Capítulo 4

 

N

unca negaré la posibilidad de haber estado, en cierto modo, enamorada del Duce, como aseguraba mi marido. Pero no sería un problema existencial grave, puesto que no creo que lo buscara a él —al menos de manera consciente— en otros hombres. Me casé con Galeazzo. Y lo hice muy poco después de haberlo conocido. Creo que, en el fondo de mí misma, siempre supe que se trataba de una buena apuesta por mi parte.

Así había sido educada, al menos desde que papá comenzó a ascender en política. Durante aquellos años, mis padres aprovecharon nuestra residencia, primero en Milán y más tarde en Romaña, para enviarme a un colegio de señoritas, o finishing school, en Turín. En él, y dando por hecho que la realidad —al parecer, por pura justicia— habría de sonreímos desde la cuna a la tumba, nos enseñaban tonterías de diversa índole. Por supuesto, se daba por sentado que tendríamos una recua de personas a nuestro servicio, de modo que el quehacer para el que nos preparaban consistía en supervisar los detalles que daban cuenta de una sensibilidad sólo asequible a personas pertenecientes al gran mundo. No nos enseñaban a llevar una casa, sino a lucirnos en ella: cómo colocar unas flores en un jarrón con una gracia personal imposible de emular, ultimar la sofisticada repostería colocando, literalmente, la guinda en la tarta, o dar las instrucciones precisas para que los invitados a un almuerzo quedaran boquiabiertos con los infinitos detalles estéticos con los que puede ser adornada una mesa.

También nos indicaban el lenguaje o la ropa apropiada para vestir en las diversas ocasiones en las que tendríamos que ejercer de esposas de hombres ricos y poderosos. En pocas palabras, recibíamos instrucciones para contraer matrimonio con un hombre de posibles al que nos interesaría, como prioridad, mantener contento junto a nosotras. No era necesario ser muy perspicaz para comprender que sólo en ese supuesto aceptaríamos que las enseñanzas adquiridas en aquel lugar no habían resultado baldías. Comenzábamos, incomprensiblemente, la casa por el tejado.

Me hallaba inmersa —era mi estado natural en aquella época— en algún tipo de situación emocional compleja y desestabilizadora cuando María Ciano me presentó a su hermano en un baile en casa de los Rimini. Galeazzo me sacó enseguida a bailar y danzamos abrazados por aquellos inmensos salones al ritmo que marcaba una espléndida orquesta. Me pareció, como ya me lo había parecido en la fotografía que su hermana me había mostrado de él, un chico guapo y atractivo. Era uno de esos primeros días con los que el verano nos sorprende y vestía un favorecedor esmoquin con americana blanca. De inmediato supe que lo que me gustaba era sentirme abrazada por aquel hombre tierno y protector. Confirmé, encantada, que habíamos superado la primera prueba de fuego sin problema de ninguna clase. Nuestras pieles se acoplaban con un irreprimible entusiasmo. Este hecho, que puede en principio parecer banal, es lo más decisivo en lo que al goce del amor físico se refiere.

Galo acababa de regresar a Roma después de haber vivido muchos años en el extranjero. Al despedirnos aquella noche quedamos en volver a vernos muy pronto.

Me telefoneó diez días más tarde.

—¿Qué tal? ¿Cómo estás, Edda?

—Bien. Bueno, si soy sincera, debería decirte que esperando tu llamada. ¡Te ha costado cumplir tu palabra!

—No es eso. ¡Qué va! Por más que me apeteciera verte, no quería telefonear sin dejar pasar unos cuantos días. Me negaba a parecerte un pelmazo... Pero hoy ya no he podido esperar más y quería saber si te apetecía venir conmigo al cine.

Cuando nos vimos le expliqué que me había hecho una ilusión enorme oír su voz al otro lado de la línea. Si no había sido especialmente expresiva —proseguí— se debía a una razón poderosa: a mi padre le impacientaba mucho vemos mantener largas conversaciones telefónicas. De nuevo se trataba de un asunto relacionado con nuestra propia seguridad. Él estaba convencido de que el teléfono de Villa Torlonia, como tantos otros en Roma, estaba pinchado.

Creo que a Galeazzo le hizo gracia mi naturalidad al comentarle las razones que justificaban mi forzada impavidez. Como si quisiera hacerme perdonar de ese modo la desidia que había mostrado en nuestra conversación de teléfono. Ese plan tan agradable, que consistió en estar juntos y charlar —apenas pusimos atención a la película que se proyectaba en aquella sala—, hizo que la tarde pasara en un suspiro. Así, una vez más, nos despedimos deseando propiciar un nuevo encuentro entre los dos. Sabíamos que debíamos tener un motivo que justificara nuestras citas, pues aún no habíamos dado el paso de salir juntos sin utilizar disculpas, por derecho. Lo cierto es que, después de aquella segunda cita, el motivo comenzaba a resultar para nosotros completamente indiferente. Y es que...

Al día siguiente Galo me hizo llegar un enorme ramo de rosas rojas de la mejor floristería de Roma junto a una nota manuscrita:

 

«Quisiera agradecerte la felicidad que me proporciona tu compañía. Espero que nunca me prives de ella. Estoy feliz de haberte conocido. Con amor, Galeazzo.»

 

Sentí una ilusión que no olvidaré en toda mi vida.

Leía y releía su tarjetón una y otra vez. «Galo me manda rosas rojas —además, rojas—. ¿Que no le prive de mi compañía? Y ese final tan atrevido... ¿Con amor? ¿Qué significa, de verdad y en este caso, con amor?» Como es lógico, me vi obligada a llamarlo para agradecerle su detalle:

—Galo —dije su nombre sin disimular mi emoción al hacerlo.

—Dime, Edda.

Sentí satisfacción en su cálida voz, en su amorosa risa apenas contenida.

—Me encantaron tus rosas. Pero me sobrecogió tu mensaje.

—Te lo mereces. Te lo mereces todo. Por cierto —cambiaba azarado de tema—, quería invitarte al cine Savoy. Hay un estreno internacional.

Recuerdo el título de la película americana que vimos, Sombras blancas, interpretada por todo un elenco de actores y actrices de primera fila. Volvimos a hablar sin parar durante su proyección. Lo propiciaba, sin duda, la necesidad de intercambiar confidencias, como hacen todas las parejas de enamorados. En aquellos encuentros, oficialmente cinematográficos, ya había dado un paso en el conocimiento no sólo del carácter, sino también del físico de Galo: el maravilloso olor de su piel a cítrico, a limpio. Y no precisamente porque tuviéramos ocasión de mantenernos muy cerca el uno del otro. Era insoportable la sensación que me producía el saberme constantemente observada por los miembros de seguridad de mi escolta. Aun así, calculo que, mediada la película, Galeazzo acercó sus labios a mi oído —como solía, pero con más delicadeza si cabe— y, cuando yo menos lo esperaba, dijo en un susurro:

—Edda, ¿quieres casarte conmigo?

—Se me ocurren cosas infinitamente peores. ¡No estaría mal...!

Creo que la carcajada de Galo pudo oírse en toda la sala. Cada vez que nos acordábamos de mi inusitada reacción volvíamos a reímos. A él le sorprendía mucho mi rapidez mental. Pero no era tanta como para epatar a nadie. Simplemente había pensado en alto. Después de todo, el nuestro era ya un proyecto imparable.

Unas semanas después, en las que me encontré más cerca de las nubes que otra cosa, Galeazzo hacía su entrada en Villa Torlonia para hablar con papá y pedirle mi mano. El Duce, tan apegado a Costanzo, no conocía a su hijo. La impresión que le causó fue inmejorable. No me sorprendió la acogida que le dispensó, ya que tanto su aspecto como sus buenos modales eran recios y a la vez refinados. Además, el hijo del almirante Ciano sería, por principio, siempre bien recibido en casa de mis padres.

Nada más terminar la corta conversación entre ellos, Galo sacó del bolsillo interior de su americana un estuche que contenía un anillo de oro blanco con un zafiro rodeado por pequeños brillantes. Era un buen regalo, pero yo lo valoré porque venía de él, no por ser una alhaja importante. Nunca he sido aficionada a las joyas. Tampoco a bienes materiales que no me produjeran un bienestar inmediato.

Yo deseaba mostrarme más efusiva con quien era ya mi prometido, aunque mi timidez —en la que jamás creyó nadie— me lo impedía. Para concluir tan absurda situación, sólo se me ocurrió acompañarlo hasta la puerta. Andábamos despacio y al alcanzar las escaleras nos besamos. Fue un beso inolvidable. Y el primer beso de amor entre nosotros, puesto que, en una especie de arrebato conservador, algo muy latino por cierto, al contar con la certeza de que nuestra historia tendría futuro habíamos convenido mantenerla limpia y pura. Un detalle que reflejaba la distinción que los hombres de aquella época hacían entre una señorita con la que querían pasar un buen rato y aquella otra que elegían para que fuese la madre de sus hijos.

Cuando regresé a casa, con el corazón inundado por una alegría infinita, me encontré con que el ambiente que allí se respiraba no podía ser definido más que como de un inmenso alboroto. Papá, cauto como siempre, había esperado hasta asegurarse de que el chico de Costanzo no volvería a hacer su entrada junto a mí. Cuando confirmó que yo regresaba sola llamó a mi madre a voz en cuello.

—Rachele, veeeen, veeeen cuanto antes. Eduvigis, ¿queréis que os dé una buena noticia? ¡Pues bajad corriendo! ¡Es cierto! ¡Esta vez es cierto!

En mieras de segundo las dos hermanas se hicieron presentes con un semblante que oscilaba entre la guasa y el susto. Tía Eduvigis no perdía el tiempo:

—¿Acaso quiere el muchacho casarse con Edda?

Mi madre, controlando su impaciencia, esperaba la respuesta de su marido.

—¡Es exactamente eso lo que acaba de comunicarme el hijo de Costanzo!

—¡Qué alegría más grande me das, Benito! —Tía Eduvigis, aficionada al protagonismo, parecía la madre de la criatura—. Me ha parecido muy apuesto. Lo he estado observando por la rendija de una puerta —confesó sin apuro—, y es un hombre de los de verdad.

—Para mí también es una magnífica noticia —intervino mi madre, en su línea, más contenida y discreta—. Como sabes, hija, estaba ya harta de esos novios de tres al cuarto que buscabas sin fundamento de ningún tipo. ¡Cómo iba a casarse una hija de Mussolini con esos muertos de hambre que no pasaban de ofrecerte poesías infames!

Yo estaba alegre por ellos, pues sabía hasta qué punto lo habían pasado mal por mi incierto futuro, viviendo su preocupación por mí con esa realista inquietud que sólo puede sentir la gente que conoce bien la pobreza. También me complacía ver al jefe de gobierno actuar como un padre no sólo cariñoso y cercano, sino en toda la dimensión de su expansiva y pasional humanidad. ¿Podría mucha gente imaginar al Duce tan primario, sin máscara alguna? Y lo hacía porque su amor hacia mi persona era tan grande que le resultaba imposible mostrarse de otra manera. Además, aunque jamás me hubiera manifestado su preocupación, no era para mí un secreto que también él estaba deseando verme casada. Y bien casada.

Siempre pensé que, en el fondo, mi madre habría preferido que contrajera matrimonio con Pier-Francesco. Además de saberlo de una familia poderosa y acaudalada, el que fuera de Romaña significaba mucho para ella. Se habría sentido más identificada con un paisano e indudablemente podría haberlo manipulado con más facilidad. Como si la sociedad a la que Galo y su familia pertenecía quedara muy lejana de su influencia.