Capítulo 4
¡Bendito seas tú, Daván!
Al día siguiente, Benasur se levantó más tarde de lo acostumbrado. Aunque el interrogatorio a los detenidos no fue ni prolijo ni extenso, pues el tribuno logró en seguida la confesión de uno de los tiradores de arco —que acusó como autores del complot a Tito Shapher y a Justo Casio—, Benasur estuvo hasta la medianoche con él, sugiriéndole la secuela a seguir en el sumario con el objeto de convertir el atentado personal en un movimiento subversivo contra el Imperio. Aseguró al prefecto que podía obtener de la Curia que ésta diese entrada a una acusación de delito de majestad. Para ello el tribuno debía testimoniar que la cohorte de soldados había recibido de manos de Benasur el manípulo o insignias cesáreas.
Esto era importante para Benasur. Cuando trató los negocios de Bética con Tiberio, pidió a éste el derecho de usar la insignia imperial —como socio que era del Emperador— en todo lugar y circunstancia que él, Benasur, representase los intereses del César. Pero la prerrogativa imperial era tan dilatada y difusa circunscripción, que podía estimarse que donde Benasur sacara el banderín estaba amparado con la sombra de Tiberio. Por tanto, lograr establecer ante la Curia que Benasur había pasado el manípulo imperial al decurión de la cohorte, significaba dar ocasión a los tribunales de Gades a que se declarasen incompetentes para resolver el caso concreto del atentado, pasando el sumario al César, quien mandaría su acusación de delito de majestad, con las peticiones de muerte, directamente al Senado de Roma. Pero al mismo tiempo a Benasur le convenía que quedase bien establecido el delito de atentado a la seguridad del Imperio, a fin de englobar en él a los caballeros que quedaban en Bética.
Todo esto lo estuvo discutiendo con el prefecto. Principalmente el procedimiento a seguir para que los tribunales, cualquiera que fuera el rumbo que tomase el proceso, entendieran de un crimen de máxima gravedad.
Después que se desayunó fue a ver a Mileto, que ya estaba haciendo compañía a Zintia. Una compañía muda, pues la joven se encontraba bajo el sopor de la fiebre. Osnabal le había provocado una alta temperatura para sustraerla al dolor de las primeras curaciones. Era un método de anestesia puesto en boga por los médicos salidos del Museo de Alejandría, y que tenía sus detractores entre los físicos que habían estudiado en Atenas y Siracusa. Éstos continuaban adictos a los preparados de mirra y de vinagre y de emplastos de flores de opio, y acusaban a los primeros de crear al paciente un estado febril que debilitaba peligrosamente al enfermo. Osnabal defendía su método diciendo que, al contrario de lo que se pensaba y creía, la fiebre, si no era morbosa, provocaba en el organismo una limpieza general, y que el enfermo quedaba tan postrado que el médico podía operar libremente en la herida.
—Desde ayer que Osnabal le extrajo el dardo —explicó Mileto— no ha vuelto en sí. Se ha pasado todo el tiempo delirando… Mira… Mileto tendió a Benasur un papel con unas notas.
—¿De qué se trata?
—Son las palabras que más frecuentemente ha dicho… Todas son extrañas. No conozco ninguna… Algún día quizá nos conduzcan al descubrimiento de la nacionalidad de Zintia…
Mileto estaba afligido. Benasur era incapaz de introducirse en el caso de Zintia, sino por el lado que a él le afectaba. Por eso informó:
—El tribuno ha detenido a todos los encartados en el atentado. Y mañana o pasado serán empalados los que hirieron a Zintia. Shapher y Justo Casio son los autores de la conspiración y han confesado.
Mileto miró a Benasur con una expresión de incredulidad. El navarca replicó rápidamente:
—¿Lo dudas? Puedes ir a ver a Sabino Acio si quieres… Han cometido delito de majestad…
—¿Delito de majestad? —repuso Mileto, extrañado—. ¿Quién ha atentado contra Tiberio? El atentado fue en el muelle, no en el Aquilonia.
Benasur quitó toda duda al escriba:
—Forpas le había dado el manípulo cesáreo al decurión de la cohorte. Y tú lo sabes, Mileto. Por lo menos, es necesario que lo sepas.
—Bien. Ya lo sé. No creas, Benasur, que me ciego hasta el extremo de no pensar que yo pude sucumbir en el atentado. Si me llaman a declarar sé que tendré que decir que Forpas entregó el manípulo de Tiberio al decurión.
—He venido a verte porque quiero preguntarte una cosa… Has oído ayer lo que Siró dijo de los daricos.
—Sí, Benasur. Y se refería no a los daricos de Darío, sino a los daricos leonados, que son las monedas de oro que los antiguos llamaban cretas…
—¿Existen muchas de esas cretas en el mundo?
—Las reservas en tesoros públicos, bancos y compañías suben a veintinueve millones. Estos datos figuran en un rollo de la biblioteca del Aquilonia. No sé en qué se basa la gente para creer que en la ciudad de Cnossos se acuñaron cincuenta millones de cretas de oro. Si es cierto el dato —que yo lo pongo en duda—, quedan veintiún millones escondidos. Siró Josef dice muy acertadamente que los daricos están en los bancos, y que la mayoría de los bancos están en manos de los équites. Pero hay muchos bancos, y tú lo sabes mejor que yo, que están en manos judías.
Benasur dejó a Mileto recomendándole, cosa obvia, que cuidase de Zintia. En la calle le esperaba el coche con la escolta. Un lancero llevaba el banderín imperial. Quería ir a visitar al banquero Massamé, pero antes pasó por la oficina de Siró Josef.
—¿Estás satisfecho? —Fueron las primeras palabras del naviero.
—No antes de conocer cuál es tu sentir —repuso Benasur.
—No tengo inconveniente en felicitarte. Has conseguido lo que te proponías… Reconozco que cada vez eres más hábil. Y comprendo también por qué perdí la presidencia de la Compañía, hace años. Pero, aunque te felicite, no estoy contento. Tú sabes que mis padres me trajeron a Gades cuando era un niño. Todavía no se había acabado de construir el templo de Jove en el Foro. La vía de Balbo el Mayor no se prolongaba hasta la Torre Dorada. En fin, Gades no era la espléndida ciudad que es hoy. Por tanto, yo me considero gaditano. Y soy sentimental con mi ciudad…
—Sí… ¿Y qué más?
—Lo de anoche ha sido deprimente. Has acabado con Gades. Las última familias que quedaban, hoy tienen un padre en la cárcel…
—¿Y por qué quedaban? ¿Por qué no se fueron a la Tarraconense con las otras?
—Hay bienes que son difíciles de liquidar…
—¿Todavía tienen bienes?
—De los que no te interesan, Benasur.
—Me interesan todos los bienes, siempre que pertenezcan a los équites.
_¿Aún los que están pignorados o hipotecados?
—¡Todos! No dejaré un équite con un palmo de tierra, con un mísero cobre. No eran esas mis intenciones, pero después del recibimiento que me hicieron, comprendo que la guerra es a exterminio. Te advierto que los senadores de Roma coinciden conmigo.
—A algunos los levantaron de la mesa, a otros del lecho. Y en casa de Fabiato detuvieron a tres amigos suyos que nada tenían que ver con el atentado.
—No habrá misericordia, Siró Josef. La semilla ecuestre no fructificará más en Bética. Los amigos y los amigos de los amigos…
—Una ciudad vacía…
—Vienen barcos con emigrantes ricos, que traen oro. Yo promoveré inmigración mauritana. Los mauros nos son afines. ¿No comprendes, Siró Josef, que no podemos tener espías en Bética? ¿Que debemos tener plena confianza en los que nos rodean? Así y todo tendremos que obrar cautelosamente… Voy a comprar todos los créditos de los équites. Nos haremos con Gades… Pero lo importante, no lo olvides, es el proceso. El proceso debe llevarse de acuerdo con nuestros intereses. Para ello deberás hacerme una lista de magistrados y funcionarios sobornables. Tú encárgate de los honestos…
—No tienes que decirme nada, Benasur. Sólo me queda decirte unas palabras: que te guardo rencor.
—¿Rencor? ¿Por qué?
—Porque por primera vez en mi vida tengo que estarte agradecido. Si no me avisas cuando la caída de navieros romanos, si no me instruyes para la maniobra, yo habría caído también. Hoy no sólo conservo mis bienes, sino que los he acrecentado gracias a ti. Es lo que me molesta: deberte algo en la vida.
—Si quieres pagar esa deuda que tanto te desazona, piensa que dentro de poco te hablaré para que la cubras. Queda tranquilo y hazme esa lista.
—¿Te vas?
—Sí. Voy a ver a Massamé. ¿Continúa viviendo en la misma calle?
—No se mudará hasta que derriben la muralla… ¿Y los heridos?
—Igual.
—¿Quién es ella, Benasur?
—Una princesa mauritana, que llevaré a que se case con Shubalam, el hijo de Tacfarinas. ¿Sigues pensando que lo del reino musulano fue una mala inversión?
—Pésima, Benasur —contestó el gaditano.
—Pues la empeoraré, Siró. No cejaré hasta reinstaurar el reino musulano. Y allí prepararemos el ejército que arrase a Roma. Será el mejor ejército que haya visto el mundo… Nuestra vieja idea, Siró…
—Sí, nuestra vieja idea —dijo en tono desvaído el naviero, mientras se asomaba a la ventana. En seguida agregó—: Demasiado vieja… y ambiciosa.
—¿Qué quieres decir?
—Acércate, Benasur. Hace años, tú y yo éramos unos mozos. Y nos asomábamos a esta ventana y veíamos el mismo mar. Tú acababas de comprar tu flota alejandrina. Eras feliz. Pensabas en aumentarla a quince, a veinte naves… Hoy tienes el dominio sobre quinientas. Hoy has llegado al límite. Entonces, cuando eras propietario de ocho trirremes alejandrinos, no tenías límite. Y pensabas cómo Roma se oponía a nuestra ambición. Pensabas cómo Roma nos humillaba en nuestra tierra y fuera de ella. «Hay que acabar con Roma», me dijiste. Y yo te contesté: «Sí, hay que acabar con Roma». Y desde entonces fueron muchas las conversaciones que sostuvimos sobre el tema. Llegamos a descubrir los errores púnicos; por qué causas Carthago había sido derrotada. Nosotros no caeríamos en esos errores. Cuando surgió Tacfarinas, tú viste una oportunidad. Te metiste en esa guerra, obcecado, contra mi parecer. Y la verdad es que nos falta fuerza en el alma, Benasur, para ir contra Roma, porque Roma nos ha romanizado. Mi mejor cliente es Roma. Si no fuera por el derecho romano y la garantía de las legiones romanas, yo no habría acumulado la riqueza y el poder comercial que tengo… Y tú, desengáñate, Benasur, tú estás más romanizado que yo. Eres Lazo de Púrpura, socio de Tiberio. Beso del César… ¿Qué fuerza tienes en el alma para ir contra Roma? ¡Si ahora mismo expones tu vida por defender los intereses de Roma! Óyelo bien, Benasur: el poder ecuestre que tú socavas y arruinas es el único poder que podría acabar a la larga con Roma. Porque los caballeros se desperdigan, se casan y viven en las provincias. Los hijos, los nietos de esos caballeros se sienten a la larga no romanos, sino bélicos, lusitanos, tarraconenses, narbonenses, mauritanos, palestinos, tracios, griegos, sirios… Y esos hijos y nietos de romanos serían los primeros en levantarse en independencia contra Roma… Y tú, ayudando a los senadores y aniquilando a los équites, ayudas a la Roma Imperial, a la Urbe, a la metrópoli. No destruyes a Roma, la fortificas… ¿Qué fuerza tienes en el alma para ir contra Roma?
Benasur se había demudado según escuchaba las palabras de Siró Josef. Sus ojos adquirieron un intenso brillo, al mismo tiempo que los labios se le plegaban como en una crispadura de contención.
—¿Sabes cuál es mi fuerza, Siró Josef? ¡El odio! ¡Odio entrañablemente a Roma! ¡Y tú la odias también! Todos los judíos debemos odiar a Roma…
—¡Odiar a Roma…! ¿Tú crees que se puede odiar algo a perpetuidad cuando todos los días te asomas a esta ventana que da al Océano, a un mar ignorado por el que de tarde en tarde aparecen embarcaciones de tierras insospechadas? ¿Puede odiarse a perpetuidad cuando ves cotidianamente el orden, el respeto que existe entre tantas razas tan distintas, tan generosas que con un sentimiento solidario atraviesan, cruzan todos los mares…? Míralas ahí, Benasur. Ahí tienes el trirreme romano junto al dromon cretense, el birreme de Paros junto a la liburna leptina, la nave gadirita y la alejandrina, la carpesia y la rodia… Todas tienen un banderín. Cada unas de ellas se diferencia por la rostra de proa… Todas son pacíficas, como los hombres que las conducen y las mueven. Todas, al llegar a puerto, cambian noticias y correspondencia. El soldado que está en Gades sabe de su hermano que está en Odessa… ¿No es esto la paz? ¿Quién quiere la guerra Benasur? ¿Cómo es posible que yo, sabiéndote navarca, te acredite un sentimiento tan duro como es el odio…?
—¡Odio a Roma, Siró Josef! Y la memoria es tan fiel que me renueva diariamente el odio con el recuerdo. Desde niño, odio a Roma. Y moriré odiándola. Y uno de los dos caeremos: o Roma o yo. Tanto odio a Roma, que no me queda pasión para odiar a las gentes. No odio a los équites ni a Appiano ni a Tiberio como odio a Roma. Roma es para mí un solo hombre. Y como ese hombre acabó, Roma recibe el odio que no le he retirado a ese hombre… ¿Acaso no te he contado la historia?
Siró Josef abandonó la ventana para mirar a Benasur. Se encontró con un Benasur nuevo, de la transfiguración que mostraba su rostro. Los labios, sin sangre, se movían temblorosos y en las comisuras había una espumilla de rabia.
—No, no me has contado la historia… —repuso Siró Josef.
—Escúchala. Te la cuento para que de ella no conserves más que el rencor… Mi padre se hallaba moribundo. Y yo era un niño. Cuando tú llegabas alegremente a Gades con tus padres, yo vivía en Jerusalén… Mi padre se moría y en la alcoba siempre estaba el rostro cuadrado del centurión. Recuerdo haber oído decir que había ganado el collar en la Dacia. Cuando la casa era visitada por el médico o el sacerdote, siempre estaba el centurión en la alcoba. Un día entré a ver a mi padre: el centurión, ante los ojos afiebrados del enfermo, forcejeaba con mi madre. Yo supe en seguida lo que tenía que hacer. Y cogí el candelabro de cobre. Me fui derecho al centurión con el candelabro en alto. Pero el centurión, sin soltar a mi madre, se defendió dándome una patada en el vientre… No supe más. Cuando volví en mí, mi padre estaba muerto y mi madre lloraba. El centurión había hecho lo que quería… Días después, durante el luto, un día de los cuarenta y nueve duelos, mi madre y yo nos dirigíamos al templo. Yo iba, como siempre, con la cabeza baja, porque mi padre me decía que si uno la lleva puesta en el cielo nunca encontrará lo que los otros pierden. Y uno es rico por lo que los otros pierden… De repente, vi entre los pies de mi madre y los míos, las botazas del centurión. Las conocía muy bien, pues la caña de cuero remataba en un águila de metal, y el águila del pie derecho tenía rota un ala. Las manos del centurión separaron mi mano de la mano de mi madre. Y las vi rojas y velludas como dos garras. Se me antojaron tintas en sangre. Y no alcé la cabeza sino cuando le escuché reír. Reía con unas carcajadas que me herían en los oídos. Era la risa más burlona, más humillante que he escuchado en mi vida. Mi madre, avergonzada, bajaba el rostro. Aquella risa parecía decir a toda la ciudad: «¡Vecinos de Jerusalén, ved que es cierto que yo he fornicado con la mujer de Benasur el mercader!». Y tras reír su infamia, nos dejó el paso franco. El centurión selló así su destino con mi odio… Mi padre nos había dejado, además de una flota pesquera, unas tierras que arrendábamos a colonos. Yo ayudaba a mi madre en la administración. Todos los días, a escondidas, le hurtaba el salario: un sestercio. Reuní cuarenta y nueve sestercios, que eran los duelos de mi padre, y me fui a ver a un filisteo que tenía fama de matón. La gente le huía. Se llamaba Daván y no vi hombre más tierno y bondadoso que él. Le compré la vida del centurión. Daván accedió. Y alzándome con sus vigorosos brazos me dijo: «¡Tú serás grande, Benasur!». Daván era hombre decidido y su brazo, vigoroso. No tuve que mostrarme impaciente: al amanecer del quinto día el centurión apareció muerto frente a una taberna. Nadie sospechó de Daván. Fui a verlo a su casa y le pedí: «Muéstrame tu brazo desnudo». Y yo se lo besé allí donde sobresalían sus venas. Y le dije: «Bendito seas tú, Daván, y bendito tu brazo, que tiene la fortaleza del Señor». Desde entonces creció mi ambición: encontrar un Daván gigante, de multiplicados brazos vigorosos, capaz de matar a Roma.
Benasur se quedó mirando inquisitivamente a Siró Josef. Éste bajó la cabeza y murmuró:
—Quizá tengas razón. En todo caso, yo debo confesarte que para proseguir esta aventura, que parece ser el móvil de tu vida, no me siento con fuerzas. Mi alma no está impregnada de tu odio. Pero yo soy desde la mocedad tu amigo, y no podré nunca negarte el tributo que me pidas de acuerdo con el compromiso de nuestra mocedad. Si haces la guerra a Roma, yo estaré contigo, Benasur. Pero óyelo bien: igual que me negué a seguirte cuando lo de Tacfarinas, me negaré a toda empresa del mismo cariz que no sea una guerra directa contra Roma. No quiero exponerme sin la satisfacción de empeñarme en una causa grande, aunque no sea justa. Si tú necesitas reunir un capital para organizar el más gigantesco ejército, cuenta con mi oro y con mis naves. Yo quiero que me llames para algo más concreto que instituir un reino. ¿Por qué no buscas mejor un reino establecido?
—Supongo que te satisfará el reino de los garamantas.
—¿No lo crees muy alejado de Roma? —repuso Siró Josef.
—Es una lejanía aparente y que nos beneficia. Piensa en lo mismo que yo he pensado, Siró Josef: Corduba y Carthago Nova nos darán los metales. Las herrerías de Onoba, las armas. Nuestros barcos llevarán esas armas a Mauritania. De allí, por el desierto, las conduciremos a Garama. Reclutaremos númidas, púnicos, mauros, leptinos, garamantas, etíopes. Tendremos instructores romanos, renegados, para que los adiestren. Cuando hayamos armado a quinientos mil hombres, ¿qué importará la lejanía? En tres jornadas nos pondremos en contacto con las guarniciones romanas. En todo el norte de África no hay más de tres legiones. Nuestro ejército, en una marcha triunfal, arrojará al mar a los romanos, sin detenerse un solo minuto. Tendremos veinte mil carros de guerra. Entonces nuestras naves bloquearán a Roma. Y en ese momento diversos agentes harán que estallen rebeliones en las provincias… No sabemos dónde surgirá el caudillo. ¡Qué importa que los galos o los germanos o los hispanenses se nos adelanten y tomen Roma! Nosotros, en posesión del mar, con el mayor ejército listo para el asalto, impondremos las condiciones de paz. Y tenlo bien seguro. Siró Josef: en el trono del nuevo imperio pondremos un judío. Pero esto ya no me importa tanto. Concedo que sea un semita. Lo que yo quiero es: morirme viendo a Roma humillada…
—Oyéndote, Benasur, es difícil encontrar argumentos que oponer. Yo te ayudaré y así lo hará Sarkamón. Tú tienes la seguridad de que se sumarán a tu idea Alisto Abramos y Jos Hiram. Quizá también Celso Salomón. Es importante contar con la adhesión de Alan Kashemir, que tiene el dominio de las rutas del desierto. No hay que omitir atraernos…
Siró Josef siguió dando nombres. Los nombres de las personas semitas más poderosas del Mar Interior. Pero Benasur ya no le escuchaba. Como solía ocurrirle, después de subir a la cima, después de volar como águila, caía a ras de tierra dando pábulo a sus pequeñas pasiones, a sus menudos odios y rencores. En ese momento se acordaba del banquero Joamín. Desde que supo su deslealtad no había dejado de rumiar la venganza. Así que cuando Siró Josef calló, dijo:
—Todo lo que has dicho es muy justo, Siró Josef. Y digno de ser tenido en cuenta a su tiempo; pero ahora, dime, ¿negocia contigo Joamín, el banquero de Jerusalén?
—No. Mientras tuvo participaciones en mis flotas, teníamos alguna relación…
—¿No tienes ningún crédito de él?
—No.
—¿Quién lo respalda?
—Supongo que nuestro amigo Sarkamón. ¿Por qué?
—Sé que está en situación difícil y quisiera ayudarle —insinuó el navarca.
Siró Josef no creyó a Benasur. Estaba enterado de lo de las participaciones. Sabía que Benasur había estado en un tris de perder el dominio de la Compañía. Benasur buscaba vengarse de Joamín. En ese momento, Siró Josef, que conocía a Benasur, no hubiera apostado ni un cobre por Joamín. Si tanto era el interés de Benasur por el banquero jerosolimitano, éste estaba perdido. Siró Josef no tenía ningún aprecia por Joamín. Por eso, informó del modo más astuto a su amigo:
—Si quieres ayudar a Joamín, tendrás que librarlo de las garras de Sabás, el banquero de Jericó. Creo haber oído que Sabás ata corto a Joamín.