigas ya casadas le habían contado intimidades, pero al sentir su erección bajo los dedos se quedó helada. Y al mismo tiempo se derritió por dentro.
Él seguía rodeándole la muñeca, pero entonces la soltó y colocó los dedos encima de los suyos para guiar sus movimientos. La respiración se le fue acelerando, e Irene podía sentir las inhalaciones junto a su oído. Seguía besándole el cuello, mientras la mano que tenía en su cintura se aferraba a ella con tanta fuerza que seguro que le quedarían unas pequeñas marcas. Jamás se había sentido tan poderosa, tan deseada. Los dedos de Alex abandonaron los suyos y la dejó a su albedrío. Irene no estuvo ni tentada de apartarse; el sexo de Alex temblaba bajo sus caricias y él estaba completamente rendido a sus pies. Buscando, necesitando hacer algo más, Irene levantó un poco la cabeza y besó a Alex en la garganta, justo debajo de la barbilla, y ese beso fue la chispa que faltaba para que toda la pasión estallara. Rápido como un rayo, él le sacó la mano de dentro de los pantalones, se abrazó a ella con fuerza y le dio un beso rendido y emocionado. Sus caderas no dejaron de moverse hasta pasado un rato y luego, mientras las olas de deseo abandonaban por fin su cuerpo, la besó.
El carruaje se detuvo.
Alex la levantó de encima de su regazo y la colocó con cuidado a su lado. Sin mirarla a los ojos, se colocó la camisa por encima del pantalón, tapando así las pruebas de su pérdida de control. Irene tampoco se veía capaz de mirarle. Seguro que si sus ojos se encontraban él vería que ella le había mentido al decirle que ya no sentía lo mismo que cinco años atrás.
—¿Estás bien? —le preguntó Alex.
Irene afirmó con la cabeza sin decir nada.
—No debería haber permitido que las cosas llegaran tan lejos. Te pido perdón.
Esas palabras consiguieron que ella se atreviera a mirarle.
—No tienes que pedir me perdón. He sido yo quien ha insistido.
—Ya, pero no tendría que haberte hecho caso —afirmó él, guardando el pañuelo con el que había intentado asearse un poco. —Se supone que un hombre de mi experiencia no debería comportarse como un chico de quince años.
—¿Te arrepientes? —preguntó Irene antes de poder morderse la lengua.
Él la miró a los ojos y con esa mirada trató de entregarle otro pedazo de su alma. Pasados unos segundos, respondió:
—No. Jamás podría arrepentirme de haber estado contigo —dijo mientras cogía la cinta malva que se había caído del pelo de Irene y la guardaba en el bolsillo sin que ella lo viera.
—Yo tampoco —confesó la muchacha, regalándole una sonrisa.
Y, de repente, todo pareció menos grave.