5
Alexandria, Virginia
—¿Cuándo comenzó? —le preguntó su hermana mayor, Maggie.
Estaban sentadas en el todoterreno de Maggie, cerca de la estación de metro de Van Dorn, no lejos del centro comercial Landmark de Alexandria. Habían quedado allí en lugar de en el trabajo de Maggie o en su casa para que nadie las viera. Maggie era la única persona de su familia que sabía que trabajaba para la CIA.
—Anoche —respondió Carrie—. Lo sentí llegar un poco antes, pero empezó de verdad anoche. Probablemente los margaritas lo empeoraron —añadió.
—¿Por qué no me llamaste antes?
—Estaba trabajando. Algo importante.
—¿Sin pausa? ¿Sin dormir? ¿Casi sin comer, ni siquiera comida china o unas cuantas galletitas saladas?
—Bueno, estaba en mi despacho. Escarbando en algo interesante. No quería parar.
—Venga ya, Carrie. Sabes perfectamente que, en tu caso, todas esas cosas son síntomas prodrómicos. Eres mi hermana y te quiero —declaró, apartándole a Carrie el cabello de los ojos—, pero me gustaría que dejaras que te pusiera en tratamiento. Podrías llevar una vida normal. De verdad.
—Mag, ya hemos hablado de esto antes. En cuanto me ponga en tratamiento, ya sea contigo, ya con un loquero, o si una receta queda registrada, perderé mi identificación de seguridad. Me quedaré sin trabajo. Y dado que, como ambas sabemos, o al menos eso me has dicho tú con bastante frecuencia, no tengo una vida personal, eso no me deja nada más.
Maggie la miró entornando ligeramente los ojos para protegerse del sol que incidía sobre la ventanilla del coche. El tiempo era bueno, desacostumbradamente cálido para estar en marzo. La gente que se dirigía a su coche llevaba la chaqueta abierta o iba incluso a cuerpo.
—Quizá deberías hacer otra cosa. Eso no es vida. Estamos preocupados por ti. Papá, yo, las niñas.
—No empieces. Además, papá no cuenta. Menudo uno para hablar de «normalidad».
—¿Cómo te va con el litio?
—Lo odio. Me deja como tonta, aletargada. Es como si mirara el mundo a través de un cristal grueso. Un cristal grueso y sucio y con veinte puntos de cociente intelectual menos. ¿He dicho grueso? Me quedo como una zombi. Lo detesto.
—Por lo menos eres coherente. Cuando te vi anoche no lo eras. Dios mío, Carrie, no puedes seguir así.
—Sabes que en…, allí donde estaba me encontraba bien. Podía conseguir todos los medicamentos que quería. La clozapina me va de maravilla. Funciono. Soy una persona normal. Te sorprenderías. De hecho, soy muy buena en lo que hago. Consígueme una gran provisión de clozapina y seré la tía Carrie y todo el mundo será feliz. A las chicas les encantará. —Maggie tenía dos hijas pequeñas, Josie, de siete años, y Ruby, de cinco.
—Si piensas que automedicarte, que conseguir todas las medicinas que quieras, es una buena costumbre, estás más loca de lo que crees.
Carrie le puso una mano en el brazo a su hermana.
—Lo sé. Sé que tienes razón. Mira, soy consciente de que no te gusta o que no entiendes mi trabajo, pero es importante. Créeme, tus hijas y tú dormís más seguras en vuestras camas por la noche gracias a lo que hago yo. Tienes que ayudarme. Nadie más puede hacerlo. De lo contrario, estoy vendida.
—¿Tienes idea del riesgo que corro? Podría perder la licencia. Ya es bastante arriesgado hacer recetas para papá. Pero al menos él está en tratamiento. Me coordino con su psiquiatra. Entre la terapia y mi seguimiento, lleva ya bien un par de años. Deberías pasar un poco de tiempo con él. Sé que le gustaría. No notarías que ha tenido un problema.
—Díselo a mamá —replicó Carrie.
Ambas guardaron silencio. Ése era un agujero negro familiar. La herida que no se cerraba nunca. Su madre, Emma, había desaparecido.
—Si no puedo conocer a tu padre, ¿qué me dices de tu madre? —le había preguntado una noche en la cama John, el profesor, su amante de Princeton.
—No sé dónde está.
—¿Qué quieres decir con que no sabes dónde está? ¿Ha fallecido?
—Eso tampoco lo sé.
—No lo entiendo.
—Eso es lo único que sí sé. Yo sí que lo entiendo.
—Bueno, explícamelo y entonces ya seremos dos —repuso él.
—Se marchó. Sin más. Un día dijo que iba al CVS. A la farmacia. Que volvería en seguida. Nunca volvimos a verla.
—¿Y tu familia no la buscó? ¿La policía? ¿No intentó nunca ponerse en contacto?
—Sí. Sí. Y no.
—¡Caramba! No me extraña que no hables de tu familia.
—Sucedió el día en que me marchaba a Princeton. Ella desapareció y yo me marché. Sólo yo y una maleta y mis recuerdos de una infancia feliz. ¿No lo entiendes? Ella era libre. Yo era su hija menor. El bebé. Y me iba. Podía cuidar de mí misma. ¿Te haces ahora una mínima idea de hasta qué punto estoy jodida? Soy la estudiante rubia y mona con la que quieres acostarte, pero, dime la verdad, John, ¿soy realmente la chica con la que quieres estar?
—Por lo menos, deja que te haga unas pruebas —sugirió Maggie—. La clozapina tiene potenciales efectos secundarios que no son buenos. Hipoglicemia. Agranulocitosis. ¿Entiendes? Un recuento de glóbulos blancos bajo puede ser realmente grave. Al menos déjame hacer eso.
—Escucha —dijo Carrie cogiendo a Maggie de los brazos—. ¿Es que no lo entiendes? No puedo. Simplemente dame las malditas pastillas y déjame volver al trabajo. Tú no lo comprendes. Tengo que volver. Es importante.
—Aquí tienes muestras para tres semanas —replicó Maggie, entregándoselas en una bolsa de plástico—. Te ayudarán a estabilizarte y a controlarte, pero esto es todo. Lo digo en serio, Carrie. No puedo seguir haciendo esto. Nos arruinará a las dos. Quiero que te plantees seriamente seguir una terapia. Un psiquiatra puede recetarte suficientes pastillas de éstas como para que vayas andando a la luna.
—¡Chsss, calla! —dijo entonces Carrie, subiendo el volumen de la radio. Había oído algo.
—… informa de que cinco soldados norteamericanos del 502.º Regimiento de infantería destinado al puesto de control situado a las afueras de la ciudad de Abbasiya, al sur de Bagdad, en el llamado Triángulo de la Muerte, entraron en casa de una familia iraquí, donde las autoridades los acusan de haber violado a una niña de catorce años y de haberla matado después a ella y a toda la familia y haber prendido fuego a los cadáveres. Los soldados acusados afirman que el ataque fue perpetrado por militantes suníes. El Ejército de Estados Unidos y los portavoces de la coalición gubernamental han declarado que el incidente está siendo objeto de investigación. Un portavoz del general Casey, comandante de las fuerzas multinacionales en Iraq, declaró: «Llegaremos hasta el fondo de este acto deplorable»…
Carrie bajó el volumen.
—Mierda, esto va a hacer que todo salte por los aires. Tengo que irme. Gracias, Maggie —dijo indicando las pastillas—. Gracias por venir a buscarme. Iré a ver a las niñas tan pronto como pueda. Te lo prometo.
—¿Tienes algo que ver con ese asunto de Iraq? —inquirió su hermana.
Carrie la miró.
—Hacemos… de todo. La gente ni siquiera se lo imagina. Te llamaré —añadió saliendo del coche.
—¿Qué me dices de papá? —preguntó Maggie. Carrie la miró con los ojos entornados, a causa del sol—. Tenemos que hablar de él alguna vez.
—Eres una buenaza, Mag, nunca abandonas. Lo haré. En alguna ocasión —respondió.
Regresó a Langley justo a tiempo para una reunión para todo el personal del Centro Contraterrorista convocada por David Estes, quien declaró que era de esperar una escalada significativa del terrorismo contra ciudadanos norteamericanos tanto dentro como fuera de Iraq a consecuencia de lo sucedido en Abbasiya.
—¡Así que, justo cuando uno piensa que es imposible encontrar nada que nos haga más impopulares entre los árabes o que exacerbe más aún el odio de la población iraquí, unos cuantos soldados rasos gilipollas han conseguido dar con el mejor anuncio de reclutamiento para al-Qaeda desde que decidieron estrellar aviones contra rascacielos del bajo Manhattan! —espetó Estes, indignado—. Los objetivos estadounidenses en Oriente Medio y en Europa son de particular interés.
»Y quisiera recordar a todo el mundo que tenemos una amenaza, de una fuente sin comprobar pero previamente creíble, de un grave atentado en suelo estadounidense —añadió sin mirar a Carrie mientras hacía esta observación—. Quiero que todos empecéis a examinar con lupa cada elemento de inteligencia que tengamos sobre cualquier lugar de Oriente Medio y del Sureste Asiático. Y me refiero a todo. Debéis informarme directamente de cualquier amenaza, por dudosa que sea.
»Vamos a tener que desplegar recursos adicionales en la delegación de Bagdad. Saul, tú te encargarás de ello —le indicó a Berenson, que asintió—. Va a haber un montón de consecuencias. Los medios de comunicación van a hacer su agosto con esto, y ya le he explicado al director de la CIA que es de esperar que se produzca un aumento significativo en el número de bajas norteamericanas, tanto militares como civiles, dentro y fuera de la Zona Verde, pero quiero pronósticos más detallados. Tengo que hacerles saber al jefe del Estado Mayor y a la Casa Blanca en qué nos estamos metiendo.
»Además, a las cinco de la tarde, quiero que los analistas de inteligencia, y también tú, Saul, pongan sobre mi escritorio un análisis completo de toda la actividad suní en la zona del Triángulo de la Muerte. Si alguien se tira un pedo entre Bagdad y al-Hillah, quiero saberlo. Aquellos de vosotros que no seáis reasignados a apoyar la delegación de Bagdad tendréis que asumir el trabajo extra de la gente que estamos mandando fuera. Ahora, manos a la obra. Estamos perdiendo tiempo —concluyó Estes, autorizándolos así a retirarse.
Una hora más tarde, Carrie pilló a Saul en el pasillo de camino al ascensor. Había estado esperándolo.
—Ahora no, Carrie. Tengo una reunión en la séptima planta —dijo refiriéndose a los altos directivos de la CIA.
—Ruiseñor se reunió con Ahmed Haidar. Fielding debía de saberlo, pero nunca mencionó ni una palabra —lo informó ella.
Saul se quedó allí parado, parpadeando tras sus gafas como un búho en pleno día.
—¿Cómo lo sabes?
—Había una foto. La NSA la sacó del flujo de un satélite israelí. Posiblemente en El Cairo o en Amán.
—¿Qué te sugiere?
—La DGS y Hezbolá están compinchados. Tal vez el asesinato de Hariri. Tal vez algo que está por llegar, como dijo Julia, utilizando algo jugoso como lo de Abbasiya para taparlo. Dime, Saul, ¿qué coño está pasando?
—No lo sé. Fue por eso por lo que te contraté. ¿Qué quieres?
—Necesito a Fort Meade. ¿Con quién puedo hablar allí? —La NSA tenía su cuartel general en Fort Meade, en Maryland, una base militar.
—Ni hablar. Hemos establecido procedimientos para este tipo de cosas y no incluyen que tú arremetas por tu cuenta como un elefante en una cacharrería. Ya estás pisando terreno resbaladizo. —Consultó su reloj—. Tengo que ocuparme de esta última jodienda. ¿Qué demonios esperaban? —espetó hincando el dedo en el botón del ascensor media docena de veces—. Mandas allí a hombres jóvenes en múltiples despliegues, la mitad de ellos procedentes de unidades de la Guardia Nacional, civiles en condiciones pésimas, muchos con estrés postraumático, a lidiar con cuerpos sin cabeza, artefactos explosivos improvisados en cada esquina, aliados a los que no puedes dar la espalda y millones de mujeres que puedes mirar pero no tocar. ¿Qué creían que iba a pasar? ¡Jesús! —exclamó, y entró en el ascensor—. Ni te acerques a Fort Meade. Lo digo en serio —añadió mientras la puerta del ascensor se cerraba.
«Mierda», pensó Carrie para sí. No tenía bastante material para continuar sin la NSA. Encontraría a alguien.