Capítulo 28
P
asó una larga semana sin que tuviera noticias de él. Tomé la firme decisión de no agobiarme por llamadas que, a pesar de esperarlas, no se producían. Su silencio no conseguiría ponerme nerviosa. Quizá él, como tantos hombres, buscara un trofeo en el plano sentimental, dejar prendada a una mujer para a continuación olvidarla e ir en busca de su próximo triunfo. En cuanto gozaba de un segundo de lucidez, consideraba todos estos pensamientos complicados e improbables. Sabía que cuando me embargaba un determinado estado de ansiedad indefectiblemente empezaba a imaginar las posibilidades más peregrinas.
Mientras llegaba o no la tan deseada llamada seguí llevando a cabo la agenda asignada para aquella semana; acompañé a Galeazzo a una recepción y a una cena institucionales y me ocupé de mis hijos, entre otras muchas cosas. También atendí y procuré llevar algo de sosiego al enrarecido ambiente de Villa Torlonia, residencia de mis padres.
Habían transcurrido dos semanas desde que nos conocimos. Esa mañana me desperté inquieta. Hice sonar el timbre en el office, como solía, para pedir a mi doncella que me subiera el desayuno a la cama. Estaba entretenida leyendo la prensa cuando sonó mi teléfono personal, únicamente operativo desde mi mesa de noche o mi gabinete.
—¿Aló? —Reconozco que el saludo me salió bastante cantarín para la afonía que solía tener a primera hora de la mañana, debido a la cantidad enorme de tabaco que había fumado el día anterior.
—¿Aló? —Al otro lado de la línea una voz muy masculina me preguntó—: ¿Edda? ¿Eres Edda?
—Sí —contesté precipitadamente para preguntar con una curiosidad rayana en la impertinencia—: Y tú... ¿quién eres?
—Edda, soy Álvaro. Conservo aún la esperanza de no tener que explicarte qué Álvaro soy. Es lo que acaba de pasar por tu cabeza. ¿A que sí? Espero que sepas quién soy cuando te diga que hoy se cumplen dos semanas desde que cenamos juntos por primera y última vez. Pero no me hagas explicarte dónde, con quién y más detalles. Me deprimiría mucho.
—¡Hombre, Álvaro! Me alegra mucho volver a oírte. ¿Cómo estás? —dije con un tono de voz alegre y espontáneo.
—Recién llegado. Por eso no te he llamado antes. Me telefonearon desde Buenos Aires y tuve que viajar a toda prisa para solventar un asunto imprevisto.
—Espero que no te refieras a ningún problema familiar o de salud...
—No, por fortuna. Ya te contaré. Porque, aunque te cueste creerlo, estoy deseando verte. Dime, ¿cuándo te vendría bien quedar conmigo? Y sobre todo dime si prefieres que nos citemos para almorzar, cenar o tomar juntos el té de las cinco en punto... —Antes de que acabara su frase yo ya tenía la agenda entre mis manos:
—¿Qué tal si almorzamos juntos mañana viernes? En caso contrario...
—Me va fenomenal. Dime lugar y hora.
—Eso prefiero que lo sugieras tú —respondí.
—¿Qué tal a la una del mediodía en el restaurante del Grand Hotel?
Álvaro era, indudablemente, un hombre de mundo. En aquellos momentos, y por razones obvias, a mí me reconocía todo el país. De modo que lo más acertado era la propuesta de mi amigo: quedar a almorzar y no a cenar y, sobre todas las cosas, evitar vernos en un restaurante en el que pudiera dar la impresión de que estábamos escondiéndonos. Éramos amigos y nada teníamos que ocultar.
Si cada noche me costaba conciliar el sueño, la víspera de nuestra cita no conseguí dormir hasta altas horas de la madrugada. Me vestí y pinté con toda intencionalidad: salía a gustar. Se trataba de una aspiración muy lícita, pero poco habitual en mí durante los últimos tiempos. Pocos minutos después de la una, conduciendo mi propio coche, entraba por la puerta del Grand Hotel, situado en Via Veneto. Como siempre, el personal me recibió con toda corrección y el maître me acompañó hasta el comedor. Allí, con la inequívoca apariencia de estar recién duchado, lo que confiere a los hombres una cuota adicional de poder de seducción, se encontraba sonriente Álvaro. Me recibió con un saludo expresivo y sin embargo discreto, como la ocasión requería. Desde la puerta del comedor hasta la mesa en la que se hallaba el bonaerense fueron muchas y variadas las personas conocidas a las que tuve que devolver el saludo, intentando hacerlo con la misma simpatía que ellos me mostraban. Él se había levantado al verme y, en cuanto tomamos asiento, se excusó:
—Perdona, Edda. Como era de suponer, los comensales de este hotel te conocen bien. Precisamente me pareció preferible que la gente pudiera vernos en un lugar concurrido y normal que...
—Sin ninguna duda. Es mucho mejor así. He visto que a ti también te conocen. Pero somos amigos y, al no tener nada que ocultar, nos citamos en un lugar conocido.
Nada más pronunciar la última frase, me sonó a justificación o, tal vez, a atrevimiento. Como si fuera una teoría que yo tenía demasiado preparada en mi subconsciente: —¡Qué guapa estás! —dijo zalamero—. Quizá creas que se trata de una frase hecha, pero te aseguro que me he acordado mucho de ti este par de semanas en las que nuestras vidas se han desarrollado en distintos continentes.
Fue este comentario el que le dio pie a explicarme que un problema relacionado con la herencia de su padre le había hecho volar a Buenos Aires. Poco a poco fue hablándome de su vida; su padre había muerto el verano anterior y su madre, mucho más joven que su marido, vivía aún. Tenía un único hermano dos años menor que él con quien mantenía una relación de amor-odio. Álvaro, como primogénito, había contado con unas prebendas que su padre no había otorgado a su hijo menor. De ahí que los celos de Carlos hacia Álvaro, que habían dado comienzo siendo pequeños como una pelusa sin importancia, se habían convertido en un agrio resentimiento en toda regla. Algo muy ancestral pero no infrecuente en una familia de origen humilde procedente de Cataluña que había emigrado a principios del siglo XX a Argentina, convirtiendo sus escasos ahorros en una gran fortuna.
El origen de su madre era francés. Al parecer, ella procedía de una familia de posibles, culturalmente avanzada y refinada en extremo. Su refinamiento e inteligencia influyeron muy positivamente en su marido, y después en sus dos hijos, a los que proporcionó una inmejorable educación. A una actitud intelectualmente inquieta había que añadir la posibilidad real que el matrimonio tuvo más tarde de enviar a los chicos a buenos colegios y universidades privadas tanto en Estados Unidos como en Francia. Así consiguieron que ellos, además de ricos, tuvieran en su haber un patrimonio que nada ni nadie podría quitarles: una educación no sólo universitaria, sino humanística verdaderamente privilegiada.
Álvaro, entre otras muchas cualidades, poseía el don de la palabra, lo que le hacía enormemente entretenido. Todo lo que contaba tenía interés para mí, puesto que sabía cómo retener la atención de su interlocutor. Cierto es que en Buenos Aires cualquier taxista podía pasar por Borges. Pero esa mezcla de riqueza de vocabulario con todo lo que implica una estancia de muchos años en distintos países del mundo le procuraban una credibilidad tan grande que podía tenerte con el alma en vilo al hacerte partícipe de cualquier historia. Otra cosa a su favor era que, a pesar de su facilidad verbal, nunca se dedicaba a practicar el monólogo, sino que atendía a su interlocutor con un interés tan intenso que mientras conversabas con él te hacía sentirte la única persona en el mundo a quien merecía la pena prestar atención.
En el transcurso de nuestra larguísima conversación me explicó, sin vergüenza ni descaro, que su situación económica era más que desahogada. Podía decirse que vivía de las rentas, de consejos de administración y, en definitiva, de una espléndida herencia que su padre le había dejado. Todo ello le permitía dedicarse a lo que de verdad le gustaba, el mundo de la cultura. Estaba ante un poeta que había sido galardonado con premios importantes tanto en Francia como en su país de origen. Melómano empedernido con carrera de piano incluida. Lector infatigable y selectivo. Observador de la realidad como filósofo... ¡Un brillante hombre de letras, en resumidas cuentas!
—Me encanta todo lo que me cuentas, pero también me provoca un enorme complejo de inferioridad. Debes saber que no seré yo quien pueda seguirte en tus peripecias intelectuales. ¡Mira que me gustaría! Pero no estoy preparada.
—No digas cosas raras, Edda. En mi opinión, la cultura bien entendida no es tanto saberlo todo como tener interés por asuntos diversos. Y yo, la verdad, cuando te conocí pensé que eres una mujer muy inteligente.
—No sé si inteligente —repliqué de inmediato—, pero culta...
—¡Eso no es lo importante! Eres capaz de captar elementos sutiles con tu inteligencia natural. Otra cosa bien distinta es que no hayas profundizado en el mundo de la cultura por razones que no vienen al caso.
Resultaba difícil dejar de hablar con aquel hombre tan interesante y buen conversador. Un hombre que me llegaba muy hondo con su voz acariciadora y melódica. Llegó un momento en el que, al despedirse de nosotros, los comensales del restaurante nos devolvían a la realidad, al mundo con relojes y horarios... Algunos de nuestros conocidos se sentían obligados a pasar junto a nuestra mesa para despedirse antes de abandonar el restaurante. Otros, al vernos tan enfrascados en nuestra charla, optaban por dedicarnos un saludo con la cabeza con el propósito de no interrumpirnos. Y también los hubo que se acercaron a intercambiar unas palabras conmigo. Entonces, el bonaerense se ponía en pie inmediatamente, les tendía una mano firme y se daba a conocer: «Álvaro Hidalgo, encantado...». Sólo unos cuantos nombres de los que vimos para ilustrar el cuadro: Colak Antic, ministro de la Casa Real de Yugoslavia, acompañado por Pietro Badoglio, jefe del Estado Mayor General; Italo Balbo, gobernador de Libia, junto a su mujer y una pareja de amigos; Josef Beck, ministro de Exteriores de Polonia, o Pietro Acquarone, ministro de la Casa Real, quien salía de un reservado en el primer piso del hotel en el que, según me dijo, se hallaban los príncipes del Piamonte, acompañados por unos amigos belgas.
Un sustancial y objetivo paso del tiempo, por corto que se nos hubiera hecho, nos aconsejaba abandonar el restaurante. Y el caso es que a él no le veía ningunas ganas de hacerlo. Yo también tenía la desagradable sensación de haberme quedado con una deliciosa conversación interrumpida. Lo cierto es que ya habíamos alargado la sobremesa con un par de cafés cada uno de nosotros; por otra parte, tampoco era aconsejable que nos quedáramos solos en el restaurante. Me armé de valor para conocer la reacción de mi amigo.
—Nada más lejos de mi intención que cortar la apasionante charla que estamos manteniendo, pero creo que, de seguir aquí, pueden terminar por echarnos —dije risueña.
—Tienes toda la razón. Lo que yo desearía es altamente improbable: hacer un flash back a la infancia para comenzar, desde la niñez, a compartir nuestras mutuas existencias —replicó, a la vez que pedía la cuenta—. ¡Cuando estoy encantado con una mujer las horas me parecen minutos...! —añadió. Miró el reloj de su muñeca y preguntó—: Son las cuatro de la tarde, ¿tienes algo que hacer?
—En este momento no —dije, después de dudar mucho, tratando de actuar con una cierta frialdad—. Sí debo estar de vuelta en Chigi a las seis. Nos han invitado a un cóctel al que no puedo faltar.
—¿Cómo has venido?
—En mi propio coche.
—Bien —respondió con una alegría natural—. Yo venía del centro y tomé un taxi. ¿Te parece bien que demos un paseo en coche? Anochecerá pronto, pero, si te digo la verdad, a mí lo único que me apetece es estar contigo.
—De acuerdo —contesté. Y acto seguido, ya en la calle, me tomó por la cintura y me atrajo hacia él en un gesto de calidez. Gesto que produjo en mí un calor interno e intenso por el que quedé sobrecogida.
A partir de aquel almuerzo nos hicimos inseparables. Su persona, como su mundo, lleno de valores que nada tenían que ver con aquellos que yo hasta entonces había conocido como tales, me daban mucho que pensar; su desarrolladísimo sentido de la estética o su vida intelectual, mezclada con la sociabilidad y simpatía que tenía a raudales, hacían que permaneciera junto a él en un estado próximo al enajenamiento. Al igual que si fuéramos dos adolescentes viviendo su primera aventura, todo el tiempo del mundo se nos quedaba corto. Por eso arrancábamos al reloj, como si de una premonición se tratara, todos los segundos posibles para compartirlos.