Capítulo 1
H
e conocido y tratado íntimamente a muchas de las personas que forjaron el destino de Europa y, quizá, del mundo. Protagonicé algunos de los más importantes acontecimientos de aquella época convulsa, una época en que convivían la frivolidad y la tragedia con enorme naturalidad. Y no es extraño que así fuera, puesto que mi padre, Benito Mussolini, fue uno de los principales actores de aquel drama. También lo fue mi esposo, el conde Galeazzo Ciano. Y precisamente es de él y de nuestra vida en común de lo que hoy quiero escribir.
Me casé muy joven, y pronto descubrí las infidelidades de mi marido, que al principio me dolieron enormemente, aunque no durante mucho tiempo, pues acabé por acostumbrarme a ellas. Galeazzo era un hombre comprensivo, así que accedió gustoso cuando le planteé un acuerdo que nos beneficiaría a ambos: el nuestro sería un matrimonio abierto, si él tenía sus escarceos, yo tendría los míos. Sin olvidar, por supuesto, quiénes éramos y la discreción que en todo momento debíamos observar.
Y así fue durante muchos años. El cariño que nos profesábamos el uno al otro, incuestionable y sólido, no se vio afectado por nuestra original forma de vida. Naturalmente, nuestro comportamiento sí se vio influenciado por el escenario en que nos movíamos. Éramos los actores de un drama que yo tardé mucho tiempo en comprender.
Intentaré ser ordenada en mi relato, aunque ruego me disculpen si a veces salto de un acontecimiento a otro alejado de él en el tiempo, nunca fui una persona muy metódica.
Y ya que el tema principal de mi historia es mi relación con mi esposo, quisiera empezar hablándoles de Galeazzo.
En una ocasión, poco después de llegar a ese satisfactorio acuerdo, mi marido me dijo que nuestro matrimonio era abierto, pero no innoble. Ambos podíamos tener asuntos privados, aunque manteniéndolos con sigilo y guardando la compostura. Me vi obligada a aguantar su reprimenda, ya que, por un descuido que cometí sin querer, me oyó quedar citada con uno de mis amantes, cosa que a Galo le pareció de muy mal gusto. Yo sentí en el alma el haberlo contrariado. En modo alguno me interesaba hacerlo. En los últimos tiempos nuestra convivencia había alcanzado un grado de sincera y profunda amistad. Y era esa mi máxima aspiración.
Galeazzo era un hombre educado y cortés, en absoluto violento. Pero tampoco era manso, alguien dócil a quien yo dominaba, como dirían las lenguas muy desinformadas. Hablo de un hombre educado en extremo, aunque, llegado el caso, no tenía inconveniente de ninguna clase en mostrar su mal humor de manera contundente en cualquier lugar del mundo.
Mi marido era diplomático y cuando nos casamos estaba destinado en China, donde primero fue cónsul general y luego encargado de negocios. Cuando volvimos a Italia en 1933 estuvo un tiempo sin que le fuera asignado un cargo. Lo llevaba muy mal. No se acostumbraba a la inactividad.
La casa en la que vivimos desde nuestro regreso de China en 1933 hasta 1936, cuando mi marido fue nombrado por mi padre ministro de Asuntos Exteriores —entonces nos mudaríamos al Palacio Chigi—, era un dúplex. Nosotros ocupábamos el primer piso y nuestros hijos el segundo. Se trataba de otro acuerdo que habíamos alcanzado antes de casarnos. De niña yo había sido testigo de las constantes discusiones entre mis padres y había sufrido mucho. Esa penosa experiencia me obsesionaba hasta un punto tal que fue Galeazzo quien propició el pacto, tratando de evitar mi pánico a que pudiera repetirse la historia y afectara a los pequeños. Nuestra peculiar vida conyugal —con sus innumerables altibajos— se desarrollaría, así, paralela al ambiente de tranquilidad que se debe proporcionar a cualquier criatura para procurarle un adecuado crecimiento emocional.
Niego rotundamente haber tenido a Galo bajo mi bota. Puedo incluso dar fe de todo lo contrario con un ejemplo elegido al azar.
Vivíamos aún en nuestro dúplex. Una tarde, después de almorzar, nos dirigíamos los dos a la biblioteca donde nos esperaba la bandeja del café. Al ir a tomar él asiento en una butaca —tenía pies planos, lo que no le hacía ágil— se tropezó con una de las alfombras y se fue al suelo. El ruido que hizo su cuerpo enorme al caer sobre el parqué todo lo largo que era fue tan estruendoso que un criado, sobresaltado, golpeó la puerta con los nudillos y se asomó sin esperar respuesta. Al ver lo que había ocurrido, un accidente aparatoso pero no grave, el pobre hombre preguntó con semblante desencajado:
—¿Puedo ayudar al señor conde?
Yo, perpleja, seguía sin reaccionar. Incluso asomó una sonrisa a mis labios.
—No, gracias, no —respondió Galeazzo con la respiración entrecortada—. Sí le pediría un favor, cierre la puerta de la habitación al salir. —Hizo este ruego mientras trataba de recuperar unos papeles que, a causa del incidente, se habían caído de una mesa supletoria a la moqueta.
No me dio tiempo a pedirle disculpas por mi inoportuna sonrisa, que era lo que, en aquel instante, me disponía a hacer. Por el contrario, incapaz de controlar esa risa nerviosa que nos produce el ver a alguien caerse al suelo, y pensando que todo había pasado, no pude evitar una sonora carcajada. Inmediatamente después oí el silbido más parecido a un proyectil que había oído jamás. Un cenicero de Murano pasó rozando mi sien.
—¡Podías haberme matado! —grité indignada.
—No será para tanto —replicó impasible—. Pocas cosas hay tan ordinarias como reírse del mal ajeno. ¡Ni la más primaria de las criadas se comportaría así!
Sospecho que poco más tarde se arrepintió de haber pronunciado esas duras palabras. Pero no se excusó. Cuando amainó su ataque de ira prefirió seguir charlando conmigo como si nada hubiera ocurrido. Justo es reconocer que esos arranques de furia incontinente se suavizaron con los años.
Además de su innata simpatía y de la gentileza con la que siempre trataba a las mujeres él era alguien que por su carácter, habitualmente cariñoso y optimista, tenía grandes amigos y gozaba de una buena fama: la de hombre inteligente y divertido a quien las mujeres le cautivaban. Les dedicaba no sólo mucha atención, sino también mucho, muchísimo tiempo.
Con respecto a nuestra vida social, acepto que en aquellos años debieron de ser muchas las personas que consideraban elegante tener invitados a su mesa a la hija de Mussolini y a su marido. Como si él fuera un consorte sin importancia, un adorno de mi propiedad. Lo que era totalmente falso. Además de ser en muchas ocasiones requeridos por amigos personales de ambos, las invitaciones institucionales venían siempre dirigidas a él. En realidad, yo acudía a recepciones de todo tipo por ser la mujer de un gran hombre de Estado, y no al contrario.
Además, en ocasiones él podía resultar un invitado incómodo, por una razón muy sencilla: la gente, conocedora de la relación tan estrecha que mantenía con mi padre, daba por hecho que informaría al Duce de los diversos chismes que corrían por los salones romanos. Este hecho significa, al mismo tiempo, que la incontinencia verbal de Galeazzo era de dominio público.
Por supuesto, en las cenas o bailes de amigos yo me comportaba igual que todos los demás: bebía whisky, fumaba cigarrillos americanos de contrabando e incluso coqueteaba —es un hecho que a toda mujer le gusta gustar— con algunos hombres atractivos con los que, en ocasiones, llegaba a unirme una amistad amorosa. No siempre, por tanto, podía considerarse que yo fuera a la zaga de mi marido en el arriesgado terreno de la infidelidad.
De la vida social de aquella época en Roma, que vivimos intensamente hasta que la guerra con sus miserias cambió nuestra existencia, diré que eran dos los salones más codiciados a los que la gente estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por asistir: el de la princesa Isabelle Colon na y el de la condesa Pecci-Blunt.
Isabelle Colonna era una mujer con una gran personalidad. Su pasado había sido muy poco común, pero ella, mujer de gran inteligencia y sensibilidad, había sabido aprovechar su experiencia vital para enriquecerse humanamente. Su nacimiento había tenido lugar en un lejano país de Oriente Medio. Fue allí donde conoció al que llegaría a ser su marido, Marco Antonio Colonna, un hombre perteneciente a una de las más importantes familias aristocráticas de Italia. Gracias a la exquisita crianza que había recibido y a que era un hombre mundano y abierto, practicaba el arte, poco habitual, de llevar con humildad un apellido histórico. Entre sus antepasados podían contarse generales, cardenales o papas.
Tanto Isabelle —de soltera Sursok— como Marco Antonio eran inmensamente ricos, algo de lo que jamás hacían alarde. Debido a su extrema delicadeza, el ser recibido en su casa resultaba todo un honor. Así, se podía decir que no pasaba nadie importante por Roma —desde la curia y la nobleza hasta los empresarios o políticos más importantes del mundo— que no deseara ser invitado al palacio Colonna.
El otro salón más afamado de la capital era el de la condesa Pecci-Blunt. Mimí era una mujer rápida e ingeniosa. Pero, sobre todas las cosas, poseedora de una vastísima cultura. Tan vasta que a mí, a veces, me resultaban demasiado profundos los asuntos de los que trataban tanto ella como muchos de sus invitados. Y es que su palacio era el único lugar de Roma en el que se daban cita los intelectuales italianos e internacionales de gran altura. Mimí, a su vez perteneciente a una vieja y linajuda familia romana —era descendiente de Gioacchino Pecci, más tarde, el papa León XIII—, no tenía, sin embargo, fortuna personal. Por ello se vio obligada a trabajar para ganarse la vida. A los treinta y muchos años seguía sin encontrar un hombre con el que planificar una vida en común. Su caso te hace llegar a una triste conclusión: ellos las prefieren tontas y con posibles. Poco tiempo después conoció a Cecil Blumenthal, un norteamericano de origen judío, dueño de una gran fortuna. Fortuna que Mimí pudo, desde entonces, utilizar para ejercer el mecenazgo. Lo que llenó por completo su existencia.
Galo y yo dormíamos separados. Acepto que este hecho fue algo que yo consideré un éxito atribuible a mi tesón. Después de aguantar casi un año durmiendo en la misma habitación que él, e incapaz de resistir una noche más todas sus manías, aproveché uno de sus procesos gripales para cambiarme definitivamente de dormitorio. Aunque cueste creerlo, dada su corpulencia y estatura, Galo estaba todo el día ávido de calor, quejándose de frío. Temía contraer una neumonía, ya que, a causa de una sinusitis nunca curada, padecía bronquitis crónica.
Yo estaba educada de otra manera; en casa de mis padres, y debido a una crianza apenas protegida —incluso en lo más elemental—, si una habitación no estaba fresca nos resultaba imposible conciliar el sueño. En fin, nuestras costumbres eran muy distintas y yo, por más vueltas que le daba, siempre llegaba a la conclusión de que no había razón alguna para que cada uno de nosotros, por motivos opuestos, temiéramos la hora de acostarnos. Me resultaba insoportable tener que poner toda la atención para evitar el más ligero ruido —incluso el absolutamente inevitable cuando una pasa la página de un libro— con el fin de no despertarlo. O no atreverme a encender la luz de la mesita de noche y, de necesitar ir al cuarto de baño, hacerlo aterrada.
A veces, quizá para vengarse de mí porque había trasnochado —siempre fui una noctámbula incorregible—, temprano por la mañana se ponía a tararear cualquier canción de moda. Ocasión en la que no dejaba de demostrar dos cosas obvias: para empezar, una ligera mala idea; y, sobre todo, que lejos de gozar de un buen oído Galo tenía una oreja frente a la otra. Era muy complicado reconocer la canción que trataba de interpretar.
Si tuviera que mencionar una deficiencia de Galo, confesaría su falta de interés por todo tipo de deporte. No sólo no le gustaba practicarlo. Tampoco verlo: asistir a una carrera de caballos podía aburrirle mortalmente. Y, por poner otro ejemplo más gráfico todavía, acudir a un partido de fútbol era para él algo muy parecido a pasar la tarde en el mismo infierno. Sin embargo, por extraño que parezca, jugaba al golf con mucho entusiasmo y acierto. Era también para él una forma de desconectar de su exigente quehacer diario. Pasear por el bello campo de golf del club de Acquasanta de Roma le relajaba mucho. Como tenía pies planos, utilizaba unos zapatos que le había confeccionado un rehabilitador ortopédico.
Sin ser guapo ¡qué atractivo resultaba Galeazzo! En mi opinión, era el conjunto lo que lo convertía en un hombre tan especial. Tanto su aspecto como su carácter lo hacían deseable a los ojos de muchas mujeres. Su inmenso esqueleto, su sonrisa burlona, un sentido del humor como he conocido pocos o su forma de vestir tan elegante lo convertían en alguien casi irresistible.