Capítulo 40
¡N
o podía creerlo! Una y otra vez leía y releía esa carta que no iba dirigida a mí y que Álvaro había introducido en el sobre equivocado, dando fe de una traición de la que nunca te llegas a creer merecedora. Una de esas que destruyen el alma de la víctima de tanta infamia.
Sabía muy bien que toda persona engañada tiende a repetir la misma frase: «¡Jamás lo hubiera esperado de él!». Yo no era una excepción, lo confieso, pero es que resultaba totalmente cierto. ¡Si Álvaro no tenía la más mínima necesidad de engañarme con otra mujer! Y, sobre todas las cosas, ¿cómo era posible que lo hiciera prendado del perfil contrario al que juraba constantemente que le enamoraba de mí? Era ese un golpe bajo que no podría perdonar jamás.
De modo que... ¿yo no era bonita? ¿Ni tan siquiera tenía un buen cuerpo? Le compensaba de mi persona una especie de estúpida bondad que no me negaba, pero aceptaba con una gran dosis de magnanimidad. Pero ¿no era él quien confesaba volverse loco compartiendo mi pasión desenfrenada, acariciándonos y mordiéndonos hasta la locura? Aquella deplorable carta ¿me llegaba del mismo hombre que me juraba una y mil veces que no disfrutaba haciendo el amor hasta que me conoció? Y para colmo de burla hiriente y dolorosa... ¿le proponía a su nueva adquisición un amor muy diferente al que había vivido junto a mí? Una historia de amor llamada al fracaso desde el principio...
Nunca había llorado tanto por un hombre como una vez descubierto su estúpido e irreversible error. Error que, me dije, tendría consecuencias nada irrelevantes, teniendo en cuenta que la tal Vittoria habría recibido la otra carta. Aquella que realmente me habría dirigido a mí. Suponía que este hecho, más que beneficiarlo, le resultaría perjudicial de cara a su propia imagen, a su persona. Se vería obligado a librar una tarea muy ardua como sería disimular una desfachatez que, en modo alguno, podría ser considerada como una buena tarjeta de presentación para la nueva mujer de su vida. Por largo que fuese el periodo de tiempo que llevaran saliendo juntos.
Una vez remitió mi alteración mental comencé a intuir la reacción de Álvaro.
Era evidente que lo había herido en lo más profundo de su ser. Nunca debí soltarle aquella filípica sobre el amor-pasión y el otro amor, el que yo consideraba de burgueses, abominable. Así, esa equivocación material —el haber confundido una carta con otra— me permitió saber que se trataba de una venganza en toda regla. ¿Le habría asustado mi reflexión tajante sobre el asunto en cuestión? Y de ser así, ¿iba a buscar inmediatamente después a otra persona completamente distinta a mí a la que, además, trataría de moldear a su imagen y semejanza con la firme intención de dar un giro total a su futuro inmediato? No era capaz de entender tanto rencor acumulado hacia mi persona. Máxime tratándose de alguien inequívocamente inteligente. ¿Y si llevaba tiempo enamorada de un egoísta vanidoso y dominante sin siquiera haberme dado cuenta? ¿Y si la estética de la que tantas veces había sido víctima me había hecho caer de nuevo en una trampa?
Fueron pasando los días, pero no el dolor. Me refugiaba obstinadamente en mi trabajo, con una voluntad tan férrea que era plenamente consciente de que se debía a la rabia que guardaba en mi interior. En cuanto me quedaba sola me resultaba inevitable experimentar la aflicción que se vive cuando una es consciente de que ha perdido definitivamente a alguien a quien ha querido mucho durante un largo periodo de tiempo. Lo peor era que no tenía una persona que me sirviera de confidente —pensé, transcurridos unos cuantos días desde la noticia — y, a pesar de que yo no era proclive a sacar a la luz penas propias, y menos cuando estas son las penas que el amor casi siempre trae consigo, llegó un momento en que comencé a sentirme angustiosamente sola.
Miré el reloj impacientada por una noche que parecía eterna. Lo era porque para dejar de pensar trataba de dormirme cuanto antes. Me metía temprano en cama y, como era incapaz de leer o de oír la radio, después de un rato acusaba el cansancio de tantas noches en blanco y me quedaba dormida.
Una noche me desperté sobresaltada por una pesadilla. Todas las luces de mi habitación estaban encendidas y eran las tres de la madrugada. ¡No podía más! A los pocos minutos, desesperada, telefoneaba a Emilio a Milán. Como era previsible, la actitud y las palabras de Pucci retrataron al maravilloso ser que era. Su categoría humana, como pocas que conocería a lo largo de mi vida.
Cuando acabé de contarle la historia me disculpé.
—Me agobia pensar que tal vez te haya despertado para contarte esta tontería de la carta. A veces pienso que no tengo arreglo. Que soy incapaz de madurar, de solucionar mis propios problemas emocionales.
—Si continúas disculpándote me veré obligado a colgarte el teléfono. Te he dicho ya en varias ocasiones que no me has despertado, que estaba leyendo. Y aunque me hubieras despertado... ¿para qué estamos los amigos? Creo que la definición más exacta de un amigo es la que afirma que alguien lo es cuando puedes telefonearlo, si lo necesitas, a la hora que sea para charlar.
—Pero para contarte la tontería de Álvaro y la carta metida en el sobre equivocado...
—¿Me estás diciendo que se queda en eso? ¿Que toda la historia se reduce a una confusión más o menos inconveniente? Mira, lo que me cuentas es, ni más ni menos, la historia de una traición. De modo que no trates de minimizar el dolor. Eso no ayuda nada. Tú has estado muy enamorada de Álvaro y este final es muy penoso. Comprendo que estés hecha polvo, por eso quiero que interiorices bien lo que siempre me dices: soy tu amigo del alma y, por tanto, puedes contar conmigo siempre y para cualquier cosa que se te ocurra.
—Gracias, Emilio.
—No las acepto. Te llamaré estos días para interesarme por ti, pero quiero verte. Las personas únicas como tú no sólo sois difíciles de conocer, sino que, en muchas ocasiones, lo que resulta fácil es malinterpretaros. Era esta la generosidad con la que Pucci se movía por el mundo en general. Y la que prodigaba a sus amigos en particular. Además de su bondad innata tenía humildad para no desear el más mínimo protagonismo, sino todo lo contrario. Si un amigo le planteaba un problema, como acababa de hacer yo, por poner un ejemplo, no esperaba un segundo para paliarlo utilizando todos los medios a su alcance. Y para colmo al final parecía que el favor se lo habías hecho tú al aceptar su ayuda.
Pocos días más tarde, decepcionada como nunca, regresaba a Roma. Los niños seguían en Forli junto a mi madre y Galeazzo estaba sumido en una guerra, y no precisamente en sentido figurado. Una guerra que aún contaba con un toque peculiar. Tanto a Hitler como a mi padre los caracterizaba una gran indecisión. Ninguno de los dos podía permitirse el lujo de dar un paso en falso. Y es que a sus maneras de comportarse, ora con cautela, ora con inexplicable osadía, había que añadir la auténtica situación caótica del viejo continente. Eran tantas y tan poco previsibles las posibilidades de alianzas con distintos países que resultaba imprescindible ser muy cauto para evitar caer en la ingenuidad de fiarse de nadie. ¡Ni de tu propia sombra!
A trancas y barrancas, lo admito, continué yendo a la Cruz Roja de Roma para proseguir con mis clases. También comencé a prepararme en la soledad de un cuarto de estudios para presentarme a los exámenes de materias diversas, con el fin de conseguir el definitivo diploma de asistente sanitario. Desde que aprobé los exámenes tenía pleno derecho a trabajar como enfermera y, sin vanidad de ninguna clase, creo que me convertí en una persona válida para cumplir con las tareas a las que se compromete todo el que se dedica a aliviar el dolor ajeno.
Durante más de dos meses, atada a una actividad frenética en la Cruz Roja, permanecí en Roma. Más tarde embarcaría en un barco hospital, el Aquileia, en el que navegamos por muchos lugares atendiendo a nuestros compatriotas heridos en distintas misiones.
Durante la larga temporada que estuve en Roma telefoneaba frecuentemente a mi padre, que parecía encantado de que mi madre estuviera en Forli, y cuando terminaba mis prácticas a veces me acercaba a verlo. En una ocasión intenté que me acompañara Galeazzo, pero la relación entre ellos ya no era la misma; sus opiniones contrarias con respecto a los alemanes los habían distanciado mucho:
—¿Ir a ver a tu padre? —preguntaba asustado mi marido—. ¡No, vida! Pídeme cualquier otra cosa que desees. Pero esa no puedo concedértela. Llevo unas catorce horas discutiendo con él y proponiéndole distintas actitudes con respecto a lo que llama nuestros aliados. Y casualmente no encuentra razonable ninguna.
Una de esas tardes telefoneé a papá para preguntarle si le iba bien que pasara a verlo a última hora. Si estaba ocupado podía dejarlo para el día siguiente...
—No, Edda. Me encantaría verte cuanto antes. Siempre es grata para mí tu presencia.
—Gracias, padre. Me preguntaba si estarías ocupado.
—No. ¡Qué va! ¿Sobre qué hora piensas venir?
—Sobre las siete más o menos. En cuanto acabe mis clases.
—Estupendo. Tengo citado a las cinco a Llovet, el embajador de Argentina en Roma que culmina aquí su carrera diplomática. Pero, a pesar de que habla como un loro, para cuando tú llegues estaré libre.
Subía a buen ritmo los peldaños de la escalera principal de la residencia de mis progenitores cuando, por el acento, comprendí que era el embajador de la República Argentina quien comenzaba a bajarlos, después de despedirse de papá. Miré sonriente a Llovet. No lo había tratado mucho, pero era un tipo muy afectuoso que, en efecto, pronunciaba un número tan exagerado de palabras por segundo que sólo parecía posible que alguien le hubiera dado cuerda. Exceptuando ese defecto —que a mí siempre se me olvidaba, sin duda porque lo veía muy de tarde en tarde—, el embajador era ingenioso en extremo. Por un momento, y con la tonta ilusión de pensar que sonriendo podía seguir mi camino sin ser interceptada por su saludo formal y eterno, lo miré a los ojos con el deseo de que viera en ellos una expresión lo suficientemente expresiva como para que se diera por saludado con una respetuosa inclinación de cabeza.
Pero, como en el fondo de mí misma sabía, estaba muy equivocada. Venía hacia mí sin el menor asomo de duda y, al subir yo y bajar él la escalera, el encuentro físico resultaba inevitable. Me rendí ante la evidencia.
Como de costumbre, su amabilidad fue enorme, casi eufórica. Regresaba a Buenos Aires y parecía sentir la necesidad de manifestar el agradecimiento hacia toda nuestra familia por lo bien que, según decía, se había sentido tratado por nosotros en este último puesto donde culminaba su dilatada carrera diplomática. El pobre hombre se emocionó y yo entendí por lo que estaría pasando. No debe de ser fácil dar por finalizada una rica vida en activo y comenzar otra etapa de la existencia, más tranquila sí, pero también más cercana al declive, al final. Además, y aunque se esforzaba por disimularlo, le entristecía mucho la situación en Europa. Creo que se preocupaba sinceramente por nosotros, pues sabía que no nos dejaba precisamente a buen recaudo.
Después de protagonizar junto a él un nuevo y definitivo adiós, subía las escaleras pensativa, fijándome en los escalones para no tropezar. Levanté la mirada de manera instintiva al oír la tos y los pasos de otra persona que bajaba apoyándose en la balaustrada rumbo al jardín frontal de Villa Torlonia. Fue entonces cuando vacilé y perdí el equilibrio. Lo recuperé de inmediato, urgida por la necesidad de disimular mi turbación. Álvaro, como un espectro que se deja ver sólo a la caída de la tarde, era quien tosía. El hombre que bajaba la escalera deprisa detrás del embajador argentino era mi amante traicionero. Lo reconocí en cuestión de segundos a pesar de que jamás habría podido imaginar que me lo encontraría en aquel lugar. Él necesitó tenerme frente a sí para hacerlo. Era mucho más previsible para Álvaro imaginarme en aquel edificio que al revés. Sin embargo, yo a él lo habría reconocido por su altura, su figura, su manera de andar o la forma de su cabeza en cualquier lugar del universo. Cabe creer que su actitud respondiera al ardiente deseo de rechazar un encuentro que para él, después del disparate epistolar, resultaría verdaderamente incómodo:
—¡No te había conocido! —comentó incapaz de mantener mi mirada.
—Ya lo he visto —me precipité a decir para no hacerle las cosas más difíciles.
—Escucha, Edda —dijo tomándome por el brazo y acercando sus labios a mi oído—: Sé que te debo una explicación y voy a...
—¡A mí no me debes nada! —dije con desdén mientras lo taladraba con la mirada—. No tienes que... —No me dejó terminar la frase.
—No digo que tú te merezcas una explicación, que también, sino que deseo deshacer un malentendido y...
Enseguida mi intuición me hizo constatar lo que ya imaginaba. Fue definitivo comprobar su obstinación por definir como un malentendido una metedura de pata que lo había dejado con el culo al aire ante mí.
—No te esfuerces, Álvaro. Déjalo. Sólo quiero aclarar que el hachazo que descargaste en mi corazón no es ni será nunca un malentendido. Se llama traición. Y es justo lo que jamás habría imaginado que merecía por tu parte. Te he querido mucho.
—¿Puedes decirme por qué hablas en pasado? —Parecía cortado, pero menos que antes, seguramente al comprobar el grado de debilidad que el dolor me procuraba.
—No existe para nosotros ningún otro tiempo verbal. Pero déjame decirte —era esta la única posibilidad de venganza a mi alcance— que no deja de ser sorprendente que te apoderes de mis palabras sobre la pasión para explicar a una tercera persona lo que yo te quise decir en la confesión que ofendió tu orgullo más primario, sólo que otorgándoles el significado contrario. El que te convenía expresar. Espero que, aunque sea únicamente para ti mismo, desarrolles mi opinión íntegra sobre el asunto. ¡Te desprecio con toda mi alma! ¡Eres un pobre hombre, Álvaro!