Capítulo 41

 

A

sí di por finiquitada la historia de amor más importante de mi vida. O tal vez, pensé para consolarme, en lo relacionado con el amor la última historia es, por definición, la más importante. La opresión en el pecho y la angustia que sentí inmediatamente después de despedirme de él con un cruce de palabras estúpido y sin vuelta atrás daba fe de ello.

Y sentada en una silla Luis XIV de una galería de la residencia de mis padres, ahora ya envuelta en la oscuridad para que nadie notara mi presencia allí, sentí la urgencia de volver a la infancia. Necesité, como entonces, el brazo fuerte y protector de mi padre cuando me sujetaba por la cintura.

No me refiero a los años de la política y el poder, sino a esos otros en los que se ganaba la vida con el sudor de su frente mientras seguía viviendo en la pobreza de la que tardaría en salir. Cuando era un buen mozo que se bastaba a sí mismo para plantearse la existencia con una escasez rebosante de dignidad y con la calma del que sabe que, poniéndose en lo peor, poco tiene que perder.

Ahora, con su aspecto de perdedor, tan literario, en nada recordaba al hombre ciertamente poderoso en que se había convertido en un espacio muy breve de tiempo. Aún más difícil resultaba imaginarlo tan prepotente como llegamos a verlo en sus momentos de gloria. Empezaba a parecer ya el tipo derrotado que acabaría por ser hasta el final de su vida. No obstante, me consta que hacía un esfuerzo ante mí para dar una impresión lejana a la pena.

—¿Cómo está la niña de mis ojos? —preguntó tratando de fijar su mirada en la mía, algo que no solía conseguir.

—Bien, papá —respondí yo con un trozo de queso parmesano en la mano que había cogido de la cocina antes de dirigirme a su despacho—. A ti te veo estupendamente —mentí.

Y para que no se notara mi piadosa mentira proseguí con una conversación coloquial, carente de pretensión de ninguna clase:

—Menos mal que me he retrasado un poco. Me he encontrado con Llovet en las escaleras. Especialmente amable su despedida, por cierto.

—¡Es que es un hombre que goza de mi mayor simpatía! Lo que ocurre es que los argentinos son un verdadero peligro. Comienzan a hablar, a hilar unos asuntos con otros y, finalmente, como no seas una persona firme, llegas a experimentar la desagradable sensación de ser reo de un secuestro. Aunque te cueste creerlo, había llegado a las cinco de la tarde, como te dije.

—¡Qué barbaridad! —Yo trataba de seguir el hilo de la conversación para no permitirme dedicarle un segundo pensamiento al encuentro con Álvaro—. Lo peor es que llegado un momento sería infinitamente más tranquilizador que te anunciaran, sin pudor, que su visita podría durar entre dos y tres horas y que, superado ese lapso de tiempo, quedarías finalmente liberado de su presencia. ¿No crees?

—Por supuesto. —Se le escapó una risa leve, incluso un poco forzada—. En cualquier caso, creo que peor que él, que se hace querer, era el compadre que lo acompañaba.

—¿Por qué dices eso, papá?

—El compadre se llamaba Álvaro. Y ahora vamos a pedir la cena, que se está haciendo tarde.

—¡Ah! No lo conozco —mentí lívida, con un hilo de voz.

—Yo sí. Lo he visto en todas y cada una de las reuniones sociales o institucionales a las que he asistido. ¡Qué pelmazo! Es un «Pepito sociedad...». Puede que tenga muchas cosas que hacer en la vida, pero la impresión que da es la contraria. Parece que se dedica, como otros a la arquitectura o la ingeniería, a hacerse invitar allá donde considere que hay dos personas que encuentra elegantes o poderosas juntas. Un hispanoamericano pretencioso. Que, por cierto, se dan como setas...

Sé que estaba engañándome a mí misma, pero me compensaba hacerme eco de la nefasta opinión que papá tenía sobre mi ex. ¿Y si no pasaba de ser un tipo que, aun pareciendo Borges, cada vez que emitía un sonido se convertía en un impostor?

A pesar de mi drama, que ya empezaba a amainar, pasé una velada muy agradable. Creo que, durante unos instantes al menos, el Duce sintió la necesidad imperiosa de olvidarse de su cargo y de su responsabilidad, de manera que pudimos hablar de todo con un grado de tranquilidad muy inusual en los últimos tiempos. Tuve la impresión de haberlo reencontrado, lo que me hacía feliz. Fue entonces cuando me dijo una frase que recordaría el resto de mi vida:

—Estoy muy orgulloso de ti, Edda —dijo casi en un susurro, para añadir—: Como siempre.

 

De cuando en cuando llamaba a Forli para hablar con mi madre e interesarme por ella y por mis hijos. La encontraba bien, pues creo que en aquellos momentos necesitaba más que nunca un cometido que le diera sentido a su vida. Había salido del infierno de Villa Torlonia, donde papá, sin intención, hacía presente a Claretta mientras ella sentía que sobraba. Entonces la asaltaban los demonios de los celos, de la rabia incontrolable. Por el contrario, en el campo, siempre agradecida a sus orígenes, se sentía lejana a su conflicto existencial. Creo que para entonces ya hacía suya la decepción que —por más que no lo reconozcamos en público— suelen producirnos los hijos y disfrutaba de una nueva generación que no tendría que soportar cuando fueran adultos: sus nietos.

Con Emilio compartía confidencias telefónicas que él atendía a la perfección. Me había anunciado su visita a Roma y en cuanto terminó unos asuntos que le retenían en Turín, mientras yo encontré el momento adecuado para tomarme mis primeros días de descanso, vino a verme.

Salimos a almorzar a lugares discretos —no considerábamos oportuno exhibirnos en aquellos otros donde era sabido que se reunía la gente conocida, bien para recabar información sobre la situación política o para olvidarse de ella— en los que charlábamos tranquilamente a calzón quitado, llegando a poner de manifiesto confidencias relacionadas con sentimientos de las que no habría hecho partícipe a ninguna otra persona en el mundo.

Emilio insistía en lamentar el hecho de que para mucha gente, incluso próxima a mí, yo era una gran desconocida. Hacía entonces un repaso a aspectos concretos de mi existencia por los que podría haber quedado marcada: la dificultad de asumir la infernal relación entre mis propios padres; el matrimonio poco ponderado que asumí, en el fondo, para tranquilidad de ellos; el cambio de estatus social que transformó nuestra vida familiar de la noche a la mañana; la desconfianza que me inspiraban muchas personas que se acercaban a mí, puesto que el interés presidía muchas de sus amabilidades; la infidelidad de Galeazzo, que convertí en mía; o la fijación por sentirme querida a través de la búsqueda del amor de una manera desesperada, convirtiéndome en amante ocasional de unos y otros... O el espejismo de un amor renovado y siempre equívoco que llegaba a sentir por mi marido.

Nunca tendría palabras suficientes para agradecer a Pucci aquella entrega total. Esa que le llevó a ejercer del psiquiatra que yo necesitaba y al que por supuesto no tenía acceso en aquellos momentos. Lo que es absolutamente cierto es que, según pasaban las horas tan rebosantes de armonía, que se traducen en conversaciones presididas por el corazón y no por el intelecto, mi necesidad de proximidad física a mi benefactor se convertía en directamente proporcional a su dedicación. Yo era consciente de que, por puro agradecimiento, me encontraba con frecuencia tomando la mano de Emilio, aproximándome a su rostro un poco más e incluso, y en un mar de lágrimas, dejándome llevar por la necesidad que siempre tuve de sentirme protegida, descansando mi cabeza en su pecho. En principio para ocultar mi llanto, pero también para llegar a hacer mío ese calor humano que muy poca gente es capaz de transmitirte. Era entonces cuando él me dejaba hacer, como primera medida. Después me acariciaba la cabeza —para entonces recostada en su hombro— y tomaba mi rostro entre sus manos en un gesto tan amoroso como autoritario, con el que deseaba poner fin a una completa postración de mi persona.

Aquella misma primavera fui destinada por los miembros del Comité de la Cruz Roja a Albania. Se trataba de prestar mis servicios de enfermera en un hospital de campaña de dicho país. Si la vida me concedía la oportunidad de conocer a mis nietos, tendría una buena aventura para contarles.

La misma noche que fondeamos en la bahía de Vlorë —una noche de luna llena, estrellada y luminosa— naufragamos. Se trató de una coincidencia, puesto que, precisamente en aquellos días, papá se encontraba también allí inspeccionando unos pozos de petróleo y los ingleses pensaron que nuestro barco hospital, el Aquileia, era la residencia de mi padre y nos torpedearon, a pesar de que llevábamos no sólo la bandera de la Cruz Roja, sino también la enseña que distinguía a los barcos de enfermos del resto. Por fortuna, no había muchos enfermos en el Aquileia, puesto que, como acabábamos de atracar, estaba previsto que la mayoría embarcaran a la mañana siguiente. De otro modo, no quiero ni pensar la tragedia que podía haberse cernido sobre todos nosotros.

Permanecí un par de semanas más en Vlorë y después me dirigí a la ciudad albanesa de Dhërmi, donde se hallaba el hospital de campaña más moderno de aquel momento. Me sentía muy bien porque el ser testigo del dolor ajeno es un antídoto contra el propio egoísmo.

Tanto en estas misiones como en las que más tarde llevaría a cabo también como colaboradora de la Cruz Roja procuraba pasar inadvertida, aunque no siempre lo conseguía. No deseaba ser reconocida como la hija del Duce, pero cuando comprendí que mi pretensión era vana, si alguno de los enfermos, e incluso algunos de mis compañeros, se daban cuenta de que lo era, lo aceptaba sin mover un músculo de mi cara con el fin de que nadie hiciera diferencias con respecto a mi persona.

En el verano de 1942 fui destinada a Stálino, una ciudad de Ucrania que se encontraba en el camino hacia Stalingrado, y viajé allí en contra de la opinión del Führer. Era curioso que encontrara más resistencia en él para que fuera a Rusia que en mi propio padre o el mismo Galeazzo. Tal vez porque los dos últimos estaban convencidos de que, si yo había tomado esa decisión, nadie podría sacármela de la cabeza. Sin embargo, yo creo que, al menos por lo que se refiere a mi padre, le llenaba de orgullo el hecho de tener una hija tan aguerrida. Algo que para Hitler era totalmente incomprensible. Me telegrafiaba insistentemente para hacerme saber que aquella idea le parecía un auténtico disparate. Tampoco lo aceptaba enfocado como un acto de patriotismo, ya que, en su opinión, una vez en Rusia, y en caso de necesitar un rescate, sería complicado para nuestros mutuos países llegar hasta allí.

La batalla de Stalingrado se libró entre el 23 de octubre de 1942 y el 2 de febrero de 1943. Y tanto los alemanes como nosotros sufrimos una gran derrota frente al ejército ruso. Todavía en la actualidad, mientras relato este hecho que ha pasado a convertirse en histórico, las lágrimas corren incontinentes por mis mejillas. Temo ensuciar los folios en los que escribo llenándolos de rabia y de una humillación que traería consigo unas consecuencias tan dramáticas como inesperadas. Heridas que el mundo entero no podría olvidar jamás.