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Langley, Virginia

Después de cuatro años en Beirut, más el tiempo pasado en Iraq, Carrie se sentía extraña mientras conducía por la selvática George Washington Memorial Parkway y le tendía al guardia de la puerta su tarjeta de identificación, que acababa de sacar de su caja de seguridad, como si fuera una de esas personas que se desplazan todos los días de casa al trabajo. Al entrar en el edificio del cuartel general George Bush, la sorprendió ver a tantas personas que no conocía. Nadie se fijó en ella en el ascensor. Con falda, blusa, chaqueta y maquillaje para la oficina, tenía la impresión de ir disfrazada. «Aquí no encajo —pensó—. Tal vez nunca haya encajado».

Había estado toda la noche levantada, sin poder conciliar el sueño. Cuando cerraba los ojos para intentar dormir, veía a su padre, Frank Mathison. No tal como era ahora, sino como cuando ella era pequeña, allá en Michigan. Su padre había perdido su empleo en la Ford Motor Company cuando ella tenía seis años. Recordaba que su madre se había ido a dormir con Carrie y su hermana en la habitación que compartían, las tres apiñadas bajo las mantas mientras su padre deambulaba la noche entera por la casa, diciendo sin parar que iba a haber un milagro. Había visto la señal en código informático.

Recordaba que, cuando ella iba a primer grado, su padre las había llevado en coche a New Baltimore, a orillas del lago St. Clair, a mediados de diciembre, y que les había hablado del milagro y de que iban a presenciarlo, y que se habían sentado en un muelle cerca del depósito del agua, lejos de la ciudad adornada para las Navidades, todos temblando, con un frío que pelaba, y habían estado mirando durante dos días las grises aguas del lago mientras su padre no hacía más que decir:

—Se acerca. Ya veréis. Se acerca.

Y recordaba a su madre, gritándole:

—¿Qué es lo que se acerca, Frank? ¿En qué consiste el gran milagro? ¿Es que Jesús va a venir hasta nosotros caminando sobre las aguas desde el otro lado de Anchor Bay? Porque, si es así y si los ángeles lo acompañan, dile que nos traiga unas mantas, porque las niñas y yo vamos a morir congeladas.

—¿Ves el depósito del agua, Emma? Es matemática pura. ¿No lo entiendes? El universo es matemática pura. Los ordenadores son matemática pura. Todo es matemática pura. Y mira dónde está. Justo al lado del agua.

—¿Qué tienen que ver las matemáticas con esto? ¿De qué estás hablando?

—Lo he medido. Hay exactamente cincuenta y nueve kilómetros desde la puerta de casa al depósito del agua. Ahí es donde va a producirse el milagro. Cincuenta y nueve.

—¿Qué tienen qué ver cincuenta y nueve kilómetros con nada de esto?

—Es un número primo, Emma. Estaba en el código informático. Y el agua es vida. Moisés golpeó la piedra para que saliera agua. Cristo convirtió el agua en vino en Caná. Míralo. Está cerca. Aquí es donde va a suceder. ¿No lo entiendes?

—¡Es un maldito depósito de agua, Frank!

Hasta que por fin regresaron a Dearborn, su padre callado, conduciendo como si quisiera matar a alguien, y su madre gritando: «¡Frena, Frank! ¿Es que quieres matarnos?», y su hermana mayor, Maggie, sentada junto a ella, llorando y chillando «¡Para, papá!». Y, al día siguiente, mientras se preparaba para ir al colegio, su madre le ordenó: «No digas nada de tu padre, ¿entiendes?».

Hasta más adelante, cuando oyó a sus padres pelearse a voz en grito en plena noche, Carrie no comprendió que aquella cosa extraña que se había apoderado de su padre, fuera lo que fuese, se había apoderado también del resto de la familia. Maggie le dijo que no se moviera de la cama, pero ella había salido de puntillas de la habitación y los había visto en la cocina, las paredes y el suelo llenos de comida esparcida y platos rotos, y su madre chillando:

—¡Tres semanas! ¡Han dicho que no habías ido a trabajar en tres semanas sin avisar a nadie! ¡Claro que te han despedido! ¿Qué demonios esperabas que hicieran? ¿Ascenderte?

—Estaba ocupado. Ya lo verás, Emma. Será algo bueno. Me suplicarán que vuelva. ¿Es que no lo entiendes? Todo tiene que ver con el milagro. Ahí es donde todos se equivocan. No lo comprenden. ¿Recuerdas los números de matrícula de los coches que adelantamos cuando volvíamos de New Baltimore? Eran un código. Sólo tengo que averiguar los números —decía su padre.

—¿De qué estás hablando? ¿Sabe alguien de qué estás hablando? ¿Qué vamos a hacer? ¿Dónde vamos a vivir?

—Por el amor de Dios, Emma. ¿Crees que pueden hacer funcionar esos servidores sin mí? Créeme, me llamarán para que vuelva de un momento a otro. Me rogarán que vuelva.

—¡Ay, Dios, ay, Dios, ay, Dios! ¡¿Qué vamos a hacer?!

Y ahora la habían despedido a ella. Igual que a su padre.

Saul Berenson, jefe del NCS, el Servicio Nacional Clandestino, la División de Oriente Medio de la CIA, la estaba esperando en su oficina del cuarto piso. Carrie respiró hondo, llamó y entró en el despacho.

Saul, un hombre grande de barba descuidada que parecía un oso de peluche, estaba trabajando en su ordenador. El rabino Saul, como lo llamaba a veces Carrie para sí. Había sido él quien la había reclutado para la CIA un frío día de marzo en la oficina de empleo de la Universidad de Princeton durante su último año de estudios.

En el despacho reinaba el habitual caos en el que sólo Saul se entendía. Como siempre, un peluche de un rollizo Winnie the Pooh estaba repantigado en un estante junto a dos fotografías: la primera, una foto de Saul con el primer presidente Bush, al que el edificio debía su nombre; la segunda, otra foto de Saul con el director de la CIA James Woolsey y el presidente Clinton.

Saul alzó la vista del ordenador mientras ella tomaba asiento.

—¿Has encontrado un lugar donde vivir? —inquirió levantándose las gafas para poder verla mejor.

—Un piso de una habitación en Reston —contestó Carrie.

—¿Cómodo?

—No está lejos de la autopista de peaje de Dulles. ¿Es de eso de lo que vamos a hablar?

—¿De qué quieres hablar?

—Ya viste la información que me proporcionó Julia. Tienes que mandarme de vuelta a Beirut.

—No es posible, Carrie. Me parece que no te das cuenta de a cuánta gente le has hinchado las pelotas ni de hasta dónde llega el asunto.

—Escapé de una trampa de Hezbolá, Saul. ¿Habrías preferido que me capturaran y que me exhibieran en al-Jazeera como espía de la CIA? Porque, tal como me estáis tratando, estoy empezando a pensar que eso era lo que queríais Davis y tú.

—No seas estúpida. No es tan sencillo —protestó él rascándose la barba—. Nunca es tan sencillo.

—Te equivocas. Es exactamente así de sencillo. Me tendieron una trampa… y ahora la seguridad de la delegación de Beirut está comprometida y tienes como jefe de delegación a un cretino que lo único que quiere es matar al mensajero.

Saul se quitó las gafas. Sin ellas, sus ojos eran más amables, menos penetrantes.

—No me lo estás poniendo fácil, Carrie —señaló. Se limpió las gafas en la camisa y se las volvió a poner.

—¿Acaso te lo he puesto fácil alguna vez? —preguntó ella.

—No. —Saul sonrió irónicamente—. Te lo concedo. Has sido un grano en el culo desde el principio.

—Entonces, ¿por qué me contrataste? No soy la única mujer de Estados Unidos que habla árabe —observó ella volviendo a acomodarse en la silla y contemplando al osito Winnie de Saul con su camisa roja con la palabra «Pooh» estampada en el pecho. Saul le había dicho en una ocasión que Winnie the Pooh era una metáfora perfecta de la condición humana. Sólo había que sustituir la miel por el dinero para describir nuestra obsesión.

—Mira, Carrie, un jefe de delegación de la CIA es como el capitán de un barco. Es una de las últimas dictaduras puras de la tierra. Si él cree que no puede confiar en ti, en tu juicio, yo no puedo hacer gran cosa.

Carrie estaba sentada muy erguida, tensa, con las rodillas muy juntas, como si se tratara de una entrevista de trabajo.

—Tú eres su jefe. Despídelo a él, no a mí. —«Por favor, por favor, Saul. Créeme», pensó. Él era el único en quien podía confiar, el único que creía en ella. Si Saul le volvía la espalda, no tenía nada. No era nada.

—No puedo —replicó él—. Piénsalo. Mi trabajo es como ser el almirante de una flota. Si empiezo a despedir a los capitanes por hacer lo que creen más sensato, no harían más que dudar de sí mismos. No serían útiles ni para mí ni para nadie. Mi visión ha de ser más amplia.

—¡Menuda gilipollez! —espetó ella, poniéndose en pie y preguntándose cómo era posible que él no lo entendiera. Era Saul. Se suponía que estaba de su parte—. Es una gilipollez total y absoluta. Esto no tiene que ver con la moral ni con la seguridad ni con ninguna otra estupidez parecida. Esto es política. Y apesta. —Lo miró fijamente—. ¿Cuándo te has convertido en uno de ellos, Saul? ¿En uno de esos que están dispuestos a vender este país en interés de sus propias y penosas carreras profesionales?

Saul dio un fuerte golpe sobre la mesa con la mano, lo que hizo que Carrie diera un respingo.

—¡No te atrevas a hablarme de ese modo! Me conoces y sabes que yo nunca haría algo semejante. Si es así como le hablaste a Fielding, no es de extrañar que expulsara a tu patética persona de Beirut. ¿Y sabes lo peor de todo, Carrie? ¿Sabes lo peor? La información que acabas de traer y que te ha proporcionado tu pequeña cotorra, Julia, es tan relevante que antes de que entraras aquí estaba tratando de encontrar una manera de volver a enviarte a Beirut.

«Estupendo, gracias», pensó Carrie, al tiempo que una sensación de alivio recorría todo su cuerpo. Saul aún creía en ella. Sabía que tenía razón. Estaba de su lado. Era sólo cuestión de encontrar una forma de sortear la burocracia. Lo único que tenía que hacer era demostrarle que seguía siendo Carrie. Aún sabía cómo pelear con alguien, él incluido.

—¿Vas a informar al director? ¿Vamos a hacer algo al respecto?

—Se lo he transmitido a los de arriba —respondió él mirando al techo—. Pero no depende de mí. Nos llegan hilos como ése todos los días.

—Julia siempre nos ha facilitado información de primera. Tú lo sabes. ¿Te acuerdas de lo que nos proporcionó sobre el asesinato de Hariri? Esto es fiable, Saul.

—¿Ah, sí? ¿De verdad? Tu Julia no nos ha dado detalles. Nada. Pronto habrá un atentado. No sabemos dónde. No sabemos cómo. No sabemos cuál es el objetivo. Ni siquiera sabemos si se trata de Hezbolá o tal vez de alguien que simplemente se lo comunicó a Hezbolá para distraernos de otra cosa. ¿Qué demonios tenemos que hacer con ello?

—¿Así que ya está? ¿Simplemente lo transmitimos y esperamos lo mejor? ¿Es así como protegemos hoy en día al país?

—No me toques los cojones, Carrie. Les he dicho tanto a Estes como al subdirector que teníamos un alto grado de confianza en que se trataba de información útil. La pelota está en su tejado. También he alertado a Fielding para que siga escarbando.

—Fielding —dijo ella con repugnancia. Se puso en pie, se acercó a la ventana y contempló el verde jardín y el aparcamiento—. Tenemos una crisis de seguridad en Beirut. ¿Qué me dices de Achilles?

—Fielding afirma que tú los llevaste hasta allí. —Saul movió el ratón hasta encontrar lo que estaba buscando en su ordenador y luego leyó en voz alta—: «Mathison dio muestras de una incompetencia propia de un aficionado al recurrir, desesperada, a entrar en contacto con una mujer libanesa desconocida y sin garantías, que (si hemos de dar crédito a esta agente de operaciones) supuestamente por su buen corazón le entregó su coche a una completa extraña. A continuación, tras dejar el vehículo en un aparcamiento público, Mathison no logró despistar a sus presuntos perseguidores y los condujo directamente al refugio situado en la calle Adonis, lo que provocó a su vez la eliminación de ese refugio y la total ruptura de la seguridad en dicho lugar y puso en peligro nuestras operaciones».

Saul la miró por encima de sus lentes.

—¿Qué debería hacer con esto?

No era posible que creyera eso de ella, pensó Carrie. Saul no.

—Dile a Fielding que se limpie el culo con este informe —estalló—. Estaba limpia. Estaba limpia en Hamra y estaba completamente segura de estar limpia en Ras Beirut, cuando iba a pie, joder. No había nadie, ni dentro ni fuera. Y, entonces, de pronto, irrumpieron en el refugio como si conocieran su ubicación de antemano. Alguien me tendió una trampa.

—¿Quién? —preguntó Saul, levantando una mano—. ¿Por dónde empiezas?

—En primer lugar, por Ruiseñor —respondió Carrie, apoyándose en su escritorio con ambas manos e inclinándose hacia adelante como una corredora que se preparase para la salida—. Y también por Dima. Déjame volver, Saul. Los atraparé a los dos. Y descubriré la filtración.

Su jefe negó con la cabeza.

—Imposible. Mira, Carrie, aunque creyera que estás en lo cierto y asumiera que Fielding está equivocado al ciento por ciento, no puedo hacer eso.

—¿Por qué no? ¿Qué te pasa? —Eso no era propio de él, pensó.

—Está enchufado, ¿vale? —contestó Saul con repulsión—. Él y David Estes, el director del Centro Contraterrorista, son, los dos, protegidos de Bill Walden.

—¿El director de la CIA?

—El gran hombre en persona. Amiguismo puro y duro. Además, Walden tiene ambiciones políticas. Es un tipo con quien no conviene meterse. ¿Tú? No eres más que una agente que se encuentra en una situación comprometida. Para la gente de arriba no es una decisión difícil. Huelga decir que nos hemos reorganizado por millonésima vez. Ahora, dependo en parte de Estes. No es tan sencillo.

—¿Qué hacemos?

Saul negó con la cabeza.

—Fielding te ha echado la culpa a ti y yo, por ahora, no puedo hacer nada. Tú tratas de enfrentarte a ello y no voy a poder ayudarte. Así son las cosas —respondió alzando las manos.

—De modo que debería ser una niña buena. ¿Callar, inclinarme y hacer todo lo que ellos quieran?

—Y vivir para luchar un día más —asintió Saul—. Mira, por si te sirve de algo, estoy de acuerdo contigo en una cosa. Todo este asunto de Ruiseñor me huele a chamusquina a más no poder. Como mínimo, Fielding debería haberte mandado allí con un equipo de apoyo. No voy a dejar que estés desaprovechada de brazos cruzados. —Se levantó y rodeó el escritorio. Ahora estaban el uno junto al otro, apoyados los dos en la mesa. Saul la creía. Aún la respaldaba, pensó Carrie, lanzando un suspiro de alivio.

—¿Entonces? —inquirió ella.

—¿Recuerdas lo que te dije cuanto te saqué del curso de formación de La Granja antes de terminar? Mi bella muchacha dorada con un cerebro como Stephen Hawking. —Saul sonrió—. ¿Te acuerdas de lo que te dije?

—¿Acerca de que podía aprender el resto de las competencias en el campo… y aquello del estanque?

—Que eras un pez demasiado grande para ese estanque. Te necesitábamos en el océano.

—Pero que, a veces, el único modo de nadar con los tiburones era ser un tiburón. Me acuerdo. ¿Qué quieres que haga?

—Quiero que pilles a Ruiseñor. Y que descubras cosas sobre ese atentado. Pero vamos a hacerlo desde aquí.

—No entiendo.

—Harás de enlace entre nosotros, la División de Oriente Medio y el Centro Contraterrorista. Van a absorber de manera extraoficial la delegación Alec. —En el lenguaje de la CIA, la delegación Alec era la única que no tenía asignado un lugar, sino un objetivo específico: la red terrorista de al-Qaeda—. Dependerás de Estes. —Se inclinó hacia ella y Carrie percibió el olor de su loción para después del afeitado: Polo, de Ralph Lauren—. Pero trabajarás para mí.

—¿Así que ahora nos espiamos a nosotros mismos?

—¿Y quién mejor? Es a lo que nos dedicamos —respondió él.

—¿Y qué pasa con la información de Julia? Va a producirse un atentado, Saul, ambos lo sabemos.

Berenson tomó aire y luego lo expulsó.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —quiso saber.

—Un par de semanas, tal vez. El marido de Julia dijo «pronto». Sus palabras exactas fueron «khaliban zhada». «Muy pronto».