Capítulo 8
Negocios del corazón
Se extendió el rumor de que Benasur era persona aficionada a socorrer a los desvalidos, y la casa de la calzada de Heraklés se vio frecuentada por gentes humildes, especialmente mujeres del puerto y del barrio marinero de la ribera opuesta, ya en tierra firme, de Gades. Generalmente Zintia y Mileto despachaban las limosnas; pero en algunas ocasiones el propio Benasur atendía a los menesterosos. El navarca gustaba de charlar con las mujeres del puerto, que entre el relato de sus múltiples necesidades le daban noticias e informes sobre la vida del pueblo. Si alguna de esas mujeres trataba de engañarlo, fingiendo miserias o exagerándolas, Benasur la confundía en seguida con preguntas, y en vez de limosna la pedigüeña se llevaba una reprimenda.
No faltaban tampoco las mujeres de cierta calidad social, que si bien no pertenecían a las familias équites, habían conocido la estrechez con la ruina o el éxodo de aquéllas. Cuando el asunto era sencillo de resolver, Benasur les daba recomendaciones para sus oficinas, para él mismo Siró Josef, o sencillamente para los astilleros, que habían empezado a trabajar con carencia de mano de obra y de empleados. Si la cosa era más complicada, solía resolver de momento las dificultades con dinero.
Una tarde, después de la cena, ya al anochecer, un coche de servicio público se detuvo ante la casa de Benasur. Bajó de él una mujer cubierta con un tupido velo de luto. La mujer llamó a la puerta. Al nomenclátor que salió a abrirle le dio su nombre y le expresó el deseo de ver a Benasur.
El criado buscó al navarca en el tablinum.
—Una doncella, cuyo nombre es Cosía Poma, viene a verte…
—¿Qué desea?
—Me ha dicho que quiere tratar un asunto personal contigo…
—¿Tú la conoces?
—Conozco su nombre: es la virtuosísima hija de Cayo Pomo, el más noble caballe…
—¡Basta! Dile que pase.
Momentos después, Cosía Poma se detenía en el atrio frente a la puerta del tablinum.
—Adelante.
La joven vaciló unos momentos.
—Digo, Cosía Poma, que pases… Yo soy Benasur.
La joven entró en la pieza y, descubriéndose el rostro, dijo:
—Yo Cosía, hija de Cayo Pomo.
Benasur cerró la puerta de la habitación. Se disculpó:
—Supongo que lo que vienes a decirme no deben oírlo gentes extrañas…
—Lo que vengo a decirte, ilustre Benasur, puede oírlo todo el mundo. Es del dominio público. Esta mañana hemos roto los sellos del testamento de mi honorable padre… Mi madre no sintió fuerzas hasta hoy para abrir el testamento…
Benasur consideró excesivamente fúnebre la conversación que iniciaba tan hermosa joven. Había algo que seducía a Benasur, y no sabía si era lo dulce y digno a la vez de la expresión, el conjunto fisonómico tan armonioso, la caída perezosa de los párpados sobre unos ojos oscuros y profundos, o la frescura de los labios. Y sintió en seguida el deseo de que la joven se quitase el velo que la cubría.
Cosía terminó diciéndole en pocas palabras que estaban arruinadas; que su padre no había dejado más que deudas. Que apenas hacía tres meses eran de las familias más ricas de Gades. Y que venía a pedirle que reparara tan angustiosa situación.
—Tu demanda, Cosía Poma, es tan extraña como directa la acusación que ella implica. ¿Acaso me crees responsable de la ruina de tu padre?
La joven con firmeza, pero sin exagerar el tono, contestó:
—Sabes muy bien que de todo lo malo que sucede en Gades hace unos meses tú eres responsable. Acepto que cuando tú arruinas a la gente no pienses en las viudas ni en las huérfanas. Pero una vez que has logrado tu propósito, supongo que no tendrás inconveniente en reparar los males que has hecho injustamente. Es lícito que te hayas hecho con las minas y con las participaciones de las flotas romanas. Lo acepto. Ahora tú acepta también reparar los daños a gentes inocentes. Somos dos mujeres de una familia ilustre. Y no tienes ningún derecho a dejarnos en la miseria. Mi camino, el único que me has dejado, es el de la prostitución. Ahora, si tú crees que yo, hija inocente del honorable Cayo Pomo, no tengo derecho ni a la virtud, dímelo. Y entonces me iré como cualquier ramera a ofrecerme al puerto, bajo la muralla. Pero entiéndeme bien, ilustre Benasur: tú serás el primero en comprarme. Y no te admitiré más que los tres ases que cobran las rameras del puerto. Ése sería el precio que pagarías por mi virtud. Ni un cobre más…
Benasur se quedó confuso, pero en seguida reaccionó:
—¿Acaso has estudiado leyes, Cosía Poma? La joven, clavándole la mirada, repuso:
—Soy doncella romana.
El acento que puso la joven en la contestación estaba grávido de derecho. Benasur la miró de arriba abajo. Después le volvió la espalda. Así, sin mirarla, dijo:
—Tres ases. Pero aunque sea tan bajo el precio, ¿no tengo derecho a ver la mercancía? Quítate el manto, Cosía Poma, y te diré si te apetezco.
Esperó unos breves momentos. Después oyó a la joven decir:
—Mírame…
Benasur se volvió. De nuevo miró de arriba abajo a Cosía. Era el derecho romano vestido de seda. En Gades, hasta las solteras vestían de seda.
—¡Espléndida mercancía! —exclamó acariciándola con los ojos.
—¿Me comprarás? —balbució la joven, avergonzada de su propia oferta.
Benasur guardó silencio. Le gustaba que la gente lo considerase más canalla, más despreciable, más innoble de lo que él creía ser. Y aquella joven, imbuida de derecho romano, plena de una virtud tan dura como el mármol, incisiva en la retórica, había pensado que, ante la elocuencia de su ofrecimiento, Benasur cedería como un caballero. Mileto, en el caso de su patrón, se habría derretido de filantropía. Hasta le habría escrito un poema a Cosía, la doncella integérrima. ¡Qué bofetón! Porque Cosía Poma le venía a decir a Benasur poco más o menos: «Si no me reparas con dinero, tendrás que humillarme con tres ases. Tres ases que serán como una maldición para toda la vida. Anda, cochino judío, ¿qué decides? O las riquezas que nos has quitado, o por tres cobres soy tuya». Eso era llevar la ética a su ápice más agudo. «Lo demás, querido Mileto, es retórica», se dijo Benasur.
Pero el navarca maquinó dar una lección a la orgullosa Cosía Poma. Por primera vez alguien le obligaba a restituir lo que él consideraba lícito haber quitado. Él no era tan miserable. El hombre no podía ser más miserable de lo que era. Y lo que pedía Cosía Poma resultaba un acto más miserable del que un hombre podía cometer. Pero humillaría a Cosía.
Benasur retiró de un cajón papel y pluma y los dejó sobre una mesita.
—Cosía Poma: cuando salgas de aquí, tu vergüenza estará en boca de las gentes. Por tanto, supongo que no tendrás escrúpulo en ofrecerme por escrito lo que acabas de decirme.
La joven se puso extremadamente pálida. Pensó que había errado el golpe, que había perdido la partida.
—No escribiré…
—No te compraré entonces. Puedes irte…
Cosía se adelantó a la mesita y escribió. Benasur recogió el papel y lo guardó en el cajón. Cuando se volvió, ya la joven se quitaba la túnica.
—¿No quieres que tomemos antes una copa? Supongo que los marineros convidan antes a las prostitutas…
Cosía continuó desvistiéndose. Quedaron sus senos al aire.
—No sigas, Cosía Poma…
—Me verás completamente desnuda…
—Si es tu capricho, no me opongo… ¿Cuánto debo restituirte?
—Es que… ¿cambias de opinión?
—Son demasiado hermosos tus senos para comprarlos por tan bajo precio. Dime cuánto, ¡y acaba de una vez!
—Mi madre y yo nos conformaríamos con una renta de treinta mil sestercios…
—Es poco, Cosía Porna. ¿Qué tenía tu padre?
—La flota grande de los Tres Caballos. Un quinto en la mina Lusitana, un séptimo en la mina Matriarcal, dos molinos de aceite y una casa en la Ronda de Augusto, cuyos créditos has comprado a Massamé. Y no te hablo de las alhajas que malvendimos al joyero Sartus…
—Regresa a la casa. Y dile a tu madre: «Benasur es hombre justo que respeta la virtud. Benasur, en honor a mi virtud de doncella romana, nos restituirá valores que nos darán una renta anual de setenta mil sestercios». Y ahora vete, Cosía Poma…
—¿Me devuelves el papel?
—No, hasta que te haya restituido lo que es tuyo. Me servirá para recordarme mi deber…
Cosía tenía húmedos los ojos. No podía saberse si de miedo o de gratitud. Y Benasur la miraba fría, calculadoramente. Hasta se acercó a ella para subirle la túnica sobre los hombros. No tembló su mano ni posó sus ojos en los senos que ocultaba.
Antes de salir, la joven vaciló un momento. Tuvo el impulso de coger las manos de Benasur para acariciarlas en muestra de gratitud. Pero Benasur las retiró con un escrúpulo mortificante.
—Que Kermes te proteja, ilustre Benasur.
—Que el Señor guarde tu virtud, Cosía Poma.
Le abrió la puerta. Y tuvo que contenerse para no ventear el perfume juvenil que dejaba la joven a su paso. Sacó de la bolsa el pomo y se lo llevó a la nariz. Aspiró como siempre profundamente y dijo para sí: «Tres ases… ¡Qué caros me han costado esos tres ases!».
Benasur dispuso que Mileto saliera para Onoba con el objeto de hacerse una composición de lugar y confrontar la información que le habían dado sobre las fundiciones y herrerías, y observar y examinar todo aquello que guardase relación con sus planes. El navarca no quería cometer el mismo error que en Gades: entrar en una ciudad desconocida sin una previa y fidedigna información.
Mileto rehusó la custodia y salió para Onoba en un barco de Siró Josef. Le acompañaban dos peritos —un prospector tarraconense y un metalúrgico cordobés— y un lengua turdetano que conocía bien la región.
Zintia, que se recuperaba muy lentamente, quedó sin compañía, pues el aya que la acompañaba, una nativa del interior, apenas si conocía unas cuantas palabras de latín correcto. Por su parte, Osnabal, cada día más ocupado en visitas benéficas entre las gentes del barrio marinero, solía visitarla cada segundo día y sólo por unos breves minutos. Había instruido al aya de los cuidados y masajes que debía aplicar a la cicatriz.
Al día siguiente de irse Mileto, Benasur entró en su alcoba. Era una de las piezas posteriores de la casa, con vista a los prados cercanos y al mar.
El rostro de la joven se iluminó con una expresión de alegría que no pudo disimular.
—No me gusta, Zintia, que permanezcas tanto tiempo en la cama… ¿Acaso no te ha dado el alta Osnabal?
—Sí, me ha dado de alta —repuso la joven—. Y hasta he salido varias veces con Mileto… Pero…
La joven se contuvo al mismo tiempo que apartaba la vista de Benasur.
—¿Pero qué? —inquirió éste.
—Nada me importa nada —dijo la joven—. Me gustaría, de ser posible, no volver a despertar…
—¿Hablas de morir? —interrogó Benasur con un tono de destemplado.
—No precisamente de morir… No sé lo que deseo. Me gustaría saber que a ti no te pasará nada. Que cuando regresaras a Jerusalén fueras feliz. Si yo tuviese esta seguridad, entonces, sí, no me importaría morir…
Benasur, que no había pensado sino en saludar a Zintia e irse, sin darse cuenta cogió una banqueta y tomó asiento al lado de la cama de la joven.
—¿Es que temes que me pase algo?
—Sí, lo temo. Y pensar en ello me acongoja y me hace sufrir.
—No puede pasarme nada, Zintia. Voy custodiado siempre por una decuria de soldados. ¿Y por qué deseas mi felicidad? ¿Acaso crees que soy desdichado?
—No, no creo que seas desdichado; pero esto no es óbice para que tampoco seas feliz. Yo fui feliz y sé lo que es la felicidad. Por eso sé que tu corazón no está alegre… Yo deseo tu felicidad como la deseamos todos los que te rodeamos…
—Pero ¿cuándo fuiste feliz, Zintia…?
—El día que en el tercer patio del amo Salomón pusiste tu mano sobre mi hombro, yo fui feliz. El día que me sacaste del Pincio, fui feliz. El día que me llevaste al Kosmobazar de Roma y me vestiste y me calzaste y me alhajaste, fui feliz… Mi felicidad consistía en que tú eras mi amo. Después… No sé cómo explicártelo, pero cada día transcurrido se llevó un poco de aquella felicidad. Lo cierto es que hoy estoy más triste que antes de conocerte, porque entonces tampoco había conocido la felicidad.
—¿Quiere decirse que la felicidad te la proporcioné yo?
—Tú lo dices, Benasur.
—¿Es que yo he hecho después algo que te la quitase?
—No, Benasur. No te reprocho nada. Lo que te digo es que no hiciste nada para seguir manteniéndome esa felicidad. Creí que iba a servirte de algo. Y veo que pasa el tiempo y no soy para ti sino una cosa inútil.
—¿Qué te importa si me sirvo de ti o no? He comprado tu libertad. Eres una mujer libre. Si yo faltase, Darío David sabe que tendría que darte una dote. Con las alhajas que te he comprado y la dote tienes asegurada una vida independiente en cualquier lugar del mundo…
—¿Y por qué has hecho eso, Benasur?
—Porque a su debido tiempo me serás útil. Y toda persona que me sirve o me es útil recibe su salario.
—¿Nada más por eso? —preguntó, anhelante, Zintia. Se había incorporado en la cama y miraba con ansiedad, con los ojos húmedos, a Benasur.
—Nada más. Es suficiente. ¿O es que tú crees que hago una mala inversión contigo? Si tú llegas a casarte con Shubalam; si Shubalam asciende, como espero, al trono de los musulanos, te cobraré réditos con usura, Zintia. No lo olvides. Si todo fracasara…
—¿Qué, Benasur? —preguntó con un gesto de hostil decepción Zintia.
Él se encogió de hombros. En seguida, calmadamente, con un tono pastoso, deslizó:
—Lo que he gastado en ti iría a la cuenta de pérdidas y ganancias.
—Por lo que veo, yo no soy para ti más que una mercancía.
—Todos somos mercancía y todos tenemos nuestro precio. Pero tú eres algo más que una mercancía y a la vez algo menos concreto. Tú eres un factor. No hay especulación posible sin factores, Zintia.
—Comprendo: lo que Mileto llama una abstracción…
—No me gusta que te aficiones al léxico de Mileto. Es demasiado preciso y no suena bien en los labios de una mujer.
—No es mejor el tuyo, Benasur. Por lo menos, Mileto admite que los seres humanos tienen corazón y son susceptibles de amarse entre sí, de enamorarse en parejas…
—¿Del mismo sexo? —replicó, hiriente, Benasur.
—¿Por qué han de ser del mismo sexo? —repuso Zintia sin comprender claramente.
—Si la definición viene de Mileto… En fin, yo puedo contestarte, Zintia: hasta ahora yo no tengo pruebas de que Mileto sea capaz de enamorarse de una mujer; y, sin embargo, lo vi desfallecer por un efebo, por un hermoso bailarín. Hace todavía unos días regaló su brazalete a un joven homosexual… Mientras que yo…
Benasur se pasó la punta de la lengua por los labios, como si quisiera dar más frescura, más emoción, más evidencia a las palabras que iba a decir:
—Tú sabes, todos sabéis que a mí me espera en Jerusalén una mujer: Raquel, hija de Elifás.
Pero la que afiló la lengua fue Zintia, que clavando una mirada inquisitiva, casi punzante, en los ojos de Benasur, destiló:
—¿Y sabes tú si Mileto no está enamorado de la misma Raquel? Benasur, con la elasticidad felina de un tigre, saltó de la banqueta y cogió el brazo de Zintia.
—¿Qué estás diciendo? —exclamó con irreprimible violencia.
Pero se contuvo. Zintia reflejaba la expresión de un ¡ay!, lastimero en el rostro. Benasur le había cogido el brazo cuyo hombro estaba resentido de la herida. Y en seguida, percatándose de la absurda salida de Zintia, comenzó a reír:
—¡Qué tontería! ¡Ninguno de los dos se conocen! Jamás se han visto, jamás se han hablado…
—Pero se escriben…
—¿Qué se escriben? ¿Cómo lo sabes?
—Lo sé como tú… ¿No es Mileto quien desde hace meses contesta las cartas que te escribe Raquel? Yo estoy segura de que tú no escribirías las mismas palabras que escribe Mileto. Por tanto, Raquel no te contesta a ti, sino a lo que escribe Mileto… Desde hace dos cartas Raquel y Mileto han encontrado el tono, la identidad de un sentimiento, la comunión de las mismas ideas… Tendría que ser muy necia Raquel para no haber comprendido que no es tu corazón el que le habla en esas cartas, sino el de un extraño… ¿Quieres que te diga algo más? Estás tan ocupado en tus negocios, tan metido en tus asuntos, que olvidas las cuestiones del corazón… Raquel, hija de Elifás, y Mileto de Corinto, tu escriba, se aman. ¡Raquel te engaña, Benasur!
El judío, confuso, un tanto desconcertado, dio unos pasos atrás. La sospecha había entrado en su mente. Pero no quería demostrar ante Zintia que los celos pudiesen hacer presa en él. La joven prosiguió:
—Escucha, Benasur: desde que Mileto y tú os conocisteis en casa de Abramos, no has dejado de hablarle de Raquel. Le has contado una a una todas sus perfecciones; la has descrito con los más bellos colores; has repetido hasta la saciedad todas sus palabras… Yo, que te conocí más tarde y que tuve menos oportunidades que Mileto para escucharte, he oído de tus labios tantas maravillas de Raquel, que la odio con toda mi alma. Si hoy tuviese que ir a servirla como era tu primera intención, ahora mismo me mataría… ¡La odio, la odio, sí, Benasur! La odio porque soy mujer, porque cualquier mujer que tenga una pizca de corazón tiene que odiar, muerta de envidia, a esa Raquel… ¡Raquel, Raquel, Raquel! Me ha quitado el sueño, me ha robado la felicidad… Y yo soy tan pobre, soy tan infeliz, que no puedo ni insinuarte el inagotable anhelo de servirte que siento.
Zintia estaba crispada, con los labios trémulos, con los ojos acuosos, con las mejillas húmedas. Y al fin se dejó caer sobre la cama y ocultando el rostro entre las manos, sollozando quedamente, acabó de decir:
—Pero Mileto no es mujer, Benasur. Mileto es un hombre, y tendría que ser de palo para no haber sentido curiosidad, interés y amor hacia esa criatura perfecta que es Raquel. ¡Esa Raquel que no te quiere!
Zintia siguió hablando, deduciendo, emponzoñando con su amor y sus celos, a Benasur. Mas éste, sin querer escucharla, se fue alejando de la cama hasta que, sin decir palabra, abandonó la habitación.
Cuando salió a la calle, le dijo al cochero:
—Al castro.
Mas al llegar al Foro, cambió de opinión y ordenó al auriga que lo llevase a dar un paseo por la ciudad.
No tenía la serenidad necesaria para tratar ningún asunto. Las revelaciones de Zintia, ciertas o equivocadas, guardaban no poca verosimilitud. Sí, reconocía que quizá había sido excesivo hablando de Raquel. Mas la suposición de Zintia era absurda. Raquel nunca se enamoraría de un hombre como Mileto. De esto estaba seguro. Lo que más le preocupaba era descubrir en Zintia una actitud muy semejante al amor. Ni le parecía grata ni ridícula. Saber que Zintia se había enamorado de él no halagaba su vanidad. Sin embargo, saberse comprometido en los arrebatos sentimentales de otro ser, y especialmente de una mujer, le molestaba hasta el temor, hasta el miedo. Sentía como si una parte de sí mismo se la hubiese rozado Zintia y estuviera sujeta a los azares temperamentales de la joven mauritana.
Todo esto era una complicación demasiado inoportuna. Bastante antipática.
Cien veces repasó mentalmente la situación, cien veces recordó las palabras de Zintia y, al fin, a la hora del prandium, ya dominado por el temor, compró una canastilla de dulces para llevársela a Zintia.