36
Distrito central Beirut, Líbano
Tras sobrevolar las cumbres de la cordillera del Líbano, cerca de Beirut, la ciudad se extendió a sus pies hasta el Mediterráneo, de un azul distante bajo el sol de la tarde. La intención de Carrie no había sido ir a Beirut. De hecho, Perry Dreyer y Saul le habían ordenado específicamente que «moviera el culo de vuelta a Langley cuanto antes».
Había regresado al Servicio de Ayuda a los Refugiados de Estados Unidos, la oficina encubierta de la CIA en el Centro de Convenciones, escoltada por el sargento mayor Travis, que se aseguró de que estuviera a salvo a cada paso del camino e insistió en acompañarla justo hasta la puerta del despacho antes de despedirse.
—Por favor, dele las gracias a Crimson de mi parte. Siento haber tenido que marcharme. Hoy me ha salvado la vida. Dos veces —le pidió.
—Se lo diré. Lo ha hecho bien hoy, señora.
—La verdad es que no. Se me da fatal acatar órdenes. Y estaba muerta de miedo —repuso ella.
—¿Y? —El sargento mayor se encogió de hombros y, después de hacerle un gesto de despedida, se marchó.
Carrie entró en las oficinas de la CIA y llamó a Saul por un Skype basado en JWICS con el código «Home Run» para indicarle que Abu Ubaida estaba muerto; daba igual que fueran las cuatro de la mañana en McLean.
—¿Estás segura de que esta muerto? ¿No hay duda? —le preguntó y, a pesar de la emoción, bostezó.
—Al ciento por ciento —contestó Carrie—. Era él. Se ha acabado. —De pronto, ella misma se notó soñolienta. No había pegado ojo en toda la noche y aquello comenzaba a pasarle factura. Además, la adrenalina que formaba parte de la batalla empezaba a desvanecerse y se sentía como ausente. Necesitaba sus pastillas.
—Increíble. De verdad, Carrie. Es algo realmente importante. ¿Cómo te sientes?
—No lo sé. Aturdida. No he dormido. Tal vez lo sienta mañana.
—Claro. ¿Qué hay de al-Waliki y Benson? —preguntó Saul.
—¿Por qué? ¿Benson le ha echado la bronca al director? —Se puso tensa al imaginarse a Benson pidiendo su cabeza en una bandeja de plata.
—En realidad le ha hablado bien de ti. Dice que actuaste correctamente, que es probable que les hayas salvado la vida. Y que eso le ha hecho sentirse parte del combate. Está impaciente por contar sus batallitas de guerra en el Despacho Oval. Incluso ha pedido que le hagan una foto con el uniforme de combate y la M4 que le diste.
—No me jodas —murmuró Carrie.
—Entendemos que la secretaria Bryce está bien. Se supone que se reunirá con Benson y al-Waliki hoy mismo, más tarde. Estaban confeccionando la agenda cuando interrumpiste su reunión —dijo Saul.
—Sí. Cuando aterrizó su avión, la metieron en un búnker seguro en Camp Victory hasta que se aseguraron de que todo estaba en calma en al-Amiriyah.
—Escucha, Carrie. David quiere que le informes en persona. Y yo también. Necesitamos que regreses a Langley cuanto antes.
Una punzada le atravesó las entrañas. ¿Era lo mismo que con Fielding? ¿Una excusa para meterla de nuevo en Análisis de Inteligencia?
—No he hecho nada malo, ¿verdad? —preguntó.
—Al contrario, tanto Dreyer como David van a escribir cartas de recomendación para tu expediente 201. Enhorabuena. Date prisa en volver, hay mucho de lo que hablar… y necesitamos un informe completo —le explicó.
—Saul, todavía quedan cabos sueltos. Beirut, por ejemplo. Abu Nazir aún está ahí fuera, posiblemente en Haditha. Y hay algo más. Algo que Abu Ubaida dijo mientras interrogaba a Romeo…, perdón, a Walid Karim, y que no puedo quitarme de la cabeza.
—Te quiero de vuelta en mi despacho mañana. Entonces lo repasaremos todo. Y, Carrie…
—¿Sí?
—Muy buen trabajo. De verdad. Tengo muchas ganas de hablar contigo en persona. Hay mucho de lo que hablar, aunque Perry diga que te necesita ahí —dijo.
Algo cálido la invadió, como un chupito de tequila. Saul estaba contento con ella. Podría alimentarse de ese halago para siempre, como una yonqui.
Había reservado su pasaje de vuelta a Washington, pero, en un impulso repentino, mientras esperaba en Amán su vuelo de conexión hacia el JFK y de allí a Dulles, había cambiado su billete y volado a Beirut.
En ese momento, mientras sobrevolaba Beirut, podía identificar los puntos de referencia. El Marina Tower, el Habtoor, el hotel Phoenicia, el Crowne Plaza. «Qué curioso», pensó. Todo lo que había ocurrido había empezado allí, con el encuentro frustrado con Ruiseñor en Achrafieh. Era como una carrera en solitario, una especie de maratón que simplemente no había terminado. En cierto modo, volver a Beirut era como cerrar el círculo, porque allí era donde todo había comenzado para ella. No sólo aquella noche en Achrafieh, sino cuando había regresado a Princeton tras su primera crisis bipolar, la que estuvo a punto de acabar con su carrera universitaria y cualquier cosa que se pareciera a una vida futura.
Dos cosas le habían salvado la vida, pensó. La clozapina y Beirut. Ambas estaban conectadas.
Verano. Su primer año en Princeton. Había retomado las clases y dedicaba todo su tiempo a estudiar. Ya no corría, había dejado el equipo de atletismo. No más carreras a las cinco de la mañana. Su novio, John, también era historia. Tomaba litio y, a veces, también Prozac. Todavía le estaban ajustando las dosis. Pero lo odiaba. Según le contaba a su hermana Maggie, se sentía como si el litio le quitara veinte puntos de cociente intelectual.
Todo era más difícil. Y le daba la impresión, le explicó al médico de McCosh, el centro de salud estudiantil, de que lo veía todo a través de un cristal muy grueso, de que no podía tocarlo. Ya nada le parecía real. Además, tenía épocas en las que se sentía excesivamente sedienta o en las que perdía el apetito por completo. Se pasaba dos, tres, cuatro días seguidos sin comer, sin hacer nada más que beber agua. Apenas había vuelto a pensar en el sexo. Lo único que hacía era ir de clase en clase y regresar a la residencia mientras pensaba «No puedo hacerlo. No puedo vivir así».
Lo que la salvó fue el hecho de que uno de sus profesores mencionara un programa de verano para alumnos de Estudios de Oriente Medio: el Programa de Estudios Políticos en el Extranjero de la Universidad Norteamericana de Beirut. Al principio su padre se negó a pagárselo, aun después de que le dijo que lo necesitaba para su proyecto de final de carrera.
—¿Y qué pasa si sufres una crisis allí?
—¿Y qué pasa si sufro una crisis aquí? ¿Quién va a ayudarme? ¿Tú, papá?
No le hizo falta decir «¿Te acuerdas de Acción de Gracias?», porque ambos sabían de qué estaba hablando y que lo que le había sucedido a él podría ocurrirle también a ella. Lo que Carrie no le contó, ni a él ni a nadie, era que apenas tenía fuerzas, que no estaba lejos del suicidio. Nada lejos.
—Lo necesito —le explicó. Y cuando ni siquiera eso funcionó, añadió—: Tú alejaste a mamá. ¿Quieres alejarme a mí también, papá?
Hasta que al final accedió a pagárselo.
Y entonces, ir a Beirut, verse rodeada de aquella maravillosa ciudad y de ruinas antiguas, conocer a estudiantes de todo Oriente Medio, pasear por la calle Bliss con los demás, comer shawarma y manaeesh, salir por los clubes de la calle Monot…, y, cuando estaba a punto de quedarse sin litio, hizo el gran descubrimiento. Visitó a un médico árabe en Zarif, un hombre pequeño de aspecto astuto que la miró cuando le explicó cómo la hacía sentir el litio y le dijo:
—¿Y la clozapina?
El mero hecho de poder contarle a alguien, al fin, cómo se sentía… Y funcionó. Era casi como la antigua Carrie, la de antes de la crisis. Cuando volvió a ver al médico para que realizara el seguimiento y le extendiera otra receta, éste estaba a punto de marcharse de vacaciones.
—¿Y si no consigo una receta de otro médico? —le preguntó ella.
Y él le contestó:
—Esto es Oriente Medio, mademoiselle. Con dinero, puede conseguir cualquier cosa.
Ese verano en Beirut fue cuando todas las piezas encajaron para ella. Las antiguas ruinas romanas, y el arte islámico de los mosaicos, y escuchar jazz bien avanzada la noche, y la musicalidad y la poesía del árabe a diario, la Corniche y las discotecas de playa, el aroma a sfouf y baklava recién horneados, la llamada de los muecines desde las mezquitas, los bares y los árabes atractivos que la miraban como si pudieran comérsela para desayunar. Y supo que, pasara lo que pasase en su vida, Oriente Medio sería parte de ella.
Ahora, mientras descendía hacia el aeropuerto de Beirut-Rafic Hariri, se preguntó si las piezas volverían a encajar en aquella ciudad. Las de la carrera sin fin que había estado disputando desde la noche del encuentro fallido con Ruiseñor en Achrafieh. Porque no se creía que aquel gilipollas de Fielding se hubiera suicidado. Y, si no era así, quería decir que alguien lo había matado. Alguien que seguía ahí fuera. Y que había una operación que seguía en marcha.
Cogió un taxi en el aeropuerto. Mientras avanzaban entre el tráfico de la carretera de el Assad, pasando por delante del campo de golf, el taxista, que era cristiano, le habló de los preparativos de la ciudad para la Semana Santa, y le contó que la madre de su esposa hacía los mejores maamoul —pastelitos de Pascua hechos con nueces y dátiles y espolvoreados con azúcar glas— de Beirut. Carrie le pidió que la dejara cerca de la torre del reloj de la plaza Nejmeh y recorrió a pie las pocas manzanas que la separaban de la oficina encubierta de la CIA, donde iba a reunirse con Ray Saunders, el nuevo jefe de la delegación de Beirut.
Al pasar por delante de las terrazas abarrotadas de las cafeterías, bajo los viejos soportales abovedados, no pudo evitar recordar la última vez que había estado allí. Había ido a ver a Davis Fielding, que básicamente le había dicho que su carrera profesional estaba acabada. Parecía que había pasado toda una vida desde entonces.
Entró y subió la escalera; llamó al timbre, explicó quién era a través del interfono y le abrieron. Un joven estadounidense con una camisa de cuadros le pidió que esperara en una pequeña sala hasta que Saunders salió y la saludó. Saunders era un hombre alto, delgado y de aspecto intenso que pasaba de los cuarenta, con unas patillas largas que le proporcionaban un vago aspecto de nativo de la Europa del Este.
—He oído hablar mucho de ti —le dijo mientras la guiaba hacia el antiguo despacho de Fielding, con vistas a la calle Maarad—. La verdad, me sorprendió recibir tu llamada. También Saul está sorprendido.
—¿Está cabreado porque no he vuelto directamente a Langley? —preguntó ella.
—Mencionó que no podría impedirte venir aquí aunque lo intentara —contestó él al tiempo que le indicaba que se sentara con un gesto de la mano—. Por cierto, enhorabuena. He oído lo de Abu Ubaida. Buen trabajo.
—No sé qué decir. El hecho de que esté aquí podría ser una pérdida de tiempo.
—Cuando se lo conté a Saul, me dijo que tenías sospechas respecto a la muerte de Davis Fielding. ¿Tu visita está relacionada con eso?
—Ya sabes que sí —contestó ella—. ¿A ti no te inquieta? Si Fielding no se suicidó, entonces fuera cual fuese la razón o la operación que causó su muerte, sigue en pie. Por lo que sabemos, podrías ser un objetivo.
—Tengo curiosidad. Por lo que he oído, Fielding y tú no erais precisamente una parejita feliz. ¿Por qué te preocupa tanto su muerte? —preguntó mientras la estudiaba con verdadero interés.
—Mira, Fielding era un imbécil y no fue una pérdida para nadie. Iba a regresar a Langley para enfrentarse al equivalente profesional de un escuadrón de ejecución, y me apuesto lo que sea a que ahora tú estás luchando por limpiar su mierda y descubrir hasta qué punto se ha visto comprometida la delegación de Beirut.
—A mí me parece una razón bastante buena para suicidarse —dijo Saunders en voz baja.
—Sí, pero tú no eres Davis. Él no tenía los principios necesarios como para hacer algo así. Alguien lo mató… y tengo que creer que está relacionado con la actriz Rana Saadi y con Ruiseñor. Ésa era mi operación, y quiere decir que queda un cabo suelto.
Saunders la escudriñó sin soltar una sola palabra. Desde el exterior les llegó el ruido de un claxon, que dio comienzo a un coro de pitidos de otros coches. «El tráfico del cinq á sept de Beirut», pensó mecánicamente.
—Yo también opino lo mismo. Hemos encontrado algo, pero he tenido que trabajar con una desventaja.
—¿Cuál?
—Yo no lo conocí. Tú sí. —Saunders le hizo un gesto para que trasladara su silla al otro lado del escritorio.
—¿Qué habéis encontrado? —quiso saber ella.
—Esto —contestó el hombre señalando la pantalla de su ordenador.
Era el vídeo de una cámara oculta de aquel mismo despacho. Carrie levantó la mirada de manera automática hacia la junta en la que la pared se unía con el techo, donde debía de estar la cámara. Pero era demasiado pequeña, y estaba bien escondida en la moldura. La pantalla mostraba a Davis Fielding sentado a su escritorio, de espaldas a la cámara. De pronto, estaba en el suelo, con una Glock en la mano inerte y un charco de sangre brotándole de la cabeza.
—Hay un salto de tres minutos cuarenta y siete segundos —explicó Saunders—. El muerto no lo hizo.
—¿Puedes congelarlo? —preguntó ella.
—¿Por qué? ¿Ves algo?
Carrie observó con atención la imagen de Fielding tendido en el suelo.
—Hay algo que no encaja. No soy capaz de dar con ello, pero, como diría Saul, está claro que hay algo que no es kosher.
—No es el ángulo en que ha quedado tumbado. Un experto forense calculó que el cuerpo habría caído en esa posición.
—¿Es todo lo que tienes? —inquirió ella.
Saunders negó con la cabeza.
—Tenemos los saltos de las cámaras de seguridad de la sala de espera, la escalera y las entradas frontal y trasera del edificio. Son más largos, pero todos en el mismo intervalo y la misma noche en que Fielding fue asesinado. Alguien, un hombre, no quería que lo viéramos.
—¿Cómo sabes que es un hombre?
—Porque se le escapó una —dijo Saunders.
La imagen cambió en la pantalla y apareció la grabación de una cámara de seguridad de la azotea que apuntaba hacia la calle Maarad, más allá del saliente de los soportales.
—La grabación digital de la cámara del tejado estaba en un circuito separado. Mira. Hemos podido extrapolar a partir del salto temporal. Esto es de unos cuarenta segundos después de que termine el salto.
En la pantalla, un hombre vestido con un mono salía de debajo de los soportales, cruzaba la calle y se alejaba en dirección a la plaza Nejmeh. Sólo se le veía la espalda.
—No hay mucho de lo que tirar. Suponiendo que ése sea nuestro asesino —comentó Carrie.
—Hallamos algo más. Esto es de cuatro días antes, después de la una de la mañana.
Otro vídeo, desde la misma perspectiva, apareció en la pantalla. Carrie vio brevemente a un hombre con un mono similar que caminaba hacia el edificio y desaparecía bajo los soportales. Le dio la sensación de que llevaba una insignia o un logo de empresa en la parte delantera.
—Retrocede. ¿Qué pone en el mono?
Saunders rebobinó y congeló la imagen, que, debido a la oscuridad y la distancia, era demasiado borrosa como para poder distinguir con claridad la cara del hombre o el nombre de la empresa.
—¿No puedes mejorar digitalmente la imagen?
—Lo hicimos. —Saunders abrió otra ventana y enfocó la insignia.
Aunque aún imprecisa, en la imagen se leía «Sadeco Conciergerie» en francés y en árabe.
—Parece un servicio de conserjería. Estoy convencida de que habéis comprobado la empresa —continuó.
—Por supuesto. Es nuestro servicio de conserjería, pero ese hombre no es nuestro conserje habitual. De acuerdo con Sadeco, esa persona nunca ha trabajado allí. Una noche registramos sus oficinas. Revisamos todos sus expedientes de personal. Decían la verdad. Quienquiera que fuese, no era uno de los suyos.
—¿Qué te dicen tus informadores?
—Nada. Ni una maldita palabra.
—¿Y las ISF libanesas? ¿O la policía?
—En cuanto se dieron cuenta de quiénes éramos, se echaron atrás y nos remitieron al Ministerio del Interior, que da la casualidad de ser de Hezbolá. Estamos atascados. ¿Se te ocurre algo?
—Dame impresiones de ambas imágenes: de la de Fielding y de la del conserje misterioso. Ah, y una foto de la cara de Fielding, algo fácilmente identificable.
—¿En qué estás pensando?
—Si ese tío de la imagen, quien demonios quiera que sea, tiene algo que ver con Rana, con Hezbolá o con Abu Nazir, lo encontraré —aseguró Carrie.
Luego se levantó y le pasó a Saunders su teléfono móvil para que añadiera su número en la agenda.
Esa noche, mientras se tomaba un margarita en el bar del hotel Phoenicia, Carrie sacó la impresión de la imagen del cuerpo de Fielding e intentó identificar qué había de raro en él. La imagen estaba grabada desde arriba, desde la cámara oculta del techo, y desde atrás. Un cadáver y una pistola. ¿Qué era lo que no encajaba en la imagen?
Para empezar, no era la posición desde la que estaba acostumbrada a mirar a Davis. ¿Cómo estaba acostumbrada a mirarlo? Reorientó la imagen en su mente tal y como sería si lo estuviera mirando de frente. Y entonces lo vio.
«Idiota», se dijo. Estaba claro como el agua. ¿Cómo podía ser que nadie se hubiera dado cuenta antes? «Evidente», pensó. Después de Fielding, debían de haber limpiado la sede de la delegación de Beirut. Nadie que lo conociera realmente había visto aquella imagen. Sacó el móvil de su bolso y llamó a Saunders.
—Dragón —contestó él. Su nombre en clave.
—Fugitiva —anunció ella, que seguía utilizando ese nombre en honor a Crimson—. Fielding era zurdo —afirmó, y colgó de inmediato.
Saunders lo entendería en cuanto volviera sobre la imagen y viera el cuerpo de Fielding con la pistola en la mano derecha, pensó. Prueba concluyente, si es que necesitaban alguna más, de que Fielding había sido asesinado. Pero ¿quién lo había hecho? ¿Y por qué?
La respuesta, esperaba Carrie, se dirigía directamente hacia ella: Marielle Hilal, todavía pelirroja, todavía hermosa con sus vaqueros Escada ajustados y una camiseta escotada, atrayendo hacia sí miradas masculinas suficientes como para darle al ego de cualquier chica un empujón hasta la suite del ático.
—¿Qué quieres beber? —le preguntó Carrie.
—Tomaré lo mismo que tú —contestó Marielle, y se sentó a su mesa.
Se acercó un camarero.
—Dos margaritas de Patrón —le pidió Carrie, y le hizo un gesto a Marielle para que se acercara—. El hombre que conociste como Mohammed Siddiqi está muerto. He pensado que deberías saberlo.
—He oído que también mataron a Rana —susurró Marielle a su vez.
Carrie asintió.
—Y a un sirio llamado Taha al-Douni, que era al que informaban tanto Rana como Dima. ¿Lo has visto alguna vez?
—No, Alhamdulillah —«No, gracias a Dios», respondió Marielle mientras, en un espejo compacto, comprobaba su pintalabios y la habitación para ver si alguien las estaba observando. Cuando la pelirroja comenzó a guardar el espejo en el bolso, Carrie le metió también en él la fotografía del conserje desconocido—. ¿Todavía hay alguien tras de mí?
—No estoy segura. Necesito que hagas algo por mí —le dijo Carrie.
—¿Por qué debería hacerlo? Ya me la estoy jugando sólo por reunirme contigo —repuso Marielle, que miró a su alrededor con nerviosismo.
Al menos había media docena de hombres observándolas. No había forma de saber si era el habitual interés masculino o algo más, pensó Carrie. Excepto en un caso: Ray Saunders, que estaba guardando su móvil y degustando un whisky en la barra.
—Porque estoy intentando ayudarte —contestó finalmente—. Y porque, bueno… —No terminó la frase, un recordatorio de que sabía dónde vivía Marielle.
—No me gusta esto —replicó ella—. Primero Dima, luego Rana. Sus novios. ¿Quién será el siguiente? ¿Yo?
—Tómate unas vacaciones hasta que las cosas se calmen. Vete a algún lugar bonito, seguro. ¿Dónde te gustaría ir?
Marielle enarcó las cejas cínicamente.
—Ha habido hombres que han intentado comprarme. Ésta es la primera vez que lo hace una mujer.
Carrie le puso una mano sobre el brazo.
—Escucha, si logro solucionar esto, estarás a salvo. Entretanto, ¿qué hay de malo en alejarse un poco? ¿Adónde irías? —volvió a preguntar.
—A París —contestó ella—. Siempre he querido ir allí.
—Te daré cinco mil dólares estadounidenses —le dijo Carrie. Saunders le había entregado el dinero para esa reunión—. Mañana podrás estar tomando vino en los Campos Elíseos.
—¿Así, sin más? ¿Cinco mil dólares? Debo de caerte mejor de lo que creía.
—Han muerto demasiadas personas por esto —declaró Carrie, y sintió una punzada en el estómago al recordar a Dempsey—. No quiero que te pase nada a ti.
—Pues ya somos dos. Así que, ¿eso es todo? ¿Hemos terminado? —preguntó Marielle, ya dispuesta a coger su bolso y marcharse.
—Una cosa más.
—Ahí viene. ¿Sabes, habibi? He estado a punto de creerte. A punto. —Arrugó la nariz como si algo oliera mal.
—Sólo necesito una cosa. Pero tiene que ser la verdad.
—¿Y los cinco mil dólares?
—Mete la mano debajo de la mesa.
Carrie buscó en su bolso, debajo del tablero de la mesa, y sacó el fajo de billetes de cien dólares para pasárselo a la otra mujer.
—Tengo que contarlo —aseguró Marielle. Carrie asintió—. ¿Cómo sabrás si estoy mintiendo? —preguntó entonces la pelirroja.
—Simplemente lo sabré —contestó Carrie, y se acercó más a ella—. Ve al baño de señoras; asegúrate de que nadie te ve. Cuenta el dinero y después observa con detenimiento la fotografía que te he metido en el bolso. Necesito que me confirmes quién es ese hombre.
—¿Qué te hace pensar que conozco a ese hombre?
—Lo conoces —dijo Carrie con mucha más convicción de la que sentía.
No disponía de mucho tiempo en Beirut, y Marielle era la mejor baza que tenía. «O todo o nada —pensó al tiempo que tomaba una gran bocanada de aire—. O todo o nada».
—¿Te lo digo y después me voy? —preguntó Marielle—. ¿Eso es todo?
—Y bon voyage —asintió Carrie.
La pelirroja se levantó y le preguntó algo al camarero, que le indicó el camino hacia la salle des dames. Carrie permaneció allí sentada, en el borde de su silla, pensando que era una posibilidad remota. Pero si estaba en lo cierto, Marielle tenía que conocer al conserje desconocido.
Aquella noche, tras el tiroteo en el Hippodrome y después de que ella, Fielding y Saul hablaran en el refugio, cuando Fielding regresó a su despacho de la calle Maarad llevaba consigo su Beretta. Podían decirse muchas cosas acerca de Davis Fielding —y Dios sabía que ella podía hablar largo y tendido al respecto—, pero no que no conociera las reglas más básicas del espionaje. En circunstancias normales, nunca habría permitido que un extraño entrara en la oficina de la calle Maarad por la noche.
Pero aquella noche, con todo lo que estaba sucediendo y estando bajo sospecha para Langley, al borde del abismo, esperando que Saul y el hacha cayeran sobre él, ni en un millón de años habría dejado entrar a nadie si no lo conociese muy bien, y mucho menos que lo encañonaran y lo mataran con su propia pistola. Así pues, eso no sólo quería decir que Davis conocía a su asesino, sino que lo conocía bien. Y si él lo conocía, entonces Rana también… y eso significaba que era posible, incluso probable, que Dima y Marielle también supiesen quién era.
De lo contrario —y con la policía de Beirut fuera del caso—, estarían en un verdadero callejón sin salida, pensó Carrie, y se bebió de un trago el resto de su bebida. ¿Dónde demonios estaba Marielle? ¿Por qué estaba tardando tanto? ¿Cuánto tiempo se necesitaba para mirar una fotografía? No tendría intención de huir, ¿verdad? No, era consciente de que Carrie sabía dónde vivía, en Bourj Hammoud con su tía o quienquiera que fuese la mujer mayor. Su mirada se cruzó con la de Saunders, que estaba echando una ojeada. Carrie intentó aparentar más seguridad de la que sentía. O todo o nada. De pronto, suspiró de alivio cuando Marielle regresó caminando a la mesa.
«Lo sabe», pensó con nerviosismo. En los ojos de la chica pudo ver que había reconocido al conserje desconocido de la fotografía.
—Es muy extraño —dijo Marielle, que le devolvió la foto y tomó asiento de nuevo—. ¿Por qué va así vestido? ¿De bawaab? —La palabra árabe para «conserje».
—¿Quién es? —preguntó Carrie con la respiración contenida.
«Venga —pensó—, venga».
—Es Bilal. Bilal Mohamad. Me sorprende que no lo conozcas —contestó mirando a Carrie con curiosidad.
—¿Por qué debería conocerlo?
—Todo el mundo conoce a Bilal —repuso al tiempo que se daba unos golpecitos con el dedo en la nariz: estaba hablando de cocaína—. Es un pédé. Amigo de Rana. Y sin duda que su papa gâteau estadounidense también lo conocía. Y Dima. ¿No me estarás poniendo a prueba? ¿De verdad no lo conoces?
La cabeza de Carrie daba vueltas por todo el local como una bola de pinball. Tenía un nombre: Bilal Mohamad. Un hombre gay que conocía a Rana… y que, de acuerdo con Marielle, también conocía a su amante mayor y generoso, su papa gâteau, Davis Fielding.
De pronto sintió como si la alcanzara un rayo y todo cobró sentido.
¿Qué era exactamente lo que le había dicho Rana acerca de sus relaciones sexuales con Davis cuando la interrogó tras lo de Baalbek? «Al principio sí lo hacíamos, pero ahora me utiliza sobre todo para presumir». Entonces la había sorprendido, pero en ese momento encajó a la perfección. ¿Era eso lo que había estado ocultando Davis Fielding? ¿Que era gay? Pero ¿por qué esconderlo? ¿A quién coño le importaba? ¿Por qué iba a necesitar la coartada de una amante hermosa como Rana para que la gente pensara que no era gay? ¿Y qué sucedía con aquel Bilal Mohamad? ¿Por qué lo mató? ¿Era el amante de Davis? Porque, si lo era, eso explicaría por qué Davis lo había dejado entrar en la oficina aquella noche.
Fielding sabía que iba a marcharse de Beirut. Probablemente para siempre. Ése era el otro cabo suelto que la había estado molestando, amenazando su teoría sobre el asesinato. ¿Cómo podía ser que la misma noche en que se enfrentaba a la ruina y al final de su carrera profesional, su última noche en Beirut, fuera la noche en que, casualmente, alguien se dejaba caer por su despacho para matarlo? ¿Antes de que Saul, que iba de camino, apareciera? Ese tipo de casualidades no se daban. No en la vida real, no existían.
Así que Bilal no se había pasado por allí sin más, sino que Davis lo había llamado. Probablemente le había dicho que era urgente, que se marchaba. Si eran amantes, Davis habría querido despedirse.
Bilal debió de dejar de inmediato lo que estuviera haciendo y apresurarse en llegar al despacho. Ésa habría sido su última oportunidad de silenciar a Fielding antes de que se lo soltara todo a la CIA, antes de que él, Bilal, cayera en el punto de mira de la Agencia. Nada de casualidades. Tenía que hacer que Ray Saunders y Saul comprobaran los registros telefónicos del fijo y del móvil de Fielding.
Las piezas al fin encajaban. Una vez que comenzaran a investigar, Carrie estaba convencida de que descubrirían que Bilal estaba conectado tanto con Ruiseñor como con Abu Nazir.
—He estado fuera. ¿A qué se dedica, este Bilal Mohamad? —preguntó.
—A esto y aquello —repuso Marielle encogiéndose de hombros—. Esto es Beirut —dijo, e imitó a alguien esnifando cocaína por la nariz.
—¿Dónde puedo encontrarlo?
—¿Dónde crees tú? La mayor parte de las noches, en el Wolf —respondió Marielle. Claro, pensó Carrie. Un bar gay—. Entonces ¿puedo marcharme ya?
—Cuanto antes, mejor. Tómate unas cuantas semanas. Disfruta de París —recomendó Carrie al tiempo que se ponía en pie para marcharse—. Todo el mundo lo hace.