Capítulo 13
La guerra en marcha
A pesar de las medidas tomadas por Benasur para devolver la prosperidad perdida a Gades, la ciudad se recuperaba con cierta lentitud. Las grandes fortunas que no habían sido lesionadas con la pérdida de los valores navieros y mineros, cerradas las perspectivas de un libre tráfico huyeron, siguiendo a los équites. En los barrios ribereños, allí donde estaban los astilleros, la población artesana y obrera conoció una época de intenso trabajo, pero este ligero desahogo de las clases humildes no llegó a reflejarse en la ciudad, que había sido próspera en la opulencia que le daban con su vida de boato los caballeros del Orden Ecuestre.
Muchas de las industrias que pasaron a manos de Benasur por hallarse hipotecadas con Bacó, cayeron en poder de capitalistas poco expertos y, frecuentemente, sin recursos necesarios para sostener la producción. El navarca, interesado sólo en sus negocios, se deshizo de ellas rápidamente, cediéndolas a alto precio, pero en liberales condiciones de pago, cosa que animó a muchos mercaderes mauritanos a adquirirlas. Las industrias de salazón pasaron a manos de los conserveros de Lixus, sin mucho interés por mantener una explotación que les hacía estrecha competencia.
Sin embargo, en la región de Onoba, señalada con la predilección de Benasur para sus proyectos, se registró un auge tan vertical que caían al puerto verdaderas masas de emigrantes lusitanos. Es cierto que en Onoba el poder ecuestre no constituía la columna vertebral de la economía. Por otra parte, Benasur no iba a Onoba a levantar una vida económica nueva sobre las ruinas de la vieja, sino a estimular y a fomentar con nuevas fuentes de trabajo la ya existente.
Mileto no se arredró con el enorme poder y, al mismo tiempo, con la gran responsabilidad con que lo distinguió Benasur. Además, formado de cierto modo en «su escuela», había aprendido a valorar la audacia como el más feliz y eficaz recurso en las situaciones difíciles. Lo primero que hizo al llegar a Onoba fue ponerse en tratos con los talleres de herrería. Contrató con toda felicidad cinco años de producción de «instrumentos no especificados». En seguida comenzó la organización de nuevas herrerías, mucho más importantes que las existentes, y para no despertar recelos entre los industriales nativos puso su explotación bajo la dirección de los jefes onubenses.
Al mismo tiempo creó el Banco Turdetano, donde abrió cuenta en daricos oro a los propietarios de las herrerías. Contra estas, cuentas los herreros podían girar por adelantado hasta el límite del valor de la producción trimestral, mas como el Banco pagaba intereses sobre los depósitos, los herreros no sólo no retiraron dinero sino que engrosaron las cuentas con sus ahorros de oro. Conjuntamente con esto creó una gigantesca tienda, al modo de los bazares de Ciro, con toda clase de artículos, pero principalmente de primera necesidad y a precios más bajos que los del mercado. Como todas estas ventajas estaban ligadas con la industria metalúrgica, los vecinos de Onoba y aldeas vecinas procuraban contratarse en las herrerías.
A los expertos en metalurgia que se llevó consigo, en vez de ponerlos en la dirección técnica de las herrerías —cosa que podía haber herido la susceptibilidad de los onubenses—, los dedicó a escuelas de aprendizaje, en las que tuvo buen cuidado de que acudieran hijos y parientes próximos de los propietarios y jefes de las fundiciones y herrerías, de modo que fueran hombres del mismo clan y de la misma ciudad los que, con métodos técnicos perfeccionados, corrigiesen a sus mayores, mejorando y ampliando la producción.
En fin, en todo lo que contrató y organizó Mileto tuvo buen cuidado de hacer que la introducción de Benasur en Onoba no pareciese la de una fuerza extraña que se imponía en provecho propio. Supo suscitar el interés colectivo —que, en definitiva, beneficiaba a Benasur—, pero a través del interés particular de los propios nativos. Así el repentino auge que se extendió por la ciudad y sus poblaciones próximas acreditaron los negocios de Benasur como una bendición del cielo, y los turdetanos de toda la Bética que aún seguían con docilidad las prácticas de trabajo y economía, de producción y ahorro de las viejas fórmulas tradicionales, comenzaron a peregrinar desde todos los puntos de la provincia hacia Onoba. Y hubo gentes que se trasladaron desde Gades, y que no comprendían que el hombre que había sido funesto en la antigua Gadir fuese signo exponente de prosperidad en Onoba.
Mileto no llevó ninguna idea bancaria especial ni mucho menos monetaria a Onoba. Al mes de estar en la ciudad, el Banco que había abierto nada más para manejar los fondos que le dio Benasur destinados a las primeras contrataciones, era un próspero negocio, pues los depósitos en daricos aumentaron en más de cien mil unidades. Mileto con sus métodos «filantrópicos» logró crear entre los onubenses ese clima de confianza que tan decisivo, tan saludable resulta para la vida económica de los pueblos. Y muchos daricos atesorados bajo tierra salieron a la luz y, por distintas corrientes, se fueron canalizando hacia el Banco Turdetano.
Las escuelas fueron el punto donde Mileto cifró su interés. Las reglamentó con tal acierto, que, con el tiempo, Benasur habría de reconocer lo provechoso de su régimen. Destinadas en principio a los artesanos, a los familiares de los jefes de las herrerías, abrió el paso a la manumisión de los esclavos. Todo esclavo que saliese con el grado de oficial de temple de la escuela pasaría a los talleres, y sin que se le restase ningún porcentaje del salario, a los cuatro años de trabajo consecutivo sería manumiso por el Banco Turdetano, que pagaría el precio de liberación. Esta medida tan generosa fue la que distrajo a Mileto en más complejas pláticas con los fundidores y herreros, que veían en semejante reglamentación un peligro para las fórmulas viejas y básicas, seculares de la explotación. Pero, al fin, logró convencer a los jefes de la industria —que se manejaban en lo económico y social como caciques de tribu—, haciéndoles ver que la industria prosperaba más con un régimen liberal que con reglamentaciones estrechas, más propias para ser aplicadas a la explotación de la tierra.
Convenios, organización de trabajo, programas de producción los estableció de acuerdo con la doctrina de Benasur: en impersonal articulación, de modo que todo ello una vez puesto en marcha no se detuviese, cualesquiera que fuesen las personas que estuvieran al frente de los negocios.
Por lo que correspondía a la producción, la industria onubense se había puesto a fundir y a fabricar las piezas para los tres tipos de carros —según los estudiados planes de Mileto—, los cuales, de apariencia inofensiva, debían constituir las grandes falanges móviles del ejército. Con el fin de que esta producción masiva de ejes, llantas, cubos y planchas de blindaje no despertase sospechas entre los propios turdetanos, Mileto —siempre siguiendo las instrucciones de Benasur— fomentó una industria, especialmente en trabajos de bronce y cobre: collares de decurión, brazaletes, hebillas, hombreras, empuñaduras, broches, tachuelas, insignias. Adminículos todos de ambigua especificación, pero que en su tiempo habrían de encontrar —como las empuñaduras, en las hojas de hierro— su complemento. También una cantidad muy crecida de puntas de dardo con ápice de anzuelo. Esta producción debería desarrollarse por cinco años, al segundo de los cuales, ya seguro Benasur de la impunidad de su manufactura y de su buena marcha, se comenzarían a fabricar las espadas largas y cortas, las corazas, los escudos, las puntas de lanza.
Para que la fabricación de accesorios no interfiriese la de piezas de carro y no fuera tampoco excesiva, Mileto la planeó a base de turnos especiales. Con el importe de estos salarios estableció el ahorro de la dote, pues interesaba en aquella manufactura a la gente joven que estaba en las escuelas y a los aprendices de las herrerías. Así resolvía el problema que tenían los jóvenes turdetanos con el pago en oro de la dote que el padre de la novia exigía.
Al taller que Mileto prestó una especial y vigilante atención fue al de muestras, donde se ensayaban toda clase de artículos. Y al mismo tiempo que se elaboraban contadas piezas de vajilla, espéculos, horquillas, cuchillos, estuches, etc., se fabricaban también espadas y machetes, lanzas y corazas, en mayor cantidad, pero no tan excesiva que pudiese despertar sospechas. Mileto estudiaba y probaba concienzudamente estas armas: su temple, su dureza, su resistencia y poder de penetración. Aunque las armas eran las únicas piezas que le interesaban, fingía igual interés por las vajillas, por los espéculos, y se mostraba exigente en el acabado y eficacia de éstos para poder producirse con igual escrúpulo sobre las armas.
Al cumplirse los dos meses de estar Mileto en Onoba, pudo mandar a Benasur veinte cajas con centenares de ejemplares de todos los productos. Las piezas de los carros, así como sus flejes y chapas de ajuste y articulación fueron las que ocuparon más cajas.
Con las cajas, Mileto envió a Benasur lista detallada de los ejemplares. El navarca acogió con satisfacción la remesa y contestó a Mileto felicitándole. Y un día Mileto recibió instrucciones para que toda la producción la embarcase en dos naves gaditanas que llegarían a Onoba. El total de la mercancía iba destinado a Lixus. También le ordenó que mandara muestras de las piezas de los carros a Cartílago Nova, a fin de que Sexto Afro, su regidor en aquella ciudad, iniciara la fundición y pulimento de iguales materiales.
Mileto, al recibir la noticia, pensó: «Benasur ha puesto el pie en África. Ya nadie detiene la guerra».
—Quiere decirse que ya has empezado la guerra —dijo Siró Josef.
—Quizá —contestó Benasur.
—¿Y qué confianza tienes en Silpho?
—La misma que tengo en ti.
Siró Josef se acercó a la ventana a contemplar el tan conocido, el tan familiar paisaje del puerto y del mar. Aquello era la paz. Y no se avenía a admitir que esa paz estaba amenazada; que Benasur había puesto el pie en África.
—¿Y si Abumón no acepta?
—Tiene que aceptar, Siró. O él o yo. Si se opone, le haré entrar en razón. Desde ahora no puedo dar un paso atrás. Siró. Y necesito la ayuda de los doce. Necesito cincuenta millones oro, Siró.
Siró Josef palideció.
—No seré exigente. Me contento con que Abumón acceda a venderme Oasis Cydamos…
—Eso despertaría las sospechas de Roma…
—Roma está muy lejos de Oasis Cydamos, Siró. ¿Sabes cuántas millas los separan?
—No sé. Podrán ser dos mil…
—No. Roma y Oasis Cydamos están separadas por una muralla de funcionarios subalternos todos sobornables, que, al ver el oro, cegarán y no verán sino lo que yo les diga; que al sonarles el oro ensordecerán y no escucharán más que el viento del desierto. Pero no seré tan cándido que me deje coger los dedos. Compraré Cydamos con cinco millas a la redonda de arena del desierto. Haré un reino. En él entronizaré a Shubalam, que casará con Zintia. Y allí se armarán los veinte mil carros… Yo necesito Oasis Cydamos de arsenal. Allí tengo que almacenar el armamento; los cueros para las botas, para los cinturones; las lanas para los uniformes. Si el rey Abumón no acepta, que sí aceptará, Oasis Cydamos hará la guerra al reino garamanta. Con mi ejército lo ocuparé en dos días. Y antes de que Roma se dé cuenta, tendré miles y miles de garamantas, de etíopes, de númidas, de leptinos… ¿No comprendes que sin llegar a esos extremos podemos operar, armarnos y levantar un ejército con vistas a la conquista de la Libia meridional? En el desierto nadie podrá descubrirnos ni hacernos la guerra antes que nosotros estemos preparados para ella. Y no te olvides que las caravanas son nuestras.
—No quiero restarte capacidades de estratega, Benasur. Pero tú eres un mercader, el más hábil mercader, lo acepto, que he conocido. Mas la guerra es otro negocio. Antes de nada debes formar tu consejo de militares que te asesoren, que pongan en práctica tus planes. La misma producción de armamento necesita ser inspeccionada, vigilada, regulada por un perito en el arte de la guerra…
—¿Crees que no he aprendido bastante con Tacfarinas? No seré yo el que me ponga al frente de los ejércitos semitas. Siró Josef. Yo lo que quiero hacer es el instrumento indispensable para levantar un gran ejército. A cualquier hombre inteligente y ambicioso que le presentes ese instrumento no vacilará en ir hasta el fin.
—Yo veo tan peligrosa la aventura, que vuelvo a decirte que te daré mi apoyo únicamente si consigues la alianza de los garamantas. Sabemos que los garamantas son guerreros. Están instruidos militarmente y con los mauros fueron los que hicieron mejor papel en la guerra de África… No te obceques, Benasur. Eso de Oasis Cydamos no tiene base… Y si para las flotas habías puesto el ojo en Skamín, ya puedes ir pensando en otro hombre…
—No, no había pensado en Skamín. Para dentro de siete años u ocho, Skamín hubiera estado ya demasiado viejo. He pensado en Akarkos. El capitán del Aquilonia cobra su salario de guerra hace tiempo. ¿Tú crees que Akarkos es un ocioso? Pregúntale hoy mismo cuántas naves de guerra hay en Misenum, cuántas en Ravenna, cuántas en Massilia, cuántas en Alejandría… Tiene informes al día. Sabe las naves que cada año quedan fuera de uso. Conoce los lugares de aprovisionamiento y los escondites que hay en cada archipiélago. Sabe qué capitanes de nave pueden hacerse cargo de una flotilla… Pero te diré más: el odio ha hecho de la guerra mi vocación, Siró Josef. Pregúntale al tribuno Acio cuántas legiones tiene en la actualidad Roma y cómo las tiene distribuidas. No podrá decírtelo porque lo ignora. Yo lo sé como el prefecto Sejano: nueve legiones en el Rhin para sujetar a galos y germanos; tres en Hispania, dos en África, dos en Egipto, cinco en Siria, dos en la ribera del Danubio, otras dos en la Dalmacia. En total, ciento treinta y ocho mil hombres armados, si bien no todos veteranos. Agrégales tres mil de las tres cohortes de la Urbe y veinte mil de diez pretorias itálicas. En las provincias hay cohortes y centurias que suman setenta y cinco mil hombres, la mayoría de los cuales son auxiliares e indígenas del lugar en que prestan servicio, sin experiencia ni ambiciones por el collar de centurión. Pero yo los sumo como buenos. En total, doscientos treinta y seis mil hombres no todos armados como yo equiparé a los nuestros. En el desierto líbico podemos reunir fácilmente quinientos mil hombres. Ésa es la fuerza que opondremos en tierra a Roma. Y en mar, bástete saber esta desproporción: actualmente Roma tiene catorce vetustas naves rostradas —de la victoria actiaca— en la costa gala. Para ahí solamente destinaré cuarenta de las doscientas naves que saldrán este año de los astilleros béticos con botalón, tajamar y quilla de una sola pieza… Ven, acércate… Ve las naves de las ciudades confederadas. La más moderna tiene cincuenta años…
Benasur se había acercado a la ventana y señalaba a Siró Josef cuatro viejos birremes.
—Desengáñate, Siró Josef —continuó—, no es con la fuerza como Roma mantiene la unidad del Imperio; es con la cobardía de los demás. La cobardía que fomenta la paz y la prosperidad. Pero hay pueblos que no quieren la paz porque están acostumbrados a la vida dura. A un grito tuyo, esos pueblos se levantarán de las arenas del desierto como la nube de un simún… Da a esos hombres una causa, alucínalos con un buen botín y ponles en la mano una espada que no se melle y una lanza que no se rompa, y conquistarán en un abrir y cerrar de ojos a Roma… ¿Acaso dudas del éxito de la empresa? ¿No ves que yo acabo de estar en la Urbe, que he visto a Tiberio decrépito y desencantado, sembrando a su alrededor voracidades y antagonismos con su dual actitud? ¿No sabes que Roma está dominada por la molicie; que un empleado mío como Cayo Vico sirve el vino en copas de vidrio fenicio; que los prostíbulos ofrecen las pupilas como sacerdotisas de Cibeles? ¿Y qué hago yo, sino aniquilar a la clase más sana, como tú dices, por interés y deseo de la casta senatorial que, incapaz de gobernar al mundo, se dedica a expoliarlo?
—Es imposible dudar del éxito oyéndote —dijo Siró Josef—. De cualquier modo tengo que reconocer que tú hablas hoy igual que ayer, que hace quince años, con el mismo ardor, con la misma fe, con idéntico impulso juvenil. Yo, sin embargo, me encuentro envejecido… Me gusta asomarme a esta ventana y mirar, mirar al Océano, siempre con la esperanza de que en el horizonte surja una nave colosal venida de tierras fabulosas…
Y en seguida, sacudiendo la cabeza, concluyó:
—Bien, Benasur. No es necesario insistir. Ya te he prometido mi ayuda y cuenta con ella. Concretamente: ¿cuánto?
—En cinco años necesitaré cincuenta millones oro. Me contento con que tú aportes este año uno. Pero no ahora. Será cuando nos reunamos la próxima Pascua en Jerusalén.
—Para entonces debes llevar la aceptación de Abumón, rey de Garama.