9
McLean, Virginia
Al día siguiente consiguió obligarse a ir al trabajo. Había algo sobre Dima, sobre el hecho de que nunca podía estar sola. Carrie estaba resuelta a aclarar las cosas con Saul. Pero no en el cuartel general, pensó. Tenía que pillarlo en algún sitio donde pudieran hablar.
Mientras se maquillaba, pensó que parecía un fantasma. «Eso es lo que soy —decidió—. El fantasma de la fiesta». Pero antes de desaparecer en la oscuridad, haría que Saul la escuchara, se dijo.
Fue a trabajar en coche. Joanne estaba preocupada.
—¿Dónde has estado? —le preguntó—. Yerushenko está dispuesto a echarte. Tienes suerte de que esté asistiendo a una reunión sobre la amenaza post-Abbasiya que durará todo el día.
«Sí, Dios santo, qué suerte la mía», pensó Carrie.
La jornada parecía no acabar nunca. El tiempo pasaba tan despacio que, en ocasiones, podría haber jurado que el reloj se movía hacia atrás. En su mente no dejaba de darles vueltas a las mismas preguntas. ¿Quién había borrado los registros de la base de datos de la NSA? ¿Y quién había borrado los datos de Beirut? ¿Quién era Dar Adal? ¿Qué tenía que ver Dar Adal con todo aquello?
Una pregunta aún mejor era: ¿por qué? ¿Qué estaban protegiendo? ¿Qué había salido mal? ¿Por qué nadie hacía nada en relación con Beirut o con la información que les había proporcionado y que le había facilitado Julia? Sólo había preguntas y ninguna respuesta… y el tiempo, que se movía más despacio que el tráfico en la I-95.
Esa noche, aguardó en el aparcamiento hasta que por fin salió Saul, a eso de las once, y siguió su coche, pisándole los talones de regreso a su casa en McLean. Era una construcción blanca de estilo colonial situada en una calle oscura sin aceras a la sombra de los árboles. Había estado allí una vez para comer hacía mucho tiempo. Lo observó entrar en la vivienda, esperó veinte minutos y luego salió del vehículo y llamó a la puerta.
La esposa de Saul, Mira, una mujer india de Bombay a quien él había conocido en África y con la que Carrie había coincidido en una ocasión anterior, abrió la puerta en camisón y bata.
—Hola, Mira. ¿Se acuerda de mí? Necesito ver a Saul.
—Me acuerdo —repuso Mira sin moverse de la puerta—. Acaba de llegar a casa.
—Lo siento —dijo Carrie—. Es importante.
—Siempre es importante —replicó ella, haciéndose a un lado para que Carrie pudiera entrar—. Un día os daréis cuenta de que lo que de verdad importa es lo que no es importante. —Le hizo un gesto con la cabeza—. Está arriba.
—Gracias —expresó Carrie, y subió la escalera.
La puerta de uno de los dormitorios estaba entreabierta. Llamó y entró. Saul llevaba aún los pantalones, pero se había puesto la parte de arriba del pijama. Estaba tomándose un yogur. La cama estaba hecha y a Carrie le pareció pequeña, por lo que se preguntó si dormirían juntos. Saul dejó el yogur.
—¿Quién es Adal? —le preguntó ella.
—¿Cómo has conseguido eso? —inquirió él.
—Examinando los archivos del CTC. El trabajo que tú y David me asignasteis cuando regresé. Sólo que han censurado un montón de datos… y no hay ni una palabra sobre la DGS siria por parte de las delegaciones de Damasco y de Beirut. Un montón de informes, pero cuando eliminas todo el aire que hay dentro, no queda nada. Así que dime lo que está pasando.
—Vete a casa, Carrie —terció él—. Ha sido un día muy largo.
—¿Quien es?
—Es agua pasada. No fue nuestro mejor momento —manifestó él apartando la mirada—. No puedo volver a mandarte allí. Sé que eso es lo que quieres, pero no puedo. Vete a casa.
—No hasta que hayas hablado conmigo.
Saul negó con la cabeza.
—Crece, Carrie. Se acabó. He hecho todo lo posible.
—No es justo.
—¿Y ahora te das cuenta de que el mundo no es justo? Acostúmbrate. Tendrás muchas menos decepciones en la vida. Mira, ésta es mi casa. No tienes derecho a estar aquí. Lo digo en serio. Quiero que te vayas —pronunció estas últimas palabras con el rostro tan inexpresivo como si estuviera cincelado en piedra.
—¡Escúchame, maldita sea!
—Te estoy escuchando, Carrie, pero no dices nada, no haces más que lloriquear.
—Habían borrado registros de la base de datos de la NSA. Dijeron que nunca habían visto nada igual. Jamás. Los borraron el mismo día en que yo volví de Beirut —señaló—. ¿Quién puede hacer eso?
Por un instante, ninguno de los dos pronunció una palabra. Del dormitorio principal, al final del pasillo, llegaba el sonido de un televisor. El programa de Jay Leno. En efecto, no dormían juntos, pensó Carrie, sintiéndose como una intrusa. En verdad no debería estar en su casa.
—¿De qué trataban los registros? —preguntó finalmente Saul.
—El detalle de actividad de tres de los once teléfonos móviles de Davis Fielding. Se remonta a meses atrás —explicó.
—Mierda —espetó Saul, y se sentó en el borde de la cama.
Carrie se sentó junto a él.
—¿Por qué me odia Estes? —inquirió.
Saul se quitó las gafas y se las limpió con la parte superior del pijama.
—No creo que te odie. Una vez lo pillé observándote mientras te alejabas. Él simplemente me miró. Supuse que se trataba puramente de una reacción masculina, pero, sea lo que sea, no le eres indiferente.
—Así que le gusta mi trasero. Eso no significa que le guste yo.
—Por algún motivo, no quería que hurgaras donde estabas hurgando —volvió a ponerse las gafas—. También creo que quería realmente que tú te encargaras de Iraq. Una agente de operaciones inteligente y atractiva que habla árabe como tú…, me parece que estaba tratando de prepararte para algo, pero esa cosa de la NSA lo jodió. No sé muy bien por qué.
—¿De modo que tú tampoco te crees esas gilipolleces del presupuesto del Senado?
—No del todo. —Frunció el ceño—. Lo que has dicho acerca de los datos borrados de la NSA cambia las cosas. Ahora no tengo elección. Tenemos que investigar Beirut.
—Venga, Saul, mándame de vuelta. Virgil y yo averiguaremos lo que está pasando.
—No puedo. Tengo a Estes echándome el aliento en el cogote, y lo que tiene en la cabeza, y no se equivoca, es Iraq y lo que la maldita al-Qaeda está tramando contra Estados Unidos. Y créeme —la miró—, van a hacer algo contra nosotros pronto. Muy pronto. Y no será en el Sinaí, aunque probablemente también en eso tengas razón, aunque a nadie le importe una mierda. Esto es AQI, al-Qaeda en Iraq, y Abu Nazir, y cuando nos ataquen, será en Washington o en Nueva York.
—¿Podría tener algo que ver con lo que mi informadora Julia me dijo?
Saul frunció el entrecejo.
—Es difícil relacionar a Abu Nazir y a Hezbolá. Suníes versus chiíes, además del hecho de que no se gusten los unos a los otros.
—Pero ¿es posible?
—Tal vez. Tienes una gran intuición. Pero no la fuerces. Sólo si es ahí adonde te conduce.
—¿Qué quieres que haga?
—Dos cosas —respondió Saul, dándole unos golpecitos en la mano—. En primer lugar, tenemos que convencer a Estes. Si protege a Fielding es a causa del director de la CIA, Bill Walden. Tienes que hacer cambiar a Estes de posición. Segundo, no subestimes a la OCSA. Ni a Yerushenko. No te trasladé allí por casualidad.
—Pensé que era un castigo.
Saul sonrió.
—Sí, como arrojar al Hermano Conejo a los matorrales entre los que nació, el lugar en el que más a gusto se encuentra. Escucha —le puso la mano en el brazo—, como analista de la OCSA, tienes derecho a verlo todo. Y quiero decir todo. Es el Santo Grial, la comisión más general en toda la Agencia. Y, créeme, puede que Yerushenko sea un hijo de puta extraño, pero, si desentierras algo, te respaldará ante el propio Jesucristo si es preciso.
—¿Lo comprendió David Estes cuando me asignaste a mi nuevo puesto?
—Creo que sí —Saul asintió con la cabeza—. Cuando lo recomendé, me lanzó una mirada. No subestimes a Estes. Están sucediendo muchas cosas. Está jugando a un ajedrez de tres dimensiones. Podría haberte despedido, haber puesto fin a tu carrera por esa sandez de la NSA. En cambio, no dijo ni una palabra acerca del hecho de que yo te trasladara a la OCSA. Y lo que es más importante, podría haberte aislado. Haberle dicho a ese tal Bishop de la Casa Negra que no volviera a comunicarse nunca contigo. Pero no lo hizo. Es más, al haberte trasladado, si alguien pregunta, puede decir que te sancionó y demostrarlo.
Carrie enterró la cara entre las manos.
—Podrías habérmelo dicho. He estado enferma dos semanas. —Tuvo que echar mano de todo su autocontrol para no estallar en sollozos. Deseaba rodearlo con los brazos y abrazarlo por siempre. Saul no la había abandonado. Aún creía en ella. La invadió una oleada de alivio.
—No, no podía —repuso él—. De verdad que no podía —le aseguró—. Además, es posible que Estes tuviera otro motivo para trasladarte.
Ella lo miró, confusa. Entonces cayó en la cuenta.
—No estarás sugiriendo… —aventuró.
—Es posible. Hay montones de hombres que podrían aprovecharse de una mujer atractiva que trabajara bajo sus órdenes. David es humano, pero es un tipo legal. Él nunca lo haría.
—Así que piensas…
—No lo sé. Me han dicho que su matrimonio está naufragando, pero ¿acaso no lo está el de todos? —Saul se encogió de hombros, apartando la mirada, y ella sospechó que hablaba también de su propio matrimonio. ¿Dormían también Estes y su mujer en camas separadas? ¿Es que aquel trabajo destruía la vida personal de todo el mundo?
—¿De modo que quieres que encuentre algo y luego lo utilice para persuadir a David?
—Cuanto antes. Eres una buena chica católica. Puedes, ¿qué dice el dicho?, «conducirlo hacia la luz».
—No he sido ninguna de ambas cosas, ni buena chica ni católica, durante mucho tiempo —dijo Carrie, pensativa—. Además —sonrió tristemente—, eso suena extraño viniendo de un judío.
—Bueno, los judíos somos un pueblo extraño —repuso Saul.