Capítulo 7
El terror
Durante los tres días siguientes ni Kim dejó de sacar del Aquilonia cajas conteniendo oro que iban, por orden de Benasur, a comprar conciencias o a quebrar voluntades, ni el tribuno Sabino Acio dejó de ordenar nuevas detenciones bajo el pretexto del atentado. Por lo demás, le era fácil al prefecto ceder a las exigencias de Benasur, ya que ninguno de los detenidos estaba libre de haberse expresado mal de Tiberio, ni de abrigar sentimientos subversivos.
El terror se extendió de tal modo que los mismos acusados —a veces sin la evidencia de la prueba— asumían una pasiva actitud de resignación. Las noticias que llegaban de Roma eran trágicas y deprimentes, y los acusados sentíanse víctimas de un sino adverso, de una fatalidad contra los cuales todo gesto o protesta, toda voz o intención resultaban infructuosas. Tiberio había recrudecido sus persecuciones. Sobre el Senado caían las denuncias del delito de majestad contra hombres que ayer parecían haber gozado de la confianza y de la liberalidad del César. No pocos protegidos o amigos de Livia Augusta, la madre del Emperador, sólo por el hecho de haberse mantenido adictos a la noble matrona, caían en desgracia. Tiberio, que había esperado toda una larga vida para hacer pública su repulsa filial, dio escape al rencor aumentado durante años de resentida impaciencia.
Nadie llegaba a pensar que lo que estaba sucediendo en Gades fuese cosa distinta de lo que acontecía en Roma. Muchas similitudes en los hechos: nombres de familias ilustres, de varones honorables y preclaros, de clara y limpia filiación en los órdenes ecuestre y senatorial eran sentenciados a las más duras penas. En Gades ciertos personajes como Julio Afro, Celso Fabiato, Marco Balbo, Justo Casio, Lucio Pompeyo, Savio Coro, Marcio Livo se acogieron a la ciudadanía romana para comparecer en juicio ante el César. No lo hicieron cifrando esperanzas en el recurso, pues sabiendo como sabían los aires que corrían en la Urbe y que el César no se detenía a firmar sentencias de muerte, lo único que pretendían era alargar su vida y tener oportunidad de ser escuchados por la Curia romana.
Había algo que desconcertaba a los gaditanos y que venía a aliviarlos en su pesadumbre: en Roma las penas de muerte pedidas por Tiberio no iban sólo contra ciudadanos del Orden Ecuestre, sino también del Senatorial. Cosa que los animaba a pensar que Sejano, el primer ministro, seguía fuerte cerca del Emperador. Pero Benasur, que conocía en su intimidad cierto aspecto de la política romana, sabía que los senadores que caían en desgracia no eran los que representaban precisamente el poder senatorial, no eran los senadores del número como cínicamente los apodaba Marco Appiano, sino los de la palabra. No se trataba, pues, de una lucha entre el Orden Senatorial y el Orden Ecuestre, sino entre los grupos financieros de ambos poderes. Los senadores que caían en desgracia eran los que se oponían a la maniobra de los del número apoyando, así, indirecta y quizá involuntariamente, a los équites.
El pánico que estalló en Gades se extendió a toda Bética y a las poblaciones de la Cartaginense y la Lusitania, próximas o vecinas a Bética. Familias enteras, no ya de équites, sino de ciudadanos que habían tenido negocios o tratos con aquéllos, que habían participado en sus explotaciones mineras o agrícolas, abandonaron las ciudades. El pánico se propagó a Corduba, donde los cuestores comenzaban a enviar exhortos a distintas poblaciones, pidiendo investigación, comparecencia y a veces el arresto de ciudadanos.
Al octavo día, los autores materiales del atentado fueron empalados en la necrópolis púnica de la isla Afrodisia. Estas ejecuciones, que sumaron dieciséis, más nueve cadáveres encontrados al pie de la muralla con muestras de ser acribillados con lanzas legionarias, acabaron por aterrorizar a la población. Y ese mismo día se llegó a publicar un edicto multando con quinientos sestercios al vecino que mantuviese cerradas sus ventanas sin causa justificada. Pues esta muestra de repulsa que hicieron a la llegada de Benasur unas cuantas familias gaditanas, pertenecientes al Orden Ecuestre, se extendió de tal modo a todo el vecindario que, considerándolo como la única seña de protesta que les era permisible, la ciudad de Gades, en la unanimidad de su barrio aristocrático, optó por cerrar sus casas. Y la vía Balbo, tan animada de costumbre, quedó desierta. En el Foro se veían grupos de curiosos en las primeras horas de la mañana de los días que se fijaban las noticias de Roma y de la ciudad.
El banquero Rugís Bacó, que fue detenido tal como lo había insinuado Benasur, se mantuvo al principio arrogante. Pero al ver pasar los días, sin que nadie, autoridad o amigo, acudiese en su ayuda, cayó en el desaliento.
Se había detenido a cincuenta y tres ciudadanos, de los cuales treinta y dos se declararon culpables del delito de conjura contra el Imperio, no obstante que Justo Casio, Tito Shapher y Julio Afro se confesaron autores únicos de la conspiración. Mas el prefecto Sabino Acio engrosaba el proceso siguiendo instrucciones de Benasur, que tenía especial interés en que se hiciera con escándalo a fin de saturar a Bética de terror.
Mientras Sabino Acio actuaba, Benasur no olvidaba sus asuntos; envió a su regidor Havila a que tomase posesión de las minas de mercurio de Sisapon. Lo mandó custodiado con cohorte. Hasta ese momento a Benasur no le interesaba el mercurio como metal en sí. La explotación y comercio del mismo, regulados muy estrechamente por Roma, no dejaban de ser un negocio como otro cualquiera, y sin duda no tan retributivo como su engorroso manejo merecía. Pero le interesaba el mercurio por sus propiedades naturales. El navarca pretendía establecer jornadas intensas en las demás explotaciones. A aquellos esclavos o asalariados que se mostrasen descuidados o poco esforzados los castigaría enviándolos a Sisapon. Sisapon tenía fama en el mundo entero de ser un infierno, y hasta los forzados a galeras no podían pensar en una tortura mayor a la del remo sino pensando en Sisapon. Benasur se creía obligado a establecer un régimen de terror en las minas a fin de poder hacerlas lo bastante rentables para que le permitiesen sacar los beneficios ambicionados y pagar los subidos impuestos a que se había comprometido.
Pero Benasur no se cegaba. Sabía que todo tiene un límite a la resistencia. Sabía que las noticias de Bética trascendían a la Tarraconense y que de ésta llegaban a Roma. Mil patrañas o mil verdades difundían los équites damnificados, perseguidos, desterrados de su provincia de origen. Sabía también que el pueblo de Gades no soportaría por mucho tiempo esta inactividad, esta calma de muerte que la detención y el éxodo de sus principales industriales y mercaderes había provocado. Tenía, por tanto, que promover los negocios, continuar manteniendo vivas las fuentes de riqueza y trabajo. Y principalmente tenía que dar una rápida, una pronta sensación de bienestar y prosperidad. Mandó cartas a Siracusa, a Roma, a Alejandría pidiendo dinero y víveres. Pidió trigo, pues le tenía horror a que se declarase el hambre. Invitó a mercaderes e industriales mauritanos a que viniesen a hacerse cargo de los establecimientos que dejaban los ecuestres.
Mientras tanto, Osnabal, con el pretexto de visitar enfermos; Jonás, con el de conocer la colonia judía, y Kim la púnica y fenicia, iban desparramando en forma de limosnas grandes cantidades de dinero. Benasur tuvo tratos con un grupo de almacenistas de víveres para que bajaran los precios, subvencionándolos con distintas regalías, entre ellas una baja substanciosa en los artículos orientales. Y para que las clases adineradas, no ecuestres, que aún quedaban en Gades, sintieran la primera brisa de prosperidad, pidió a Siracusa un fuerte cargamento de seda que pondría en el mercado a precio más bajo del que regía en plaza.
La inmediata reducción del precio en los artículos de consumo dio su resultado: se sintió cierto alivio, quizá artificial, que sacó a las gentes de sus casas. Mas el golpe certero lo dio el judío apoderándose de todas las joyas de los équites. Las retuvo en casa de los prestamistas a fin de que no salieran a la calle. Dada la sensibilidad gaditana, una tan gigantesca mudanza de alhajas hubiera denunciado mejor que ningún otro hecho la ruina que había caído sobre Gades. Y la vía Balbo, pulso de la ciudad, volvió a su alegre, frivola normalidad.
Si al recibir la noticia le hubieran preguntado a Benasur si sentía la muerte de Forpas, el oficial del Aquilonia, habría dicho como dijo: «¡Que el Señor dé cabida a su alma en el seno de Abraham!». Pero, en la intimidad del corazón, sentíase satisfecho. El cadáver de Forpas era la manifestación más evidente de su condición de víctima. Y venía a aliviarle de ciertos escrúpulos que a veces acudían a su mente al contar el número de caballeros sacrificados.
Pero lo que más complacía a Benasur era la oportunidad que le había ofrecido Forpas de asistir a su propio entierro. Pues Benasur, por muchas razones, enterró a Forpas con la solemnidad con que en Gades hubieran enterrado a un procónsul en ejercicio.
Para la población, el entierro de Forpas fue un espectáculo que vino a resarcirle de la sobriedad, casi de la clandestinidad con que se enterró a Cayo Pomo. Por otra parte, nunca un entierro romano tenía la brillantez, el aparato de un entierro fenicio. Y, sobre todo, al modo que lo preparó Benasur.
Mandó a Osnabal, que embalsamase el cuerpo de Forpas, mientras venían treinta y seis plañideras de Onoba que, en Bética, tenían fama de saber llorar a los difuntos. Y cuando todos los detalles estuvieron listos, comenzó la ceremonia.
Mileto se quedó helado con el espectáculo. Por primera vez pensó en la posibilidad de la existencia de un demonio, de un espíritu malo que se hubiese posesionado de la persona de Benasur. No sabía si vitorearlo o maldecirlo. Kim, sin embargo, estaba tan emocionado que sus ojos parecían húmedos de lágrimas, más por el escondido regocijo que le proporcionaba aquel suntuoso funeral que por la pérdida de tan buen compañero. Akarkos permanecía neutral, con aquella su expresión vaga, huida, como si su mirada estuviera prendida en el horizonte del mar. El navarca fócense, que parecía no participar de las actividades de Benasur, se dedicaba en los días de asueto a una serie de estudios y observaciones sobre el poderío naval de Roma; y no había puerto o ensenada de arribo donde no tomase nota de las naves de guerra o de vigilancia ancladas, así como de otros pormenores de la armada.
En una rica litera se trasladó el cuerpo de Forpas a tierra. El cadáver estaba sentado en la silla. Forpas parecía un dios. Vestido con su traje de gala impecable, constelado el pecho de condecoraciones que Mileto no sabía de dónde había sacado Benasur, permanecía erguido en el asiento con un brazo en alto, cuya mano empuñaba un remo pintado de plata y púrpura. La litera era conducida a hombros de ocho remeros, los más atléticos, altos y proporcionados del Aquilonia. Iban desnudos, y a modo de ceñidor llevaban un ancho cíngulo de seda morada que en el centro caía en la entrepierna, ocultando las partes pudendas.
Abrió la comitiva una cohorte legionaria, seguida por la banda. Después Benasur, en traje de navarca fenicio, pero de luto, en color morado. A su derecha, llevaba al prefecto del castro Sabino Acio y a su izquierda al prefecto del puerto. Seguían Akarkos, con Osnabal y Kim a los lados. Detrás Mileto, Siró Josef y Jonás, el ecónomo. Tras éstos, el pontífice de Astarté y tres sacerdotisas acolitas, tapadas con un tupido velo… Luego, tras un claro, las dos filas de las treinta y seis plañideras que avanzaban gimiendo y arañándose los pechos desnudos con horquillas de plata. En medio, imponente, majestuoso, llevando el remo como un cetro, el cadáver de Forpas. Osnabal había hecho un buen trabajo, pero precipitado, y no pudo evitar que uno de los párpados del oficial se bajara más que el otro en un simulacro casual de guiño. Lo más impresionante de todo era el dardo que había matado a Forpas. Osnabal lo había vuelto a colocar en su lugar y un tinte de heces de vino simulaba sobre la impecable blancura de la túnica la sangre de la herida. Osnabal había también pintado las mejillas y los labios del cadáver, a fin de que tuviera todo el fresco colorido de la vida. La música monocorde de la banda, el lujo de las vestimentas, las imprecaciones y lamentos de las plañideras, el canto litúrgico de las sacerdotisas de Astarté y luego la belleza del mozo, todo mezclado, hacía prorrumpir a las gaditanas en sollozos, y, bien untadas por el oro de Benasur, en blasfemias y maldiciones contra aquellos desaforados asesinos que habían cortado tan preclara vida en la flor de la juventud.
Seguían a las plañideras representaciones del gremio de estibadores, de carpinteros de ribera, de calafateadores, de tejedores de redes. Seguía una muchedumbre, pues toda la ciudad se asociaba a tan espléndido espectáculo. Era una ocasión única para llorar a la víctima y para maldecir a los malvados asesinos.
El cortejo fúnebre se dirigió al templo de Dagón. Benasur le había comprado un traje nuevo al sacerdote, no sin antes hacerle prometer que no se emborracharía hasta terminada la ceremonia. El traje era espléndido y, como es natural, de seda. También el sacerdote lucía brazaletes y collares, que tanto complacían a los gaditanos. En el templo se le quitó el remo al cadáver y se ofreció a Dagón. Benasur en persona, asistido por el prefecto y el tribuno, rescató el remo con oro. Hizo que sonaran bien las monedas. Un rumor de admiración se extendió por la muchedumbre que esperaba a la puerta. Fue tanto el oro, que las mujeres lloraron aún más la irreparable pérdida.
Tras la ceremonia del rescate del remo, y de nuevo el cadáver con él en la mano, se dirigió la luctuosa comitiva al templo de Astarté. De las casas que días antes habían permanecido con las ventanas cerradas, llovieron las flores. Y fue al entrar en la vía Balbo, al ver la muchedumbre que se alineaba contra los muros de los edificios, cuando Mileto pensó que Benasur era un loco, pero un loco excepcional. Allí, en la vía Balbo, lugar de lujos y vanidades, la procesión complació tanto a las familias adineradas, que los vítores a Benasur menudearon. Y ya cerca del templo de Astarté cayó la primera plañidera presa de un ataque. Se revolvía en el suelo como una endemoniada. Las sacerdotisas acolitas se adelantaron para recibir al difunto. Según el rito, debían salir del templo a ofrecer simbólicamente su cuerpo al extraño viajero, pues de acuerdo con la erudita cita de Kim «se supone que en el corazón de todo hombre errabundo, pobre, extraño, puede alojarse un dios». Por estar muerto y ser célibe, a Forpas le cabía el privilegio de comprobar si las sacerdotisas de Astarté cumplían con el voto de entrega. Pero al igual que ocurrió en el templo de Dagón, Benasur tuvo que rescatar con oro el cuerpo de Forpas, que se suponía, siempre simbólicamente, en brazos de las sacerdotisas acolitas. El pontífice, después de frases rituales y gesticulaciones, licenció al cadáver y la procesión cambió completamente de orden: en primer lugar, los ocho sayones de la necrópolis, seguidos por las plañideras y la litera con el cadáver. Después de éstos, las personalidades del duelo y al final la banda y la cohorte romana.
Antes que el cortejo llegase a la vía de Heraklés, cayeron al suelo ocho plañideras más, presas de un terrible dolor que llegaba al paroxismo. La mayoría de ellas iban de tal modo sangrando de los senos martirizados, que se dudaba que se mantuviesen en pie hasta el final de la ceremonia.
Cuando llegaron ante la cripta, dos lágrimas corrieron por las mejillas de Kim. Se adelantó el guardián de la necrópolis y recogió la prenda, el salario y las dos ánforas con el vino rojo y el vino dorado. Benasur pagó siete monedas de oro por el precio del viaje eterno y el guardián compró el cadáver de Forpas con siete monedas de cobre que dio a Benasur. Mas no paró ahí la cosa, y cuando Benasur se disponía a decir la oración fúnebre, llegó el Eunuco mayor del templo de Cronos que, aunque no había participado en la ceremonia —por ser Forpas de otra religión—, tenía derecho al diezmo. Otras tres monedas de oro se le fueron a Benasur. El navarca iba a hablar pero lo pensó mejor y rogó a Mileto que dijera la oración fúnebre. Mileto se acercó solemne a la litera en que estaba sentado el cadáver, y habló:
—Dolientes: vuestro luto es el mío. Yo traté a este hombre que no fue más ejemplar ni menos virtuoso que otros muchos, muchísimos hombres que andan por el mar al servicio de los que vivimos en tierra. Ahora va a comparecer ante los dioses. Los dioses serán justos con él. ¿Por qué? Porque Forpas fue un hombre honesto. Honró a su patria, honró a su amo. Y el hombre que así cumple, honra a todas las patrias y a todos los hombres. Era prudente en el juicio y esforzado en la faena. Amaba el mar, que es la forma más entusiasta de amar la tierra. Porque el amor al mar está hecho con todas las nostalgias que provoca la tierra. Recordad a Ulises y vedlo sortear todos los amores y todas las seducciones del mar. Y vedlo llegar a su amada, a su añorada Ítaca. Yo creo, nobles gaditanos, que el hombre perfecto no es el hombre de mar ni el hombre de tierra, sino, como vosotros lo sois, el hombre de isla. Los pies anclados en tierra y los ojos puestos en el mar. Y el corazón, arbitro de este inconciliable anhelo. El corazón, lo mismo en los hombres que en los dioses, es un oráculo mudo…
»No lloréis a Forpas, que fue un hombre honesto. Vosotras, mujeres, dejaos de laceraros las carnes. La muerte de un hombre no merece tanto dolor ni el rescate de su cadáver y de su alma tanto oro. El hombre llora demasiado en este mundo para que sea llorado cuando lo abandona. El hombre rinde con exceso su salario en la vida, para que se le cobre rescate en la muerte. Nobles gaditanos, pensad que hoy es un día propicio al alma de Forpas. Yo os agradezco en el nombre de Benasur de Judea, Navarca Magnífico, y de todos los deudos del honorable Forpas, esta manifestación que habéis tenido de hondo sentimiento por la pérdida de nuestro amigo. Pues ahora es la desaparición del amigo la que lloramos y no la liberación del hombre sufriente.
A Benasur no le gustó la oración. Ni a la mayoría de los presentes. Pero sí al Eunuco mayor del templo de Cronos que, considerando las palabras de Mileto faltas de religiosidad e imbuidas de excesivo amor humano, tuvo pretexto para imponerle una multa de diez denarios que, como es natural, hubo de pagar Benasur. No se afligió por ello Mileto. El navarca había querido un entierro de procónsul para Forpas y su oro le tenía que costar. Sin embargo, el prefecto del puerto y Akarkos quedaron complacidos con la oración. El prefecto insinuó que una de las frases que había dicho Mileto, refiriéndose a la isla de Gades, debía ser esculpida en mármol.
Dos sayones, dos plañideras, Akarkos y Benasur bajaron al subterráneo. Mientras tanto, de acuerdo con las órdenes que tenían, Mileto, Kim, Osnabal y otras personas distribuyeron dinero entre los pobres. Luego, los del duelo, cuando regresaron Benasur y Akarkos, vertieron el vino, costumbre que quedaba del banquete funeral que ya sólo se practicaba en algunas aldeas fenicias y púnicas, pero no en Gades.
Zintia se recuperaba lentamente. La herida no había sido muy profunda, pero sí extendida la desgarradura del tejido. Por el aspecto que tenía el dardo, Osnabal pudo deducir que se había clavado en el hombro de Zintia, de rebote, despedido de la coraza de un lancero. Lo que debilitó más a la joven fue la fiebre que Osnabal mantuvo durante varios días a fin de poder reparar los destrozos del dardo lo más expeditamente posible. Se le antojaba una fatalidad que todas las heridas que recibía Zintia pusieran en peligro de deteriorar su aspecto externo, en el que Benasur tenía especial interés.
De la herida quedó una cicatriz ancha con dos ramificaciones. Presentaba el mismo aspecto que al principio ofrecían las huellas del flagelo: una piel abrillantada que contrastaba con el aspecto mate del resto de la carne.
El día que Zintia quedó autorizada a salir de la casa. Mileto la llevó a conocer la ciudad. Pero apenas llegaron al foro Balbo la joven dio tantas muestras de fatiga que se sentaron en una banca de mármol. Permanecieron un largo rato sin cambiar palabra, como si a los dos los dominase la misma melancolía. Sentían lo que Mileto llamaba la tristeza de la esclavitud, derivada de la falta de ejercicio de la voluntad. En realidad, lo que a Zintia le sucedía era que una de las garras del terror desatado por Benasur le oprimía el alma. Por muchas distracciones que le procuraba Mileto, cada día más fiel en la simpatía y en la dedicación la joven no podía dejar de pensar que, en el momento que Benasur le había puesto la mano sobre el hombro, la encaminó hacia un extraño destino, en el que se mezclaban en inquietante confusión el lujo y el halago, por una parte, y la sangre y el dolor por otra. Trenzados de tal modo que ya no se atrevía a pensar en lo futuro sin experimentar el temor de la amenaza de un nuevo peligro. Sin embargo, ni por asomo se le ocurría formular en la intimidad del pensamiento el menor reproche a Benasur. Hasta cuando pensaba en los peligros que la aguardaban, sufría más con la posibilidad de que aquellos hicieran presa en Benasur.
—¿En qué piensas, Zintia? ¿De nuevo en zasmar? —preguntó Mileto.
—¿En qué dices? —repuso, sin entender, la joven.
—En zasmar —repitió el griego.
—No te entiendo… ¡Ah, quieres decir shamar! ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque es la palabra que con más frecuencia has repetido en tu delirio…
—¡Shamar! —exclamó Zintia con un tono de dulce evocación. Y después de una breve pausa—: Shamar en mi lengua quiere decir madre… ¿Qué otras palabras decía?
—Decías también gatalje…
—No, Mileto. Seguramente decía guadaljem, que quiere decir agua fría. Me teníais muerta de sed… ¿Qué más?
—Minzam…
—No sé qué es eso… ¿No sería minhazam? Minhazam significa… una cosa que no te puedo decir… —Y en seguida, cambiando de tema, preguntó—: ¿Qué sabes tú de este país?
—No mucho. En la antigüedad estas tierras béticas fueron tartesas, que hoy dicen turdetanas. Lo único que puedo decirte es que los antiguos nativos de Hispania tuvieron un rey tan sabio, llamado Habides, que fue el primero de los mortales en servirse de los bueyes para las labores del campo. Abrió las tierras en surcos para sembrar en ellas la simiente. Mas por lo que la Humanidad debe guardarle imperecedero recuerdo es por haber hecho nuestra mesa más rica y exquisita. Inventó el injerto y el trasplante de los cultivos. A tal extremo, que en el Agros micros se le atribuya el mejoramiento de más de treinta frutos, que antes eran ásperos o acres al paladar, y que Habides hizo suaves y de delicado gusto. A él le debemos las verduras tal como hoy las gustamos, gratas en toda ocasión e insustituibles en tiempos de calor; le debemos también la alcachofa, que era hongo incomible; y, entre otros frutos que recuerde, las habas de pulpa, la cereza, el higo dulce, la mora y el ciruelo. Frutos que pasaron a África y que de ahí se extendieron por el resto del mundo. Un descendiente de Habides utilizó los toros como bestias de guerra. Y fueron los tartesios los que inventaron la espada corta y el escudo de metal…
Mileto calló. En realidad, poco sabía de Hispania. Y Zintia no se interesaba por más noticias. Zintia quería sin duda otras noticias. Y no tardó en expresar su curiosidad:
—Dime, Mileto, ¿hace mucho tiempo que el amo Benasur no recibe carta de Raquel, hija de Elifás?
—Que yo sepa desde antes de salir de Siracusa… No sé si habrá recibido estos días alguna, si bien lo dudo, pues ya me la habría dado a leer. Aunque está tan metido en sus asuntos, que es capaz de haberla olvidado.
—¿Tú crees que esté enamorado de Raquel? —preguntó la joven con un trémolo en la voz.
A Mileto le resultaba muy difícil contestar esa pregunta. Y mucho más satisfacer a Zintia. Porque aun en el caso de que Benasur no estuviese enamorado de Raquel, no sería por falta de atractivos de Raquel, sino por incapacidad amatoria de Benasur. Prefirió contestar ambiguamente:
—Sí, creo que está enamorado de Raquel, pero a su modo…
—¿Cómo a su modo?
—Benasur tiene un modo de amar que no es el modo que tendríamos tú y yo, o la mayoría de las gentes. Te habrás dado cuenta que Benasur es distinto de los demás. Sabe soportar con una sonrisa la mayor humillación. Y su rencor no tiene medida cuando se trata de castigar una ofensa o satisfacer una venganza. Entre esos dos extremos, tan repelentes el uno como el otro, hay un hombre medio, exquisitamente equilibrado, que nos trata a ti y a mí como a semejantes de su categoría social, como a personas. Un hombre de un excelente sentido y claro juicio. Pero yo le he visto humillarse y ceder ante un Skamín y un cesar Tiberio, y hace unos días, en el entierro de Forpas, hacer su papel ante la muchedumbre a la que despreciaba. Supongo que a nosotros nos estima, pero sin exceso. En todo es muy equilibrado. No creo que haya sentido la muerte de Forpas. Me parece que no sentiría la de ninguno de nosotros dos. Sin embargo, sé que haría todo lo imaginable por librarnos de un peligro. Y evitarnos una pena y una desazón. Yo no he visto hombre más preocupado porque a mí se me dé mi puesto. No sé qué pensar. Nunca llegué a suponer que hubiera un hombre que creyese que el mundo empieza y termina en él. Tras una pausa, Zintia volvió sobre el tema:
—Ya sé que tú no conoces a Raquel, hija de Elifás; pero debes de haberte formado ya una idea muy aproximada de la clase de mujer que es…
—A veces pienso, Zintia, si Raquel será una invención de Benasur. Un hombre tan rico como él es para que tuviese no uno, sino ciento, mil retratos de Raquel. Yo la tendría en pintura, en bronce, en mármol. La tendría en chico y grande, la traería pintada en cuero cerca de mi corazón… Y alquilaría una voz semejante a la suya para que estuviera repitiendo las frases, las dulces frases que dice en sus cartas… Me las sé de memoria. Al principio, hablar de Raquel era para mí una verdadera monserga, pero Benasur insistía tanto… Indudablemente, algo ha pasado entre Raquel y Benasur, porque él ya no se muestra tan interesado por ella… Yo mismo he escrito por cuenta de Benasur las tres últimas cartas… Son fáciles de contestar, porque Raquel no parece una mujer escribiendo, sino un hombre. Y no sé qué extraña doctrina sigue que sus cartas están impregnadas como de una nueva y dulce filosofía; una filosofía que encuentra la felicidad del alma en las renuncias del corazón. Es curioso; hasta hace poco yo creía que kardía y psiquis eran dos elementos, dos sentidos o dos conceptos complementarios. Raquel me ha hecho comprender que son distintos y en cierta forma contradictorios… Como si el corazón nos llevara a las pequeñas satisfacciones, a los pequeños regustos personales que son nocivos a una gracia superior, que se alcanza en la renuncia… De existir, ha de ser una mujer excepcional…
—Hablas con mucho entusiasmo de Raquel…
—Quizá. Pero si ella escribe las cartas que envía a Benasur, mi entusiasmo es merecido y no exagerado. No creo que nadie hasta ahora haya escrito cartas como las de Raquel. Ni los poetas alcanzan su intimidad de expresión. Se olvida de la persona, de los sucesos cotidianos, del hecho que constituye la vida en sí… Escribe de un modo transparente, sin dejar entrever el cuerpo ni la sangre, ni el corazón, sino el Alma. Leyéndola, y a pesar de saber uno que Raquel está tan lejos, se antoja tenerla al lado y estar escuchándola. A veces creo percibir hasta el respirar de su aliento. Y que hasta sus palabras parecen traer el perfume de su cabellera. En la última carta le decía a Benasur: «Yo te espero, hermano mío, con prisas del corazón, pero sin impaciencias del alma. Sé que ninguno de los dos resistirá al encuentro, y temo más por tu obcecación que por mi renuncia. Cuanto más voy a ti, más me alejo y hace tiempo que estoy tan distante que ya te siento entre mis manos. Y sufro y lloro porque mis manos están frías, lo que me hace pensar que tú y yo todo lo hemos perdido…». Eso dice. Y Benasur lee y relee las cartas y me pregunta si yo las entiendo. Y hace cuatro meses que Raquel no hace más que decir lo mismo, que ha dejado de amarlo, y no lo entiende. Y lo terrible es que ha dejado de amarlo sin que dé muestras o señales de amar a otro, sin que amenace tampoco con el abandono o con la deslealtad. Es como si un fruto fresco se secara antes de madurar y se pulverizara. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Qué verdad, contraria al amor, ha descubierto Raquel que la ha hecho ver a Benasur en una talla insignificante, casi pueril? Ése es el misterio…
Mileto calló unos instantes. Zintia, sonriendo, sin tratar de herirlo, le repuso con suavidad:
—Un misterio, Mileto, que te seduce demasiado…
—¿Es posible resistir a un sortilegio tal, Zintia? Te seré franco: ¿acaso resistes tú al sortilegio que representa para ti todo el misterio que significa Benasur?
—No tienes razón para hablar así, Mileto. ¿Qué puedes haber descubierto en mí sino el agradecimiento tan grande que siento por Benasur?
Mileto se quedó mirando fijamente a Zintia. Ésta bajó la vista.
—No te equivoques, Zintia. ¿Por qué llamar agradecimiento a lo que es amor? No es sólo agradecimiento. Hay una palabra que pronunciaste durante el delirio más veces que la de shamar, que quiere decir madre, y que nunca te resignarás a haberla perdido; que repetiste más que guadaljem, que quiere decir agua fría, de la que tan necesitados estaban tus labios ardidos de fiebre. ¿Quieres decirme el significado de esa palabra, Zintia?
—Claro, ¿qué palabra es?
—Benasur. —Y con la voz enronquecida, Mileto prosiguió—: La has dicho ciento, quinientas veces. La has repetido en presencia de Osnabal. Era la única palabra que tenía sentido, vigencia en tus labios. Cuando decías shamar bien se percibía en el tono que te referías a algo lejano, remoto, vago por perdido; pero cuando lo nombrabas a él tus labios articulaban con unción cada una de las sílabas de su nombre. Mileto se contuvo. Temió perturbar a la joven. Temió caer en la crueldad. Y aconsejó:
—No me hagas caso. Lo que te he dicho acredítalo a mi lealtad. Sólo quiero darte un consejo, Zintia: yo no te reprocho que por agradecimiento pongas ternura en Benasur. Lo que lamentaría es que el despego que te muestra Benasur —que no es distinto, sino el mismo que siente por los demás— te incitase a comprometer más gravemente tu corazón. Creo que si no resistes, perderás. Es más fácil que seas esposa de un rey que amante de Benasur.
Zintia no replicó. Tenía los ojos húmedos. Se puso en pie.
—Regresemos. Tomaremos un coche, me siento fatigada…
Ya de vuelta a casa, Zintia pensó que la lealtad usa de las palabras más crueles. Los hombres eran crueles. Y sin embargo, hasta entonces ella había creído que Mileto era un hombre dulce. Pero lo que Mileto le dijera sobre Benasur la había herido más que el flagelo de Savio. Y sentíase desfallecer. Sentíase pronto a entrar de nuevo en el tormento de la fiebre.