Capítulo 29

 

L

os días iban pasando de manera inexorable y nuestra aventura se consolidaba con el tiempo. Solíamos reunirnos en su casa, donde nos encontrábamos más cómodos. La pieza más importante del salón era su piano Steinway. Acariciaba el teclado con sus dedos delgados y largos haciendo sonar composiciones de distintos músicos con tal sentimiento que habría hecho estremecer a cualquiera. Poco a poco fui conociendo un repertorio bellísimo del que me daba una pincelada para que pudiera ir identificándolos: Liszt, Beethoven, Mozart, Chopin o Clementi.

Llegó el momento en que el amor entre nosotros, que hasta entonces habíamos sublimado, pedía un cambio drástico con verdadera urgencia. Valoré muy positivamente su actitud antes de irnos a la cama por primera vez. Como un hombre curtido y experimentado, se puso muy serio después de habernos dejado llevar por la pasión y, tratando de recuperar las formas y la voz, me tomó las manos antes de decirme:

—Edda, no podría hacerlo sin antes decirte algo que debería haberte dicho ya —. Me inquietan tus palabras —respondí—. Parece grave el asunto.

—Lo es. Mira, yo te dije el primer día que estaba divorciado. No es cierto. Necesito ser totalmente sincero contigo.

—Te lo agradezco. Adelante.

—Me refiero a Virginia, mi mujer.

—Te escucho.

—Hablo de una mujer en su juventud, guapa como nadie. Pero sobre todo inteligente y bondadosa. Yo no sé hasta qué punto pude tratar de seducirla, como Carlos constantemente me reprocha, pero lo cierto es que lo dejó a él para casarse conmigo. Fue muy duro de cara a todos los miembros de mi familia, que no dudaron en calificarlo como una inadmisible traición por mi parte.

—¿Y? —Me sentí desconcertada al oír su tremenda confesión, que él vivía enormemente afectado.

—Yo estaba enamorado y me negaba a renunciar a ella. Pero tres años después de casarnos descubrí que era una alcohólica vergonzante.

—Pero... ¿no habías notado nada antes?

—Nada en absoluto. Al principio atribuí sus altibajos anímicos a la obsesión por quedarse embarazada sin conseguirlo. Le propuse una y mil veces acudir los dos a un especialista que pudiera confirmarnos si el problema se debía a alguna disfunción tanto suya como mía, pero se negó sin dejar un resquicio de esperanza. Un año más tarde, cuando llevábamos tres casados, comencé a preocuparme, pues tenía la impresión de que, intermitentemente, Virginia padecía unas breves y profundas ausencias, lagunas mentales.

—¡Qué duro! —dije casi en un susurro.

—Hablé con un amigo mío que es un prestigioso neurólogo y quiso verla. Lo tomó tan mal que arremetió contra el neurólogo y sobre todo contra mí, hasta el punto de dejar de dirigirme la palabra. Yo sufría porque ella sufría y el dolor la iba convirtiendo en alguien cada vez más desconfiado, que se negaba a comunicarse. Hasta que un día se resfrió y lo que comenzó como un proceso catarral común se convirtió en una seria pulmonía.

—¿Pulmonía?

—Sí. Como ocurre con esa enfermedad, le subía tanto la temperatura que, en ocasiones, llegaba a delirar. Fue entonces cuando mi amigo neurólogo, a quien yo había recurrido por amistad, se sirvió de un internista de su confianza para ingresarla en una clínica de Buenos Aires en la que ambos trabajaban.

Álvaro siguió hablando despacio y sentido. Como si tuviera la necesidad de verbalizar una serie de sentimientos dolorosos, iba desgranándolos uno a uno. Y lo hacía con la meticulosidad del que espera ser comprendido no sólo por lo que dice, sino también por lo que no es capaz de poner en palabras. Fue una confesión tan sincera que no podía más que conmoverme. Yo, por pura intuición, procuré no interrumpirlo para que diera cuenta sin cortapisas de aquella parte durísima de su biografía, considerándola como una terapia en toda regla.

—Ya ingresada, a raíz del proceso pulmonar infeccioso —prosiguió Álvaro—, fue cuando mi mujer sufrió su primer y gran síndrome de abstinencia. Desde aquel momento las cartas quedaron boca arriba. Nunca podré olvidar las patéticas escenas que protagonizó. Y no podré hacerlo porque era la primera vez que veía a alguien que yo amaba derrumbarse ante un precipicio, ante una realidad que no conseguía dominar y a la que se sometía con una ausencia total de voluntad. Su debilidad hecha pública y su amor propio herido me inspiraban auténtica compasión. Lo que venía a ser precisamente un sentimiento contrario al amor que por ella había sentido. Y es que me resultaba metafísicamente imposible amar a esa Virginia que, de la noche a la mañana, se había volatilizado. Yo no amaba a una mujer que no reconocía. Alguien que en el transcurso de unas cuantas semanas había dejado de ser guapa, inteligente y bondadosa. Porque sencillamente había dejado de ser... Pero no era en mí en quien debía pensar, sino en ella. Y si pensaba en mí sólo era para culparme, puesto que en casi tres años de convivencia había pasado por alto un problema tan grande como el que ella padecía. Pocas cosas tan ciertas como que no hay más ciego que el que no quiere ver. Pero ¿dónde me hallaba yo mientras mi esposa libraba esa batalla con el alcohol en una espantosa soledad? ¿Pensando en mis negocios, tal vez, en mis libros, mis conciertos o en las últimas películas que se habían estrenado? Me sentí enormemente responsable y, a mi manera, intenté consolarla y darle el apoyo que junto a mí nunca antes había tenido.

»El proceso infeccioso, la pulmonía, pasó. El otro problema, el de su personalidad completamente desdibujada por la adicción, no lo haría. El doctor Revenga nos sugirió confiar en un psiquiatra, el doctor Herrera, compañero suyo en el centro médico. Virginia al principio no quería ni oír hablar de él, pero luego, acuciada por un profundo malestar, aceptó su opinión y su tan bienintencionado como inútil consejo. En su presencia confesó por primera y única vez, pues no volvería a hacerlo nunca más, haberse escapado de todo testigo para beber creyendo que así calmaba una ansiedad que de manera ininterrumpida le atenazaba el alma. Afirmó haberse visto obligada a ingerir colonia cuando, por circunstancias que pudieran delatarla, no tenía alcohol a mano. Nada en la vida me había impresionado como el relato de ese detalle, que era sencillamente estremecedor. El psiquiatra, con una atención exquisita, aconsejó a Virginia la posibilidad de pasar una temporada en una casa de salud, un lugar al que enviaba a muchos de sus pacientes, pero ella se negó de manera tajante y airada.

»Enseguida supe que mi mujer no se curaría jamás. Ante mi desesperación, el psiquiatra me dijo que había aguardado con la esperanza de que su enfermedad no tomara ese cariz irreversible en tan poco tiempo, pero tal como se estaban desarrollando las cosas no podía dejar de comunicarme cuanto antes la realidad en toda su crudeza. Fue entonces cuando supe que la vida de Virginia, y sobre todo su salud mental, había comenzado a derrapar. Esta certeza me llevó a colocar las piezas de un puzle que hasta entonces no había siquiera imaginado. Mi propia mujer había comunicado al doctor Herrera que casi un año y medio antes le había sido diagnosticada una enfermedad mental degenerativa y, por supuesto, mortal. Fue entonces cuando empezó a beber, algo que no había hecho nunca antes. Jaime Herrera me aconsejó que no me diera por enterado, pues a ella le humillaba sobremanera que yo supiera de su adicción. Me sentía aturdido por tanta y tan desoladora información, pero le prometí que, como me indicaba, me haría el desentendido... Perdona, Edda, lo largo de mi relato. Me resulta muy doloroso hablar de ello, y como parece que una vez que he comenzado me sale todo a borbotones y no quiero omitir ningún detalle, si me lo permites termino ahora.

—Te prohíbo —dije muy seria— que te disculpes ante mí por hacerme partícipe de semejante drama. Soy yo la que agradece en el alma tu confianza. Sigue, te lo ruego.

—Gracias, Edda. Agradezco tu generosidad sin límites. Te obedezco y termino.

Y volvió a su relato.

—En cuanto regresó a casa comenzó a beber de nuevo sin disimulo alguno. Como me resultaba imposible abstraerme de esa realidad, la conminaba con todo cariño a que no lo hiciera. No quería hacerle daño, de modo que mi insistencia sólo se basaba en un argumento poco sólido, podía sentarle mal para el proceso infeccioso que acababa de padecer. No le hacían ningún efecto mis palabras. Pero su terca actitud me inquietaba aún más. Negaba iracunda su adicción al alcohol, sin siquiera hacer el esfuerzo de ser convincente. Negaba lo innegable con una desidia que, en mi opinión, es sólo propia de aquellas personas que han tirado ya la toalla.

«Procuré por todos los medios luchar contra sus temores y su pudor. Hice todo lo que pude para que al menos admitiera el problema que padecía. Y es que malamente podía solucionar un conflicto que no aceptaba tener. Le propuse una y mil posibilidades a las que podíamos acogernos, como acudir a una clínica de desintoxicación en Suiza o en cualquier otro lugar del mundo. Pero todas mis propuestas caían en saco roto. El problema de mi mujer se agrandaba al tiempo que mi desesperación.

Yo me estremecía aún más, si cabe, al oírlo hablar arrastrando las palabras con su acento porteño que sonaba a lamento.

—En ocasiones —prosiguió— me veía obligado a salir al jardín por la noche para poder gritar con todas mis fuerzas, en un vano intento de tomar energía para resistir. De nada sirvió, puesto que todo ello se convirtió en una especie de pescadilla que se muerde la cola: ella seguía bebiendo cada día más. Por último, sus desvaríos mentales se hacían presentes con una frecuencia alarmante.

Mi confidente quedó pensativo, próximo y alejado de mí al mismo tiempo. Se hallaba rumiando, buceando en su mundo, hasta que interrumpí con mis palabras lo que parecía una obsesiva pesadilla:

—Veo que el declive de Virginia fue muy rápido. —Apreté con mucha fuerza sus manos.

—Mucho. Tres meses después de lo que te cuento su mente no respondía a estímulo alguno. ¡Había perdido el norte o, mejor dicho, se había perdido a sí misma! —dijo al borde de las lágrimas—. La ingresamos en la casa de salud donde permaneció hasta su muerte, que se produjo unos meses más tarde.

Abracé a Álvaro, reteniéndolo junto a mi pecho por si podía mitigar ese dolor que lo taladraba. Pero como si aún no se hubiera desahogado del todo, él continuaba culpabilizándose:

—Se fue en silencio, como si nunca hubiera estado. Como si en realidad nunca hubiera sido mía. Como si nada hubiéramos compartido. Pasó a ser una pura entelequia.

—¡No te atormentes, Álvaro! —le supliqué.

—No, no lo hago. Lo que te digo es lógico. ¿Cómo podía haber sido mía si no era siquiera de sí misma? Estoy hablando de un ser tan etéreo que pasó por mi vida sin que yo, ¡qué brutalidad!, fuera demasiado consciente de su presencia en ella. Creía que era el nuestro un matrimonio razonablemente feliz, cuando Virginia era una absoluta desconocida que nunca me brindó la posibilidad de compartir nada conmigo.

—¡Por Dios! No puedo permitirte que te atormentes como lo haces. Me niego a que... Además, al principio vuestra convivencia fue normal.

—Sabes que toda convivencia necesita de un determinado periodo de adaptación. Virginia enfermó enseguida. Sin haber superado ese tiempo al que me refiero. Aun así la culpa es mía. No le presté la atención suficiente como para intuir su terrible realidad. ¿Imaginas cómo se pudo llegar a sentir ella? ¿Te haces una idea de lo que una persona enferma puede padecer si su marido no repara en su adicción ni en los motivos que la han conducido a semejante trance?

Para entonces ya no podía reprimir unos sollozos que a mí me partían el corazón.

—No. No, Álvaro. —Lo tomé por el cuello y pasé a abrazarlo con todo el amor del que fui capaz—. Se ha acabado la historia tan terrible que vivisteis. —Hice hincapié en el plural—. Y, si me apuras, con más dolor para ti porque tú gozabas de la lucidez que ella fue perdiendo poco a poco.