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Georgetown, Washington, D. C.
Fue la canción lo que le trajo recuerdos. You’re still the one, de Shania Twain. 1998. Su primer año en Princeton. El año de Salvar al soldado Ryan y de Shakespeare enamorado, y de su primera gran relación sexual —más allá de hacer manitas cuando tus padres y tu hermana no estaban en casa y acabar con los muslos mojados y pegajosos en el instituto—, casi colada por John, su alto e increíblemente inteligente profesor de ciencias políticas, que le hizo conocer los chupitos de tequila, el sexo oral y la música de jazz.
—Cuando era niña todo era Madonna, Mariah, Luther Vandross, Boyz II Men. Lo más parecido al jazz que había oído era algo de mi padre, que de vez en cuando escuchaba quizá un poco de Dave Brubeck.
—Lo dirás en broma, ¿no? ¿No conoces el jazz? ¿Miles Davis, Charlie «Yardbird». Parker, Dizzy Gillespie, Coltrane, Louis Armstrong? Es la música más fabulosa que se ha inventado o que existirá jamás. ¿La única cosa realmente original que los norteamericanos han dado al mundo, y no la conoces? En cierto modo te envidio.
—¿Por qué?
—Tienes todo un continente nuevo que explorar, mejor que nada que puedas imaginar.
—¿Mejor que el sexo?
—Eso es lo estupendo, preciosa. Podemos hacer ambas cosas al mismo tiempo.
1998: la última vez que había corrido los mil quinientos. Hacía mucho tiempo de eso, pensó.
Estaba esperando en un pub de la calle M, en Georgetown, bebiéndose a grandes tragos su tercer margarita de Patrón Silver, cuando el televisor suspendido detrás de la barra mostró el vídeo de Shania.
—¿Te acuerdas de eso? Año 1998. Yo estaba en la universidad —observó indicándole la canción a Dave, el tipo que estaba sentado junto a ella en un taburete trincándose una Heineken.
Era un abogado del Departamento de Justicia de cabello rizado y unos cuarenta y pocos, con un traje de prêt-á-porter y un reloj Rolex que se aseguraba de que pudieras entrever, cuyo dedo rozaba el antebrazo de Carrie como si ninguno de los dos supiera que estaba allí o lo que Dave estaba pensando. Tenía una línea blanca en el dedo anular donde antes de quitársela estaba su alianza de boda, de modo que o estaba divorciado o había salido a ligar, pensó ella.
—Yo era abogado en prácticas. En mi caso, me encantaba Puff Daddy. Been around the world, uh-huh, uh-huh —canturreó, moviendo los hombros de una manera a medio camino entre desastrosa y sexy. No estaba mal del todo. Carrie no había decidido aún si iba a dejarlo meterse en su cama o no.
Tuvo que esforzarse por no pensar en el trabajo. Ése era el motivo por el que había salido. Sus investigaciones no conducían a ninguna parte. Si acaso, en lugar de encontrar respuestas, las preguntas se estaban multiplicando y volviéndose más inquietantes.
Había estado trabajando frente al ordenador durante tres días seguidos. Sin parar, alimentándose únicamente de las galletitas saladas del expendedor automático. Revisó todo cuanto tenía el CTC, el Centro Contraterrorista, sobre los contactos entre la DGS siria y Hezbolá en el Líbano. Contactos referidos. Avistamientos. Detalle de llamadas de teléfono móvil y correos electrónicos. En su mayor parte, puros datos, el fango cotidiano de la labor de espionaje. Saul lo había comparado una vez con la extracción de diamantes: «Tienes que examinar toneladas de escombros para, muy de vez en cuando, encontrar algo que brilla. Algo que podría ser realmente útil».
Curiosamente, algunos de los mejores eran datos que ella misma había aportado y que le había facilitado su informadora, Julia.
Aparte de los datos que le había pasado Dima, no había gran cosa acerca de Ruiseñor, alias Taha al-Douni. Graduado en ingeniería mecánica por la Universidad de Damasco, había llamado la atención de la delegación de Moscú hacía nueve años, cuando trataba de hacer negocios con la gran empresa armamentística rusa Rosoboronexport. Carrie observó la foto obtenida durante las operaciones de vigilancia. La habían tomado en una amplia calle nevada de Moscú con un intenso tráfico, tal vez la calle Tverskaya, pensó. Aunque estaba más joven, delgado, y llevaba un gran sombrero de piel con orejeras, era desde luego Ruiseñor, el hombre que le había hecho señas desde el café al otro lado de la calle.
No había información sobre dónde vivía, si tenía mujer e hijos, ni sobre su trabajo en la DGS. «Háblame, Ruiseñor —pensó—. ¿Dónde trabajas? ¿Cuál es tu rango? ¿Dónde encajas entre la DGS y Hezbolá? ¿A quién quieres? ¿A quién te follas?». Pero, revisando todo lo que había en el CTC, sólo encontró la operación de vigilancia de Moscú.
No había nada sobre un posible gran atentado terrorista contra Estados Unidos. La información que Julia le había proporcionado era un indicador aislado, sin nada que lo corroborara. Por lo demás, ni rastro. No era de extrañar que nadie la hubiera contactado en relación con el tema.
Y entonces, a finales del tercer día, encontró algo. Del flujo de datos de un satélite espía israelí surgió una única foto de la NSA, la Agencia de Seguridad Nacional, que mostraba a Ruiseñor sentado a la mesa de un café shisha. En el muro había un letrero de azulejos incompleto en árabe. Carrie lo aumentó en la pantalla del ordenador y después lo abrió con Photoshop para tratar de ver con mayor claridad las palabras. Parecía que la foto la hubieran sacado en Amán o en El Cairo, pensó. En un souk, tal vez.
Mucho más importante que el lugar donde se había sacado la foto era el hombre con quien Ruiseñor estaba sentado. No precisó ver la identificación que los israelíes le habían colocado para saber de quién se trataba. Era una persona que todos en la delegación de Beirut, ella incluida, habían tenido en el punto de mira durante largo tiempo pero que casi nunca habían visto realmente: Ahmed Haidar, un miembro de al-Majlis al-Markazis, el Consejo Central de Hezbolá, su círculo interno.
Así que Ruiseñor, alias al-Douni, era real. Por lo menos Dima les había dado una información sólida. Una conexión auténtica entre la DGS y Hezbolá. Deseaba estar en Beirut para poder hablar con Julia de Ruiseñor. ¿Había coincidido alguna vez con él su marido, Abbas? ¿Sabía algo de él? ¿Estaba implicado en el asesinato de Hariri?
Y luego había otra pregunta sin responder: ¿dónde estaba Dima? La relación entre Ruiseñor y Ahmed Haidar hacía que la incógnita de su paradero fuera aún más importante. Aquello era de locos. Y la delegación de Beirut, silencio absoluto. Sólo una nota codificada de Fielding a Saul diciendo que había estado haciendo averiguaciones y que nadie había visto a Dima desde que forzaron la entrada de Achilles. Nada acerca de un ataque terrorista en Estados Unidos. Si estaba haciendo algún seguimiento más, no lo mencionaba. «Gilipollas», pensó Carrie.
Se puso a examinar meticulosamente cada dato sobre la DGS registrado por la delegación de Damasco. Como había dicho Saul, la mayor parte era basura.
Entonces se tropezó con algo interesante. En la década de los noventa, un alto agente de operaciones de la CIA, Dar Adal, había tenido un topo, Nabeel Abdul-Amir, cuyo nombre en clave era Pineapple, Piña, y que era, presuntamente, un oficial de rango medio de la DGS. Presuntamente Adal había confirmado que el topo era de confianza. Piña era alauí, baathista, y estaba emparentado con el clan de Assad. Durante más de cuarenta años, los Assad —el padre, Hafez al-Assad, y el hijo, Bashar—, miembros de la pequeña minoría alauí chií musulmana y del partido baathista panárabe nacionalista, habían gobernado Siria de manera despiadada. Piña, un primo lejano, también alauí y baathista, parecía el topo ideal. Demasiado perfecto, quizá, reflexionó Carrie.
Adal le había ido pasando a Piña chismes sobre la posición negociadora de Israel en los Altos del Golán que le había facilitado un presunto topo israelí con quien había estado reuniéndose clandestinamente en Chipre pero que, en realidad, era un judío de habla hebrea de Nueva York, con el fin de lograr que Piña fuera ascendido dentro de la DGS. Cuando Piña trató de expandir sus contactos israelíes por su cuenta y estaba a punto de exponer la operación de la CIA al Shin Bet israelí, parece ser que Adal había organizado —aquí, el informe había sido borrado y estaba bastante confuso— la entrega de Piña o bien al Mossad o a un contratista independiente, que lo asesinó junto con su amante y el hijo de ésta. Los tres cuerpos fueron hallados en un barco amarrado a un atracadero del puerto deportivo de Limassol, en Chipre.
Carrie se retrepó en su silla mirando al vacío. ¿Quién había borrado todo aquello?, se preguntó. Era material antiguo. ¿Qué estaba pasando?
Además, ¿por qué había tan poca información sobre la DGS? La delegación de Damasco parecía ser bastante inútil, pero Fielding había estado dirigiendo la delegación de Beirut durante mucho tiempo. Por lo menos desde principios de los noventa. Sin embargo, todo el mundo sabía que la DGS estaba vinculada a Hezbolá en el Líbano. ¿Qué carajo estaba pasando en la delegación de Beirut? No tenía sentido.
Era tarde, bien pasadas las ocho de la noche. Mientras estaba trabajando en el dosier, Estes, el gran afroamericano director del Centro Contraterrorista, salió de su despacho y se dirigió hacia el ascensor, vio la luz aún encendida y se acercó a su diminuta oficina.
—¿En qué estás trabajando? —inquirió.
—En la DGS siria. Después de los noventa, no parece que tengamos gran cosa.
—Pensaba que estabas trabajando en la AQPA. —Estes frunció el ceño. Se suponía que al-Qaeda en la península arábiga, que equivalía prácticamente a decir Yemen, era su cometido oficial para el CTC desde su regreso a Langley—. ¿Hay alguna relación?
—No estoy segura —respondió Carrie con el corazón acelerado. No debería haber estado haciendo eso—. Sólo vaguedades.
—No es probable. ¿Los alauíes sirios y la AQPA? Se encuentran en lados opuestos de la división entre suníes y chiíes. No estarás pensando aún en Beirut, ¿verdad, Carrie? —le preguntó.
«Jesús, es una flecha», pensó ella. Había un cisma que dividía el mundo árabe entre suníes y chiíes que se remontaba a siglos atrás en relación con quién debía ser el sucesor del profeta Mahoma. Los chiíes creían que sólo Alí, el cuarto califa, y sus herederos eran sucesores legítimos del Profeta. Los alauíes sirios eran una rama de los chiíes, y era muy poco probable que se aliaran con al-Qaeda, extremistas musulmanes suníes salafistas. Estes, licenciado por Stanford y máster en administración de empresas, se había percatado de ello al instante. No tenía que perder de vista ese detalle. Estaba patinando, pensó Carrie. Desde que había regresado de Beirut, no tenía medicinas. Había transcurrido un día desde que había tomado la última pastilla de clozapina, y se daba cuenta de que se encontraba al borde del abismo. «Mantén la calma, Carrie», se dijo.
—A veces las líneas se cruzan. Cuando a ellos les interesa —replicó.
Estes se quedó pensativo unos instantes.
—Es verdad.
—¿Qué hay del posible atentado contra Estados Unidos? ¿Se sabe algo?
—No hemos encontrado nada que corrobore lo que cantó tu pájaro, Carrie. Tienes que darnos más.
Tenía «Mándeme de vuelta a Beirut» en la punta de la lengua, pero calló.
—Sigo buscando.
—Lo sé. Si encuentras algo, házmelo saber —replicó él, y prosiguió su camino hacia el ascensor.
Carrie lo observó alejarse. Le gustaba lo grande de su tamaño, el color de su piel, la gracia de sus movimientos a pesar de sus dimensiones. Por un segundo imaginó cómo sería el sexo con él. Lento, fuerte, intenso. Apretó los muslos el uno contra el otro. Su reacción la pilló desprevenida. Aquello se estaba desmadrando. Masturbarse no bastaría. Tal vez fuera hora de buscarse un hombre. Sexo de verdad. Pero sencillo, sin complicaciones.
«Olvida a Piña —se dijo—. Olvida a Ruiseñor y a Dima durante un rato. Sal por ahí y deja que el subconsciente se ocupe del problema». Había alguna conexión que se le escapaba. Ruiseñor y Ahmed Haidar y el Consejo Central de Hezbolá y, de pronto. ¿Ruiseñor quería matar o capturar a una chica de la CIA?
¿Por qué? ¿Para quién? ¿Para la DGS? ¿Para Hezbolá? ¿Para otra gente? Y después de la irrupción en Achilles, ¿por qué la delegación de Beirut no se había puesto las pilas? ¿Alguien había borrado archivos cruciales de la delegación de Damasco? ¿Y qué tenía todo eso que ver con un atentado? Faltaban demasiadas piezas, pensó mientras apagaba el ordenador y la lámpara del escritorio.
Regresó a su apartamento de Reston y se cambió de ropa. «¿Cómo voy a hacer para conseguir mis medicinas?», se preguntó. Walla, echaba de menos la farmacia de Beirut, la de la calle Nakhle, en Zarif, frente al Doctors Hospital. Podía ir allí, mostrarles la receta que le había hecho un viejo médico libanés que recetaba cualquier cosa siempre y cuando le pagaras en efectivo en dólares o en euros. Podía conseguir cualquier medicamento del mundo sin preguntas. «En Oriente Medio —le había dicho su informadora, Julia— hay, por un lado, reglas y, por otro, necesidades. Alá lo entiende todo. Siempre hay una vía».
Tendría que ir a ver a su hermana. No le apetecía mantener esa pequeña conversación, pensó. Maggie era médica, internista, ejercía en el West End y tenía una casa en Seminary Hill, en Alexandria, Virginia. El problema era que no podía ir a ningún psiquiatra que pudiera hacerle la receta. En cuanto estuviera registrada, si alguien hacía una comprobación, Carrie perdería su acreditación de seguridad. Su carrera en la CIA habría terminado. Había que hacerlo sin receta. De forma extraoficial. Podía llamar a Maggie e ir a verla al día siguiente, decidió. Esa noche tenía que salir.
Eligió un top de seda de color rojo con algo de escote y una falda negra corta con una chaqueta a juego que siempre la hacía sentirse sexy. Fue mientras se estaba cambiando de ropa y maquillando, con Coltrane y Miles Davis en el reproductor de CD interpretando Round midnight, la mejor canción que ha existido jamás, esa que hablaba de la noche y de Nueva York y del sexo, de la soledad y del deseo y de todo lo que había, cuando comenzó a volar.
Empezó mientras se miraba al espejo y pensaba que estaba guapa con el maquillaje y las pestañas, y se daba cuenta de que se hallaba en su mejor momento. La naturaleza se estaba esforzando para hacerla lo más atractiva que sería nunca en la vida, porque la naturaleza quería procreación y, observándose con atención, se percató de que era hermosa, de que, si quería, podía tener a cualquier hombre, a cien hombres, a mil. Esa idea, la de tener a cualquier hombre en cualquier momento, la idea de que ellos no podían evitarlo, de que ella podía decidir, tuvo el mismo efecto que un afrodisíaco. Todo cuanto tenía que hacer era dejar que se acercaran a ella y la seguirían como ovejas. Era la naturaleza.
Oh, Dios, la música. Davis y Coltrane. No podía ser mejor. Se sentía excitada, feliz, invencible. Resolvería lo que había sucedido en Beirut. Averiguaría lo que había pasado con Dima y apresaría a Ruiseñor. Evitaría el ataque terrorista y Fielding se lo tendría que tragar.
La música se le metía dentro, hasta la mismísima médula espinal. Salió corriendo de la casa, subió al coche y tomó Reston Parkway en dirección a la VA 267, luego entró en la ciudad cruzando Key Bridge y se internó en Georgetown. En el reproductor sonaba She’s funny that way, de Lester Young, y Carrie se sentía mejor, más sexy y más irresistible de lo que se había sentido en toda su vida.
Ahora, sentada junto al abogado Dave en la barra, se inclinó hacia adelante para que él pudiera echarles un vistazo a sus tetas. Pequeñas, pero del tamaño perfecto para que un hombre pudiera abarcarlas en la mano, y sabía Dios que a los tíos no parecía importarles. Te magreaban, los muy idiotas, sin saber que si tocaban como era debido, apretando suavemente pero con firmeza, ejerciendo la dosis adecuada de presión, con calma, podían tener a la mujer que quisieran.
—¿A qué te dedicas? —le estaba preguntando.
—¿Y a ti qué coño te importa a qué me dedico? —contestó ella—. Seamos sinceros. Lo único que quieres de verdad es acostarte conmigo, ¿no? Quiero decir…, y hazme callar si me equivoco, porque me apuesto a que estás casado. Quitarse el anillo sólo engaña a las tontas…, e incluso ellas acaban enterándose, ¿verdad, abogado Dave? Así que vayamos al grano, ¿vale? ¿Quieres sacarme de aquí y follarme hasta que reviente o no?
Él se la quedó mirando, asombrado, cauteloso.
—Tú también llevas anillo.
—Bingo, no estoy libre. No te enamores de mí. Que no te guste siquiera. No te obsesiones conmigo. No hay futuro, ni romanticismo, ni gilipolleces. Sólo esta noche. O lo tomas o lo dejas. Si no quieres, si quieres pensar en tu dulce mujercita y en tus críos, que te esperan al final de tu viaje de regreso del trabajo, bájate de ese taburete y déjalo libre para alguien que sea un poco más honesto acerca de lo que de verdad quiere en este jodido mundo —dijo.
—Eres la bomba —la elogió él.
—No tienes ni idea.
Dave dejó la cerveza y se puso en pie.
—Vámonos —propuso.
—¿Adónde?
—A tu casa.
—Ni hablar. No voy a decirte dónde vivo. —Sacudió la cabeza y se tomó velozmente el resto de su margarita—. Además, pez gordo, ¿estás intentando decirme que puedes comprarte un Rolex y no puedes pagar unos condones y una habitación de hotel?
Dave la ayudó a ponerse la chaqueta y luego se puso a su vez el abrigo. Salieron del local. La noche era limpia, fresca y ventosa. Los edificios de dos pisos de la calle M se extendían hasta donde alcanzaba la vista. El abogado la rodeó con el brazo mientras se dirigían hacia su coche. Un Lincoln. «Vaya mierda de coche de abogado», pensó Carrie, entrando en él.
—¿Adónde quieres ir? —inquirió él.
—El Ritz-Carlton no está muy lejos. —Tenía una emisora de hip-hop sintonizada en la radio. «Está intentando parecer guay», pensó Carrie—. Pon algo de jazz. La WPFW, 89.3. —Dave hizo girar el botón de la radio hasta que Carrie oyó el sonido de Brubeck y Paul Desmond—. Los dos Daves —soltó en voz alta—. Tú y Dave Brubeck.
Dave hizo una mueca. «Está pensando en el dinero —se dijo ella—. ¿Cómo va a justificar esta anotación de la tarjeta de crédito en su bufete, o qué explicación le dará a su mujer?».
—¿Qué me dices del Latham, al final de la calle M? —preguntó él.
—Una habitación en el Latham me parece perfecto. Deberían hacer publicidad: «Venga al Latham. No se lo diremos a nadie si usted no lo hace» —bromeó Carrie, agachándose y besándole la entrepierna, y casi haciéndolo virar de golpe e invadir el carril contrario—. Cuidado, cowboy. No queremos tener un accidente ahora —le echó el aliento ardiente contra los pantalones, notando con los labios que, bajo la tela, estaba duro como una roca, y luego levantó la vista.
Los rótulos de neón de los bares y de las tiendas cerradas y las luces de la calle y de los semáforos creaban un motivo en las ventanillas. Los motivos se mezclaban con el jazz. Era un motivo abstracto pero repetitivo, como el arte islámico. «Significa algo. Algo importante… Entonces, ¡oh, no!», pensó mientras le masajeaba el sexo a Dave, dándose cuenta de que estaba empezando a perder el control.
Trastorno bipolar. Le había tocado la lotería genética. Lo había heredado de su padre. La misma enfermedad que le había hecho perder el empleo y que había acabado forzándolos a trasladarse de Michigan a Maryland. «Ahora no —pensó—. Por favor, ahora no».
—Tranquila —dijo él.
Carrie se incorporó y lo dejó llamar por el móvil para reservar la habitación. Pronto estaban cruzando el arco que daba acceso al vestíbulo del hotel. Se detuvieron en recepción, entraron en el ascensor y un minuto después se hallaban en la habitación, arrancándose mutuamente la ropa. Besos, lenguas que penetraban la una en la boca del otro, y cayeron sobre la cama.
Dave fue a coger los pantalones del suelo para ponerse un condón y, cuando encendió la luz, algo en el papel pintado de la pared llamó la atención de Carrie. Era como una cuadrícula, sólo que, en la oscuridad, la silueta del tío ese, Dave, era como un hueco que se hubiera abierto en ella. «Oh, no —pensó—. Ya estamos. Contrólate, Carrie». Un hueco en una cuadrícula, como el espacio en el que faltaba Dima. En ese espacio vacío, todos estaban relacionados, Dima y Ruiseñor, y Ahmed Haidar de Hezbolá. Era una cuadrícula. Y el color no era el que debería ser. El papel era gris, pero tenía que ser azul. Debería haber sido azul. No podía pensar en otra cosa. Espacios en una cuadrícula azul, sólo que el color no era el adecuado.
—Qué bonitos —musitó Dave, rozándole los pechos con los labios, los dedos entre las piernas de ella, acariciándola y penetrándola con ellos.
Carrie olió su aliento. Olía a cerveza y, de pronto, algo malo, algo procedente del hueco de la cuadrícula. Echó la cabeza hacia atrás, casi atragantándose. Él restregó su cuerpo contra el suyo y, luego, cogió su pene con la mano y lo guió hacia su interior. Carrie lanzó un grito sofocado al sentirlo deslizarse dentro de ella y miró de nuevo la pared. El papel era una cuadrícula en movimiento y el color no era el debido.
—¡Para! ¡Para! —gritó, tratando de quitárselo de encima de un empujón.
Él se hincó aún más en ella. Empujando, entrando y saliendo.
—¡Para ya! ¡Sal! ¡Salte ahora mismo o te juro por Dios que te arrepentirás, hijo de la gran puta!
Dave se detuvo. Se retiró.
—¿Qué demonios te pasa? ¿De qué vas? —espetó.
—Lo siento. No puedo. Quiero, pero no puedo. No puedo, no puedo, no puedo, no puedo. Es porque…, tú no lo entiendes, no es por el sexo. Quiero el sexo. Deseo tenerte dentro de mí, pero no puedo y no sé por qué. Es mi medicación. Algo que tomé. Es la cuadrícula. Hay un hueco. El color no es el que debería ser. No puedo mirarlo.
—Date la vuelta —dijo él, empujándole las caderas para colocarla boca abajo—. Lo haremos así. No es necesario que mires.
—¡No puedo, maldita sea! ¿Comprendes? ¡No hace falta que mire para verlo! No podemos hacerlo. Tienes que irte. No soy más que una loca, ¿vale? Una rubia loca que conociste en un bar. Una puta rubia loca en un bar. No soy otra cosa. Lo siento mucho, Dave o como te llames. Lo siento mucho. Por favor, no estoy bien. Te deseaba, de verdad, pero no puedo hacerlo. —El papel de la pared era un motivo que se movía, repitiéndose geométricamente hasta el infinito, como el interior de una mezquita—. No puedo. Así no.
Él se puso en pie y comenzó a vestirse.
—Estás loca, ¿sabes? Lamento haberte conocido, estúpida puta loca.
—¡Vete al infierno! —le contestó ella a gritos—. Vuelve con tu mujer. Dile que te quedaste trabajando hasta tarde en la oficina ¡traidor mentiroso! —chilló—. O, mejor aún, tíratela mientras imaginas que soy yo. ¡Así puedes tenernos a las dos!
Él la abofeteó con fuerza en la mejilla.
—Cállate. ¿Quieres que nos detengan? Me voy de aquí. —Le lanzó un billete de veinte dólares—. Llama a un taxi —dijo poniéndose el abrigo. Se palpó los bolsillos para asegurarse de que no se dejaba nada—. Puta loca —murmuró, abriendo la puerta y cerrándola tras de sí.
Mientras él se marchaba, Carrie se precipitó hacia el lavabo y vomitó.