Capítulo 49

 

N

o merecía la pena que siguiera esforzándome. Resultaba inútil continuar tratando de saber dónde me hallaba. De pronto me encontré en una habitación blanca, tumbada en una cama de hierro de idéntico color. No oía ni un ruido que pudiera aportar una pista a mi desconcierto. Impacientada, salí de allí tal como me encontraba, en camisón. Divisé un larguísimo pasillo de suelo de baldosas blancas y negras y pensé que me conduciría hasta alguien que pudiera darme razón de tan extraño paradero. Me disponía a entrar en una cocina cuando oí una voz algo alterada:

—Condesa. —Me di la vuelta y me encontré con una enfermera—. ¿A dónde se dirige usted? ¿Se encuentra bien? ¡Veo que se ha despertado!

—Perdón, señorita —repliqué—. Ignoro dónde me encuentro. ¿Por qué dormía? ¿Desde cuándo? Y, sobre todo, ¿en qué país estamos?

—En Suiza, condesa. Se va a enfriar —decía mientras pasaba su brazo por mi hombro—. Vamos a su habitación.

—Me niego a ir a ninguna parte sin que antes se me informe de mi situación.

—En su habitación le cuento —dijo algo azarada—. Enseguida pasará a verla el doctor Repond. Él la pondrá al día con más detalle.

—¿Repond? ¿Repond? ¡Yo conozco a Repond! —comenté de manera taxativa.

Alcanzamos la habitación de la que acababa de salir. Me instó amablemente a meterme en cama y, como tenía frío, la obedecí. Por el camino le había pedido a otra enfermera que llamara a Repond y unos minutos más tarde el doctor hizo su aparición. Nada más verlo me resultó conocido, aunque aún estaba muy confusa.

Me dijo que él era quien se había encargado de someterme a una cura de sueño.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde entonces? —pregunté como un resorte.

—Casi un mes —me respondió—. Veintiocho días, para ser exactos. —Su amplia sonrisa me sonaba, pero no podía recordar con nitidez.

—¿Por qué me durmieron? —pregunté nerviosa por desconocer algo que, al parecer, me concernía directamente.

—Condesa Ciano —replicó él a la vez que suspiraba hondo. Esta vez al escuchar mi nombre la memoria comenzó a activarse—. Lo suyo fue una depresión exógena. Por motivos más que justificados... —Pretendía darme los datos suficientes para que yo, sin su intervención, fuera consciente de la magnitud de lo que me había ocurrido.

—Lo siento, doctor. Sé que me ocurrió algo terrible. Pero...

—Su marido, condesa. —Se vio obligado a mencionarlo—. ¿Recuerda algo relacionado con él?

¡Ya lo creo que me acordaba! En un instante mis ojos se llenaron de lágrimas y, sin poder evitarlo, se escapó un grito ronco y seco de mi garganta. El psiquiatra me tendió su pañuelo de hilo y mientras me enjugaba las lágrimas le pregunté por Emilio.

—El marqués Barsento —¡qué versallesco es este médico!, pensé— ha venido a verla al hospital todos y cada uno de los días en los que estuvo dormida. —Me informaba como si se alegrara mucho de darme una buena noticia—. Es más, no creo que tarde en aparecer. ¡Se va a llevar una sorpresa!

—Y ahora, una vez terminada la cura de sueño, ¿qué se supone que debo hacer?

—Deberé valorar en los próximos días su situación actual. Es posible que pueda arreglarse con un tratamiento ambulatorio.

—¿Ha venido a verme mi padre? —pregunté de manera mecánica, traicionada por mi subconsciente.

—No. No lo creo. —Le daba reparo ser tan contundente y suavizó su respuesta—. A menos que lo haya hecho y yo lo desconozca.

Por suerte para él, en ese momento entró una auxiliar en la habitación y, después de conversar primero con ella y también conmigo, vi enseguida una bandeja con un menú tan apetecible que removió mis jugos gástricos.

Me interesé por la posibilidad de salir al jardín a tomar el aire. Pero la enfermera de planta —la misma con la que me había topado al despertar— me recordó que estaba de incógnito en Malevoz. Por tanto, me vería obligada a tomar el aire en la terraza. En un césped verde y muy cuidado pude observar a mis desconocidos compañeros de pesares: paseaban o se sentaban en los bancos, unos con más vitalidad que otros. Seguro que la luz y la clemencia del tiempo habían animado a muchas almas en pena a creer, durante un rato, que su dolor era menos hondo de lo que en realidad era.

Mi estado anímico era plano. Casi nada me importaba mucho e incluso llegué a pensar si seguiría drogada. Lo único que despertaba mi interés era la idea que acariciaba de poder ver a mis hijos y a Emilio. No aparecía y comencé a inquietarme. A ver si había venido durante un mes seguido a velar mi sueño y precisamente hoy no aparecía. ¿Tendría que esperar más para obtener noticias de los niños? Me equivoqué, gracias al cielo. En pocos minutos tenía junto a mí al amoroso Pucci, que celebraba la novedad de verme despierta. Y lo hacía con gran expresividad: me abrazaba con fuerza y besaba mis manos, mi frente e incluso los labios con un entusiasmo tan grande que me dejaba a mí —aún no del todo vuelta al mundo de los vivos— sin respuesta adecuada.

A pesar de todo, creo que la luz de mi mirada o mi sonrisa daban cuenta de la alegría inmensa que me inspiraba el encuentro con mi amigo del alma. Un hombre valiente y delicado, que había arriesgado su vida unos meses atrás con el fin de salvaguardar la de mis hijos —lo que yo más quería en el mundo— de todos aquellos oportunistas que, en busca de honores y prebendas, iban tras ellos para entregarlos a los poderosos. A los criminales.

Tenía un corazón que no le cabía en el cuerpo. Un cuerpo no grande, pero tan proporcionado que, desde un plano estético, también daba gusto mirarlo.

—Mi queridísima bella durmiente. ¡Qué dura es la vida sin ti! Es absolutamente imposible que puedas siquiera figurarte cuánto te he echado de menos...

—Emilio, guapo, ¡qué alegría verte de nuevo! —musité en su oído mientras nos fundíamos en otro estrecho abrazo—. Tú y mis hijos sois las únicas personas que me reconciliáis con el mundo. De no estar vosotros aquí, no me habría importado permanecer en esa especie de sueño eterno, que tampoco está tan mal...

Emilio deseaba proporcionarme toda la seguridad de la que era capaz para que yo comenzara mi nueva etapa sin temor a la vida. Una vez más me hacía una declaración de principios basada en su apoyo incondicional y en su amor inquebrantable por mi persona. Fueron horas enteras las que empleamos para reencontrarnos. A pesar de que en muchas ocasiones no nos hacía falta poner nuestros sentimientos en palabras, puesto que nos entendíamos con la mirada. El doctor Repond —según la enfermera jefe— pasaría a visitarme a última hora de la tarde.

Pucci me informó de que mis hijos se encontraban bien. Muy bien, insistía con auténtico énfasis.

—¡No sabes, Edda, hasta qué punto estos momentos difíciles les han procurado una insólita madurez para la edad que tienen! Pero... no se te ocurra pensar que guardan una pizca de amargura, ¿eh? La nanny que nos consiguieron mis amigos es muy eficiente. Te alegrará comprobar cómo están. Ya los verás. Por cierto, el otro día estuve en Lausana con Pierre Dubar, un amigo empresario, y me dijo que sabía de buena tinta que tu madre se encontraba en perfecto estado.

—¡Al fin tengo noticias de mi madre! Pobrecita. Se encontrará tan sola...

—Bueno, lo que me consta, Edda, es que se encuentra muy bien de salud. Que es, evidentemente —añadía bondadoso y certero—, lo primordial.

—Emilio... —Quizá el tono de mi voz era serio, lo suficiente como para que él se diera cuenta de que la pregunta que temía se le venía encima—. Quiero que me cuentes cualquier noticia relacionada con mi padre. ¿Qué sabes de él?

—No quería llegar a este punto, pero sabía que era inevitable. En algún momento mientras has estado ausente he pensado en mentirte. Pero no puedo hacerlo. No estoy capacitado. Esperaba que el doctor me diera alguna pauta para decirte la verdad, aunque matizada hasta el punto que él lo considerara oportuno. Pero no he tenido tiempo...

—Ve al grano, Emilio. Tanta preparación me pone nerviosa. Me asusta.

—No quiero que te asustes. Hace un par de semanas me encontré en Lausana con Virginia Agnelli, una de tus grandes amigas. Me pidió mi número de teléfono, y ha preguntado mucho por tu salud.

—Virginia es un ser humano fuera de lo común. Una amiga de las que no hay.

—Por supuesto.

—¿Y? —Mi laconismo era sinónimo de impaciencia. Necesitaba saber todo cuanto antes.

—Me contó que tu padre la había telefoneado en una ocasión... Lo había encontrado muy serio y afectadísimo, víctima de una fijación; desconocía tu paradero, y a ella, como a una de tus mejores amigas, le exigía que te transmitiera cómo habían sido las cosas. Hasta qué punto se había visto obligado por los nazis a cobrarse la vida de Galeazzo. Y por supuesto, todo el dolor que le había causado tomar esa decisión.

Mi terco silencio le recordó a Pucci que quería saberlo todo. Así, siguió explicándome:

—Virginia me contó que el nerviosismo de tu padre era tan grande que, a los pocos días de su primera llamada telefónica que tanto la sorprendió, comenzó a telefonearla a diario. Según me dijo, era como si el Duce no se resignara a aceptar que ella no podía darle razón sobre tu destino. Un día le hizo llegar a su domicilio, con un propio que no se dio a conocer, y dentro de un sobre sin remite ni membrete de ninguna clase, un papel mecanografiado sobre una hoja en blanco que pudo entregarme, pues lo llevaba en su bolso, y lo tengo aquí. Decía textualmente algo que Goebbels había escrito en su diario.

Pucci sacó un papel del bolsillo de su chaqueta y leyó.

—«El Führer esperaba que lo primero que hiciera el Duce fuera vengarse de quien lo había traicionado. Pero Mussolini no muestra ninguna intención de hacer nada parecido. Su hija Edda, y a través de ella su yerno, Ciano, ejercen sobre él una influencia nociva. —Pucci hizo una pausa y me miró. Luego volvió a fijar la vista en el papel—: Si después de todas sus tristes experiencias el Duce vuelve a ponerse en manos de su hija Edda, que en realidad es una mezquina y vulgar mujerzuela por cuyas venas corre una mezcla de sangre judía, no se le puede ayudar políticamente. No conseguirá protagonizar un gran retorno...» —Me miró compungido antes de continuar—: Y también sobre Mussolini escribe: «A toda su concepción política le falta claridad porque está demasiado ligado a su familia. Al Führer le gustaría que el Duce pusiera al menos a Ciano en sus manos: lo pondría en el paredón inmediatamente y mandaría a su esposa a un correccional, donde con toda seguridad recuperaría un poco el juicio».

Otro silencio denso volvió a instalarse entre nosotros. Pienso que Emilio me miraba esperando encontrar mis ojos anegados en lágrimas. Mi conmoción interior era tan devastadora que ni siquiera podía llorar.

—Como verás, Dita —hacía siglos que no escuchaba este apodo por el que, cariñosamente, era conocida de pequeña—, tu padre lo único que demuestra con todo ello es un auténtico arrepentimiento y mucho amor hacia ti. Quizá...

—Gracias, Emilio. No voy a perdonarlo nunca. En todo lo que me quede de vida.

—Dios me libre de meterme en sentimientos ajenos tan íntimos. Yo pensaba que, no por él, por ti misma, por tu equilibrio mental, y a pesar de que se requeriría una buena dosis de pragmatismo e incluso de cinismo filosófico por tu parte, con el tiempo quizá podrías...

—Nunca, Emilio. Ni por mí ni por nadie. ¡Jamás lo perdonaré!

Continué explicándole a Pucci las razones por las que no tenía la menor duda sobre tan tajante decisión:

—Ya sabes lo que tuve que vivir de pequeña, cosas que dejan huella y te marcan para toda la vida. ¿Cómo no voy a estar psicológicamente afectada por unas y otras razones? —manifesté con santa indignación.

—Dita... —Definitivamente, le gustaba este diminutivo que hasta el momento no recordaba que hubiera utilizado con anterioridad—. A mí no tienes que convencerme de nada. En asuntos tan personales e íntimos mi respeto debe ser total.

—Claro —comenté despistada.

—Soy muy consciente de las situaciones terribles por las que has tenido que atravesar dentro de tu propia familia. Pero creo que no es momento para hablar de asuntos que puedan perturbarte. Te he contado lo de tu padre y Virginia no sólo porque me lo has pedido, sino porque creía que podía consolarte que él estuviera tan arrepentido. Pero quizá haya sido inadecuado. Además, a pesar de que no has dicho nada, sé perfectamente que también te has sentido traicionada por las palabras de Goebbels.

—Claro. ¡Cómo no! —repliqué—. Creía que Goebbels y su esposa eran buenos amigos nuestros.

—Pero sabes de su enajenación con respecto a Hitler. Dejémoslo. ¡Parecemos tontos!