Capítulo 1
La caravana
Tocaron las trompetas. Era la primera llamada. Benasur se restregó los ojos y por unos instantes sintió la visión tinta en sangre. Miró hacia la ventana. En el ángulo superior, un lucero. Brillaba pegado sobre un cielo que se coloreaba de malva.
Benasur se acordó de la cama del Aquilonia. Sentíase molido después de un mal dormir en el camastro del mesón. Se acordó también de su lecho de la calle de David, mucho más próximo que la litera del barco. Hubiera perdonado la dureza del jergón, pero no el picor de la paja. Toda la noche tuvo la aprensión de que las pulgas formaban colonia. Sin embargo, Zintia había dormido sin respiro, sin que ninguna molestia le hubiese hecho abrir los ojos.
Miró a la cama. La alhuma dormía como en un primer sueño. La sacudió:
—¡Levántate, Zintia! Han dado la primera llamada. Zintia abrió los ojos. Benasur la encontró hermosa. Hacía varios días que Benasur la encontraba más hermosa.
—Buenos días, Benasur.
—Buenos días, Zintia. Que el Señor sea contigo.
—Que Yavé te asista, amor mío.
—Que Él te colme de dones y te ilumine… Pero basta, Zintia. Desde Joppe el trato con judíos había sido tan frecuente e íntimo que se les habían pegado las fórmulas inacabables de salutación. Benasur le dio una nalgada a Zintia:
—Levanta, que no me gusta hacer esperar a los soldados.
Y mientras Zintia abandonaba el lecho y se lavaba, Benasur le dijo:
—Creo que Sharon no se ha equivocado. Esta noche, mientras dormías, puse mi mano sobre tu vientre. Y sentí que una vida nueva comenzaba a palpitar en él…
—¡Oh!… Tú lo has sentido antes que yo… Pero serían tres latidos. Tienen que ser tres, Benasur…
—Yo sólo sentí uno…
La joven comenzó a vestirse.
—¡Condenado pollino! —gritaba una voz de mujer en el patio.
Eran muchos gritos, apelmazados y confusos, los que llegaban a los oídos de Benasur. Un rumor que le producía al oído la misma sensación de repugnancia que la fetidez que despedía el camastro. Desde que se incorporaron en Joppe a la caravana, le había perseguido la misma fetidez.
—¡Te digo que te levantes, maldito! —continuó la voz gritona de la mujer. Después siguió el ruido de los palos sobre et lomo del pollino.
—¡Es inútil, Judith! ¡Tu bestia se reventó en la jornada! —gritó otra voz.
—¡Condenado animal!
—¡¡Aquí las toortas, tooortas, tooortas legíiiiiitimas de Betaaaania!! —escuchó Benasur pregonar por la calle. Y en el cuarto próximo:
—Levántate, Isabel, que ya tocaron la primera… ¡No seas remolona! Y una voz respondió:
—Todavía es temprano, José. Déjame estar…
—¡Mala bestia! ¡Si en lo flojo te pareces a tu amo! —gritaba la mujer del pollino. Nuevos palos cayeron sobre el animal.
—¡Aquí las tooortas, tooortas legíiiiitimas de Betaaaania!
—¡Caramelos de Emaús!… ¡Carameeelos de Emaús!
—¿Adonde vas con esa cara, puerco? —gritó otra vez en el patio. Llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo Benasur.
Era la criada que entraba con el desayuno: leche y bollos de harina con miel.
Benasur mojó el pan en la leche. Oyó que alguien llamaba a una tal Raquel. Se acordó de Raquel, hija de Elifás. Desde hacía tres días, desde su arribo a Joppe, Raquel no se le iba de la mente. La había conocido en Sidón, en el templo de Astarté. Pues Raquel siendo judía cometió abominación preparándose como sacerdotisa acolita del templo de Astarté. Pero eso había ocurrido hacía seis años, cuando él la encontró en Sidón. Raquel, al quedarse sin padre, se quedó sin un lepto, pues su hermano arañó hasta el último cobre. El hermano de Raquel, que era un desaprensivo, le dijo a la joven: «Una mujer no necesita dinero si es apetecible a los hombres». Raquel, que tenía diecisiete años y era virgen, no quiso entregarse al oficio de los hombres. Vendió sus pocas alhajas y se fue a Sidón…
—¡¡Por la marca de Caín!! ¿No te levantarás, mujer? —amonestaba, suplicante, el vecino.
Raquel, hija de Elifás, se hizo amante de Benasur. Y por tener los siete demonios en el cuerpo por haber cometido la abominación idólatra en el templo de Astarté, Raquel se negó por dos veces al ofrecimiento de matrimonio de Benasur.
—¡Aquí las tooortas! ¡Legíiiiiitimas tooortas de Betaaaania!
Benasur se asomó a la ventana que daba a la calle. Contempló la muchedumbre madrugadora que las trompetas de la escolta habían sacado de los mesones y de las tiendas de campaña y aun de las carretas, ya que muchos peregrinos pernoctaban en sus vehículos. Los hombres arrastraban el manto o la capa con desgana, como si se hubiesen levantado más molidos de como se acostaron. Se alisaban barbas y cabellos humedeciéndolos con aceites que se echaban en la mano y con la misma saliva. Las mujeres, por lo general desgreñadas, apenas podían atender a su aseo personal, atareadas en vestir a los pequeños o en dar de comer a las bestias. Los niños, aún legañosos, jugaban entre las patas de los animales. Contrastando con estas gentes, otras de calidad se paseaban bien peripuestas esperando la hora de la partida o haciendo corrillos en los que se aislaban orgullosamente. Entre todas las mujeres que estaban en la calle, sólo una se tocaba con una estola de seda, y esta prenda causaba la envidia y el escándalo de las demás.
Benasur se acordó de que en sus carros llevaba cuarenta y dos vestidos de seda para Raquel: vestuario fabuloso que hasta las matronas romanas lo hubieran considerado como un guardarropa de sueño. Y eso que a Zintia le había dado más de veinte prendas diversas del mismo tejido.
—¡Compro daricos, compro daricos!
—¡Aquí las tooortas! ¡Tooortas de Betaaaania!
Algún comerciante de Jerusalén había llegado a Gibeón para recibir a la caravana y traficar con los artículos que muchos peregrinos traían de los puntos más lejanos. Porque ellos, mercaderes también, aprovechaban el viaje para negociar. Los que venían de las rutas de las tierras lejanas de Oriente obtenían jugosas ganancias con las especias y las sedas.
—¡Compro daricos, compro daricos!
Benasur observó con curiosidad al cambista. No es que pensara reconocerlo.
Cuando salieron del mesón, el centurión vino a saludarlo.
—Partimos cuando tú digas, señor.
—En cuanto baje mi escriba, te avisaré.
Zintia tomó asiento en el coche. Benasur subió al caballo. Al poco tiempo vino Mileto informándole:
—Ya están los carros listos… Ayer, después de nosotros, ya entrada la noche, llegó otra caravana con más peregrinos… Y me he enterado de que hace tres días, a la salida de este pueblo, asaltaron a un grupo de viajeros que venían sin custodia…
—En vísperas de Pascua todos estos cerros y montes hierven de bandoleros. El resto del año suelen ser personas honestas dedicadas al chalaneo de bestias, pero no desperdician la Pascua.
—¡Compro daricos, compro daricos!
¿Qué daricos habrían de tener atesorados aquellos pobres vecinos? Unos cuantos de los obsequios de boda —pensó Benasur mientras se acercaba al cambista.
—¿Se hace negocio?
—Ayer compré veintidós…
—¿Tantos daricos en este pueblo?
—No; los traen los peregrinos. Sobre todo los que vienen de Creta, de Siria y algunos de Lusitania…
—¿Tan lejos hay daricos? —fingió admirarse Benasur.
—No sé dónde está Lusitania… ¿Tras el mar?
—No tras el mar nuestro, sino de cara al océano. ¿Para quién trabajas?
—Para Ammonín, de Jerusalén… —repuso el cambista.
—¿Y Ammonín?
—Dicen que para Joel.
—¿Y Joel?
—¿Te molesta que te diga que en Jerusalén se murmura que Joel trabaja para Benasur? ¿Y no eres tú Benasur?
—Tú lo has dicho. Pero de verdad te digo que Joel no trabaja para mí. El cambista se encogió de hombros, y dejó a Benasur para continuar con su pregón. El navarca se acercó a Zintia:
—Pronto saldremos…
—¡Tengo tantas ganas de llegar para conocer tu ciudad! ¿Todavía tendremos que subir mucho?
—No mucho. Estamos muy cerca. El almuerzo lo haremos en mi casa…
—Pienso mucho en tu casa —suspiró Zintia.
—¿Por qué?
—Ya te lo dije.
—¡Bah! Raquel es dulce y sé que os querréis como dos hermanas. Es muy inteligente y sabrá comprender…
—Temo que sea tan inteligente como Helena, la mujer de Dam.
—Es aún más inteligente.
—Tiemblo, Benasur…
—No seas tonta. Ya te digo que Raquel sabrá comprender…
En eso vio entrar en la calle sus cinco carros para reintegrarse a la caravana. Venían cargados con todas las cosas compradas durante su largo recorrido. Traían también tinajas de vino de Bética.
Desvió la atención de los carros para mirar a uno de los muchos gesticuladores vocingleros que se creen imbuidos por el don de la profecía y que lanzaba una sarta de imprecaciones. Nadie le hacía caso. Cada cual atendía a sus menesteres con premuras y no poca nervosidad. Sabían que una vez dado el toque de partida, los jinetes de la escolta no se detendrían. Alguno que otro niño se quedaba embobado mirando al estrafalario aspecto del gesticulador como si quisiera reconocer en él al hombre monstruoso y endemoniado con que lo amenazaba su madre.
—¡Raza de víboras, comedores de prepucios, corazones de cañamazo, sesos de estiércol! ¡Enderezad vuestros pasos y mirad bien que entráis en Jerusalén, la ciudad que tenéis olvidada por vuestra codicia. No os olvidéis de vuestras corrupciones, de vuestra vida de promiscuidad con los gentiles. No os olvidéis de vuestras fornicaciones con las mujeres extranjeras y los ídolos paganos. No os olvidéis de vuestros pecados y pedid la ayuda del Señor para poder redimirlos! ¡Raza de víboras, comedores de prepucios, comprad por un denario las Doce Palabras del Profeta Harsalom, que serán la guía de vuestra salvación! ¡No seáis avaros, hijos de perra!
Pero la gente que fingía no tener tiempo para escuchar las ejemplares amonestaciones del gesticulador ni un denario para comprar las Doce Palabras salvadoras, tenía ambos para pagar al mago que metía y sacaba de la boca la víbora africana, que tragaba fuego y eructaba humo.
Benasur sacó el pomo de vidrio y se lo llevó a las fosas nasales. De este modo trató de neutralizar el hedor que despedía la calle, los excrementos de las bestias y los carromatos de los recogedores de inmundicias que seguían a las caravanas.
Las trompetas de la escolta volvieron a dar el segundo toque de atención.
Hasta la noche anterior los peregrinos vinieron hablando desde Joppe sus idiomas de adopción. Pero al despertar en Gibeón donde habían descansado el sábado, todos recobraron el habla nativa. Hablaban los dialectos arameos como si el hecho de oler la ciudad de Jerusalén los redimiera de su pasado babélico.
Benasur se divertía. Todo le regocijaba: que aquel hombre moliera a palos a la acémila para hacerla andar con tan pesada impedimenta; que la madre perdiera la paciencia con el chiquillo que lloraba y pedía a gritos desaforados el pájaro de colores que el saltimbanqui tenía en su mano, sin que el pájaro —con el buche bien cargado de plomos— pudiera escapar. Que aquellas dos prostitutas retozaran con el centurión. Que el viejo con los brazos en alto clamara al Cielo porque su mujer, su hija y su yerno no acababan de salir del mesón.
—¡Aquí las tortas! ¡Tooortas de miel y queso, legíiiiiitimas de Betaaaania!
Sonó la última llamada ordenando la partida. Los guardias montados —doce lanceros de una turma— evolucionaron con sus caballos tratando de alinear en caravana a la muchedumbre de peregrinos. Lo hacían con ese mecanismo de la disciplina romana: atropellando sin violentar, imponiéndose sin gritos; deshaciendo los grupos estorbosos, metiendo el caballo entre ellos y propinando palos de ciego con la vara de la lanza de un modo tan disimulado que se antojaban golpes involuntarios.
Cuando el portaestandarte puso en alto el lábaro con las mágicas siglas SPQR se hizo un respetuoso silencio.
La caravana se puso en marcha. Benasur y Mileto, a caballo, iban a los lados del coche que conducía a Zintia.
Tres horas emplearían en la última jornada de viaje. Estando tan cerca Gibeón de Jerusalén, los judíos que llegaban al poblado al atardecer o de noche no querían seguir camino a la Ciudad Santa. Una vieja tradición había impuesto que el peregrino que visitase Jerusalén en la Pascua entrara en la ciudad antes que el sol llegase al cénit, antes de la hora meridiana. Y el centurión, enseñado a ser respetuoso con el derecho de las provincias del Imperio, permitía que la escolta hiciera tantas jornadas como los peregrinos considerasen necesarias.
Benasur se divertía ahora más que en las jornadas anteriores. La caravana había aumentado mucho, pues en Gibeón se había agregado la caterva de mercaderes, cambistas, saltimbanquis, magos, profetas, pordioseros y malvivientes que acudían a recibir a los peregrinos para esquilmarlos con las primeras seducciones de la tierra nativa. Los mercaderes ofrecían toda clase de chucherías y preferentemente los talismanes sin los cuales no era prudente entrar en Jerusalén; brindaban a los peregrinos pasteles de higos de Esmirna. También voceaban las ánforas precintadas con agua del Pozo de Jacob, de las que hacían buen consumo los hombres que en la noche habían agotado los cueros de vino que llenaran en Joppe.
Un pordiosero se puso a caminar al lado de la cabalgadura de Benasur. Invocaba su magnificencia para que le aliviase un adarme de su miseria. Y como Benasur se hiciese el sordo, se quedó atrás con la boca llena de imprecaciones. Por un momento parecía hacerle eco al profeta.
Las mujeres públicas acogían las palabras del hablador con risotadas y diatribas. Cuando aquél aludía a los cochinos fornicadores, hacían gestos y ademanes obscenos. Benasur se quedó mirando al profeta: era un hombre bajo, regordete, con unas barbas ralas apelmazadas con migas de queso y escurriduras de vino.
El griterío se amalgamaba con el polvo, y todo ello, eco y polvo, se iba hacia las montañas próximas ribeteadas de un halo anaranjado.
—¡Agua del Pozo de Jacooooob! ¡Agua del pozo de Jacooooob!
—¡Un denario, un denario, peregrino, y veréis otra suerte!
—¡Los mejores queeeesos de Belén, los auténticos queeeesos de Simón!
—¡Contra la lepra, contra todo mal: ungüento del físico Huzmal, la pomada maravillosa que evita el contagio de la peste!
La caravana se movía torpe, lentamente. Las mujeres tiraban de las bestias, que si no cargaban sacos y bultos, llevaban al marido o al padre. Los pequeños se dejaban arrastrar por los mayores, que los conducían de la mano, y sus pies rastreaban en el polvo del camino. Los caballos se mezclaban con los camellos, con los asnos. Al final, a la cola, iban los cinco carros de Benasur.
A media mañana los peregrinos divisaron las murallas de Jerusalén. Ante la presencia de la Ciudad Sagrada el vocerío fue decreciendo por momentos hasta hacerse un silencio de contención, devoto y emocionado. Ni el mismo gesticulador se atrevió a romperlo con las sucias amonestaciones. Todavía durante un largo trecho, la caravana se movió silenciosa, pesada y grave, dejando a su paso una polvareda.
Las trompetas se escucharon, al fin, con una sonoridad impresionante. Era la señal de llegada, de romper filas. Y los labios que se habían movido imperceptiblemente durante un rato, en el susurro de las oraciones, prorrumpieron en un griterío unánime, como alarido de monstruo; un alarido que convulsionó, dislocándola, a la caravana. Desde ese instante los peregrinos montados sobre las bestias, carros y coches, o arrastrando a bestias y a niños, emprendieron una carrera loca hacia la Puerta del Valle. Otra de las tradiciones sostenida por los peregrinos era llegar el primero a las murallas para besarlas, quitarse los zapatos y sacudirse el polvo del camino. Y no pocos hacían la piadosa penitencia de entrar descalzos en Jerusalén y andar todo ese día por la ciudad con los pies desnudos.
El espectáculo que divertía a Zintia era ver el mercado que se organizaba a la puerta de la ciudad, con tenderetes y puestos provisionales.
Al mercado salían los deudos y amigos para recibir a las caravanas. Desde un mes antes de la Pascua, que empezaban a llegar los peregrinos, todas las familias que tenían algún ser querido en el extranjero acudían a la recepción. Muchas de ellas sin ninguna noticia previa, con la esperanza de que algún día el familiar emigrado regresase a la patria. Algunos de los viajeros avisaban su llegada por medio de los conductores de caravanas, de los tripulantes de los barcos que de todas las costas llegaban a Joppe y también por los centuriones y soldados que venían de Roma o de alguna otra provincia del Imperio.
Benasur y Mileto, a la sombra de la muralla, erguidos sobre los caballos, vieron entrar los carros en la ciudad. Mileto se quedó contemplando a la mujer que lloraba al recibir la noticia de un luto; al viejo que miraba y remiraba embobado al nieto nacido en la diáspora; las cortesías, muy ceremoniosas, que se hacían las gentes desconocidas pero recomendadas a la hospitalidad de algún vecino importante de la ciudad. El griterío de los mercaderes mezclado al pregón de los mesones se hacía ensordecedor.
El primero que se acercó a Benasur fue el viejo Samuel con dos siervos. Benasur no había comunicado la fecha de su llegada a ninguno de sus socios y amigos. La única que tenía noticia era Raquel, hija de Elifás.
En eso vio aproximarse a él, haciéndose paso entre los peregrinos, los carros y las bestias, a Samoní, caballero sobre una yegua. Sin detenerse, le gritó al paso:
—¡El Señor sea contigo, Benasur! ¡Sígueme!
Benasur espoleó al caballo y siguió a Samoní. Éste se detuvo en seco para decirle:
—¡Huye, Benasur! ¡Poncio Pilato quiere encarcelarte en cuanto entres en la ciudad!
Benasur sonrió sin comprender. Más bien perplejo que incrédulo.
—¿Que Pilato quiere encarcelarme?
—Sí.
—¡No bromees, Samoní! ¡Tengo dos pretorianos de guardia en mi casa!
—El procurador ha retirado la guardia de tu casa y ha dictado contra ti una orden de arresto, a petición del Rey.
—Pero ¿por qué? ¿De qué se me acusa?
—¡De atentar contra la seguridad del Imperio!
—Entonces…
Pero Benasur prefirió callar a expresar su pensamiento. Se quedó mirando fijamente a Samoní y, al cabo de unos instantes, le dijo:
—¿Sabes lo que significa esta púrpura?
—Ha de ser una condecoración o un premio.
—Más que eso: ¡Tiberio me ha besado!
.—No comprendo, Benasur… Pero algo se trama en Jerusalén, y yo te aconsejaría que pasaras la Pascua muy lejos de la ciudad… Hace dos días fueron detenidos tus agentes Joel y Ammonín.
—¿Qué delitos cometieron? ¿También por orden del procurador?
—Y por sugestión del Rey…
Benasur soltó la risa. Y dándole un toque al caballo se dirigió hacia la puerta…
—¡Hazme caso, Benasur…!
—No te lo hago, Samoní. Soy Lazo de Púrpura. Sólo el Senado Romano puede dictar orden de detención contra mí, y eso después de haberme escuchado… ¡Me oirá Poncio y me oirá también el rey Herodes!
Benasur rió, pero no de muy buena gana. Su risa sonaba a falsa.
—¿Acaso el procurador ignora que el César…? —insinuó Samoní.
Benasur no contestó: «No, el procurador Poncio Pilato no puede ignorar que soy amigo del Imperio —pensó—. Y si dicta orden de detención es que la orden viene del Senado o del propio emperador Tiberio». Y en seguida, tras hacerse esta consideración, se dijo: «Quizá Darío David ha cometido algún error en Bética. O algo se ha descubierto en Garama».
Mala noticia. Mientras regresaba al lado de Zintia y Mileto, oyó decir al gesticulador:
—¡Raza de víboras, comedores de prepucios, corazones de cañamazo!
—¡Qué falta de originalidad! —le dijo a Mileto—. Mejor harían las pretorías con limpiar a la ciudad de estos farsantes repugnantes y malolientes.
Cuando se corrió por el mercado que Benasur había llegado en la caravana, algunas gentes acudieron a saludarlo. Entre ellos Mikael, un samaritano que tiempo atrás había sido socio suyo. Después de saludarlo, le dijo:
—El mercado de cambios anda confuso. Ha habido un loco, Assías por más señas, que le ha dado la chifladura de pagar los daricos con prima de sestercios…
Benasur y Mikael se miraron mutua y escrutadoramente. Samoní observó a los dos hombres con especial curiosidad. Benasur, irguiéndose en el caballo, como si hiciera un gesto instintivo de indiferencia replicó:
—Y eso ¿qué tiene que ver?
—Tiene que ver que yo no me he deshecho de un solo darico. Mikael puncionaba con la mirada a Benasur, al mismo tiempo que fruncía los labios con una sonrisa apretada, de mercader astuto.
—¿Es que tú, Mikael, tienes atesorados muchos daricos?
—Más de cuatro mil.
—Véndelos ahora mismo y me agradecerás el consejo… Yo te doy todos los daricos que quieras más un as de prima en cada uno…
—Te cojo la palabra, Benasur… Te compro mil…
—¿Mil? ¿Tan pocos? Yo quiero deshacerme de quince mil daricos… Corre la voz… Esta misma tarde los arrojaré al mercado… Necesito denarios. Por cada denario que me traigas pago un darico y un as.
—Y dime, Benasur, ¿por qué si tú compras denarios tus cambistas estuvieron comprando daricos?
—¿Mis cambistas? —Benasur soltó la risa—. ¡Yo no tengo agentes en Jerusalén! Mis negocios están fuera de Palestina.
Pero no continuó prestando atención a Mikael. No le interesaba insistir ni redondear demasiado la cuestión. Había retirado la semilla y sabía que palabra que cae en el mercado de Jerusalén fructifica en unas horas.
Con el informe de Mikael las cosas cambiaban. Se llevó aparte a Samoní y le dijo:
—Ya has oído a Mikael. ¿Quién anda detrás de esto? Tú debes de saberlo.
—Barrunto que el hombre de la denuncia es Tobías. En cuanto vio que tus cambistas compraban daricos sus agentes hicieron lo mismo.
Benasur comprendió inmediatamente. Era Tobías. Pudo haber sido José de Arimatea, o Joamín, o Agor: los hombres que dentro de su pequeño grupo capitalista de Jerusalén representaban el desierto, la mentalidad del hombre nómada. En todas las juntas tenía la oposición de Agor, de Joamín, de José de Arimatea o de Tobías. Ellos se resistían a los negocios que no fuesen tradicionales: las caravanas y sus camellos, las tierras y sus cosechas, la banca y sus usuras. Se alegraba ahora de que tres de ellos se hubiesen separado del grupo.