Capítulo 52
C
uando un par de meses más tarde llegó a Malevoz la segunda carta de mi padre, me presenté en el despacho de Repond para hablar con él. En esta ocasión no lo perturbé, puesto que no albergaba la menor duda de lo que iba a hacer. No sólo volví a romper el sobre que contenía la carta en pequeños trozos irrecuperables. También le pedí a mi psiquiatra que me hiciera el favor de ponerse en contacto con el ayudante personal del Duce y le transmitiera de mi parte que no había leído ninguna de sus cartas. Que no debía enviar ninguna más.
—¿Está usted segura, condesa, de que desea eliminar toda posibilidad de acercamiento a él?
—¿Cómo es posible que me lo pregunte, doctor? —contesté indignada—. ¿Acaso estoy en disposición de elegir la relación que debo mantener con el responsable del asesinato de mi marido?
—No lo he planteado así... —se excusó sin esgrimir un argumento sólido, lo que me animó para acabar con un asunto que tanto parecía afectarlo.
—Para terminar de una vez por todas, y en vista de que no veo una decisión firme por su parte, añada bajo mi responsabilidad que, como especialista que se ocupa de mi salud mental, recomienda que me deje de escribir, pues sólo el hecho de recibir una carta suya me enferma.
—Así lo haré, Edda. —Esta vez apeó el tratamiento, lo que en Italia resulta casi imposible de conseguir—. Acepto su deseo. Pero no es necesario que se enfade conmigo.
Una tarde, poco antes de abandonar el manicomio, vino a visitarme Virginia Agnelli, una amiga que siempre se portó muy bien conmigo, cuya visita yo agradecí mucho, pues sabía, aunque ella trataba de disimularlo, que le horrorizaba el ambiente de Malevoz.
Yo ya estaba curada de espanto, pero comprendo que no fuera nada agradable encontrarse a personas locas por los pasillos, unos pobres seres humanos que lloraban, reían, blasfemaban o se encomendaban a la mismísima Virgen María, pues, como los desheredados de la tierra que eran, ignoraban qué hacer con su dolor. Esa terrorífica realidad no amilanó a Virginia, que pasó mucho tiempo charlando conmigo y procurando animarme. Fue la única visita que tuve, además de Gina —y la diaria de Pucci, claro—, en aquel centro psiquiátrico. Es una evidencia que el número de amigos es directamente proporcional al grado de poder que ostentas en los diferentes momentos de tu vida. Por eso los amigos incondicionales pueden contarse con los dedos de una mano...
Antes de dar por terminada su visita y abandonar el manicomio, mi amiga me dijo:
—Mira, Edda, como no sabemos cuándo volveremos a vernos, quiero decirte que voy a abrir una cuenta corriente en Milán a tu nombre.
—¡Qué cosas dices, Virginia! Si yo no utilizo dinero. No sé qué haría con él. —Lo comentaba muy seria, como si fuera una niña pequeña.
—Sé que eres muy terca, pero te prohíbo que me lleves la contraria. Hay vida después de este lugar que vas a abandonar dentro de unos días. Y puede que en algún momento te venga bien el vil metal. Por lo tanto, te ruego me ahorres la insistencia.
—Pero si yo...
—¡Que no, Edda! Con el día tan estupendo que he pasado junto a ti, no lo estropees ahora. Mañana abriré la cuenta. Te haré llegar el número a través de Pucci para que puedas disponer de una cierta cantidad de dinero cuando te haga falta.
¡Me inspiraba la confianza que no siempre te inspira una hermana! Mi amiga era una bellísima persona llena de virtudes. También de realismo. Ese del que yo carecía.
Esa generosa cantidad de dinero que yo no imaginaba entonces que podía necesitar me sacó de muchos apuros. En la vida civil, la de todos los días, el vil metal sí tiene importancia. Por modesta que sea la existencia, hay un mínimo al que no se puede renunciar. Siempre agradecí a mi amiga su cariñosa previsión. Más tarde perdería a aquel ángel de una manera brutal, en un accidente de automóvil. Y es que, a pesar de no ser creyente, sí he aprendido una cosa: los elegidos se van. Y lo hacen con una rapidez vertiginosa. Cuando menos lo esperas.