Capítulo 13
La junta de los doce
La mesa había sido preparada bajo la vigilancia de Raquel. Era amplia, de grandes dimensiones y a su alrededor se hallaban sentados los semitas más poderosos del mundo. En medio, Benasur; enfrente, Mileto. En el puesto de cada uno de los socios, hojas de papel, la caña y la tinta. Además un platillo con un denario de plata —el salario— y otro con su entretenimiento. El platillo de Sarkamón contenía pastas de avellana con jalea de dátil; el de Siró Josef, pastel de hojaldre e higo seco, y vino dulce de Engadí; el de Salomón, almendras tostadas y vino Falerno; el de Abramos, trocitos de carne seca de pato, queso de Belén y vino fuerte del país; el de Isaac Gálatus, pastel de higo seco, y vino de Engadí; el de Mikael de Damasco, obleas de pan de trigo untadas de miel, y leche ácida; el de Alan Kashemir, pastel de hojaldre e higo seco, y vino dulce de Naxos; el de Sam Samuel, queso de Belén y vino del país; el de Teseo Moabim, jalea de dátil y obleas de pan; el de Ciro Daniel, pescado seco, queso de Belén y vino Falerno; el de Romi Askenazi, té de opio y licor de Chipre; el de Benasur, pan y leche de cabra; el de Mileto, jalea de dátil, pan y vino dulce de Naxos.
Mileto había hecho ya una exposición de motivos, así como dado a conocer las lineas generales del programa que se debía financiar. Algunos de los socios pidieron datos aclaratorios. A todo contestó Mileto o el propio Benasur.
Celso Salomón fue el primero que opuso una objeción al programa:
—Necesitamos hablar claramente. Benasur nos pide una aportación de cincuenta millones oro para desarrollar un plan gigante de industria minera y metalúrgica. Pero todos sabemos que lo que se va a fabricar son armas; armas destinadas a equipar un ejército que hará la guerra a Roma. Debemos pensar en lo peligroso de esta inversión. No sólo corremos el riesgo de quedarnos sin el dinero aportado, sino de vernos desposeídos de todos nuestros bienes y negocios, de vernos perseguidos y enjuiciados por el delito de atentar contra el Imperio. Por tanto, exijo que la nueva sociedad se establezca al margen de la Compañía Naviera del Mar Interior, y que en ella aparezcamos exentos de toda responsabilidad que pueda derivarse de las actividades industriales que emprenda Benasur…
—¡Protesto! —se alzó Sam Samuel—. No creo justo eximirmos de una responsabilidad en una empresa a la que todos nosotros hemos aportado no sólo nuestras ideas, sino también nuestro rencor. Hace dos años nos reunimos a petición de Benasur para ver las posibilidades de crear una confederación de pueblos semitas. Hace dos años convinimos que esa confederación sería inútil si antes no lográbamos hacer factibles las posibilidades de creación de un ejército. Hoy, según el informe de Benasur, las condiciones para ello son propicias. ¿Por qué ahora dar un paso atrás?
Isaac Gálatus apoyó a Salomón:
—No se trata de dar un paso atrás, sino de darlo adelante, pero con cautela. Si prevemos que nuestro proyecto bélico puede ser descubierto antes de tiempo, ¿por qué involucrar nuestros bienes y nuestras vidas en su fracaso?
Benasur repuso:
—¿Acaso pretendéis hacer la guerra a Roma sin ningún riesgo?
Todos callaron. Sam Samuel hizo ademán de hablar, pero lo pensó mejor y se abstuvo. Benasur miró uno a uno a sus doce socios. Por la expresión de sus rostros comprendió que en todos ellos había prendido la reserva de Celso Salomón.
Las cosas habían cambiado. En realidad, desde hacía tiempo todos ellos se habían manifestado como enemigos irreconciliables de Roma. En la junta de hacía dos años, celebrada en Siracusa, no opusieron mayores reparos al programa, puesto que la realización de éste se suponía muy remota. Pero ahora que el plan podía ponerse en marcha, ahora que Benasur había salvado los mayores obstáculos, se acobardaban.
—Bien —dijo, convencido de que nadie le apoyaría—. ¿Cuál solución proponéis?
Y Celso Salomón, quizás el más comprometido con Roma, propuso:
—Yo no tengo inconveniente en aportar la parte que me corresponde a una sociedad cuyos fines sean la explotación minera, la fabricación de artículos metálicos y la construcción de naves… Como todo esto será, en definitiva, producción de guerra, estipularemos que «la fabricación de artículos varios queda bajo el criterio y la responsabilidad de Benasur», en quien los doce «depositamos nuestra confianza sin solidarizarnos ni responsabilizarnos con él».
—¡Protesto! —opuso Jos Hiram.
La discusión se generalizó. Jos Hiram protestó contra la opinión de Celso Salomón no porque estuviera contra el deseo de eludir toda responsabilidad ante el negocio de la guerra, sino porque no quería que Benasur adquiriese un nuevo y desmesurado poder, dejándolo en libertad para disponer a su entero arbitrio de cuantioso capital.
Tardaron mucho en ponerse de acuerdo. Cada uno de ellos expuso su criterio, pero salvando astutamente sus intereses y su seguridad. Hasta que al fin, después de una larga hora de cambio de sugestiones, acordaron que no se formara la compañía, sino que aportarían los cincuenta millones como préstamo a Benasur. Que esos cincuenta millones redituarían un interés del medio por ciento. Y que la devolución de los préstamos se haría a los doce años, siendo potestativo para los prestamistas retirar en ese plazo el dinero o una participación proporcional en la totalidad de los negocios de Benasur. Como garantía prendaria quedaban todos los bienes muebles e inmuebles de Benasur, así como los bienes de derecho: concesiones, contratos, permisos de explotación, etc.
A Benasur no le agradó la idea. Sintió que el negocio de la guerra caía sobre sus hombros. Y que nadie le seguía en la aventura. Sin embargo, no pudo menos de reconocer que sus socios estaban tan seguros de la victoria que le concedían el dinero. Si bien con toda clase de garantías y asegurándose la tajada de los beneficios para el final. Tal corrió se proponía el convenio del préstamo, de triunfar Benasur con su guerra, el mundo sería repartido en lo industrial y comercial entre él y sus doce socios.
No faltaron individuos como Siró Josef, como Samuel y el mismo Aristo Abramos, que quisieron participar de los riesgos de la aventura, quizá para asegurarse una parte de los laureles de la gloria; pero la solución era indivisa, y tuvieron que ceder a la fórmula aceptada por la mayoría y el propio Benasur.
. Mileto redactó el contrato de préstamo: «En principio, Jos Hiram, de Tiro; Alan Kashemir, de Antioquía; etc., etc., convienen en estudiar una petición de préstamo de cincuenta millones de denarios oro hecha por Benasur de Judea, que se aportará en cinco anualidades, una semana antes de la Pascua de cada año, a partir de la presente…».
Pero esto no fue sino la fórmula. Después se discutieron una a una la cuantía de las aportaciones. Para mover las voluntades. Benasur tuvo que echar mano de los más diversos argumentos, pues cada uno de los doce quería tener una mediana seguridad del éxito de Benasur. Éste mostró las armas azogadas, los espejos, las escorias. Dio una noticia pormenorizada de la guerra en el desierto. Mostró los zafiros de Faleza…
El primero en suscribir el título de préstamo fue Celso Salomón, Después siguieron Sarkamón, Aristo Abramos y otros. Se abstuvieron Jos Hiram y los componentes de su grupo: Romi Askenazi, Sam Samuel y Ciro Daniel. Y Alan Kashemir, que, a pesar de su edad, se mantenía con los ojos muy abiertos y a la expectativa, preguntó:
—¿Estás seguro, Benasur, de que los beneficios que dejarán los otros negocios serán lo suficientemente crecidos para que no echemos de menos la cuantiosa inversión que ahora nos pides? —preguntó el viejo.
—Seguro, Alan. No olvides que Bética producirá, conjuntamente con las armas, productos de fácil salida en el mercado —contestó el navarca.
Alan Kashemir se encogió de hombros. Luego dijo:
—De joven yo invertí dinero en el bandolerismo. Los bandidos son gente que, por considerarse picara, resulta fácil de engañar… Ellos se encargaban de desvalijar las caravanas que me hacían la competencia. Todo era ganancia. Pero ¿pasará igual con la guerra? Supongo que la guerra es un bandolerismo en gran escala; mas ¿seremos capaces de dominarlo, de tenerlo siempre bien sujeto en nuestras manos? ¿No surgirá un bandolero más listo que nosotros que se lleve el botín? Porque a mí, a mi edad, ¡qué me importan los ideales! Para lo que uno va a vivir, ¡a disfrutar del dinerito! Es lo que yo opino. Y si la guerra deja beneficios, pues un negocio como otro cualquiera… ¡Ideales! Yo soy viejo, y ya no tengo arrestos para apreciar si esto que llamáis el yugo de Roma me va o me viene. ¡Qué sé yo! Nací sin el yugo y moriré con él… Lo único que me gustaría es que, de salir victoriosos, como espero, nosotros no pagáramos tributos… ¿Sabéis cuánto les pago a esos condenados publícanos de Roma? Seis millones de sestercios al año… No es poco. Apenas si el harem me consume el millón. Y esos malditos publícanos se llevan seis millones…
Y en vista del poco efecto que hicieron sus argumentos, concluyó:
—Bien, caballeros. Las cosas ya han sido declaradas con todo detalle. Y no vamos a esperar al almuerzo para decidir. Yo tengo ganas de irme. En palacio me han dicho que hoy ajustician a dos bandoleros y no quiero perderme el espectáculo… ¡Y da gusto ver a Jerusalén en un día como hoy, con tanta gente de todas partes, con tanta animación! ¿Qué piensas, Hiram? ¿Todavía lo dudas?…
—No lo dudo, Alan Kashemir. Sabes muy bien que siempre donde tú pones el denario yo lo pongo a ojos cerrados. Pero hay un detalle que no debe escapar a la junta. Tenemos en Jerusalén un enemigo de la Ley que anoche se ha declarado rey de Israel. Esto compromete cualquiera de nuestros proyectos futuros. ¡Ese hombre debe desaparecer!
—¡Protesto! —exclamó Celso Salomón poniéndose en pie.
—¡Protesto! —se sumó la voz de Aristo Abramos. Y Celso Salomón agregó:
—No estamos reunidos en esta junta para tratar asuntos de la Ley…
—¡Protesto! —gritó Romi Askenazi—. Ningún hijo de Israel, ningún judío puede omitir en ningún caso y circunstancia la Ley ni nada que a la Ley ataña. Y hace bien Jos Hiram en plantear el problema del Nazareno. Y puesto que las cosas están declaradas, sabed que nosotros prometimos al pontífice Caifás que presionaríamos en esta junta para que Benasur, el único indicado para hacerlo, influya cerca del procurador hasta sacarle la sentencia de muerte…
—¡Protesto! —volvió a clamar Salomón—. Aquí estamos discutiendo asuntos de orden material, no de doctrina religiosa. Nosotros no somos el Sanedrín. Y algunos ya hemos suscrito el capital sin tener en cuenta factores de orden religioso. No es correcto ni justo condicionar la suscripción a una influencia de Benasur contra el Nazareno.
—Bien se ve —dijo Askenazi— que tú, Salomón, estás hospedado en casa de José de Arimatea, que es un secuaz de Jesús de Nazaret. Entonces Alan Kashemir dijo:
—Calma, caballeros… No creí que se iba a suscitar esta cuestión en la junta. Por lo tanto, antes de saber el resultado de este pleito sobre el Nazareno, yo declaro suscribir mi parte. Yo no coacciono a Benasur. ¿Qué pensáis? ¿Que el dinero es para provecho de Benasur? El dinero que le demos es para nuestro provecho. ¿Por qué condicionarlo?
—Yo suscribo también mi parte —dijo Sam Samuel—, para que no se entienda que mi abstención guarda un interés. Estoy de acuerdo con Celso Salomón en que no debemos involucrar en nuestros negocios asunto tan importante. Pero os suplico que me escuchéis, hermanos. Todos nosotros somos judíos de Palestina o de la emigración. Todos permanecemos fieles a nuestros mayores y a las Escrituras de nuestros mayores, que son las nuestras. Todos tenemos el sentido vivo y alerta de nuestra comunidad. Oídme y no os obcequéis. Óyeme tú, hermano Salomón, y tú también, Abraham. No niego que ese hombre es un buen hombre. No niego tampoco la buena fe de sus intenciones. Pero respondedme: si un hombre bueno y justo por equivocación quisiera herir a vuestros hijos, ¿lo permitiríais? Si un hombre honesto, pero obcecado, quisiera clavaros un puñal en el corazón porque pensara que así os hacía un bien, ¿lo dejaríais? Es el mismo caso del Nazareno…
—Sí, hermano Samuel, es el mismo caso, sólo que el Nazareno no empuña un puñal ni amenaza nuestras vidas ni las de nuestros hijos… —rebatió Siró Josef.
—Pero amenaza la de las Escrituras, amenaza la autoridad del Sanedrín. ¿Qué hará Roma cuando se entere de que un sujeto cualquiera, embaucador del populacho, ha sido capaz de poner en ridículo al Sanedrín, de mofarse de la Ley? —argüyó Askenazi.
—¡Ese hombre es inocente, Askenazi! —aseguró con vehemencia Celso Salomón—. Si hubierais hablado con José de Arimatea, sabríais qué clase de hombre es; que sólo busca el consuelo y bien de los desvalidos, de los enfermos, de los afligidos. ¿O acaso ésos, los pobres, la chusma, no pertenecen a Israel? Ellos son hermanos nuestros, como nosotros lo somos, como lo son los sanedritas. ¿Es que el Pontífice se molesta porque un hombre adoctrine y cure sin antes haberle pedido la venia? —Y Salomón, cuya vida en Roma se había nutrido de ideas más progresistas de las que se respiraban en Jerusalén, prosiguió—: ¿Por qué tanto orgullo? Si muchos de los sanedritas están convencidos, como José de Arimatea, como Gamaliel, como Nicodemo, de que el Nazareno es docto en la Ley y que hace el bien, ¿por qué no lo han llamado al seno del Sanedrín? Yo sé por qué el Nazareno no agrada al Sanedrín. Como no agrada ni a los mercaderes ni a los negociantes ni a los terratenientes. No agrada porque consuela a los débiles con la promesa de la restitución. No sólo el Sanedrín quiere fiscalizar en las fortunas de todos los israelitas, sino que quiere también vender en parcelas los dominios del Señor. Y si los desheredados no tienen tierras ni casa ni dinero, si los desheredados sólo poseen la ilusión, ¿por qué vamos a negarles la posesión de tesoros por los que nunca nos hemos mostrado codiciosos? No es porque reparta el consuelo, no. Lo que molesta al Sanedrín es que ponga en evidencia su torpeza y la dureza de su corazón. Lo que molesta al Sanedrín es que diga que sobre cualquier autoridad y poder en esta tierra está la autoridad y el poder de Dios. Pues los sanedritas se han hecho tan soberbios, que no quieren que nadie descubra que hay un Señor Yavé que pueda dictarles la lección y coger sus palabras en falso.
—¿Has terminado, Salomón? —preguntó Samuel. Y tras un gesto de apesadumbrado, continuó—: ¡Qué pena oírte hablar así! No en vano naciste en Roma y vienes de Roma. En verdad te digo que si sé que hoy iba a oír en casa de Benasur tanta blasfemia, no habría venido.
Benasur comprendió que la cosa, de no obrar con rapidez, se perdería en la discordia.
Había oído a alguien decir, a Raquel, que el Nazareno, el Mesías, traía su guerra y venía a poner la discordia en los corazones. Claramente lo veía. La discordia estaba pronta a estallar entre los doce. Pero él no iba a perder lo suyo por un incidente de tal especie. Además, ya estaba harto de oír hablar del Nazareno. Por si esto fuera poco, sus partidarios dentro de la sociedad ya habían entregado sus títulos. Así que intervino para lo decisivo:
—Bien, Jos Hiram. Dime claramente en nombre de tu grupo qué es lo que queréis de mí.
—Se va a pedir la pena de muerte para Jesús. Que tú, con tu influencia, apoyes los deseos del Sanedrín, los deseos del pueblo de Israel. No tengas miedo. Toda la gente estará contigo para gritar contra el Nazareno.
—¡Mentira! —dijo Celso Salomón—. Estarán los vendidos a Gamard. ¿Por qué llevar a tal extremo la farsa? No nos engañemos, Jos Hiram. Tú favoreces a Gamard, porque sabes que Barrabás, tarde o temprano, lo denunciaría. ¿Acaso ignoras que Barrabás estuvo escondido en mi casa del Pincio? Él me contó todos los planes de la conspiración. Y Gamard, con el pretexto del Nazareno, quiere pedir la libertad de Barrabás, a fin de que Poncio Pilato se quede sin el testimonio. Quien más quien menos tiene un pecado que ocultar, y no encuentran mejor tapadera que perder a ese inocente… ¿Por qué el Sanedrín no se indignó ni se escandalizó cuando Simón de Samaría andaba embaucando a la gente con sus milagrerías y supercherías? Ahí lo tenéis libre. Apenas unas cuantas amonestaciones. Y anda suelto, haciendo su vida de vergüenza pública; diciendo que habla con Dios y enfangándose con mujerzuelas… Y al Nazareno, que es un hombre puro, bueno, manso y benéfico, a éste que no hace otra cosa que sonreír y consolar, ¡la muerte!
Benasur intervino con cierta mordacidad:
—¡Me asombras. Salomón! No creí que el hombre del Pincio, que tan estrecha explotación hace de los esclavos, fuese capaz de ideas tan desinteresadas… por un cualquiera… —Y alzando la voz, generalizando el discurso, agregó—: Porque lo cierto es, hermanos, que el Nazareno es un cualquiera. ¡Qué ociosas viven las gentes en Jerusalén que tienen tiempo para dedicarlo a ese pobre diablo y preocuparse de su persona, de sus menudas andanzas y sus triviales agudezas! ¿No creéis que estamos dando demasiada importancia a ese Galileo? Encontremos nuestro juicio en el punto medio de las opiniones de los hermanos Salomón y Samuel. Somos fariseos, pero no somos el Sanedrín. Nosotros estamos reunidos para cosa más trascendental que para apasionarnos con los incidentes del Nazareno. Os estoy haciendo ver la conveniencia de prestar un capital con el que habré de levantar un mundo nuevo, un mundo sobre el cual deberá señorear Israel para gloria de nuestro Señor. ¿Qué nos importa el Nazareno? Piénsalo bien. Salomón, y tú también, Abraham. ¿Acaso nosotros somos doctos en la Ley? Dejemos al Sanedrín el negocio del Nazareno, que es de su incumbencia. Si el Sanedrín cree que ese hombre perturba el orden y confunde la conciencia, que el Sanedrín lo condene… Dentro de unos días nadie se acordará de Jesús y, sin embargo, nosotros estaremos frente a la realidad del mismo problema: Roma nos humilla; Roma vigila celosamente cualquier ocasión para imponernos la abominación de sus creencias gentílicas… ¿Por qué hemos de dar la impresión de que nosotros, los judíos, estamos desunidos ante una cuestión de las Escrituras? Por el contrario, bueno o malo el Nazareno, debemos presentar un solo criterio, una sola y unánime idea que fortalezca la actitud del Sanedrín… Pensad bien, hermanos, que si un día se tergiversa la Ley y nos hacen daño con dolo, no tendremos jueces a quienes acudir porque les habremos desposeído de autoridad. Dejemos, pues, que el Sanedrín resuelva el conflicto de Jesús de acuerdo con su criterio.
—Sin embargo, tú, Benasur —le interrumpió Celso Salomón—, te negaste a suscribir el denario de plata…
—Sencillamente porque no estaba de acuerdo con el procedimiento. Y si ahora yo me pronunciara a favor del Nazareno sería inconsecuente mi conducta. ¿Cómo voy yo a coaccionar ahora al Sanedrín cuando me opuse a que el Sanedrín me coaccionase?
—¿No te coaccionan Hiram, Askenazi, Daniel y Samuel para que vayas a influir con el procurador? —replicó Salomón.
—¡Protesto! —gritó Jos Hiram—. Yo no coacciono a Benasur. Yo lo que hago es negar mi dinero para una inversión que estimo poco ventajosa en un momento como éste, en que la paz del país está amenazada, en que la autoridad del Sanedrín está en entredicho, en que ese alborotador siembra el desconcierto y la desconfianza entre las clases más sólidas y sanas de Israel. Ese Nazareno es un enemigo de la comunidad, corrompe a las gentes, reblandece la moral del pueblo con ideas… que el hermano Salomón dice consoladoras, pero que son francamente nocivas, pues vienen a establecer una peregrina escala de jerarquías… Mañana, tú mismo, Salomón, serías el primer perjudicado si esas doctrinas e ideas progresasen entre las gentes. ¿No sabes que ha dicho que primero entraría un camello por el ojo de una aguja que un rico en el reino de los Cielos? ¿Acaso es un crimen ser rico, haber sido bendecido con los dones del Señor? Yo os aconsejo que os enteréis de lo que ese hombre anda propalando, que obtengáis una verdadera y fidedigna información, y que después penséis serenamente, sin prejuicios filantrópicos y helenistas, sin caer en complicidades con sentimentalismos mujeriles, si ese hombre es culpable o no, si ese hombre puede llevarnos a la catástrofe o no… Habéis hablado aquí de Simón de Samaría. Habéis dicho que el Sanedrín se ha mostrado indulgente con él. Pero Simón no es un peligro público como Jesús. Simón, con sus abominaciones, se condena a sí mismo. Pero el Galileo es astuto. Y no descubriríamos sus vicios hasta que se haya posesionado de la conciencia de las gentes.
—Estamos perdiendo lastimosamente el tiempo —intervino el viejo Alan Kashemir—. No discutamos más. No quiero perderme el espectáculo de los dos ajusticiamientos… Dejemos al Nazareno en paz. Puesto que Benasur está de acuerdo con Jos Hiram y su grupo, no se hable más de la cuestión en la junta. Que Hiram, Daniel, Samuel y Askenazi suscriban su parte. Y asunto concluido… Levantamos la sesión y así Benasur tendrá tiempo de ir a ver al procurador y prestar el servicio que le piden Hiram y los otros hermanos. Y tú, Salomón, te quedas conforme, puesto que la causa del Nazareno no ha sido planteada en esta junta… Supongo que tú no te opondrás a lo que después Benasur haga o quiera hacer con relación al Nazareno…
—No. Porque lo considero ya inútil —repuso desabridamente Salomón.
—Es una lástima que te hayas hospedado en casa de José de Arimatea… Es un hombre confuso —comentó el anciano—. Te ha informado mal del Nazareno. Si te hospedaras en palacio, pensarías de distinto modo…
Sarkamón, que se había mostrado al margen de la discusión, aportó una nueva fórmula que complació a los fariseos:
—No perdamos de vista que legalmente no es una inversión la que hacemos, sino un préstamo. Nosotros podemos condicionar las garantías para ese préstamo, pero no los sentimientos y las ideas de Benasur: Tú, Salomón, le has dado ya tu título. Y contigo otros más y yo mismo… Si Jos Hiram pide al hermano Benasur que influye cerca de Poncio Pilato para hacer condenar al Galileo no es porque condicione su préstamo, sino porque el hermano Hiram necesita, además de las garantías prendarias que Benasur nos ofrece, una garantía… digamos de tipo político. Si Jos Hiram cree que el Nazareno puede provocar con sus prédicas, con sus actividades una depresión en la vida de los negocios, es justo que pida a Benasur algo que está al alcance de su mano; que es acabar con un posible enemigo del actual orden de cosas… Yo no creo que ese Nazareno vaya muy lejos. Sabemos cómo nuestro pueblo está pronto a alborotarse. Será una llamarada más. Pero bien, ¿por qué esperar a que la llamarada se extinga por sí sola, si Jos Hiram quiere verla apagada ahora mismo y Benasur puede hacerlo?
Celso Salomón se dio por vencido. Por otra parte, no se sentía muy seguro al insistir demasiado sobre el Nazareno. Quizá José de Arimatea estuviera equivocado. Tampoco estaba muy tranquilo de las consecuencias que podrían derivarse de las prédicas de Jesús. Y la posibilidad de que estas pudieran llegar a provocar desórdenes graves, que Roma condenara, le decidió a mostrarse cauto. Porque Celso Salomón no quería tener ningún roce con Roma. Por eso al iniciarse la junta había planteado el deslinde de las responsabilidades en el negocio de la guerra. Y hasta tal extremo los otros socios se habían mostrado tan prudentes y acordes con su fórmula que lo que iba a ser comprometida inversión se había convertido en un préstamo.
—Acepto que lo del Nazareno es un asunto absolutamente particular —dijo—. Y retiro mi protesta. Pero quede bien sentado entre nosotros que yo, como hermano vuestro, soy contrario a toda acción que Benasur haga contra ese hombre.
Se puso en pie dando por innecesaria su presencia en la junta. Muchos otros le imitaron. Todos estaban deseando salir a la calle, pues Jerusalén lucía bajo un sol espléndido. Las calles estaban rebosantes de peregrinos y mercaderes.
Benasur se dirigió a Jos Hiram:
Bien. Firmad vuestros títulos. Yo me presentaré a Pilatos para hacerle ver de qué lado esta la razón.
—¿De cuál? —preguntó sonriente, insinuante, su primo.
—Del Senedrín.
Jos Hiram cogió la caña para firmar su título e hizo una seña a los suyos para que hicieran lo propio.
Benasur apenas esperó unos instantes. En seguida se fue a pedir el manto para ir al pretorio. Ya cuando salía vio que abandonaban la casa muchos de sus socios. Celso Salomón, Aristo Abramos, Siró Josef y Sarkamón se dirigieron en grupo hacia la calle del Templo.