Capítulo 43
Y
a aquella misma tarde la prensa se hacía eco, en portada, del conflicto vivido en el Gran Consejo. Los diarios vespertinos abrían sus páginas con unos titulares que jamás en la vida pensé podía llegar a ver: «¡Abajo el Duce!», «¡Abajo el rey!», «¡Viva el rey!», «¡Viva Badoglio!»... Habíamos pedido a mi madre que regresara a Roma con los niños en tren, puesto que ya no nos sentíamos legitimados para enviar un coche a buscarlos. Mis dos hijos mayores estaban muy inquietos; por fortuna, Marzio era aún pequeño para darse cuenta de nada. Me inspiró una infinita ternura el cariño que mi marido manifestó al recibir a los niños. Era evidente que en aquel momento tan duro para él nos necesitaba cerca a todos nosotros. En su actitud, además, yo podía captar una disposición asustadiza, frágil y de mucha inseguridad con respecto a sí mismo.
En las calles de Roma podían verse pancartas en contra de papá y ensalzando la monarquía. Lo que yo ignoraba, puesto que Galeazzo me lo había ocultado, era que mi padre ya había sido encarcelado. Mi marido, pálido como un folio, no hacía más que repetir: «Es durísimo lo que te he dicho, vida...». Me informó de que el encarcelamiento había tenido lugar en el propio Gran Consejo del 25 de julio. Era cierto que papá contaba con un montón de enemigos, es lo que suele ocurrir a toda persona que ostenta el poder y lo ejerce sin complejos de ningún tipo. Lo que más me impresionó fue que el rey estuviera deseando sacarlo de la escena política. Y encima por la puerta de atrás, como si se tratara de un delincuente común. Nunca podría perdonarle que no buscara una salida más airosa para el hombre que, equivocado o no, había luchado por Italia como lo que era, un auténtico patriota.
—¿Dónde se encuentra? —pregunté a Galeazzo sin intentar disimular la desazón que transmitía mi voz.
—En Roca delle Caminate —me respondió.
—Quiero verlo. No —me corregí a mí misma—. Necesito verlo.
—Es imposible, Edda. Sólo el intentarlo sería la imprudencia mayor que podrías cometer. Debes tener paciencia. Créeme que, antes que nada, debo volcarme en salvar tu vida y la de los niños.
—No acabo de entenderte. Y ¿qué va a ocurrir contigo?
—Eso ya lo veremos. Es imprescindible que de momento vivamos al día.
Desde el mismo instante en que llegué a Roma, y por indicación expresa de los escasos contactos encargados de la seguridad y próximos a Galeazzo, no salimos del palacio Chigi en un mes. Decidimos ocultar a mi madre el paradero del Duce y, por el bien de todos, resolvimos —con su aquiescencia, claro— que regresara a Forli con los niños. Pensábamos que allí estarían más seguros en todos los sentidos. Ella aceptó encantada.
Quise pensar que mis hijos se fueron tan contentos como ella lo hizo.
Fue una temporada dura y complicada para nosotros. Nuestros amigos se encargaron de suavizarla con su constante presencia. Naturalmente, unos eran amigos y otros sólo conocidos, incluso había quienes nos visitaban porque consideraban elegante tomar el té en nuestros salones. Y es que, al estar el país tan revuelto y como la vida social escaseaba, debía de parecerles todo un plan el venir a vernos. Luego podían comentar que lo habían hecho y jugar a íntimos...
Todos sabemos que la gente tiende a huir de la persona que pierde el poder. Pero, aunque permaneciéramos encerrados en casa, el destino de Galo producía aún una cierta inquietud, pues no sabían dónde ubicarlo. Y es que el 28 de julio se presentó a vernos el duque Acquarone. Había venido a ofrecer a mi marido que volviera a ser embajador ante la Santa Sede. Ni siquiera le dejó pensarlo. No quería escuchar nada que no fuera una respuesta afirmativa. Galo, a pesar de encontrarse muy entristecido con la suerte que había corrido mi padre, se plegó a aquella orden mal encubierta. El rey, naturalmente, estaba detrás de aquel inesperado deseo. Ambos considerarían a Galo, en todo momento, un hombre bueno y leal.
La relación entre mi marido y yo —cuando las personas que nos acompañaban desaparecían— volvió a ser una vez más la de dos personas unidas en la adversidad. Compartíamos sentimientos e impresiones con una sinceridad total, sin tapujos de ningún tipo. Si en los buenos momentos es importante contar con alguien con quien compartir las alegrías, me di cuenta de que era esencial no estar sola en aquellos tan malos por los que atravesábamos. Tanto es así que, después de aquella escaramuza en la que habíamos llegado casi a mantener relaciones sexuales, cuando él decretó algo tan raro como que era indigno de poseerme, la llama se reavivó entre nosotros. Después de un tiempo de convivencia diaria, mencionó el asunto con enorme sutileza. Con cualquier pretexto encontraba cada noche, incansable, una excusa para visitarme en mi habitación. Hasta que decidí romper el hielo al buscar el calor de su cuerpo, de nuevo, junto al mío.
—Edda —pronunciaba cada letra de mi nombre con una dulzura muy próxima al amor mientras tocaba con los nudillos la puerta de mi habitación en mangas de camisa al tiempo que se deshacía el nudo de la corbata—. Estaba a punto de meterme en la cama, pero llevo todo el día queriendo decirte que uno de mis pocos fíeles, a quien le encargo que recabe información para mí, me ha dicho que tu padre se encuentra físicamente bien y anímicamente parece que aguanta el tirón. Es que, como hemos estado todo el día rodeados por tanta gente...
—Gracias, Galo. Quiero pensar que es verdad, incluso sabiendo que por tranquilizarme eres capaz hasta de mentir. Y casi de cualquier cosa —respondí mirándole a los ojos y, seguidamente, comprobando la torpeza de sus manos, dije—: Acércate y déjame ayudarte, pues veo que acabarás por destrozar esa corbata tan bonita que llevas.
Se acercó con la mirada traviesa de alguien que ha conseguido lo que quería, en este caso llamar mi atención. Debía de estar bebiendo mucho esta temporada, pensé, pues los mofletes de colegial que le daban un aire simpático eran más grandes y rojizos que a mi regreso del último viaje. Como era lógico, se aproximó mucho a mí para que lo ayudara en tan sencilla tarea, que él, a veces, no sabía resolver. El olor de su piel, como siempre, era francamente agradable. Galeazzo siempre olía a hombre. Pero a hombre recién duchado, aunque no lo estuviera. Nuestros rostros se juntaron, y mientras yo olía el inconfundible aroma de su piel enjabonada con jabón mezcla de tabaco y menta, él no pudo resistir la típica tentación propia de un adolescente. Así, me robó un beso en los labios y me sorprendió el regusto agridulce que en ellos depositó. Seguro que había intuido que, después de tan larga y dura temporada, me pillaría con la guardia baja. Por eso continuó besando mis manos, mi cuello y el lóbulo de mi oreja derecha mientras introducía —con escasa resistencia por mi parte, la verdad— su lengua en mi boca. Al comprobar mi entrega, insistió en su deseo. Yo sencillamente me dejaba hacer. Con bastante gusto, lo reconozco.
Como él era un hombre tan grande y yo no oponía la menor resistencia, le resultó muy sencillo llevarme casi en volandas a su habitación. Una vez tendidos en su cama, mi excitación fue incrementándose hasta llegar a dejarme desnudar por él con una entrega total por mi parte. Ignoro cómo terminó de quitarse la corbata. Lo cierto es que unos minutos después ambos estábamos desnudos y el cuerpo de Galeazzo se hallaba debajo del mío. Fue entonces cuando intercambiamos caricias que podría llegar a calificar de desesperadas. Él me acunaba, incansable, entre sus amorosos brazos mientras nos reconocíamos el uno al otro como antes. De manera instintiva y dando yo por hecho que, una vez recostada en su pecho, nada malo podía ocurrirme.
Algo más tarde compartíamos un cigarrillo a la vez que sujetaba con su brazo derecho mi cabeza, que reposaba en su inmensa cama, y besaba de nuevo mi frente, mi pelo, cuando mirándome fijamente a los ojos que brillaban de dicha al borde de las lágrimas, me dijo con una enorme naturalidad:
—A pesar de todo, Edda, eres mía hasta tal punto que, aun sabiendo que has estado con otros hombres, no puedo sentir celos de ellos. Habrán besado tus labios, tu boca, todo tu cuerpo. También te habrán poseído con más pericia de la que hoy yo he mostrado. Pero nadie ha podido amarte como yo lo he hecho desde que nos conocimos.
—¡Pues lo has disimulado perfectamente, Galo! —exclamé para quitar hierro a tan espinosa y sincera confesión—. Si desde el primer momento me fuiste infiel... ¿Lo recuerdas o tienes amnesia, querido?
—Infiel, infiel... ¡Qué palabra tan aparentemente trascendental y, en este caso, vacía de contenido! —respondió sonriente a la vez que besaba indistintamente mis pezones que, como un resorte, se erguían como apenas recordaba que podían hacerlo—. El que me gustara coquetear con señoras no es tan raro, no es más que una reacción normal en el hombre.
—¿De verdad? —Mi concisión era una trampa para dejarle hablar a él, ya que si algo no podría reprocharle a Galo era su falta de sinceridad.
—No me has dejado terminar. Iba a añadir que de la misma manera que me parece normal el que a ti te divierta practicar el arte de la seducción que, con tanta frecuencia, llevas a cabo. Lo que de verdad me molesta es que te equivoques de sujeto. Siempre que te he visto ilusionada con otro hombre he pedido al cielo que te hiciera feliz. Al menos, el tiempo que estuvieseis juntos.
—¡Qué generoso eres! Terminarás por hacerme sentir culpable por no haber pedido al cielo lo mismo para ti.
—Tú sabes, y te lo recuerdo por si en algún momento se te olvidara, que jamás he dejado de asumir que eres la única mujer a la que verdaderamente he amado. Las demás fueron mujeres. Nada más y nada menos que mujeres de una noche o de cien. De esas que, según el deseo y las posibilidades, van y vienen... Pero comparar lo que siento por ti y por ellas es un disparate. Sé que tú no puedes decir lo mismo. ¡Qué le vamos a hacer!
—Creo que yo he sido mejor amiga tuya que amante. En China, recién casados, me sentí tan traicionada cuando me enteré de que me engañabas que una vez que decidí hacer lo mismo me tiré a degüello. Con la intención clara de no parar en barras. Lo siento —dije evitando su mirada emocionada.
—Sabes, vida, que no soy nada partidario de pensar en lo que pudo haber sido y no fue. Pero no te quiero engañar. Sin duda sabiéndote tan brava, debería de haber tenido más cuidado con mis salidas. Unas salidas que para mí no tenían importancia alguna. Pero que comprendo que tú interpretaras como traiciones... Edda —dijo después de un bronco suspiro—, ¿tú me quieres?
—Sabes que los Mussolini no estamos emocionalmente preparados para hacer ese tipo de afirmación. Es muy difícil hacer tuyas unas palabras que nadie te regaló en la infancia.