Capítulo 7
La estrella de tres colas
Garama era famosa desde lo antiguo. Uno de sus más caros prestigios, del que los historiadores y geógrafos se hacían lenguas, era su Fuente Azul, que Zeus hizo brotar de las mismas arenas del desierto cuando la ninfa Garamantis le dio su primer hijo, Yarbas. Según la tradición, Júpiter se sintió tan complacido con Yarbas que conjuró a los elementos a fin de que proveyeran a Garama de un manantial que diera agua fría en el calor del día y agua caliente en el rigor de la noche.
Las aguas del manantial se extendieron por una vasta región y la arena estéril se hizo tierra fecunda y en ella surgieron el árbol del maná y la palma del dátil, el limonero y el naranjo y el junco rosado que da olorosa fibra textil, con la que los garamantas fabrican esteras, alfombras y tapices, y la famosa lana cabú, que, gozando de las mismas propiedades de la Fuente Azul, es tela refrescante en el día y muy abrigadora en la noche.
Hefestos tuvo un descuido en sus fraguas, y uno de los depósitos en que calentaba el agua para la Fuente Azul hizo explosión. Se movieron los cimientos de la tierra y en Garama surgió un macizo rocoso a modo de muralla. Esta explosión ocurrió la noche en que la ninfa Garamantis trajo al mundo su segundo hijo, Fileo. Zeus vio que el nuevo hijo que le daba Garamantis era bello y sintió complacencia y recreo en él. Y tan feliz se sentía que perdonó a Hefestos su descuido.
Los reyes descendientes de Garamantis hicieron mucha labor en la Fuente Azul, y en el transcurso del tiempo la ciudad de Garama se convirtió en una ciudad jardín, mucho más hermosa y bien dispuesta que Babilonia. Los edificios se construyeron sobre el lomerío que hacía el muro de roca y en cada terraza se cultivaron flores. En el llano se canalizó el agua de la Fuente Azul, que quedó dividida en estancos. Uno muy anchuroso servía para el baño y el recreo del pueblo. Había otro, menos amplio, que servía para los guerreros y funcionarios del gobierno. Y en la parte que daba al palacio, el rey Namón, tatarabuelo de Abumón, revistió con mármol de Numidia el estanque destinado a él, e hizo otro con asiento de nácar y marfil para su esposa; y uno mayor para las concubinas de su harem.
Todos los estanques estaban separados por altas paredes de piedra y el bañista de un estanque no podía ver lo que pasaba en el otro. El agua corría limpia, siempre renovándose, por todos los compartimientos, pues en la parte inferior de los muros había huecos por los que pasaba el agua, pero no una persona. El pasadizo a los estanques del rey y de sus mujeres, así como al de los ministros y funcionarios palatinos, era subterráneo, cosa que permitía a los cortesanos tomar sus abluciones sin salir a la vía pública.
Mileto, desde la terraza de la alcoba que le habían destinado, recordaba estos datos históricos contemplando la ciudad baja que se extendía a sus pies. La Fuente Azul, con sus estanques y canalizaciones, quedaba a la izquierda de la explanada. La gente, a la hora del mediodía, abandonaba las calles y se refugiaba en el frescor que brindaban las casas. Los templos y principales edificios públicos se levantaban en la vía Namón, que desde la puerta norte atravesaba en semicírculo toda la ciudad. Los tres templos que Mileto alcanzaba a ver desde la terraza eran circulares y construidos con ladrillo vidriado de color verde. A la puerta, un pórtico de ocho columnas de mármol.
Después del baño, Benasur recibió la visita de Saladar. Empezó diciendo que el muy alto Abumón sentía contentamiento de alojar al viejo e ilustre amigo Benemir en su palacio. Tal cosa se lo dijo al modo de la cortesía garamanta, con muchos circunloquios y muchas reiteradas muestras de amistad. Cada vez que Saladar mencionaba el nombre del Rey, el palaciego se llevaba las yemas de los dedos índice y medio a la frente con la solemnidad de un ademán ritual. Benasur, para corresponder a estos signos de respeto, se cruzaba las manos sobre el pecho. Pero fueron tan frecuentes las menciones al muy alto Abumón, que concluyó por oírlas impasible.
—Por lo que respecta a la dulce Zintia, flor del paraíso mauritano —informó el palaciego—, debo decirte que quedó dignamente alojada en el camarín del harem, donde cuidan de ella dos ayas y un eunuco. Innecesario a tu asistido entendimiento resulta decir que ni tú ni tu escriba deberéis intentar comunicaros con la dulce Zintia sin permiso de Aldebarán, mayordomo del harem. Y esto será según la costumbre del precinto, dos horas después de salir el sol y dos horas antes de ponerse. Sin embargo, para evitar dificultades, te diré que si tus prisas son muchas por ver a Zintia fuera de las horas reglamentarias, Aldebarán sabrá recibir con dócil mano las dádivas de tu magnanimidad… Como Benasur esbozase una sonrisa, Saladar creyó oportuno aclarar:
—En varias ocasiones el eunuco Aldebarán ha sido acusado ante el Rey de recibir soborno. Pero en verdad, de verdad, nada ha podido probársele, no tanto por la astucia del mayordomo del harem, cuanto por la negligencia con que el muy alto Abumón atiende sus obligaciones con las trescientas sesenta y cinco esposas, concubinas y doncellas en estado de merecer que posee…
Benasur continuó sonriendo para dar ánimo al indiscreto Saladar. Éste agregó:
—Es ley garamanta que durante las lunas de las Abluciones, que coinciden siempre con el día más corto y el día más largo del año, el Rey pase revista al harem y escoja para dormir la doncella que se le antoje. Esa doncella queda liberada después de la noche y en fiesta de palacio es concedida con una dote de veinte monedas de oro al capitán más sobresaliente de la tropa garamanta. Pues a pesar de ser ley y costumbre antiquísima, tendrás que creerme, ilustre Benemir, si te digo que hace ya más de diez años que el muy alto Abumón olvida las lunas de las Abluciones. Pero como los capitanes no renuncian a su franquicia, la fiesta se efectúa y se le da mujer del harem después que un cortesano ha untado la mano de Aldebarán para hacer las funciones del Rey en la noche de las primicias… Comprenderás, esclarecido Benemir, que si el mayordomo del harem no claudicara ante el soborno, se rompería, con gran escándalo y peligro para las instituciones, la tradición garamanta.
—Eres muy bondadoso proporcionándome tan utilísima información, dignísimo Saladar…
—Me falta un detalle: a los funcionarios de la categoría de Aldebarán, con derecho de precinto, debes sobornarlos con oro. A los que no tienen este derecho, con plata; a los servidores, con cobre; a los más humildes, unas simples palabras de cortesía son suficiente pago. Nuestro pueblo es muy honrado y esto constituye uno de nuestros timbres de orgullo. Si por casualidad necesitaras de la benevolencia de Aldebarán, dobla la postura, pues si te quedas corto, te dará mujer que quizá tenga el mal siriaco…
Ahora el dignísimo Saladar sonreía de un modo cínico, al mismo tiempo que abría la mano y se la mostraba a Benasur en impúdica insinuación. El navarca comprendió y no se hizo el reacio. Extrajo de la bolsa una moneda de oro y, antes de dársela, preguntó:
—¿Y cuáles son tus funciones, Saladar?
—Introducir ante el Rey y su primer ministro a los cortesanos, embajadores y visitantes ilustres, como tú. No olvides que tengo derecho de precinto de la cámara real.
—Lo que quiere decir…
—Que si yo me opongo, ilustre Benemir, el cortesano, el embajador o el visitante no verán al Rey sin antes dar fatigosas vueltas por la Corte…
Benasur volvió a sonreír. Era difícil no contagiarse de la sonrisa de Saladar. Tenía una tez pálida, afeitada, y unos bigotes negros y lustrosos, muy largos, que caían oblicuamente más abajo de la quijada.
Se aproximó a Saladar y puso la moneda en su mano. El cortesano, al sentir la pieza de metal, entornó los ojos con una expresión de dulzona, casi de arrobada gratitud.
—Y ahora que hemos cambiado nuestros primeros afectos, Saladar, ¿podrías decirme a qué hora es la audiencia del Rey?
—Su majestad, el muy alto Abumón, os recibirá a ti y a tu escriba dentro de una hora… No olvidéis vuestros vestidos de gala.
—¿Y Zintia? —preguntó Benasur.
—¿Zintia? ¿Acaso pretendes que el Rey reciba a la dulce Zintia, una mujer, una mauritana? De acuerdo con las leyes garamantas, es imposible. Pero no te desalientes. Para que el muy alto Abumón reciba a la dulce Zintia tendremos que vencer muchas resistencias…
—¿Cuántos precintos, Saladar? —preguntó sin circunloquios Benasur.
—Lo menos nueve… Y a esos hay que pagarles doble. Menos al Rey, claro está, cuya altísima investidura se halla a salvo de tan mezquina participación fiscal. El muy alto Abumón recibirá de buen grado a la dulce Zintia por el solo gusto de aceptar de tu mano el quíntuplo.
—Comprendo… En Garama todo tiene un precio…
—¿Acaso es distinto en otros países, ilustre Benemir? Benasur se encogió de hombros:
—Quizá tengas razón, Saladar. Desde luego, la tesorería del Rey ha de estar próspera…
Saladar, con un gesto compungido, mientras se afilaba una de las guías de su bigote, dijo:
—¡No lo creas, ilustre Benemir! Son tan pocos los huéspedes que nos llegan… Sin embargo, hay una cosa que los garamantas damos gratis: la arena del desierto. Se llevan alguna, pero no en las cantidades que desearíamos…
—¡Qué ingenioso, Saladar! —repuso Benasur con gesto aburrido. Saladar hizo una profunda reverencia. Ya en la puerta dijo muy seriamente.
—No se te olvide, ilustre Benemir, el título de dignísimo que nos debes a mí y a todos los altos funcionarios de la corte cuando menciones nuestros nombres. Si te parece más cómodo, dinos solamente kum: kum Saladar, kum Aidemán, kum Aldebarán, kum Kaivan… Si bien te aconsejo que siempre que te dirijas a Kaivan le digas luminoso, sabio o sapientísimo Kaivan…
—¿Qué quiere decir kum?
—Has sido tan generoso que me obligas a ilustrarte: kum quiere decir en lengua garamanta, incorruptible. Es el título que por derecho nos corresponde a todos los funcionarios de la corte del Rey. Sin ironía, ilustre Benemir.
Cuando Mileto entró en la alcoba de Benasur, éste le preguntó:
—¿Qué te parecen los garamantas?
—Son gente desconcertante. Al principio, me hicieron mil zalemas; en seguida se mostraron poco sociables y malhumorados.
—Mientras estemos entre ellos no debes olvidar la bolsa —le aconsejó Benasur—. Lleva siempre contigo bastantes monedas de plata y cobre para recompensar los más pequeños servicios. Parece que el soborno es una institución en Garama. No creo que la ciudad la haya fundado Zeus, como se dice, sino Caco. Por ejemplo, aquí no tendrás que buscar las casas de consignación con farol rojo de Roma, ni con linterna verde de Gades. Cuando sientas la nostalgia de la mujer, te vas a ver al kum Aldebarán, le das una moneda de oro y te abrirá el harem del muy alto Abumón. Procura no frecuentarlo a menudo: resultaría excesivamente gravoso para tu salario.
Y después de mirar atentamente al griego, continuó:
—Sospecho que una pandilla de picaros rodea al rey Abumón. Skamin y sus gentes, comparadas con estos voraces garamantas, eran honestísimas personas.
—¿Has sabido algo de Shubalam?
—No he creído oportuno hacer la menor indicación. Debemos tantear antes el terreno que pisamos.
Se presentó Saladar a decirles que era ya hora de la audiencia con el rey Abumón. Navarca y escriba siguieron a través de una serie de escaleras y corredores al cortesano, que los condujo a presencia del Rey. El monarca se hallaba rodeado por un grupo de consejeros que se sentaban en el suelo sobre suntuosos cojines. Abumón era el único que ocupaba un sitial.
Saladar se adelantó y dijo:
—El ilustre Benemir y su escriba Aristo ante tu Majestad el muy alto Abumón, rey de los garamantas.
—Acércate, amigo mío, acércate, que ya dudaba de que mis ojos volvieran a verte —dijo el anciano tendiéndole las manos.
Benasur dio unos pasos hacia el Rey, mas vio surgir a los pies del monarca una figura deforme. Era un enano con más arrugas en el rostro que hilos de plata tenían las barbas blancas de Abumón. Saladar se apresuró a presentar:
—El dignísimo Kaivan, primer consejero del trono. Benasur captó rápidamente la situación y, llevándose las manos al pecho, antes de saludar al Rey, saludó al enano:
—Que el Señor sea contigo, sapientísimo Kaivan. Tu talla es pequeña y tu cuerpo deforme; pero el mundo está lleno de la grandeza de tu sabiduría y de la hermosura de tu espíritu. Tu ciencia y tu saber se comentan con pasmo en las escuelas de Atenas, de Sidón. de Jerusalén, de Alejandría, de Siracusa, de Roma. Sólo los maestros de Damasco, que han caído en abominable charlatanería, murmuran de ti porque te tienen envidia. Y te niegan la sabiduría que asistió a Sócrates, que asistió a Salomón…
En realidad, Benasur nunca había oído hablar de Kaivan ni de su saber; pero la aprensión de hallarse en una corte de picaros le hizo dar escape a la adulación.
Kaivan escuchó sin complacencia. Tenía unos ojos grandes y de mirada inquisitiva, que clavó en Benasur. Puesto en pie apenas sobresalía de las rodillas del rey Abumón. Con voz firme, fuerte y juvenil, que contrastaba con la miseria y mezquindad de su cuerpo, dijo:
—No creo en mi sabiduría ni en la belleza de mi espíritu, ilustre Benemir. Tus lisonjas ni me afectan ni me complacen. La sabiduría es prudente y modesta como flor silvestre. Y nunca presta oídos a la palabra ensalivada por la adulación.
Benasur hubiera querido que lo tragase la tierra. Por primera vez en la vida, un hombre le repelía las palabras. Por primera vez en la vida, había fracasado en el conocimiento de la naturaleza humana. Y el que lo ponía en evidencia era la más despreciable criatura; un enano de aspecto monstruoso: la cabeza enorme, los brazos minúsculos y absurdos como si salieran de un fracaso de Giba. Kaivan concluyó:
—Siéntate, Benemir; siéntate tú también, Aristo.
Benasur, desconcertado, mas con un gesto de autonomía, se acercó a Abumón y le besó la mano. El Rey, al sentir el contacto de los labios de Benasur, acarició el cabello del judío con un gesto abstraído. Después le dijo:
—Bien venido a mi casa, y dime qué te trae a mi presencia. Benasur se retiró a sentarse en un cojín al lado de Mileto. Sin mirar a Kaivan, cuya mirada escrutadora le molestaba, repuso:
—En principio volver a verte, muy alto Abumón. He traído los presentes de la amistad que espero sean de tu agrado…
—Siempre que no sean caballos ni mujeres —terció Kaivan.
—Ni caballos ni mujeres, kum Kaivan —repuso Benasur. Y en seguida, subrayando la intención, agregó—: Ni libros que nublan la mente de los hombres y les endurece el corazón. Traigo para mi dilecto amigo, el muy alto Abumón, un consejo.
—¿Cuál? —preguntó Kaivan.
—Antes de expresarlo en la más estricta intimidad a Su Majestad, he de hacerle una petición.
—El muy alto Abumón, ilustre Benemir, no tiene secretos para sus consejeros del Trono. Puedes empezar a pedir… —dijo el enano.
—Si es así…
Benasur desparramó la vista entre los demás cortesanos. En ninguno de ellos encontró una expresión solidaria. Ni el propio Saladar, tan pronto a las sonrisas obsecuentes.
—Bien —dijo—. He traído conmigo una doncella mauritana. Quiero comprar para ella un principado…
—No será posible, Benemir —cortó Kaivan—. Hace tiempo el Consejo de Garama abolió esa perniciosa costumbre. ¿No es cierto, Aidemán? ¿No es lo acordado, Alid?
Aidemán era el más alto de todos y sobresalía una cuarta de la cabeza de Benasur. Tenía un perfil aquilino y los músculos faciales se antojaban reestirados y hechos a golpe de cincel. Como si una tensión interior los animara. Podía tener cuarenta años y su cutis, trigueño, mate, aparecía limpio de vello. Lo más impresionante de él eran sus manos, largas, de dedos afilados, de uñas pintadas de concha de nácar. Sus manos eran más claras que el rostro y se hallaban desnudas de sortijas. Movía los dedos muy expresivamente, a veces en movimientos nerviosos, como crispaduras. Pero la expresión de su rostro era impenetrable.
Alid, por el contrario, era obeso, tirando por su escasa talla a la redondez. Todo él era graso, pastoso. Brillos de sudor mantenían su rostro pálido, linfático, como iluminado. Sonreía benévolamente. Tenía los ojos casi cerrados como si una continua somnolencia pesara sobre sus párpados.
Los dos consejeros no pensaron mucho la respuesta y contestaron maquinalmente, más aún Aidemán que Alid:
—Como tú digas, luminoso Kaivan.
Benasur no tenía ya la menor esperanza de obtener nada positivo de los garamantas. Y sólo por la costumbre de no ceder, expuso:
—Quizá el caso que voy a trataros merezca que consideréis el asunto. No se trata de que os deshagáis de tierras, sino de que constituyáis un principado vasallo, al frente del cual pongáis a la dulce Zintia, princesa mauritana.
—¿Y qué ganaríamos con eso? —preguntó el enano.
—¿Me permites que hablé, Kaivan? —intervino Abumón.
—Hablad, majestad.
—Dime, Benemir, ¿qué clase de tierras quieres para esa doncella?
—Las de Cydamos…
—¡Cydamos! —exclamó perplejo el Rey.
Kaivan rió sordamente. Alid y Saladar le hicieron coro con más estrépito.
—¡Cydamos! —murmuró el Rey con un dejo de consternación—. El más bello florón del reino garamanta…
—Me he explicado mal. No quiero tierras, sino arena. No hablo de la ciudad de Cydamos, sino de Oasis Cydamos…
—¿Oasis Cydamos? ¡Acabáramos! —dijo el Rey con una expresión de alivio. Y en seguida—: Pero ¿qué iría a hacer una mujer en Oasis Cydamos?
—Coronarse princesa, jurar obediencia al muy alto Abumón y crear allí la más floreciente industria —explicó Benasur.
—¿Qué industria?
—Carros…
—¿Carros? ¿Para qué se quieren carros en Libia?
—Para exportarlos a todo el mundo. Será una industria próspera. Pero, en fin, la industria no interesa ahora, sino la posibilidad de la venta del Oasis Cydamos. Se trataría del oasis y las dunas comprendidas en un radio de cinco millas…
—Si se trata del desierto no importarían veinte millas —terció Aidemán.
—¿Quién ha pedido tu opinión, Aidemán? —replicó Kaivan.
—No es opinión, luminoso Kaivan. Es simplemente una consideración personal…
—¿Consideración personal cuando se trata de tierras del Rey?
—No olvides, sabio Kaivan, que soy el segundo en la sucesión… El enano asaeteó con la mirada a Aidemán. Éste permaneció impasible. El Rey dijo:
—Bien. Kaivan me iluminará en este negocio, y dentro de unos días sabrás mi respuesta. Mientras tanto, amigo mío, visita la ciudad, recréate y sé paciente.
—Su majestad da por terminada la audiencia —dijo solemne Kaivan.
—Por favor —argüyó Benasur—. Deseo preguntarte, alto Abumón, por tu hijo…
—El príncipe está bien —dijo Kaivan.
Benasur, sin hacer caso al enano, interrogó al Rey:
—¿Podré verlo, majestad?
—No podrás, Benemir… Hace tiempo que Jazalí está ausente… Anda de caza… —repuso con tono melancólico Abumón. Benasur pesó cada una de las palabras:
—Pues te debo una buena noticia. Tu hijo Jazalí retorna. Así lo anuncian los cielos…
—¿Acaso tú también lees los astros, Benemir? —se sorprendió gratamente Abumón—. No hay ciencia más noble. Y Kaivan la domina como nadie. Las estrellas nos descubren nuestros más íntimos e insignificantes actos…
Kaivan intervino:
—Ayer noche, después de estudiar el cielo, le dije al muy alto Abumón: «¡Viene a Garama una persona amiga. Recíbela y escúchala!». Así se lo dije a su majestad. Ya te ha escuchado, Benemir…
—¿Qué has leído en el cielo, viejo amigo? —preguntó curioso Abumón.
—Que en Garama hay un príncipe que será coronado Rey —contestó Benasur.
—¿Qué será Rey? —preguntó sonriente Abumón, mirando hacia un punto muerto mucho más allá de donde se encontraba Benasur. Y en seguida, dirigiéndose al enano—: ¿Qué dices tú, Kaivan?
Kaivan bajo los párpados y comenzó a reír de un modo espasmódico que hacía mover como pingajos las dos papadas.
—¿Cómo va a ser Rey, Benemir, si la estrella de Shubalam está en contraposición de Nasch, el maléfico asterismo del Aquilón? ¿Olvidas, Benemir, que la constelación de Nasch protege poderosamente a Roma? ¿Qué nuevo reino puede levantarse sin la licencia de Roma?
—Me dejas perplejo, luminoso Kaivan —replicó con sutil ferocidad Benasur—. Creí que estabas más al día en tu ciencia. Pero no me asombra tanto tu ignorancia como que hayas pronunciado un nombre para mí muy querido: Shubalam… —Y dirigiéndose al Rey—: ¿Acaso se refiere al príncipe Shubalam, hijo de Tacfarinas?
—Al mismo, Benemir…
—Yo hablaba por tu hijo Jazalí. Pero ¿no había muerto Shubalam?
—Shubalam no ha muerto. Un musulano me informó que estaba en Roma. Y mandé a rescatarlo. Logramos sacarlo de galeras, pues el legado Dolabela lo había vendido con otros prisioneros a un naviero…
—¡Bendito sea el Señor, alto Abumón! Ahora comprendo por qué mi visita fue anunciada al kum Kaivan por los astros. Él te ha dicho: «Recíbelo y escúchalo». Pero yo no seré quien te hable, sino mi amigo y consejero, el prudente Aristo, que es docto en astrologías.
Mileto, comprometido desprevenidamente en el asunto, se movió incómodo en el cojín. Después dijo:
—Mi ciencia es bien modesta; pero vosotros que conocéis los misterios del firmamento, podréis interpretar lo que os digo: hallándome en China vi aparecer una nueva estrella seguida de tres colas. La estrella avanza hacia el asterismo de Nasch llevando un halo igual al que hace la luna. Consulté con los astrólogos chinos y me dijeron: «En tierra de Kamar surgirá un Rey». Y cuando hace unos meses encontré en Antioquía a Benemir le dije: «¿Qué Rey puede surgir en la tierra de Kamar? ¿Y cuál es esa tierra de la que nunca oí hablar?». Entonces Benemir me dijo: «La tierra de Kamar —que es el nombre que los garamantas dan a Selene— es el reino de mi amigo el muy alto Abumón». Luego pensamos que si la estrella de tres colas se dirigía de sur a norte, ese Rey que anuncia iría contra Roma, pues un Rey que tiene la ayuda de Kamar vencerá fácilmente a la funesta constelación de Nasch. Y pensando en el mensaje de la nueva estrella fuimos a Paros para consultar a la profetisa Missya, que es el pasmo del orbe. Y Missya nos dijo: «Veo la hermosa estrella del sur, hija bienamada de Selene. Hay un joven en tierra de garamantas que es hijo de rey. Ha sufrido mucho y sus penalidades van a concluir. Con la ayuda de los Tres se coronará rey». Es todo cuanto puedo deciros, señores.
—¡Asombroso! —exclamó a media voz Abumón—. Desde luego, es cierto que vosotros no sabíais que Shubalam vivía… ¿Pero esa estrella es tan poderosa que trae un cataclismo para Roma? ¿Qué cataclismo, Benemir?
—¡La guerra! —contestó Benasur.
—¿La guerra contra Roma? ¡Imposible! ¿Quién osará levantarse contra Roma? ¡Mienten las estrellas! —repuso, excitado, Abumón.
—¡Majestad! —exclamó en tono de reconvención Kaivan.
Aidemán tenía más tensos sus músculos que nunca; y sus manos, entrelazadas, se apretaban la una contra la otra. Benasur miró rápido a Kaivan. Éste, por su parte, observaba escrutadoramente a Mileto.
—No las tuyas ni las mías —aclaró penosamente, con incontenible temblor, Abumón—, no nuestras estrellas, Kaivan, sino las de ellos…
Benasur, que había sido censurado de adulador, volvió a la carga, ya sin escrúpulo:
—La sabiduría de Kaivan es muy grande. Si tú, majestad, has llegado a estos hermosos días de tu noble y preclara ancianidad, es gracias al consejo de hombres tan clarividentes como el sapientísimo Kaivan; a la prudencia de Alid, que piensa todo lo que calla; a la discreción de Aidemán, que guarda todo lo que sabe. Pero di tú, luminoso Kaivan, que interpretas los astros, qué es lo que revela la noticia que acaba de dar mi amigo Aristo.
—La estrella es indudable que se refiere a Shubalam. Las tres caudas significan los tres poderes: la sabiduría, la espada y el oro. Su majestad Abumón puede aportar la sabiduría, pero ¿de dónde sacará Shubalam los otros dos poderes?
El enano miró alternativamente a Aidemán y a Alid. Aidemán murmuró:
—Los astros son adversos.
Saladar sonrió insinuante a Benasur. El Rey estaba todo tembloroso y seguía con la vista los movimientos y gestos de los demás con verdadera ansiedad.
—No son adversos… si encontramos quien aporte la espada —dijo Benasur—. El oro, en la cantidad necesaria, lo pongo yo…
—Quien pone el oro, pone la espada —sentenció Aidemán. Abumón tenía la cabeza baja y movía el pecho como agitado por una congoja. Con voz entrecortada, como en sollozos, murmuró:
—¡Qué desgracia la guerra!
—No habrá guerra, majestad —dijo Kaivan.
—¡Pobre de ese muchacho! Un poeta al frente de un ejército…
—¿Un poeta? ¿Qué poeta, alto Abumón? —preguntó extrañado Benasur.
—¡Ah, es que tú no sabes!… Shubalam es el más grande poeta moderno en lengua garamanta.
Benasur palideció. Mileto comenzó a reír discretamente. Nadie podía saber por qué reía el amigo de Benemir.
Después de la cena que siguió a la audiencia, ya de vuelta a su alcoba, Benasur recibió la visita de un paje, que le dijo que su amo, el kum Aidemán, le agradecería lo acompañase a tomar una taza de té de opio. El paje se prestó a conducirlo hasta las habitaciones privadas del consejo del Trono.
Las habitaciones de Aidemán en el palacio eran varias y muy suntuosas, y unas daban a la plaza de la Fuente Azul y otras a los jardines escalonados del palacio. Benasur comprendió entonces que Saladar le había designado un alojamiento demasiado mediocre.
—Tú no te acuerdas de mí, Benemir —empezó a decirle Aidemán—. Turbamen y yo firmamos los protocolos del reino musulano. Tú firmaste el documento de garantía… ¿Te acuerdas ahora?
—Creo recordar —repuso Benasur—. Pero no te extrañe, porque entonces yo estaba demasiado excitado con el negocio de Tacfarinas. Un criado les sirvió el té sobre una hermosa y mullida alfombra. Aidemán, recostándose indolentemente, dijo:
—Échate o siéntate, como lo prefiera tu comodidad… Aquí en palacio sólo tengo un pequeño cuerpo de danzarinas. Cuando estoy meditando me gusta ver bailar. En mi casa podría obsequiarte con acróbatas. Aquí sólo puedo hacerlo con té y licor.
—No te preocupes, Aidemán. Ya tendrás ocasión de invitarme un día a tu casa. Por ahora me siento muy honrado con tu cortesía. Y si hemos de hablar, creo que no necesitamos la presencia de danzarinas…
—¿Es que tú tienes un tema importante de conversación? —preguntó Aidemán.
—Supongo que me has invitado sabiendo que yo no traigo otro asunto a Garama que el tratado esta tarde en la audiencia del Rey.
—No sé. Pero, desde luego, lo que has dicho me ha parecido extremadamente interesante… ¿Endulzas el té o lo amargas? Yo le pongo polvos de flores de azahar… ¿Lo has probado así?
—Sí —le dijo Benasur—. Pero generalmente yo tomó el té con un poco de polvo de caña de Chryse…
—Ahí, en ese vaso, tienes, a falta de polvo de caña, miel… El hombre que buscas no es Shubalam, Benemir. Tu hombre debe ser Jazalí, mi sobrino…
—¿Tú eres hermano del Rey?
—Hermano… bastardo, con derechos al Trono reconocidos. Después del príncipe Jazalí yo heredaría el trono… si ello fuera posible… Jazalí no reinará nunca.
—¿Quién lo impide? —inquirió Benasur.
—Kaivan. Hace apenas seis años que llegó a la Corte. Entonces, como recordarás, él rey Abumón tenía cinco astrólogos. Kaivan es un portento de la intriga: ha logrado deshacerse de ellos. Como habrás visto, le ha robado la voluntad al Rey. Los veinticuatro venerables que constituyen el Senado le son servilmente adictos. Pero eso no es todo: el Rey te ha dicho que su hijo, el príncipe Jazalí, está ausente. Escucha, Benemir: desde hace tres años está en la más insana mazmorra de palacio… Kaivan, que además de astrólogo es hechicero, ha logrado convencer al Rey de que su hijo se ha perdido en una cacería por la Libia de negros. Abumón, tú lo sabes, estimaba como más provechoso tener vecino con quien guerrear que amigo con quien pactar. Hoy le horripila la idea de la guerra. Abumón es un pacifista…
—¿Y tú, Aidemán?
—Yo nada puedo hacer —contestó el consejero—. Kaivan, cuando lo crea oportuno, eliminará a Abumón y se hará coronar rey de los garamantas. No tengo a quién mirar ni a quién pedir ayuda. Y si mi prudencia no hubiese tomado la forma de cobardía y de servil adhesión, yo estaría haciendo compañía al desdichado Jazalí.
—¿Qué propones, pues?
—Yo no propongo, Benemir. Yo informo nada más de la situación… Me parece entender que tú sigues con la idea de formar un reino en África para oponerlo a Roma. Ese reino puede ser Garama, pero cambiando radicalmente la situación. Para eso se necesitan dos cosas que tú tienes: sagacidad y dinero. Sí, más que nada, dinero. ¿Cuánto te costó Tacfarinas?
—Seis millones de denarios oro.
—Tengo el informe de que fueron cinco millones seiscientos mil —detalló, muy enterado, Aidemán—. Cambiar la situación en Garama te costaría menos, muchísimo menos. Quizá un gasto de palabras… ¿Tú te acuerdas de Karl’zan? Era el capitán que mandó las tropas garamantas en el ejército de Tacfarinas…
—Sí, lo recuerdo bien…
—Karl’zan es hoy jefe del ejército garamanta. Especialmente las fuerzas montadas le son fieles. Kaivan se lo ha ganado con honores. No hay en el firmamento ningún asterismo que Kaivan no haya colgado del manto de Karl’zan. Supongo que Karl’zan está ya aburrido de tanta gloria y tanta paz.
—¿Qué insinúas, Aidemán?
—Creo que tu modo de hablar interesará a Karl’zan. No olvides que él es militar, y los militares suelen tener ideas sobre lo nocivo que pueden ser los grandes períodos de paz.
—¿Y tú crees que si Karl’zan encuentra viable mi proyecto, Kaivan lo aprobará? —se interesó en aclarar Benasur.
—Si Karl’zan te escucha, Kaivan no será obstáculo, porque… ya habrá muerto.
—No acabo de comprenderte bien.
—¿Te escandaliza la sangre, Benemir?
—No, si es fructuoso…
—Para dar la libertad a Jazalí y sentarlo en el trono, habrá que eliminar de un solo golpe a Kaivan, al rey Abumón, al mayordomo del harem, Aldebarán, a los veinticuatro venerables del Senado, a los treinta y dos sacerdotes de los templos de Kamar que podrían soliviantar al pueblo…
—Y tú ¿por qué no le has hablado ya a Karl’zan? —preguntó Benasur.
—No puedo. Me odia.
—¿Dejaría de odiarte después de la matanza?
—Por lo menos no me lo demostraría. Yo sé lo que te digo, Benemir. Benasur, tras una pausa:
—Así que tendrían que ser el Rey, Kaivan, Aldebarán…
—El único que te duele es Abumón, tu amigo… Tú, en realidad, no lo matarías. Ese acto piadoso lo cometería «alguien» en palacio. La misma persona que aniquilaría a Kaivan… Pero no quiero soñar, Benemir. ¿Tú sabes lo que es el rencor, el odio acumulado hora a hora, día tras día, por meses, por años? ¿Tú sabes lo que es vivir sin gusto, sin apetencias para nada de lo grato de la vida, pensando continuamente en lo mismo, en cómo deshacer a tu enemigo? Tengo bien estudiados cien métodos de tortura. Lo haré vivir treinta días en suplicio, y él irá muriendo minuto a minuto. Después, ya no quiero nada. Si es necesario, renuncio a mis derechos al trono. Si lo quiere Karl’zan, me expatrío, pero a cambio de este placer de matar yo mismo a Kaivan…
—Pero ¿por qué es necesario que Abumón muera?
—Porque mientras él viva, Jazalí no subirá al trono…
—Comprendo…
—Sí, tú lo comprendes todo en seguida, Benemir. Nos parecemos en algo: en que somos constantes en nuestro empeño. Yo soy más modesto, lo reconozco. No soy tan ambicioso. No tengo fuerzas como tú para poner mi odio en un coloso como Roma. Por eso te admiro, y te informo y te aconsejo.
—¿Y qué me dices de Shubalam?
_No es el que tú te imaginas. La servidumbre acaba con los hombres más arrogantes, con las inteligencias más lúcidas, con las naturalezas más vigorosas y juveniles. Shubalam es un joven débil, enfermizo, que ahora se dedica a escribir versos… Hace seis meses, en el solsticio de verano, tomó parte en los ejercicios de las Fiestas de las Abluciones. Fue derribado por un jinete sin renombre alguno… Sin embargo, no sé… En fin, es mejor que tú lo veas.
—¿Vive en palacio?
—Sí. El desdichado de Saladar podrá llevarte a su presencia…
—¿Y dónde puedo ver a Karl’zan?
—No te preocupes. Él te mandará llamar…
Benasur se sentía satisfecho. Había encontrado ya los hilos de la madeja. Ya podía comenzar a actuar. Que Shubalam fuera un hombre débil, enfermizo y soñador no le importaba. Ya Shubalam no era factor de primera importancia. Siro Josef no le prestaba su ayuda para instaurar el reino musulano. Siró Josef exigía la alianza de Garama.