2
Distrito central, Beirut, Líbano
—¿Qué ha salido mal? Y no me cuentes gilipolleces. Estás en la cuerda floja, Carrie —le advirtió Davis Fielding al tiempo que se frotaba las manos como si tuviera frío. Se hallaban en la oficina de Fielding, ubicada en el anticuado edificio de la calle Maarad, cerca de la plaza Nejmeh, con su icónica torre del reloj. Allí, la delegación de Beirut mantenía una empresa tapadera, la Middle East Maritime Insurance, tan sólida que realmente vendía pólizas de seguros.
—Dímelo tú. Ruiseñor fue idea tuya. Dima era tu agente. Yo simplemente la heredé —respondió Carrie restregándose los ojos. Se sentía cansada, sucia, con la misma ropa del día anterior. No había dormido más que unas cuantas horas en el sofá de la sala de estar de Virgil tras pasarse la noche dando vueltas por Beirut buscando a Dima.
—No me cargues a mí con esa mierda —bramó Fielding—. Ella era tu chica. Estaba a tus órdenes. Tú me hablaste de Ruiseñor y yo aprobé un acercamiento. Eso es todo. Sólo había que meter la punta del pie en el agua. Nada más. ¡Y, cuando quiero darme cuenta, unos presuntos asesinos te están persiguiendo por toda la maldita Beirut y tú los conduces directamente a la puerta de nuestro refugio! Has puesto en peligro nuestra posición aquí, que, como sabes, es más que delicada —dijo tamborileando con el dedo índice sobre el escritorio.
—Yo no los conduje a ninguna parte —protestó Carrie mientras pensaba: «¿Por qué no lo entiende?». Fielding debería haber estado dándole palmaditas en la espalda por haber escapado. ¿Cómo podía ser tan corto?—. Escapé. Estaba limpia. Abandoné un coche en el Crowne Plaza y me marché limpia al ciento por ciento, pero, para estar completamente segura, me pasé una hora en el centro comercial, dando varias vueltas a la manzana, haciendo el mismo recorrido al revés, hice de todo. No había nada. Ni en coche, ni a pie, ni electrónico, ni con un telescopio a treinta kilómetros de distancia. Será mejor que lo aceptes, Davis. Tenemos una brecha de seguridad.
—Y una mierda. Tú la jodiste y ahora corres a cubrirte las espaldas. Te lo advertí, Mathison. Aquí rigen las reglas de Beirut. En fin, repasémoslo todo de nuevo. En primer lugar, ¿dónde está Dima?
—Ni idea. Después del fiasco del contacto y, luego, la irrupción en el refugio, me pasé la mitad de la noche buscándola. En lugar de gritarme, ¿por qué no consideras la posibilidad de que Dima podría estar jugando a dos bandas? A lo mejor me tendió una trampa. Porque, de no ser así, ¿cuándo te volviste tan confiado?
—Ni siquiera sabemos si te tendieron una trampa. Quizá te asustaste porque Ruiseñor no comprendió cuál era el lugar del contacto. Tal vez se guiara por la hora libanesa. Tal vez estuviera borracho. Joder, Carrie, se suponía que iba a ser un vuelo de reconocimiento, nada más. Echarle una ojeada; dejar que les echara un vistazo a tus tetas y fijar el encuentro siguiente. Te entró el pánico, admítelo —replicó Fielding, con la cara tan colorada como Santa Claus, pero los ojos tan fríos y azules como el hielo.
—No es verdad. Tú no estabas allí. Yo sí. Me hizo señas —saltó ella repitiendo el gesto para mostrárselo—. ¿Se supone que es un alto agente de inteligencia y le hace señas a un contacto que no conoce para que se acerque como si fuéramos amas de casa en el parque? ¿Estás de broma?
—Quizá sea así como lo hacen en la DGS. Quizá creyó que no lo habías entendido. Eres una mujer, por el amor de Dios. Ningún hombre de Oriente Medio te tomará en serio. Y teniendo en cuenta la noche pasada, probablemente tengan razón.
Carrie sintió latir su corazón con fuerza. ¿Qué estaba pasando? Había habido un fallo grave que casi había hecho que la capturaran o que la mataran. Fielding debería haber estado apoyándola, no dándole por saco.
—Había dos hombres en una camioneta y cuatro en un Mercedes. ¡Intentaron secuestrarme, maldita sea! Me dispararon. Mira. —Le mostró la costra de la pierna, allí donde el pedazo de acera la había lastimado.
—Sí…, ¡y después los llevaste derechitos al refugio, el cual, hasta donde llego yo, era para ellos el objetivo de la operación! —espetó Fielding—. Esto va a constar en tu 201 —añadió refiriéndose al expediente de personal que la CIA le abría a cada empleado—. No esperes lo contrario.
Carrie se puso en pie.
—Escucha, Davis —dijo intentando controlarse—, aquí pasa algo gordo. ¿No se te ha ocurrido preguntarte por qué querían a un agente de operaciones de la CIA cuando, si Ruiseñor era un agente doble, podrían habernos endilgado basura durante años y nos la habríamos tragado como cerdos en un comedero? Pregúntatelo.
—Siéntate —le ordenó bruscamente él—. ¿Adónde crees que vas? No he terminado contigo.
Carrie se sentó. En su interior, temblaba de ira. Le habría arrancado los ojos de lo furiosa que estaba. Ella era tan fuerte, tan poderosa. Dios santo, ¿iba a sufrir uno de sus vuelos? Notaba que empezaba a perder el control. Estaba a punto de matarlo. «Contrólate, Carrie. Puedes hacerlo».
—Dima organizó el contacto. Tenemos que tenerla en cuenta —observó con prudencia, tratando de resistir.
—¿Y su teléfono móvil?
Ella negó con la cabeza.
—Nada tampoco en el buzón.
Para los contactos de emergencia con Dima, Carrie utilizaba el hueco de un árbol de Sanayeh Park. Cuando había ido hasta allí en plena noche después de rastrear los clubes, el hueco estaba vacío. Había dejado una marca de tiza en una rama, indicando que Dima debía ponerse en contacto con ella cuanto antes, pero había tenido el mal presentimiento de que no iba a tener noticias suyas.
—¿Dónde más miraste?
—En el Le Gray, el Whiskey, el Palais, en su casa… Y no tienes que decírmelo: tuve cuidado… en todas partes. Nadie la ha visto. Forcé la cerradura de su apartamento. No había estado en casa. Parecía como si no hubiera pasado por allí en un par de días.
—De modo que se ha ido a vivir con el último tío bueno de Riad con dinero contante y sonante en el bolsillo, ¿y qué?
—O la están torturando, o ya está muerta. Ha habido una violación de la seguridad, Davis. No puedes ignorar esa posibilidad.
—Eso es lo que dices tú —replicó él, mordiéndose el labio—. ¿Qué más?
—En el refugio no había nadie —lo informó Carrie—. ¿Por qué?
—Presupuesto. Los que cuentan las alubias en Washington. —Se encogió de hombros—. Gobiernan el universo. Tuvimos que recortar. Así que, según tú, estabas limpia. Te persiguieron. Escapaste. ¿Nadie te siguió hasta Achilles? ¿Y qué me dices de esa señora mayor que te proporcionó el coche? —Juntó las puntas de los dedos índices mientras la atravesaba con sus ojos azules—. Le entrega su coche a una total desconocida. ¿Por qué habría de hacer algo así?
Carrie tragó saliva.
—Era una buena persona. De mujer a mujer. Se dio cuenta de que tenía problemas. —«Se percató de que estaba desesperada», pensó.
—O a lo mejor era una de los suyos y les dijo dónde encontrarte. O eso, o la convencieron —hizo un gesto como si estuviera arrancando una uña.
«¿Está loco? —se dijo Carrie—. ¿De dónde ha sacado esa mierda?».
—La mujer no tenía ni idea de adonde me dirigía. Le comenté que le dejaría el coche en el Crowne Plaza y eso fue lo que hice. No sabía nada de la ubicación de Achilles.
—No, pero, como todo el mundo en Beirut, sabía que el Crowne está en la calle Hamra, así que el lugar al que ibas no podía estar muy lejos. Sólo tuvieron que peinar exhaustivamente la zona. Cincuenta observadores entre la multitud del viernes por la noche y tú no viste ni uno. —Negó con la cabeza, indignado—. La única aficionada en todo este ridículo fiasco se encuentra sentada frente a mí.
—No me lo puedo creer. ¿Consigo escapar de una trampa mortal de Hezbolá y resulta que es culpa mía? —espetó Carrie volviendo a levantarse. Sentía náuseas. ¿Qué pasaba? ¿La estaba despidiendo?—. ¿Qué es lo que estás diciendo? ¿Preferirías que hubiera muerto o que me hubieran apresado?
—Te estoy diciendo que has terminado aquí. No cabe la menor duda de que estás comprometida y, por tu culpa, tendremos que buscar un nuevo refugio.
—¿Y mis agentes? Ellos cuentan conmigo —declaró, mientras el latido de su corazón redoblaba en su cabeza como un tambor. Era la primera vez que la despedían. Era la sensación más espantosa que hubiera experimentado nunca.
—Por ahora, yo me ocuparé de Dima y del resto de tus informadores. Tú has terminado. Habla con Carol para hacer los preparativos y que se encargue de tu vuelo de vuelta —le indicó—. Yo llamaré a Berenson. Para empezar, fue él quien te colocó aquí.
—Así que se acabó… Con todo lo que he trabajado y ¿me voy por algo que no es culpa mía?
—Vete a hacer las maletas, Carrie. Te mando de regreso a Langley. Tal vez ellos puedan encontrar algo útil para ti. No todo el mundo tiene madera para ser agente de campo.
—Estás equivocado, Davis —terció ella con la mandíbula apretada, sabiendo que estaba malgastando el aliento—. No me siguieron. Tenemos una fisura en la seguridad. Tienes que comprobarlo.
—Lo investigaremos —repuso él despidiéndola con un movimiento de la mano y cogiendo el teléfono.
De camino al aeropuerto, Virgil Maravich abandonó la carretera de el Asad en la rotonda del bulevar el Sader. No dejaba de mirar de reojo a Carrie, ataviada con una abaya negra que la cubría de la cabeza a los pies.
—No debería estar haciendo esto —le dijo—. Por no mencionar que Dahiyeh no es precisamente el lugar más seguro del mundo para los forasteros.
Tenía razón, pensó Carrie. Dahiyeh, situado en la zona sur de Beirut, era pobre, chií, y estaba controlado por milicianos de Hezbolá armados hasta los dientes que podían detenerte en cualquier intersección. Mientras viajaban, encontraron aún numerosos edificios bombardeados y solares vacíos llenos de hierbajos y escombros a consecuencia de antiguos ataques israelíes y de la larga guerra civil.
—Te lo agradezco —replicó ella agitando la cabeza—. ¿Qué problema tiene?
—¿Fielding? —Virgil sonrió—. Pertenece al grupito de enchufados, ¿no lo entiendes? Conoce las reglas. Tenía que rodar una cabeza por Ruiseñor y por la brecha en la seguridad de Achilles. Te echa la culpa a ti, y así él queda libre de responsabilidad.
—Es repugnante —manifestó Carrie mirando a Virgil. Alto, delgado, calvo en la coronilla, lo había conocido durante su primera misión de vigilancia en Beirut. Entonces, al igual que ahora, habían estado hablando de Fielding.
«¿Te soltó su discurso sobre “las reglas de Beirut”? Un error y te matan, y luego se van a celebrar una fiesta. Gilipollas…», le había dicho aquella primera vez con una sonrisa. Había sido Virgil quien le había sugerido la idea de llevar una alianza de boda cuando salía de noche o acudía a una cita. «Tu vida sexual no es asunto mío —le había comentado—. Pero, a menos que quieras que sea asunto de todo el mundo o que te guste que te manoseen, en esta parte del mundo es una buena idea dejar que los hombres piensen que perteneces a otro hombre, ya que así es como lo ven ellos. Romper eso es un tabú mayor que la violación. Al menos, el anillo te da la posibilidad de elegir».
Virgil nunca la había atraído. No sabía qué le parecía ella a él y nunca había permitido que la situación se planteara. Estaba casado pero no hablaban de ello. No tenía nada que ver con ella. Eran compañeros de trabajo, camaradas de trinchera. Carrie lo respetaba. Creía que él pensaba lo mismo de ella. Aunque ella hubiera querido, ambos sabían que el sexo no haría más que estropear las cosas, y la verdad era que habían acabado confiando el uno en el otro.
—Bienvenida a la verdadera CIA —dijo Virgil con una mueca. Tenía la típica actitud desdeñosa que la mayoría de los agentes especiales mostraban hacia los trabajadores de cuello blanco de Langley—. No necesitamos espías enemigos. Nuestra organización tiene su propia fosa séptica. Siento que te hayas visto atrapada en ella.
Viajaron hasta el distrito de Ghobeiry, donde tomaron callejones llenos de niños que jugaban pateando unas latas y usando palos a modo de pistolas, así como hombres que se entretenían jugando a tawla, una especie de backgammon, y tomaban té frente a las fachadas de las tiendas. En los muros laterales de los edificios había pintados gigantescos rostros de mártires, la mayoría hombres barbudos tan jóvenes que sus barbas parecían postizas, y banderas verdes y amarillas de Hezbolá colgaban por todas partes como ropa tendida.
Antes de haber estado nunca en el Líbano, Saul le había dicho: «Beirut es como Estambul. Está en dos continentes. El norte de Beirut es París con palmeras. Dahiyeh es Oriente Medio».
—¿Dónde has quedado con ella? —inquirió Virgil.
—En el supermercado —contestó Carrie—. No le resulta fácil escabullirse.
—¿Cómo quieres hacerlo?
—Tú te quedas en el coche, con el motor en marcha por si tenemos que escapar. Si alguien te pregunta, eres mi guardián masculino.
—Bueno, no dejes que nadie se te acerque demasiado. Con ese careto irlandés-americano tuyo, ni con la abaya y el velo engañas a nadie —repuso él dirigiéndole una sonrisa.
—Gracias, Virgil. Te lo agradezco mucho. Tú siempre me apoyas. —Lo miró—. ¿Por qué?
Él le lanzó una mirada. La abaya, el hiyab que llevaba, era extraña.
—¿De verdad quieres saberlo?
—Sí, de verdad.
Virgil asintió con la cabeza.
—No se lo digas a nadie, pero eres la persona más inteligente que tenemos aquí, maldita sea. Ah, y además estás de buen ver. No me extraña que Fielding no pueda verte ni en pintura. Hazme un favor.
—Lo que quieras.
Avanzó por la estrecha carretera colina arriba. Cuatro jóvenes con fusiles de asalto AK-47 que estaban fumando unas pipas de agua en el exterior de un café shisha los observaron circular despacio frente a ellos mientras Carrie se cubría el rostro con el niqab al pasar.
—Esto es un disparate —murmuró Virgil mirando a su alrededor.
—Tengo que hacerlo. Confía en mí. No puedo dejarla tirada.
—Sólo quiero una cosa: no te pases. En cuanto hayas terminado tengo que llevarte al aeropuerto, son órdenes de Fielding.
—Me daré prisa.
—Eso espero —repuso él al tiempo que torcía por un estrecho callejón con unos sacos terreros amontonados frente a una mezquita de color arena—. No sé cuánto durará aquí el felpudo de bienvenida —añadió lanzando rápidas miradas a su alrededor.
Carrie asintió. Tenía que correr el riesgo. De todos sus agentes, Fatima Ali, cuyo nombre en clave era «Julia» —porque Carrie y ella se habían conocido en un cine y después, hablando, Fatima le había confiado que le encantaban las películas norteamericanas y que era una gran fan de la estrella de cine Julia Roberts—, era aquella a la que más próxima se sentía. Bajo la abaya y el niqab, Julia era una mujer bonita de cabello oscuro y extremadamente inteligente cuyo marido, Abbas, la maltrataba sin cesar porque padecía una dolorosa endometriosis que le impedía tener hijos.
Le pegaba casi a diario, la llamaba sharmuta —«ramera»— y le decía que era un pedazo inútil de khara sin hijos, y una vez la había golpeado tan violentamente con una cruceta que había tenido que arrastrarse hasta el hospital con seis huesos rotos, incluidas una tibia destrozada, una fractura de cráneo y la mandíbula hecha pedazos. Abbas había tomado una segunda esposa, una adolescente con los dientes mellados, y cuando ésta se quedó embarazada, subordinó a Julia a la muchacha y permitió que la abofeteara y se riera cada vez que hacía algo que no le agradaba.
Julia no podía abandonar a su marido porque era comandante de Harakat al-Mahnum, la brigada de la Organización de los Oprimidos, que formaba parte de Hezbolá. Si lo dejaba, iría tras ella y la mataría. Las películas eran su única vía de escape. Lo único que Carrie tuvo que hacer para reclutar a Julia fue escucharla. Ahora la estaba dejando sin cuerda salvavidas. Por lo menos tenía que advertirle cara a cara.
Virgil entró en un estacionamiento sin asfaltar situado tras un pequeño supermercado. Mientras Carrie salía del coche, sacó una automática Sig Sauer y le pidió:
—Date prisa. Me parece que por aquí van mejor armados que yo.
Ella asintió y, mientras entraba en el supermercado, oyó el altavoz de una mezquita próxima emitir la llamada a la oración del Dhuhr de mediodía, lo que la conmovió de un modo inesperado. Iba a echar de menos Beirut.
Cogió un cesto y se dirigió a la sección de alimentos no perecederos. Julia, también ataviada con abaya y velo, estaba examinando una caja de Poppins, unos populares cereales para el desayuno libaneses. Carrie metió también una caja de Poppins en su cesto.
—Me alegro mucho de verte —le dijo en árabe—. ¿Cómo están tu marido y tu familia?
—Bien, Alhamdulillah —«gracias a Dios», respondió Fatima haciéndose a un lado, mientras lanzaba rápidas miradas a su alrededor—. ¿Qué ha pasado? —susurró.
Carrie le había dejado una nota con una sola palabra, ya’ut, «rubí» en árabe, su código para contactos de emergencia, bajo una maceta del cementerio musulmán próximo al bulevar Bayhoum. El marido de Julia controlaba todas sus llamadas y sus correos electrónicos. Ese buzón era el único modo de comunicarse con ella.
—Me mandan fuera de Beirut. Otra misión —murmuró Carrie mientras fingían comprar juntas.
—¿Por qué?
—No te lo puedo decir. —Tomó la mano de Julia y ambas caminaron de la mano como niñas—. Te echaré de menos. Ojalá pudiera llevarte conmigo.
—También a mí me gustaría —repuso Fatima, apartando la mirada—. Tú te vas a la Norteamérica de verdad, pero para mí es como en las películas. Un lugar inventado.
—Te juro que volveré.
—¿Qué sucederá conmigo?
—Te asignarán a otra persona. No a mí. —Los ojos de Julia se llenaron de lágrimas. Sacudió la cabeza y se secó los ojos con la manga—. Serán buena gente. Te lo prometo —le aseguró Carrie.
—No, no lo serán. No hablaré con nadie que no seas tú. Tendrán que mandarte de vuelta.
—Tienes que escucharme —le dijo Carrie—. No lo harán.
—En tal caso, inshallah —«si Dios quiere»—, no obtendrán de mí ni una palabra más.
—Si hay una emergencia, usa el cementerio. Haré que alguien controle el buzón —musitó.
—Tengo que decirte algo. —Julia miró a su alrededor para asegurarse de que nadie las escuchaba y atrajo a Carrie hacia sí—. Va a haber un ataque contra Estados Unidos. Uno grande.
—¿Cómo lo sabes?
Los ojos de Fatima se movían veloces, como los de un animal atrapado. Dio unos cuantos pasos y mediante una seña le indicó a Carrie que la siguiera. Atisbó desde la esquina del pasillo para asegurarse de que no había nadie en las proximidades.
—Oí a Abbas hablar por su móvil especial. El que sólo utiliza cuando es importante —susurró.
—¿Con quién hablaba?
—No lo sé. Pero, por su gesto y por la forma en que escuchaba, era alguien de importancia.
—¿Y qué me dices del ataque? —inquirió Carrie en voz baja—. ¿Algún detalle? ¿Hora? ¿Lugar? ¿Método?
—No creo que se lo dijeran. Ni siquiera estoy segura de que fuera Hezbolá. Pero será pronto.
—¿Cómo de pronto?
—No lo sé. Pero Abbas dijo «khaliban zhada», ¿entiendes?
—Comprendo— replicó Carrie. «Muy pronto». Se acercó más al oído de Fatima—. ¿Alguna idea de su importancia o de dónde va a ser? Ella negó con la cabeza.
—Pero Abbas añadió «Allahu akbar». —«Dios es grande», tradujo Carrie automáticamente—. Es algo que decimos de continuo. —Julia se encogió de hombros—. Pero fue la forma en que lo dijo… No sé explicarlo, pero me asustó. Ojalá pudiera serte de más ayuda. Va a suceder algo terrible.
—Esto supone una gran ayuda, de verdad. ¿Estás bien?
—No. —Volvió a mirar a su alrededor—. Tengo que irme. Alguien podría vernos.
—Lo sé. Shokran. —«Gracias». Carrie le apretó la mano—. Yo también tengo que irme. Ten cuidado.
—Carrie —dijo Fatima—. Tú eres mi única amiga. Piensa en mí. De lo contrario, me parece que estoy perdida para siempre.
Se oyó sonar una bocina en el exterior. Virgil. Carrie cogió la mano de Fatima y se la llevó a su propia mejilla.
—Yo también —le aseguró.