Capítulo 2

 

R

ecuerdo con especial cariño un viaje que hicimos los dos solos a Livorno. Fue al día siguiente de nuestro «desencuentro», cuando Galo me afeó mi conducta por haberme oído quedar con uno de mis amantes. Un chófer de los que habitualmente prestaban servicios a mi marido fue a recogernos a una cena para dejarnos en nuestro piso en Via Angelo Sechi. Galeazzo le dijo antes de despedirlo que a la mañana siguiente lo esperaba muy temprano para viajar hasta Livorno, pues tenía una reunión por la tarde y quería aprovechar para celebrar esa noche el cumpleaños de su madre, que había organizado una cena en su casa. Casi cuatrocientos kilómetros separan Roma de Livorno. Regresarían al día siguiente.

Entonces, solícita, propuse a mi marido la posibilidad de llevarle yo misma. Además de ver a mi suegra, me apetecía cambiar de escenario. Sólo cuando vi asomar una sincera sonrisa en sus labios me atreví a poner dos condiciones: conduciría yo mi Alfa Romeo —me encantaba conducir y mi habilidad como piloto era excelente— y, por supuesto, no llevaríamos escolta.

Tal vez cometía una imprudencia. Pero aceptó sin dudarlo.

Salimos de casa muy temprano. Yo estaba tan acostumbrada a su buena imagen que esa mañana aún no me había fijado en su atuendo. Vestía una americana azul marino, unos pantalones grises de franela y una camisa color crema, todo hecho a mano en una de las mejores sastrerías londinenses.

—Galo, ¿qué zapatos llevas puestos?

—No te he entendido —respondió algo despistado—. ¿Qué quieres saber?

—Preguntaba qué zapatos llevas puestos.

—Creo que a veces me tomas el pelo. ¿Qué importa? ¡Tú concéntrate en conducir y no hagas preguntas extrañas! —replicó divertido.

—Me molesta que, con demasiada frecuencia, me trates como si fuera una niña pequeña...

—¡Es que, con más frecuencia de la que crees, actúas como tal!

—¿Por qué dices eso? Alguna vez te he oído comentar que soy tu «cuarta hija».

—Eres una mujer muy atractiva, pero también muy inmadura. Tú sabes más sobre psiquiatría que yo, pero en este punto creo que estaremos de acuerdo... ¿No te parece que tu forma de ser es producto de todo lo que sufriste de niña? —dijo, tomando mi mano del volante y acercándola a sus labios para besarla con suavidad.

—Siento mucho no poder compartir la extendida opinión que relaciona la infancia y la felicidad —repliqué.

Con frecuencia me pregunto si la gente se engaña a sí misma o miente sin más. ¡Qué dolor me produce la evocación de aquella época! Sin apenas darme cuenta me encontré pisando el acelerador con la mirada al frente, totalmente ensimismada.

La velocidad me ayudaba a calmarme, así revivía en mi mente un rosario de imágenes disparatadas que representaban extraños sucesos acaecidos en mis primeros años de vida. Mi amoroso marido siempre escuchaba mis lamentaciones como si de un virtuoso director espiritual se tratara.

—Mi padre me salvó de un más que probable suicidio. Él era cariñoso y tierno conmigo. Yo sabía que no siempre me entendía, pero respetaba mi personalidad.

También me defendía ante los constantes gritos y reproches de mi madre, una mujer dura, adusta, sin una pizca de imaginación, para quien el mero hecho de no pasar el día sumida en la cruda realidad era propio de personas irresponsables. Papá, sin embargo, adornaba todo aquello que yo hacía otorgándole un generoso plus de originalidad, de exotismo. Pienso que lo hacía para no dañar más mis sentimientos. Sabía que la falta de claridad con respecto a mi origen era un peso muy penoso para mí.

—Como sabes, Galeazzo, durante mucho tiempo se rumoreó que yo no era hija de Rachele Guidi, sino de Angélica Balabanoff. La gente aseguraba que en el registro civil estaba inscrita como hija de él y de X. Esa duda sobre mis orígenes maternos...

—La gente habla demasiado.

—Es cierto que Angélica fue una de las múltiples amantes de mi padre, una mujer de origen ruso que, al parecer, era muy bella. Llegué a conocerla en la redacción del periódico socialista L'Avanti, que él dirigía, pero no guardo de ella el más mínimo recuerdo.

—Mejor, vida, mejor. En ti, la falta de memoria es salud...

Siempre que yo regresaba a mis infiernos interiores, a las experiencias traumáticas de mi infancia, Galo ponía tanto interés al escucharlas como si cada vez fuera la primera. Y es que sabía que para mí era imprescindible verbalizarlo todo. Una vez se cumplió nuestro breve noviazgo y los primeros tiempos de matrimonio, yo procuraba no transmitirle las pesadillas que continuamente me asaltaban. Por fortuna llegó un momento en que me acostumbré a vivir con ellas, pues si no me habría sido imposible aguantar el día a día. Lo cual no significa que no sea consciente de la huella indeleble que dejó en mí el enrarecido ambiente en que transcurrieron tanto mi niñez como mi adolescencia.

—Es cierto que en los registros de la alcaldía de Forli figuro como una hija con padre y sin madre, pero eso tiene una explicación muy sencilla: cuando yo nací mis padres no estaban aún casados civilmente. Eran socialistas revolucionarios y partidarios de las uniones libres. Lo que no impidió que papá regularizara su situación cuando tuvo que hacerlo...

—Es una reacción muy humana...

—Me enorgullece mucho que papá siempre me tratara como si fuera una adulta. No aprendí el abecedario en la escuela, mi padre había sido maestro y pensaba que era muy capaz de enseñarme todo aquello que debía estudiar. ¿Sabes? Aprendí a leer en la redacción de L'Avanti, a donde lo acompañaba todas las tardes. También me llevaba al cine, a la ópera y a conciertos. Yo era muy pequeña, pero me comportaba bastante bien porque le estaba muy agradecida. Sabía que a él le gustaba estar conmigo, y eso me hacía muy feliz. Además, entre nosotros invariablemente surgía una fluida conversación.

—Creo, Edda, que esa afinidad se ha acrecentado con los años.

—Siempre hicimos una buena pareja. Mucho mejor que la que hacían él y mi madre. Dos personas que no cesaban de discutir. De todos modos, no tengo la impresión de que a ellos les afectara mucho esa convivencia tan conflictiva; estaban acostumbrados y vivían esa realidad sin dramatismo ninguno.

—Eso es muy triste —comentó Galo pensativo.

—Nunca pude comprender que los seres que me rodeaban se expresaran a gritos, con insultos, con malos modales, haciéndose mutuamente constantes reproches. Me refiero a asuntos tan ajenos y graves para una niña inocente como pueden ser los celos, la falta de dinero y ese tipo de cosas. Quizá parte de ello tenía su origen en la frustración de ambos, supongo que inconsciente, por encontrarse, en el plano social, en tierra de nadie...

Todo el discurso dirigido a mi marido me había salido a borbotones. Venía a ser una encerrona, ya que malamente podía bajarse del automóvil para dejar de oírme. Pese a todo, bondadoso como era, no dio la menor muestra de hartazgo, nunca lo hacía, sino todo lo contrario. En todo momento me siguió la corriente mientras yo lo bombardeaba con mis lamentaciones.

Luego quedé en silencio, sumida en mis pensamientos. Sólo regresé a la realidad al escuchar su voz cuando me hizo una pregunta directa:

—Pero alguna vez me has contado que tú estabas deseando ir a la escuela, ¿no?

Para colmo, si yo guardaba silencio, tenía la generosidad de preguntarme.

—Sí. Estaba deseando salir de casa. Pensaba que me sentiría menos angustiada si me alejaba de mi entorno más próximo. Porque había algo que me angustiaba mucho... un asunto muy grave.

—Pero, vida, ¿de qué asunto tan grave me hablas?

—De la posibilidad de que mi madre tuviera un amante. ¡Me avergonzaba tanto de ella y sentía tanta compasión por papá!

—Eso no puede ser cierto. Te recuerdo que para amantes tu padre. ¡Si no dejaba títere con cabeza!

—Yo creo que mi madre tenía un amante —comenté con un tono de voz muy apagado.

—¿Por qué? —preguntó él con una cierta impaciencia.

—Siempre había un tipo merodeando por nuestra casa, se reían sin motivo aparente y parecía haber mucha complicidad entre ellos. Por entonces yo encontraba normal que mi padre tuviera todas las amantes que quisiera, pero ella no. Era imposible entender algo así en aquellos tiempos, y menos aún si te encontrabas, como yo, en plena adolescencia.

—Hablas de 1925.

—Sí. Él llevaba casi tres años en el poder. Además era guapo... pero sobre todo era hombre. Y los hombres podían...

—Muchas veces he pensado que, en cierto sentido, siempre has estado enamorada de tu padre. Como la protagonista de una ópera dramática que sufriera un complejo de Electra.

Me sorprendía y me inspiraba un sentimiento inmenso de gratitud comprobar que a mi marido aún seguía afectándole que yo hubiera sido desgraciada en una época importante de mi vida. Sólo tenía que pronunciar una frase suelta para que él se apresurara a justificar todo mi dolor. Me ofrecía su total apoyo, se empeñaba en dulcificar mi nueva vida ahuyentando de ella el sufrimiento. Un sufrimiento que, en algunos aspectos, yo también atribuía a la diferencia abismal entre nuestros orígenes. ¡Eran tan distintos!

—Comprendo que es latoso lo que te cuento. Y es que cuando las diferencias sociales y la educación son tan abismales como lo son las nuestras no es fácil entender ciertas cosas...

Llegados a este punto de la conversación, mi marido intentó explicarme una verdad a medias, tan mal elaborada como llena de amor. Aceptaba, pues era un hecho, que en el aspecto sociocultural su familia provenía de un ambiente superior al nuestro. Sin embargo, y para aminorar mi pena, se mofó, siempre lo hacía, de que su apellido estuviera adornado por un título nobiliario —título que él utilizaba en su vida social y jamás en la institucional— y me aseguró que los condados de Cortalezzo y Ciano no representaban más que a una aristocracia de segunda categoría. Era un título muy reciente, de nuevo cuño, que no tenía más trascendencia que la de haber colmado la vanidad de mi suegro.

Costanzo Ciano era un fascista convencido que mantuvo unas sólidas y sinceras relaciones con papá. Ambos sentían una mutua y total admiración, y muy poca gente llegó a saber que el Duce había previsto que Costanzo lo sucediera como jefe del gobierno fascista de Italia si algo llegaba a sucederle a él. Pero mi suegro murió antes, y las previsiones de mi padre no llegaron a cumplirse.

Hombre de una honestidad y rectitud fuera de toda duda, supo transmitir grandes valores a Galeazzo, su único hijo varón. Me refiero a honradez, rigor, amor a la patria —Galo participó en la marcha sobre Roma a los diecinueve años— y una auténtica fe cristiana. Virtudes todas ellas que, como buen militar, tuvo a gala ejercer todos y cada uno de los días de su vida. Era de Livorno, como su mujer, Carolina Pini, una bella dama, inteligente y brava, que desde el primer momento se negó a vivir sometida a una obediencia ciega a su marido, algo muy infrecuente en aquellos años y que a mi suegro le habría llenado de satisfacción debido a su mentalidad militarista. Pienso que la complacencia que a Costanzo le proporcionaron sus éxitos profesionales —oficial de Marina, ministro, presidente de la Cámara de la Asamblea Nacional bajo el régimen fascista y sucesor oficial del Duce—, todos ellos ajenos a su mujer y su mundo, mucho más chato que el suyo propio, le compensó de un matrimonio no precisamente modélico. En ningún momento escandaloso, pero tampoco ejemplar.

Descendiente de prestigiosos marinos y armadores, mi marido pensó en hacer la carrera militar en la Marina, pero tentado por el periodismo, y tal vez convencido de no ser físicamente adecuado —como ya he dicho, tenía pies planos— para semejante profesión, se convirtió en un hombre de letras. Desde la adolescencia fue un donjuán que traía a las chicas de calle. Les dedicaba mucho tiempo, y fue esta afición la que su padre cortó de raíz, exigiéndole que se centrara en su futuro profesional. Así, Galo decidió opositar al cuerpo diplomático y a los veintidós años fue nombrado secretario de embajada. Su primer destino sería Brasil, donde ejerció su misión durante un periodo de un año.

Más tarde fue destinado a Buenos Aires.

—Brasil y los brasileiros me encantaron —me confesaría con frecuencia—. Fui feliz en aquel país.

—¿Y en Argentina no?

—¡En absoluto! Los bonaerenses, los argentinos en general, son de una pedantería insufrible. Se creen superiores al resto de los habitantes del orbe, y en cuanto te descuidas te dictan una conferencia sobre los temas más peregrinos. Es muy cierta la vieja teoría de que al argentino hay que comprarlo por lo que vale para venderlo de inmediato por lo que dice valer —proseguía convencido.

Abandonó Argentina encantado para dirigirse a China. Su tarea en Oriente fue muy brillante, de modo que sus méritos iban acrecentándose dentro del cuerpo diplomático. Algo imprescindible para testimoniar que subía en el escalafón por su buen hacer y no por la relación que su padre mantenía con el mío. En este sentido es relevante señalar que la primera vez que lo llamaron a Roma para ocupar el puesto de embajador ante la Santa Sede aún no nos conocíamos.

Intentaré comenzar mi relato a partir de ese momento.