Capítulo 4
¡Delenda est Roma!
El navarca volvió a su oficina del edificio Lúcula. Ya le esperaba Mileto, cuya primera impresión de Roma ponía en su rostro un gesto de desencanto.
—Te ruego —le dijo Benasur al regidor— que me procures un coche. Si es necesario, pídele el permiso de tránsito al prefecto Lucio Pisón.
Y después de una pausa:
—¿Qué clase de persona es Cayo Petronio?
—No lo conozco bien. Dicen que es un joven agudo. Pertenece a una familia patricia… ¿Situación económica?
—Sé que no es muy desahogada. ¿Cuenta con influencia en el Palatino?
—No creo. Es de esos aristócratas de vieja tradición republicana que murmuran y se escandalizan del Imperio. No me extrañaría nada que en su casa reverenciase el retrato de Bruto.
Como las simpatías políticas de Vico no le interesaban, Benasur cambió de tema pidiéndole que llamase al mejor calígrafo de la oficina, al que dictó la misma carta para varios senadores amigos, anunciándoles su visita.
Después, dirigiéndose a Cayo Vico, le preguntó:
—¿Qué comedor nos recomiendas?
—El mejor de Roma es Casa Mario…
—Acabo de venir de allá… Cayo Vico titubeó:
—Otro recomendable está lejos, al final del Campo de Marte: Makrónidas. Pero si tú no te opones. Cayo Vico sería feliz de que lo acompañarais a la mesa para el prandium. Benasur le dijo a Mileto:
—Al mediodía, Roma se queda desierta. No encuentras en la calle un alma. Es inútil que llames a una puerta; no te responderán. Por tanto, si no quieres desfallecer de hambre o de cansancio, debemos aceptar la hospitalidad que nos brinda Cayo Vico.
Y dirigiéndose al regidor:
—¿Sabes si hay algún tratado publicado sobre los carros de guerra?
—Existe uno, muy documentado, escrito por el alejandrino Josem y editado en latín por la librería de Atrecto.
—¿Quieres ordenar a uno de tus empleados que lo compre?
Al cabo de un rato, entró el empleado con las cartas que le había dictado Benasur. Éste puso al pie de ellas su sello y su nombre. Cayo Vico las envió a sus destinatarios por un mensajero.
Después llegaron con el libro, un libro de grandes dimensiones. Como obra alejandrina abundaba en gráficas, planos y descripciones. Reproducía los modelos de todos los vehículos de guerra que se habían fabricado hasta entonces. Mileto lo estuvo hojeando y al examinar detenidamente el plano del Caballo de Troya comentó:
—Creo que es una buena obra. Josem no ha caído en ciertos errores cometidos por los historiadores al describir el Caballo de Troya.
Mileto no pudo seguir con su erudita disertación que, por otra parte, nada interesaba a Benasur. Iba a caer la hora séptima y Cayo-Vico se dispuso a dar fin a la jornada.
El regidor vivía detrás del templo de Marte, en la calle del Ganso, al principio del Quirinal, en una modesta casa, expresión de la áurea mediocritas. Una puerta pintada de ocre. En el umbral, en letras de mosaico, se leía un saludo: Bien venido. Pasaron al atrio. Benasur identificó la casa como una vieja construcción de los tiempos de la República. En el compluvio, medio seco, enlodado, un pato se quitaba los piojos. La fetidez era también antañona.
La familia de Cayo Vico se puso en movimiento con la llegada de los huéspedes. El gesto de la mujer de Vico era adusto. Cuando se enteró de quienes se trataba, procuró sonreír y ser cortés. El hijo del regidor, un muchacho de once años, no se separó de la hornacina de los lares, y se quedó mirando con una expresión de desprecio a los recién llegados, que identificó como extranjeros. Mileto descubrió en el muchacho cierto rubor de vergüenza. La chispita de sus ojos denunciaba una rabia mal disimulada.
A Benasur no le extrañó la actitud del muchacho: estaba en la edad escolar y, con las primeras letras, aprendía también la lección cívica del maestro que inculcaba a los niños el odio hacia los extranjeros. El muchacho miraba a Benasur y a Mileto con rabia; a su padre con desprecio, como si fuera un traidor. De pronto se despegó del muro y corrió a refugiarse en una vieja sirvienta que entró en el atrio. Le cuchicheó algo al oído. La esclava sonrió y le dijo que se retirase. El muchacho se perdió por un pasillo.
Cayo Vico no estaba cómodo, tanto por la categoría del invitado como por la actitud antipática de su familia. Quizá el menos disgustado era Mileto, que en el trato desabrido de la gente de Vico se veía igualado con el propio Benasur. A éste no le molestaba la frialdad de la acogida, sino la perspectiva del prandium y de la siesta en cubículos, que, por el aspecto de la casa, adivinaba incómodos.
La casa de Vico, como la mayoría de las de Roma, despedía una pestilencia particular; una mezcla de humedad recalentada y de estiércol en fermentación. Lo urbano en los romanos era adquisición tan reciente que, fuera de los foros, de las zonas modernas de tres o cuatro barrios, la ciudad olía a pesebre. En las ínsulas el olor se hacía más insoportable, pues la fetidez no era de estiércol, sino de residuos humanos. La cloaca máxima, orgullo de la ciudad, si bien cumplía importantes funciones sanitarias, no era lo suficientemente eficaz como para librar a la ciudad de la pestilencia. Según Benasur sólo existían dos ciudades en el mundo que no fuesen demasiado ingratas al olfato: Gades, en Hispania y Tiro, en Fenicia. Los vertederos de Tiro superaban en eficacia a la cloaca máxima de Roma. Y Gades, situada tan estratégicamente en el Mar Océano, propiciada por los vientos de las dos corrientes marinas que mantenían aireada, limpia, fresca la atmósfera de la ciudad. El sistema de los vertederos de Gades no era tan eficiente ni amplio como el de Tiro. Sin embargo, las fosas inmundas, a semejanza de las de Cartago, eran más modernas que las de Tiro.
Benasur permanecía callado y entregado a estas reflexiones. Pensando que el mundo se había perdido por mucho tiempo con la victoria de Roma sobre Cartago. Pero él era de los que creía que Roma no duraría mucho. Roma, que todavía no abandonaba del todo el corral, el olor del estiércol, la mentalidad campesina, daba productos ya tan refinados, tan decadentes como Cayo Petronio. Si hubiese en Roma cien Petronios se acabaría el Imperio corroído por el escepticismo y la molicie.
La mujer de Vico, de humilde extracción, pretendió dar demasiada ceremonia al prandium y contra la etiqueta al uso hizo que un criado preparase el triclinio. El regidor intervino con discreción para decirle aparte: «Marcia, se trata del prandium, del prandium nada más. Cuida de que dispongan los cubículos». Poco después hicieron irrupción en el atrio tres esclavos, vestidos con el palio rojo. Se veía bien que su indumentaria era la de las grandes ceremonias, pues además de estar nueva los sirvientes no parecían habituados a ella. Uno de los criados trajo los panecillos, otro la carne y el tercero cinco habas bailando en ensalada. Cayo Vico sirvió el vino en copas de vidrio. Este detalle de refinamiento y lujo no guardaba relación ni con el aspecto de la casa ni con la categoría social de Vico. Para Benasur era un síntoma más de la carrera de Roma hacia la molicie y la ruina. El hecho mismo de que en el atrio se movieran diligentes cinco esclavos, revelaba el prurito de ostentación de los romanos. Si cinco eran los sirvientes que los atendían en un sencillo prandium, había que calcular que en el interior de la casa quedaban diez o doce esclavos más.
—¿Cuántos esclavos tienes, Cayo?
—Pocos. Nueve hombres y cinco mujeres. Todos los emplea mi mujer, Marcia, que no sabe valerse sin ellos. Yo con uno me basto. Es un siciliano que me tonsura, me da masaje y me confecciona la ropa. Es muy útil para esto, pues yo no soporto las túnicas de dormir con costura…
Benasur pensó que Cayo Vico tenía también delicadezas de gran señor: vestía túnicas inconsútiles. Por lo que veía no era mal negocio ser regidor de las flotas de Benasur en Roma. Quiso recordar el sueldo que le daba a Vico, pero no pudo. Darío David ganaba cuarenta mil sestercios, más Darío David era nada menos que el regidor de Siracusa. Después de él seguía en importancia Havila, el regidor de Gades… Vico debía de ganar como Joel, unos veinte mil sestercios, la renta mínima que se exigía a un ciudadano romano para ingresar en el Orden Ecuestre. Con veinte mil sestercios anuales un hombre en Roma podía permitirse el lujo de servir el vino en copas de vidrio. Para salir de dudas, preguntó a Vico:
—¿Qué sueldo ganas, Cayo?
—Diez mil sestercios. Y el uno por ciento de las utilidades. Más o menos…
—Ya, ya; lo recuerdo: treinta mil sestercios —le interrumpió Benasur. Y con ánimo de saber más, comentó—: La vida está muy cara en Roma, pero no es un mal sueldo.
—Ciertamente, la vida está muy cara. Nos arreglamos con algunos comestibles que nos traen del campo, de la granja de mis suegros. Procuramos atenernos al sueldo y la comisión la ahorramos. Marcia está contenta con esta casa. Yo deseo comprarme otra más moderna. Con lo que sacásemos de la venta de ésta y unos cien mil sestercios podríamos construir una tras el Campo de Marte o en el Pincio.
—El Pincio me parece muy lejos —opinó Benasur.
—Eso dice Marcia. Y con las restricciones que existen para el uso de literas y coches, resultaría molesto para mí vivir tan lejos. Sin embargo, me sería fácil conseguir en la Prefectura una licencia para litera. Las venden de trasmano por ochocientos sestercios.
Mileto intervino.
—Por lo que veo, con dinero se compra todo en Roma. Cayo Vico sonrió:
—Si no todo, casi todo.
—¿Hasta la ciudadanía romana?
Benasur miró con rara intención a Mileto. Éste, como si hubiera sido sorprendido en falta, puso la vista en el plato y continuó comiendo. Cayo Vico informó:
—La ciudadanía no cuesta más que los veinticinco sestercios que cobra el recaudador del Erario al entregar la escritura, si se obtiene por derecho y vía legítima; pero si se recurre al soborno su precio oscila entre los mil y los doscientos mil sestercios, según la apariencia económica del solicitante. El liberto Espurión pagó hace unos meses ciento cincuenta mil sestercios. Había sido condenado al destierro por una especulación de trigo. Al adquirir la ciudadanía, la pena fue conmutada por una multa de diez mil sestercios. De este modo, el delito contra el pueblo romano quedó convertido en una simple infracción a las ordenanzas edilicias.
Después, por una pregunta de Mileto, la conversación se desvió hacia los espectáculos. Cayo Vico se entusiasmó recomendando al griego la asistencia al anfiteatro y muy especialmente al circo. Vico prefería las carreras a las luchas. Para él, más importante que Festo, el gladiador, era Numa, el corredor del equipo de los azules. Las carreras tenían el aliciente de las apuestas y Vico era jugador afortunado. Apostaba únicamente cinco ases en cada carrera y en cierta ocasión Numa le había hecho ganar trescientos sestercios por as. Dijo que el corredor debía poseer más y mejores cualidades físicas que el gladiador, pues éste, dominando solamente seis movimientos de la esgrima, tenía resuelta la pelea. Que además en los gladiadores había mucho truco, y que engañaban tan hábilmente al público, que se las arreglaban muy bien para que el vencido supiera inspirar la simpatía de los espectadores y obtener así la gracia del indulto Que casi siempre los que caían en la arena eran criminales condenados a muerte, que mediante una cantidad que se daba a sus deudos, accedían a ser sacrificados por los campeones, por los Festos, los Galatas, los Mincios. Sin embargo, el más experto corredor no estaba libre de una caída y las caídas principalmente en la curva de la meta, eran mortales de necesidad. Numa se había roto un pie en un aparatoso accidente y, a pesar de esta desventaja, continuaba corriendo como en sus mejores tiempos. Mileto escuchaba con interés y se mostró complacido cuando Vico le ofreció entradas para el circo. El regidor solía asistir a las carreras de la tarde, que eran las más distinguidas, pues en la mañana iba la plebe con la ilusión de ganarse los cobres para la cena en una apuesta afortunada. Benasur, que se aburría con la plática de Vico, dio un giro a la conversación preguntándole:
—¿Qué obra se está representando que merezca la pena de verse?
—Ninguna. El teatro Marcelo está cerrado desde las torrenciales lluvias de mediados de febrero. El teatro Pompeyo continúa en reparación. Cada día el público se muestra más apático por el teatro. Tendrían que renovar mucho el género y hacerlo más sensacional. El año pasado se representó una obra de mucho éxito: Los hermanos. Su interés radicaba en que el protagonista apuñalaba de verdad a otro personaje. En varias ocasiones la puñalada fue tan certera que produjo la muerte del actor asalariado en la escena. El público acudía todos los días con la esperanza de ver un desenlace tan a lo vivo. Mas al fin intervino el prefecto y la obra fue retirada. Esperaban turno siete hombres que estaban dispuestos a ser apuñalados en escena.
—He oído que en el Balbo dan una pantomima muy graciosa —dijo Benasur.
Vico, tras mirar con un cierto azoramiento a Benasur, repuso:
—Es una obra muy vulgar. Lo único que tiene gracia es el trabajo del pederasta Kolessyos imitando a Salomé. Mas no creo que un judío como tú, Benasur, encuentre agrado en una burla tan sangrienta como El higo de Salomé.
Se terminó el prandium, que fue mediocre al paladar como Benasur temía. Se lavaron las manos con agua aromatizada que les sirvió un criado en una palangana de metal de Córduba. El dibujo del repujado así como el color de cobre eran de fácil identificación bética. El anfitrión condujo a sus huéspedes a los cubículos. Dejó en la mesita cerca de las literas una lámpara encendida para ahuyentar a los malos espíritus que perturban el sueño. Los linos de las camas estaban limpios. Una cortina de junco tamizaba la luz que entraba por el impluvio.
Benasur se tumbó con la seguridad de no dormir la siesta. Echaba de menos el té de opio. Pero no quiso alterar el inflexible orden de la vida doméstica romana.
Desde el cubículo oyó que Cayo y Marcia discutían acaloradamente en alguna habitación. Por ciertas palabras sueltas que alcanzó a oír, comprendió que el motivo de la disputa eran las carreras. Marcia le echaba en cara a su esposo que en dos meses seguidos no había ganado un solo cobre por su cochina manía de jugar a los azules. Que el equipo de los verdes, capitaneado por Quilón, estaba ganando todas las carreras en que participaba. Y que sólo los estúpidos como Cayo seguían apostando a favor de ese viejo lisiado, pata quebrada, que era Numa. Marcia concluyó prohibiendo terminantemente que Cayo saliera aquella tarde. A los gritos de Marcia se unieron los del hijo, que daba la razón a su madre. El chiquillo refunfuñaba que sólo a su padre se le ocurría apostar a Numa habiendo corredores como Quilón, Astorpeo, Celesto y Mano.
Benasur pensó que Cayo Vico era un pobre diablo, con todos los prejuicios de los viejos romanos, pero sin ninguna de las virtudes domésticas del pater familias, bien fincadas en la autoridad. Se veía que entre la esposa y el hijo lo dominaban.
Hacía ocho años que estaba al frente de las oficinas de Roma. Se lo había recomendado como hombre hábil y emprendedor Celso Salomón. Dado el auge de los negocios, Benasur no había tenido ocasión de descubrir las posibles limitaciones de su regidor.
Terminada la hora de la siesta y cuando se disponían a abandonar la casa, el navarca tuvo que acreditar a Vico un cierto don de iniciativa: a la puerta los esperaba un coche. Mientras atravesaban las calles para salir a la vía Lata, Benasur se desató contra Roma hablándole en griego a Mileto:
—Roma es una ciudad monstruosa. Todos estos alardes de grandeza son ficticios. El millón de vecinos que tiene vive pisándose y dándose codazos. Al lado de un edificio moderno de seis pisos, como el que ha levantado Tito Limo, están esas ínsulas que sólo esperan que les apliquen una candela para arder con toda la polilla de sus armazones; al lado de la lujosa casa de un magnate, hay una infinidad de viviendas que no son más que chozas de madera. Se enorgullecen de la cloaca máxima y todos los vecinos echan sus inmundicias por la ventana. Los romanos son insoportables. Creen saberlo y conocerlo todo. Miran al resto de los mortales con un gestecillo superior y conmiserativo. Se creen superiores porque han inventado esa fórmula de convivencia social que llaman Derecho. Y nada hay más lastimoso que el ciudadano romano, convertido en cliente de los magnates, siempre con la sportula bajo el brazo a la caza de las sobras que le dan como al más repugnante de los mendigos. Estos hombres que no han hecho nada, que no han inventado ni creado nada, que no han aportado una idea al progreso moral de la humanidad, dominan al mundo. Sus poetas son vacuos, sus filósofos, insulsos, sus oradores convencionales y pesados. Su misma lengua es difusa. Se dicen originales y no hacen más que repetir, mal traducido, lo que han escrito y escriben los griegos. Odian a los griegos porque sois más inteligentes que ellos, a los fenicios porque son más hábiles y señores, a los púnicos porque son más valientes y sobrios, a los egipcios porque son más científicos y espiritualistas, a los judíos porque somos más decentes y capaces que ellos. Para lo único que son listos es para romperse la cabeza en el circo, bien en lo alto de un carro, bien con la espada en la mano. ¡Ciudadanía romana! Una plebe hambrienta, indigna, vergonzante de miserias. Y para que esta masa viva ociosa, vociferando y meándose en el Circo, y después se pase la noche matando chinches y piojos; para que esta plebe se crea en el foro dictadora de los destinos del mundo, porque un charlatán togado se sube a la rostra y le dice ¡Delenda est Carthago!, es necesario que todo el mundo, todas las naciones que tienen un pasado glorioso de saber, de ciencia, de arte, de armas, les tribute el diezmo. ¡Hay que aplastar a Roma, Mileto! No quiero pensar lo que el mundo será muy pronto si estos charlatanes de la rostra prosperan; si estos emperadores voraces y tiránicos continúan en el poder. Es necesario que un pueblo se levante y arrase a Roma. Es necesario un cataclismo que acabe con esta ciudad de siete jorobas. Si nuestros pueblos de Oriente no son capaces de sacudirse el yugo, tendremos que esperar a que lo hagan los hispanenses o los galos, los sármatas o los germanos, pero nuestra salvación está en aniquilar al monstruo. Nuestro pasado, nuestras tradiciones, nuestro espíritu están en peligro, Mileto. ¡Delenda est Roma!
Mileto se había emocionado. A pesar de lo mal que, en el arrebato de la indignación, pronunciaba Benasur el griego, no dejaba de ser elocuente. Claro y elocuente. Quizá Benasur exageraba demasiado. Desde luego, dejaba entrever que quería viajar con zapatos ajenos. La primera impresión de Mileto sobre Roma no podía ser más desfavorable. Del Tíber al Pincio había confrontado una amarga experiencia: que su latín, del que tenía motivos retóricos para sentirse satisfecho, muy poca semejanza guardaba con el latín que hablaban los romanos, por lo menos los estibadores del Tíber, los guardias políglotas del Emporio, los libertos y esclavos de Celso Salomón, y hasta el propio Cayo Vico, que, como hombre de negocios, articulaba su conversación con una sintaxis demasiado esquemática. Era una ciudad sucia y con gentes poco aseadas. Quizá porque las termas públicas beneficiaban sólo a los que tenían dinero para permitirse el lujo del baño. Pero Benasur exageraba quizá por ignorancia, al negar a Roma y su lengua la gloria de un Lucrecio, de un Virgilio, de un Horacio, de un Ovidio. Cierto que podían percibirse servidumbres, indudables influencias; pero precisamente era la lengua latina la que daba un acento y un sabor nuevos a las ideas y sentimientos de esos poetas.
Sí, Benasur podría tener razón en parte. Había que aplastar a Roma como se aplasta una víbora. Pero después ¿qué? Después, desaparecida Roma, continuarían los amos señoreando sobre la voluntad y la vida de los esclavos. Para Mileto el problema no era el yugo impuesto por Roma a los pueblos. Él no era ciudadano libre para pensar en tan superfluas y desinteresadas cuestiones. Para él, para Mileto, la salvación no estaba en el pueblo que se levantase contra Roma, señora de pueblos, sino en el hombre que se levantase contra los hombres, señores de esclavos. Para él la cuestión no era liberar a los pueblos, sino a los esclavos. Al fin y al cabo, los hombres, por muy extranjeros que fuesen, si eran libres podían pasearse y actuar autónomos por Roma y por todo el Imperio. Por eso Mileto no podía sentir como Benasur la indignidad de que su patria estuviese sojuzgada a Roma. La indignidad de él era estar sojuzgado a Aristo Abramos, a Benasur; pasar como un objeto de una mano a otra. No, no se trataba de la libertad de los pueblos dominados por Roma, sino de la libertad de los hombres, oprimidos y escarnecidos por los hombres. Si todos los hombres habían nacido con alma, con psiquis, sin distinción alguna, el cuerpo humano que servía de sostén y albergue a esa alma debería ser libre: libre para amar, libre para creer, libre para pensar y soñar, libre para actuar y decidir sobre la propia persona. Fuera de esto, no era más que cambiar el error por la equivocación, la injusticia por la iniquidad. No era un pueblo, era un hombre el que debía levantarse contra los demás hombres para hacerles ver su error y acusarles del delito de inhumanidad. Y ese hombre no debía surgir en la rostra del Foro para embaucar a una masa estúpida y egoísta, sino en una rostra universal, dondequiera que fuere, pero con una voz tan firme y tan clara que su decisión y su mensaje se escuchase en todos los ámbitos del orbe.
No pudo exteriorizarle estas reflexiones a Benasur. Porque él, Mileto, era un esclavo y Benasur… era un hombre que sólo conocía una servidumbre a la que se sometía de buen grado: la de su solo y único Dios.
Mileto pensó por primera vez que un desheredado como él, un paria, un miserable esclavo, lleno de dotes y conocimientos, pero sin un grano de derecho ni de libertad, podía tener un gran amigo, un camarada íntimo con el que poder compartir su escondida amargura: el Dios único de Benasur.
Cuando el coche los dejó a la entrada de la domo, Mileto iba pensando muy seriamente sobre la esencia del monoteísmo. Y vio que en su corazón se abría una débil luz. También Ester rezaba a ese único Dios.
Ninguno de sus patronos judíos le había insinuado la conveniencia, de convertirse. Para eso las leyes griegas y romanas andaban muy listas protegiendo la libertad de creencia de los esclavos. ¡Hipócritas! Mileto convino en hacer uso de esa libertad que se otorgaba a los esclavos. Pensó seria y amorosamente en el Dios de Israel. Sentíase animado a tentar al Dios de Benasur. Saber si, a diferencia de los demás dioses, Éste podía libertar a los esclavos.