Capítulo 9
El luminoso Kaivan
Paseándose por los jardines de palacio, Mileto entró en una avenida de palmas gigantes, por la que venía, en actitud meditativa, el luminoso Kaivan. Andaba con sus pasitos cortos, moviendo el torso acompasadamente de un lado a otro. A la distancia que lo veía Mileto, daba la impresión de una masa oscilante sobre dos pequeños soportes. Kaivan se llevaba la mano al remedo de cadera, bien como si quisiera aliviar un dolor de hígado, bien como si en aquella parte se encontrara el motor pensante de sus meditaciones.
Mileto sospechó que se había equivocado de avenida y que había tomado, sin querer, una reservada al monarca o al luminoso Kaivan, y con la intención de no tropezarse con él cortó metiéndose por un jardín de flores de loto. Pero Kaivan, que lo había visto, comenzó a sisearle.
—¿Por qué me huyes, heleno? ¿Tan repugnante te parezco?
Le clavó sus ojos penetrantes, que eran como una líquida lucecita entre el vigoroso haz de arrugas que dividía la frente y los vértices externos de los párpados.
—No, luminoso Kaivan… Me pareció verte abstraído en tus meditaciones y no quise perturbarte…
Kaivan miró de arriba abajo al griego y seguidamente le replicó sin amargura y sin sarcasmo:
—¿Por qué me adulas, Aristo? Entre hombres como nosotros, dedicados insobornablemente a despejar nuestra insondable ignorancia, no están bien las lisonjas. ¿Tanto influye en ti tu amigo Benemir? Nosotros formamos una casta especial entre los hombres que pueblan la tierra… ¿Lo dudas? Todos los hombres viven para su ambición y su egoísmo, para el goce material; nosotros vivimos para conocernos. ¿No fue tu Sócrates quien nos impuso ese dictado de Apolo Delfineo como vía de perfección?
—Sí, luminoso Kaivan.
—Dime Kaivan a secas. Para ti mi luz no puede ser tan luminosa como ha de parecerles a los demás hombres. La otra noche tu amigo Benemir dijo que eras docto en astrologías. Por lo menos, hablaste de la estrella del sur como hombre de ciencia. Pero no pude creerte, porque tú nunca estuviste en China. Cometiste un error. China es el país más austral del orbe y al sur de China no puede haber estrellas; al sur de China sólo existe la nada.
Mileto no supo qué responder de momento, y al cabo de un titubeo dijo:
—Quizá me expresé mal, Kaivan. Quise referirme al sur de la gran Libia interior, que para los chinos es país occidental.
El enano se encogió de hombros, dando a entender que nada le importaba la rectificación. En seguida, volviendo a clavar su mirada en el griego, le preguntó:
—Dime, Aristo, ¿qué ha venido a buscar aquí Benemir?
—Lo ignoro. Supongo que le ha movido un súbito deseo amistoso hacia el muy alto Abumón…
—¿Por qué mientes? No está bien en un hombre como tú, que busca la sabiduría —dijo el enano. Y agregó en un tono de confidencia—: Quiero franquearme contigo, Aristo: no creo en el influjo de los astros. Es una superchería. Pero yo miento con un fin noble. Quiero instaurar en el reino garamanta una república ideal, donde los hombres vivan sirviéndose mutuamente, donde pueda ser desterrada la práctica de la guerra, que es el azote de la humanidad. Quieren abolir de un modo efectivo la esclavitud, como primer paso para que los hombres todos puedan amarse, entenderse y ayudarse como hermanos… ¿No estás tú de acuerdo con mis ideas, con mis intenciones?
—Me parece, por lo poco que he podido observar, que tú ejerces sobre los garamantas un poder absoluto, casi despótico…
—Desgraciadamente, Aristo, el mundo está en manos del Espíritu del Mal, que recluta sus milicias entre los hombres. Y he tenido que emplear los más violentos métodos para hacerme con el poder y comenzar a imponer mi política. He ganado la primera fase de la batalla, y estoy iniciando la segunda, más ardua y compleja: la reforma religiosa. Porque has de saber que apenas hace seis años, en los templos de Istamar de todo el reino garamanta, se sacrificaban jóvenes en lo mejor de su vida. Para esto el Ejército vivía en un continuo estado de guerra y asolaba el sur y el oeste, llegaba hasta la misma Etiopía para hacer verdaderas cacerías de hombres. Todo ello era fomentado por la insania del príncipe Jazalí, que, como heredero, tenía el título de brazo diestro de la diosa Istamar. Yo tuve que desarrollar una intriga dual: imbuir en la mente de Abumón la ciencia de la astrología y convencerle de que su hijo el príncipe era un poseído del Espíritu del Mal y que su reinado habría sido un oprobio para la historia de los garamantas. De este modo, el Rey aceptó la ausencia de su hijo, que cree perdido en tierras lejanas. Me fue fácil influir en la mente de Abumón: en lo simbólico, transformé la diosa Istamar, luna devoradora de hombres, en Kamar, luna benéfica del hombre. Le hice comprender que se hicieran o no sacrificios humanos, Kamar, como astro mayor, continuaba regulando las mareas, los períodos de la mujer, provocando la leche de la parturienta. Que sus lapsos de presencia y ocultación eran inalterables y periódicamente fijos. Y que lo único que alegraba a Kamar era el saludo de los hombres a su aparición y que en los pebeteros ardiese el incienso cuando se ocultaba… Abumón se convenció antes de la verdad de mis palabras que su hijo de la monstruosidad de sus guerras. Y por si todavía no te han enterado, debo decirte que logré, al fin, hacer apresar a Jazalí y recluirlo en prisión… He desterrado a los sacerdotes dedicados al culto de Istamar. Mandé jóvenes garamantas a Alejandría para que estudiasen astrología y fuesen supliendo a los sacerdotes que expatriaba. He desarrollado una labor ímproba, tenaz, durante los últimos tres años. A las familias más devotas al culto de Kamar, las ayudo fingiendo providencial premio de la diosa. Gracias a esto, moviendo el corazón de las gentes por interés, he logrado que Kamar, astro de la paz, sea adorado… Sé que yo no concluiré mi obra. Pero en los templos tengo gente preparada que la proseguirá… —Y tras una pausa—: ¿Crees amigo Aristo, que está mal lo que hago?
Mileto movió negativamente la cabeza. No, no le parecía mal, ni mucho menos, lo que hacía el enano Kaivan. Por el contrario, estimaba que el homúnculo era tan luminoso como le llamaban y que de tan corta talla se desprendía un gigante, un hombre excepcional cuya legislación sería pasmo de los siglos. Lo que más le había conmovido de todo era su intención de abolir la esclavitud, pues los sentimientos pacifistas le parecían a Mileto poco convincentes y casi antinaturales.
—Conozco las últimas corrientes del espíritu que se discuten en el Museo de Alejandría —prosiguió Kaivan—. Hay un cierto maestro judío que da lecciones sobre la armonía de la unidad universal. Se propende a una comunión del hombre con Dios, como único ser supremo, ordenador de las cosas. Nuestra alma es una fracción de esa unidad. Por tanto, todo aquel que lucha contra la desavenencia de las almas, contribuye a la reintegración de la Unidad, que es Dios… Pero esta doctrina tan sutil no es posible inculcarla de golpe a los pueblos. Primero hay que hacerles comprender que el sol, la luna, las estrellas son objetos de la Unidad. Cuando se les haya grabado en su mente que prestan servidumbre a un Orden superior, será el momento de decirles cuál es la esencia de ese orden: un Dios único…
—¿Y cuándo piensas abolir la esclavitud? —le preguntó Mileto, más interesado en el porvenir social de los hombres que en su conversión religiosa a la Unidad monoteísta.
—Ésa es una reforma más difícil que la religiosa… Si has estudiado historia sabrás que todos los pueblos han hecho sus reformas religiosas, pero que la esclavitud continúa inmutable desde los orígenes de la humanidad. Y es porque para abolir la esclavitud se necesita demoler los más sólidos, cimentados intereses. Se toca la parte dura del corazón de los hombres…
Y deteniéndose ante un árbol, interrogó…
—¿Ves las hojas? ¿Qué es lo más importante en el árbol: las hojas o el tronco? Los seres humanos son las hojas y saben por experiencia que a cada ciclo han de morir y desaparecer. No les importa el tronco, que es la humanidad, Aristo. Si se dieran cuenta de que el tronco es lo que subsiste, serían más generosos con los demás, que sería el modo de ser acertados consigo mismo…
—Pero bien, Kaivan, tú impones la paz en el reino garamanta. ¿Cómo evitar que los reinos vecinos irrumpan en tu país y lleven los garamantas a la esclavitud?
—Yo he transformado el ejército en una fuerza de policía. No hay reino en toda la Libia más seguro y más respetado que el garamanta. En el desierto, las caravanas transitan con la máxima seguridad. Comerciamos con mucho provecho. El Tesoro de Garama es rico. Llegará un día en que prohibamos en nuestro territorio el comercio de esclavos. Después, el Tesoro comprará la libertad de cada uno de los siervos. Y ese día, con la alegría de la ganancia que tendrán los amos, quedará abolida la esclavitud… Para entonces, Garama será la república ideal, y los demás pueblos, lejos de agredirnos, procurarán imitarnos. Y la Humanidad caminará hacia la concordia y la prosperidad: todos los hombres serán hermanos, todos serán ricos.
Mileto se desencantó. Pensó que Benasur le tildaba de filántropo, mas Kaivan, el luminoso, el sabio Kaivan, resultaba a su lado un alma cándida embriagada de bondadosa espiritualidad. Mileto amaba al hombre sin desconocer su elemental, su torcida naturaleza. Por cada Kaivan que surgiera en el mundo, aparecerían cien, mil Benasures. ¿Quién influiría más; el hombre del futuro o el hombre que, hablándoles en sus mismas palabras, los fijara en el presente? Sí, Mileto sentíase escéptico, pero no por ello menos admirado ante un hombre de tan finas cualidades humanas, de tal agudeza mental para calar en los anhelos irrealizables del hombre. En ese momento en que Kaivan soñaba en utopías (a Mileto le agradó inventar palabra tan necesaria), en mil lugares de la tierra, el hombre —ese ser hecho para la paz y la concordia— hacía brotar la sangre de las carnes de los esclavos. En ese momento, el Espíritu del Mal que decía Kaivan, incitaba al despojo y a la crueldad, a la ambición y a la avaricia a los Benasures de todo el mundo. Le pareció que Kaivan era la antítesis de Benasur. Kaivan se había hecho del poder, ejerciendo el despotismo, por el amor a los hombres. Benasur se había hecho del poder, ejerciendo la intriga, por el odio a Roma. Y después ¿qué? Acabados Kaivan y Benasur, ¿surgiría la síntesis? No. El árbol de Kaivan daría nuevos renuevos, las hojas serían distintas, pero todas ellas idénticas en el color, en la contextura, en la forma, en el tamaño. Y entre las hojas habría cien Benasures por cada Kaivan.
—Soy griego, Kaivan, y no puedo ocultarte que toda obra que rebasa la vida del hombre no me interesa. Tus proyectos e ideas son muy nobles, pero irrealizables en una vida. Necesitarías vivir cien vidas y estar asistido del mismo poder que ahora para realizar tu programa…
—¿Y la simiente, Aristo? ¿Tú crees que la simiente que esparzo no fructificará?
—¿Y la simiente de Jazalí, Kaivan? ¿Por qué piensas que Jazalí va a ser estéril? ¿Tú crees que si el Mal fuera infecundo habría llegado hasta nosotros?
—Hay una fuerza que me asiste, Aristo, y que tú desconoces u olvidas. Cuando subo a la torre no pierdo el tiempo contemplando los astros, ni sus movimientos, ni sus ocultaciones, que me sé de memoria. Son ruedas del mismo carro. Cuando estoy en la torre presto oído atento a esa cauta, silenciosa, permanente armonía: la Unidad Universal. Yo estoy con la Unidad y la Unidad (que no puede abandonarme sin contradecir su esencia) está conmigo…
El enano tenía una flor en la mano y la cabeza en alto mirando el intenso azul cobalto del cielo. Su expresión, a pesar de lo grotesco de su figura, tenía una clara, nítida nobleza. Después, como si no pusiera Intención en las palabras, dijo algo que hizo estremecerse al griego:
—Mundano Mileto: convéncete de que estoy asistido. Tú apenas empiezas a conocerme, y yo, antes, mucho antes de que llegases a Garama, sabía quién eras tú y quién Benasur. Y sé qué es lo que Benasur busca en Garama. Si amas a los hombres, como cabe esperar de tu noble condición, dile a Benasur que abandone Garama… Aquí no podrá conmigo, Mileto; aquí Kaivan es enormemente poderoso…
Mileto se quedó de una pieza. Y antes de reponerse de la sorpresa, vio a Kaivan alejarse por una vereda del jardín. Las flores eran más altas que él. Y parecía irse, irse como si una extraña luz —la luz madura de la tarde— lo envolviera en un halo.
Poco después, Benasur, tal como lo había solicitado, fue recibido en audiencia privada por Kaivan.
—Te escucho, ilustre Benemir.
—Vengo a molestarte para algo que me parece baladí; pero en la Corte nadie mueve un dedo sin tu licencia. Y Saladar se muestra incompetente para resolverlo…
—Dime de qué se trata…
—Traigo de Bética las piezas de tres carros, que quisiera armar en el patio de palacio para después regalárselos al muy alto Abumón. La cosa es simple, pero, por lo que se ve, necesito permiso para hacerlo. Además, personal que los arme siguiendo las instrucciones de Aristo…
—¿Qué clase de carros, Benemir?
—¿Es que hay diversas clases de carros?
—Me parece que sí, Benemir.
—Pues los míos son unos carros con plataforma y con dos ruedas, con una flecha para uncir caballerías… Si el conductor es diestro en el manejo, se traslada de un punto a otro con comodidad. Éstos son mis carros, kum Kaivan…
—Comprendo. Pero me refiero a si son carros militares o carros civiles…
—¡Carros civiles! —cortó Benasur.
—… susceptibles de ser transformados en carros militares —concluyó Kaivan.
—¿Es que existe tal clase de vehículos?
—Hasta ahora, no. Pero he oído que cierto hombre ingenioso podría hacer tales artefactos… En este caso, yo no te permitiría armar tales carros, y te confiscaría las piezas, Benemir, acatando un acuerdo hecho con Roma, mediante el cual el muy alto Abumón se comprometió a no recibir en su territorio armas o artefacto militar que no traiga precinto de la pretoria de Cydamos… Ahora, tú dices.
—Mis carros son civiles.
—Si es así, y bajo tu palabra, ármalos, Benemir. Y pídele a Saladar los hombres que necesites… ¿Algo más?
—Sí. Y también del mismo orden doméstico… —dijo Benasur—. Tú sabes que he traído conmigo una mujer mauritana…
—¿Tu concubina? —preguntó Kaivan con un gesto indulgente. Benasur apretó los labios:
—Es una doncella… ¿No lo sabías?
—No en calidad de ministro del Rey…
—Se trata de una doncella, kum Kaivan; de una doncella que es mi ahijada. ¿Comprendes? Quiero presentar a la dulce Zintia con el príncipe Shubalam…
—En Garama le hemos retirado el título de príncipe a Shubalam, Benemir. Por razones obvias: en primer lugar, el reino musulano nunca fue reconocido por Roma, y nosotros tenemos relaciones pacíficas y amistosas con Roma. En segundo lugar, si diéramos asilo a Shubalam en su calidad de príncipe, Roma podría reprocharnos que damos hospitalidad a un desterrado político. Hecha esta aclaración sobre el joven Shubalam, yo no tengo ningún inconveniente en que le presentes a la dulce Zintia. Y diré más, Benemir. Que ordenaré que Saladar prepare una fiesta en palacio. Me gustaría que en esto de los dos muchachos coincidiéramos en nuestros deseos. ¿Sabes por qué? Porque Zintia no es mauritana, como tú crees, sino paisana mía… Es curioso, ¿verdad?
—¿Zintia garamanta? —repuso Benasur sonriendo con incredulidad.
—¿Quién te ha dicho que yo soy garamanta? Zintia es alhuma, como yo.
—¡Un alhuma mandando en Garama! —exclamó el navarca fingiendo escandalizarse.
—¿Por qué no? Garama es reina de los pueblos del desierto…
—Esa coincidencia de deseos quizá me haga cambiar de planes, kum Kaivan. Me parece difícil que tú y yo coincidamos en nada.
—¿Tanto te molesta que Shubalam me sea adicto? Es un poeta y los poetas…
Benasur se puso en pie.
—¿Para qué más ocultaciones? Siento que nos aborrecemos Kaivan.
—Tú has de aborrecerme todavía más que yo a ti. Supongo que un enano con poder ha de irritar a un soberbio como tú, Benemir.
—¿Irritación o repugnancia? ¿Por qué no me arrojas de Garama? Benasur estaba francamente rabioso. Kaivan se escudaba en una inefable sonrisa:
—No. Quiero saber quién vence en esta pelea, si el bien o el mal.
—¡Ganará el bien, Kaivan!
Kaivan rió sordamente, como si le crujieran sus intestinos de enano.
—¿El bien? ¿Y tú te crees el bien? ¡Qué vanidoso eres, Benemir! Benasur destiló con la peor intención:
—Sobre quién es el bueno o el malo… ¿le pedimos opinión a Jazalí? También él, como Shubalam, ha dejado de ser príncipe, ¿verdad?
Kaivan también se puso en pie. Su cabeza de enorme cráneo apenas llegaba a la cubierta de la mesa.
—Siento decirte que no puedo concederte más tiempo, Benemir. Benasur se irguió arrogante. Descubiertas las cartas, volvía a ser el hombre seguro, brutalmente franco de siempre.
—¿Qué darías por una cuarta más de estatura, Kaivan? ¡Te la daré! ¡Vaya si te la daré! Aunque tenga que ponerte entre dos torniquetes… ¡Te aborrezco!
Y salió hacia la puerta. Pero todavía tuvo que escuchar la voz del astrólogo, untada de ironía:
—Que el Señor te ilumine, Benemir…
Cuando Benasur llegó a su alcoba, Mileto lo esperaba asomado al balcón de la terraza. Se reía, de la escena que veía en la calle, frente al palacio. Unos policías habían cogido a dos pederastas en los retretes públicos. Uno de ellos apenas si podía caminar con el manto entre las piernas, mientras el otro forcejeaba por desasirse del policía. Los curiosos zaherían con pullas a los dos pederastas al mismo tiempo que denostaban a los policías.
—¿Qué te divierte, Mileto?
—Comprobar que el hombre en cualquier meridiano está inclinado a la maldad… Precisamente minutos después de haber sostenido una muy edificante charla con el luminoso Kaivan…
—No me hables de ese enano asqueroso… ¿Cómo es que has hablado con él?
—Casualmente. Nos encontramos en el jardín. Te advierto que es un hombre de excepcionales cualidades…
—Para lo tortuoso…
—No creo… Me parece que sería justo rectificar el concepto que nos hemos formado de él… Y tener algo de más cuidado. Kaivan sabe quiénes somos y barrunta a lo que hemos venido.
Mileto relató a Benasur toda la conversación que media hora antes había sostenido con Kaivan. Al navarca le contrarió, si bien no le cogió de sorpresa que el consejero del Rey les hubiera descubierto en su verdadera personalidad. «Desde luego —comentó—, habrá que actuar con más prontitud».
Ordenó a un paje que llamara al kum Saladar.
—Si conoce nuestra verdadera identidad y no le ha importado revelártela, es prueba evidente de que no nos teme. Cosa que confirma mis sospechas de esta mañana cuando dejamos al banquero Jacobón. No me inclino a creer que Garama tenga un servicio de información confidencial tan eficiente. Ha de ser que hay persona muy interesada en ir anunciando nuestros pasos. De cualquier modo, no me agrada saberme descubierto.
Llegó el kum Saladar deshaciéndose como siempre en reverencias.
—Estoy irritado —le dijo—. Tengo la seguridad de que el muy alto Abumón no está enterado de la clase de alojamiento que nos has dado…
—¿No estás contento en esta alcoba, ilustre Benemir?
—¿Acaso crees que es digna de un amigo del Rey? Medio palacio está vacío. En la Corte no hay más visitantes que nosotros, y tú nos destinas dos cubículos separados y llevas a mi ahijada Zintia al camarín del harem. Por si no sabes cuáles son nuestras necesidades, debo decirte que yo me consideraría satisfecho con dos alcobas, una para el honorable Aristo y otra para mí, un salón de trabajo, otro de recibo, y una antesala y corredor con celosía que diera al harem y puerta al camarín, pues la dulce Zintia está habituada a las costumbres romanas y ha de sentirse triste de verse sola… Si quieres extremar tu afán de sernos gratos, nos alojarás en el mismo piso que ocupa el kum Aidemán.
Saladar escuchó sonriente las pretensiones de Benasur, y no opuso reparo sino en la medida en que debía insinuarse:
—Son muy legítimas tus aspiraciones… Desde luego, en palacio sobran secciones residenciales que satisfagan esos requisitos… Claro, lo del acceso a la celosía del harem sería cuestión de un arreglo especial con kum Aldebarán. Pero el Eunuco Mayor no es hombre duro y sabe comprender. Todo será cuestión del punto de tu magnificencia, ilustre Benemir…
Y la mano de Saladar se tendía ya indiscreta, pedigüeña, hacia la dádiva. Pero Benasur todavía insistió en otro aspecto de la petición:
—Por demás, está decirte que las habitaciones que necesitamos deben tener el personal de servicio. Y bien aleccionado, pues me resultaría molesto tener que echar mano a la bolsa cada vez que pida un favor o una ayuda.
Después le dijo que de acuerdo con la licencia dada por Kaivan, Aristo necesitaba una cuadrilla de hombres para armar los carros; que sentía viva impaciencia por ver a Shubalam y que en las comidas procurasen servirles pan de harina de trigo y no pan de maná, pues no le gustaba abusar de la magnanimidad de la Providencia.
A todo asintió Saladar, y cuando Benasur terminó sus peticiones, el cínico mayordomo se puso a hacer cuentas con los dedos. Debió de equivocarse, pues volvió a repetir los cálculos. Al fin dijo:
—Bien sabe la escrutadora Kamar que mi mejor salario es dejaros satisfechos, pero no puedo olvidar los intereses de mis subordinados. Por lo que a mí respecta, y para evitarte frecuentes molestias, con cien denarios oro a la semana te das por bien cumplido. Respecto al kum Aldebarán, es asunto aparte y difícil. Déjalo de mi cuenta y ya te diré todo lo que me ha costado obtener un camarín anexo a tus habitaciones para que la dulce Zintia no sienta melancolía.
Y Saladar guiñó el ojo a Benasur.
El tunante colmó todas las exigencias del judío respecto al alojamiento. Media hora después condujo a los dos forasteros al segundo piso de palacio, a una espléndida serie de habitaciones que daban tanto a la ciudad como a los jardines del rey.
—Seguidme —les dijo mostrándoles las habitaciones—. Éste es el salón de invierno, con terraza a la calle… Venid por acá… He aquí dos alcobas… Venid, venid… Desde esta celosía se alcanza el patio del harem. A media mañana, las mujeres hacen ejercicio de canto y danza; por la tarde, se dedican al ocio, a murmurar y a pegarse. Las podéis ver cómodamente desde aquí… Esta puerta conduce a un camarín, que espero sea el que el kum Aldebarán haya destinado a la dulce Zintia… Por este corredor se pasa a las habitaciones de verano, con salida al jardín… No habrás visto en ninguna parte del mundo nada igual, Benemir. Los palacios generalmente no sirven para el verano y sus moradores se ven obligados a vivir en tiendas de campaña durante el rigor del estío. Por lo menos, tal cosa ocurre en el resto de Libia y Etiopía… Por esta escalera se va al estanque de la Fuente Azul. Las esposas y concubinas del rey se bañan al amanecer y al caer la tarde. Si la puerta no cede a un primer impulso… como ahora, no insistas: puede ocurrir que el rey o el luminoso Kaivan salgan del baño o entren… Respecto al príncipe Shubalam, vendrá a verte después de la cena.
Luego de recorrer las distintas piezas volvieron a la antesala. Benasur le dio quince monedas a Saladar, que se inclinó en una profunda reverencia…
—Que Kamar te colme de bienes, ilustre Benemir. Le crujieron las vértebras y se incorporó con expresión dolorosa, llevándose la mano a los ríñones.
—No hay peor oficio para la salud que la mayordomía de palacio.
ilustres huéspedes.
En seguida tocó las palmas. Acudieron dos pajes.
—Estos dos muchachos estarán pendientes de vuestras llamadas. Este se llama Gad y prefiere las malas palabras a los puntapiés… Este otro se llama Simalahajabandukanmalikhaschen. Pero no se enfada si le dicen Sim Sim, que es muy delicado, prefiere los puntapiés a las malas palabras… Bien. Si ya no me necesitáis, me retiro, pues estoy necesitando urgentemente una soba en los ríñones…
—Un momento, kum Saladar: ¿qué cara puso Shubalam cuando le dijiste que yo estaba aquí?
—La de siempre. Sólo dijo: «¿Has dicho Benemir?, Benemir… Si, me parece recordar que yo conocí a alguien con ese nombre».